¿Quién tiene derecho a existir?

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La pregunta puede revestir caracteres dramáticos, de hecho, a lo largo de la Historia, las más diversas tiranías se han atribuido la facultad de dar respuestas a este interrogante por los medios más expeditivos. Expresiones como la de «limpieza étnica» reflejan ese dramatismo, que supone el que algunos seres humanos cuestionen el derecho de otros a existir y a propagar su estirpe. A pesar de la condena que parecería que merecen estas prácticas, no podemos olvidar situaciones actuales en las que se niega el derecho a existir a seres humanos concretos.

 Tal ocurre cuando se postula el reconocimiento del aborto provocado como un derecho universal, o cuando de facto se tolera la eliminación de quienes van a nacer, por ejemplo, por pertenecer al sexo femenino. Esa aceptación del aborto provocado -paradójicamente implantado en sociedades de raíz cristiana, aunque nunca con la aceptación general, quede constancia- supone un ejemplo de negación del derecho a existir de individuos concretos de la especie.

La pregunta que nos hacemos cobra una dimensión especial a la luz de lo que posibilita el desarrollo biotécnico. Entre estas posibilidades está la selección embrionaria, ya que desde hace más de treinta años la vida humana puede comenzar fuera del seno materno. La extracción quirúrgica de gametos de mujer permite su fecundación en el laboratorio con semen de hombre, para generar el cigoto, la célula inicial, comienzo de la vida de cualquier ser humano. De esa célula derivará el nuevo ser, incluidas las estructuras placentarias imprescindibles para su desarrollo. Todo ello constituye la técnica de reproducción humana mediante fecundación in vitro (FIV).

El cigoto es portador del material hereditario en su totalidad, el que define el programa genético del nuevo individuo, y constituye su corporeidad, que se irá materializando en un proceso de incremento gradual, sin solución de continuidad, pero con la emergencia de las estructuras corporales de las que está dotado cualquier organismo adulto. El diseño natural de este proceso de desarrollo, basado en la programación genética propia, exige muy pronto el soporte de un medio externo (ambiente epigenético) que ha de ser aportado por la madre gestante. Cuando el cigoto se genera in vitro, será imprescindible su transferencia al útero de la madre, que lo pueda gestar, para completar el proceso.
 
La tecnología amplía los espacios de dominio que el hombre puede ejercer sobre la vida de los individuos de su especie. Las intervenciones posibles van mucho más allá de la mera utilización de la FIV para procurar descendencia a quienes no pueden procrear de manera natural. La pregunta sobre quién tiene derecho a existir puede tener una respuesta programada deliberadamente, ya que la tecnología hace posible tanto la selección embrionaria, como la propia modificación genética del embrión. Mediante biopsia del embrión temprano, cuando este consta de ocho células, se pueden extraer dos de estas células para proceder a su análisis genético con fines diagnósticos. Es el diagnóstico genético preimplantatorio, no exento de riesgos para el embrión, al que se priva de la cuarta parte de su material celular, con la esperanza de que a pesar de ello se pueda reconstituir y ser gestado para dar lugar a un nuevo ser humano. En cualquier caso, ese diagnóstico genético se práctica con finalidades de selección, para decidir si es aceptable o no la transferencia de un embrión concreto al útero materno.

 
La sociedad, en cuyo nombre los poderes públicos deciden la validez de estas actuaciones, debe conocer el alcance y las consecuencias de una tecnología que va directamente a la raíz de la cuestión de quién tiene derecho a existir, en función de su diseño biológico. La inmensa mayoría de los seres humanos somos portadores de un programa genético, propio y único, derivado del de nuestros dos progenitores -padre y madre- pero establecido por la propia naturaleza y no por voluntad de terceros. En cambio, la selección embrionaria en función de un diagnóstico genético previo, puede dar lugar a individuos con una constitución genética predeterminada, de entre las posibles para la descendencia de los progenitores concretos.

 La legislación española permite la selección embrionaria, bien para evitar deficiencias genéticas conocidas, o para beneficio de terceros. En este último caso se pretende el nacimiento de los llamados bebé-medicamento, que sean histocompatibles con el posible beneficiario a efectos de trasplante. Para ser precisos, hay que puntualizar que la ley no abre esta práctica con carácter general, sino que establece la posibilidad de autorizarla caso por caso. De cualquier forma, la selección de un embrión, en función de una característica genética concreta, no implica seleccionar solamente esa característica. Se está seleccionando un embrión que, unidas a esa característica analizada, tiene todas las demás que le confiere su dotación genética completa y que no son objeto del análisis selectivo. La selección embrionaria supone, por tanto, predeterminar la totalidad de su dotación genética de quien nace, por decisión de tercero. Toda su trayectoria biológica, en lo que depende de su genética, será fruto de esa decisión selectiva, tanto para lo que pueda considerarse como bueno o como malo. El alcance de la selección solamente es conocido en un aspecto, no en su globalidad.

 
Habermas ha acuñado la expresión «persona programada genéticamente», al señalar el impacto que todo ello tiene en la autocomprensión de la propia existencia. En nuestra libertad puede estar el cambiar de opinión pero no el cambiar de genes. En definitiva, el individuo seleccionado, puede percibir muchas circunstancias de su existencia como algo condicionado por una decisión externa, lo que no ocurre con los demás seres humanos. Se impone el llamar la atención sobre el significado de algunas actuaciones sobre la vida humana embrionaria. Muchas se pretenden justificar en función de posibles aplicaciones médicas derivadas de la nueva tecnología.

 
No cuestiono el valor del avance biomédico, que creo compatible con el imprescindible respeto a la vida humana. Véase, por ejemplo, lo ocurrido con la investigación en células madre y la progresiva constatación, que ya pocos discuten, de que el avance en este terreno no va por la vía de la destrucción sistemática de embriones humanos. Sin embargo, me parece imprescindible referirlo al principio fundamental, establecido en todo tipo de iniciativas y convenios internacionales: el respeto a la dignidad humana. Se proclama en estas normas que nunca los intereses de nadie, ni tampoco de la propia Ciencia, pueden prevalecer sobre los de la persona humana afectada.

 
La selección embrionaria, así como cualquier otra actuación que determine la dotación genética de quienes vayan a nacer, sólo puede ser juzgada a la luz de las consecuencias que pueda tener para quien es el sujeto directo de esa actuación. El respeto a la dignidad humana, la consideración de la igualdad radical de todos los seres humanos, comienza desde el inicio de la vida de cada individuo. Nadie está facultado para decidir quién tiene derecho a existir.
 
Publicado en ABC 10-01-2009

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