¿Son los muertos cerebrales seres vivos sin funciones cerebrales, o se trata de muertos que mantienes funciones corporales) (Hans Thomas)

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No es lo mismo muerte que muerte cerebral Desde siempre los médicos certifican que “ha llegado la muerte”. Lo que en cada caso hacen es dar fe de que ya no hay señales de vida. Desde un punto de vista médico, todaví­a no hemos podido salir de esta definición puramente negativa …

No es lo mismo muerte que muerte cerebral

Desde siempre los médicos certifican que “ha llegado la muerte”. Lo que en cada caso hacen es dar fe de que ya no hay señales de vida. Desde un punto de vista médico, todaví­a no hemos podido salir de esta definición puramente negativa de la muerte.

El hecho de que se requiera al médico para la certificación profesional y oficial de la muerte no quiere decir que él sepa mejor que los demás qué es la muerte. Los signos infalibles de la muerte de un individuo, de que ya no existe vida, saltan a la vista de cualquiera. Interrupción de la comunicación, inmovilidad, descenso de la temperatura, cambio de color, rigidez muscular, descomposición cadavérica”¦ El médico debe constatar antes que otros, con el mí­nimo margen de duda o error posible, que todo eso va a suceder de manera irrevocable. Durante milenios, los médicos han enseñado que estas cosas suceden finalmente cuando ocurre la parada cardí­aca. Hasta nuestros dí­as eso era válido, el que la muerte llegaba por parada cardí­aca, pero hoy puede lograrse la reanimación por medio de masaje del corazón o su trasplante. Ya no pueden considerarse sinónimos la parada cardí­aca y la muerte. Para compensar esa diferencia hemos inventado la “muerte cerebral” en caso de duda.

Correcto, necesario, legí­timo. Pero puede discutirse si la elección del término “muerte cerebral” fue acertada o no. Se entiende que la muerte le acontece al individuo, no a su cerebro. Es eso lo que se querí­a señalar. Pero este nuevo diagnóstico aclara tan poco acerca de lo que la muerte es como el término “muerte del corazón”. La certificación de muerte cerebral es complicada precisamente porque sigue habiendo signos de vida y porque para el observador imparcial indudablemente el paciente no está muerto. Da la impresión de que tanto la muerte cerebral como la muerte propiamente dicha se han convertido en una competencia exclusiva de la autoridad cientí­fica, toda vez que la comprobación de la muerte cerebral se sustrae a la común experiencia de la gente, y necesita de un suficiente conocimiento técnico y de un instrumental apropiado. Da la sensación de que se haya descubierto el carácter empí­rico de la muerte.

La “muerte cerebral” es un diagnóstico de í­ndole médica, sin indicación alguna. Más bien supone dar fin a la misión del médico. Eso lo hace el diagnóstico junto con la clásica certificación de muerte. Quiere esto decir que, en principio, y por regla general, se deja morir al paciente. Toda excepción a esta regla en un caso individual deberí­a motivarse y justificarse de manera suficiente. ¿Puede haber acaso razones suficientes como, por ejemplo, la extracción de órganos para su trasplante. Si no fuera por esto la muerte cerebral apenas plantearí­a problemas.

 

2.- Entre el diagnóstico médico de muerte cerebral y el significado de la muerte media un abismo

Hoy en dí­a la muerte cerebral se define ordinariamente como la irreversible pérdida de todas las funciones cerebrales (34, 13) o destrucción del cerebro completo (12, 38). No vamos a entrar aquí­ en la problemática práctica de ambas definiciones, ni tampoco en la diferencia entre las dos. ¿Cómo saber que la pérdida era irreversible, si se procede a la extracción del órgano con consecuencia de muerte? (12; 38, 35). ¿Y qué seguridad se tiene de que también se han destruido todas las áreas del cerebro si ello se confirma en el tronco cerebral? (14, 25). Aunque se haya comprobado en las arterias principales la detención del flujo sanguí­neo, ¿no podrí­a todaví­a haber partes de la corteza cerebral mantenidas por arterias colaterales que sangran aún? (21, 22, 34). Desde el punto de vista práctico puede describirse la muerte cerebral ““más precisamente, la muerte del tronco cerebral”“ como una situación a la que inevitablemente siguen todos los indicios que siempre han anunciado la muerte si los aparatos y dispositivos médicos no lo impiden. Esto constituirí­a un testimonio médico empí­ricamente fundado. No identificarí­a la muerte cerebral con la muerte, y se abstendrí­a de decir si ““y, en su caso, por qu锓 resulta lí­cito impedirla o posponerla. Por la falta de claridad empí­rica, se suele argumentar filosóficamente, por ejemplo así­: Siendo el órgano que garantiza la unidad del organismo viviente, el cerebro es, asimismo, garante de la persona humana. Sin cerebro ésta deja de existir. Nada cambia el que se mantengan artificialmente las funciones capitales del cuerpo, como la respiración y la circulación. La persona, el hombre, está muerto (29). Tenemos ante nosotros un cadáver, aunque la circulación funcione (1, 13). La continuación del riego sanguí­neo se entenderá como una función de la técnica médica que consigue mantener la circulación.

El argumento parece plausible, aunque es cierto que con el mantenimiento de la circulación y del conjunto del metabolismo en buena medida se consigue sostener de hecho la “unidad del organismo vivo”. Una simple bomba, el respirador artificial, apenas puede servir como causa suficiente; en todo caso puede considerarse como una ayuda necesaria. Ante todo, este argumento contiene una interpretación que ni se basa en un hallazgo puramente empí­rico ni permite ser deducida de manera concluyente de aquél. Contra esta tesis obra la común experiencia humana, que espontáneamente se niega a admitir la idea de un cadáver con el corazón latiendo. Quien está junto al lecho del abuelo y siente su pulso tiene que estar totalmente persuadido de su muerte para considerarle cadáver. Además, esta interpretación, como cualquier otra, es discutible en un contexto pluralista. Alguien podrí­a decir que es persona sólo quien todaví­a se halla en posesión de una corteza cerebral intacta (18, 19, 37), ya que cuando el cortex está arruinado ya no existen funciones humanas. Aunque el cuerpo todaví­a reaccione con reflejos, la persona está muerta (8, 15). Desde el punto de vista empí­rico nadie puede contradecir esto, pero tampoco el que lo afirma puede probarlo. Con la interpretación así­ modificada cambia también la definición de muerte cerebral (8), y de ahora en adelante los muertos seguirí­an respirando solos.

La discusión no es nueva, y los argumentos se alzan cuando aparecen intereses pragmáticos que se pronuncian por un nuevo significado[1]. Sin embargo, ya nadie propone entregar libremente cadáveres “calientes” a los estudiantes de Medicina, con objeto de que estudien la anatomí­a más de cerca y “en vivo”, o se ejerciten en la cirugí­a con ellos[2]. Ahora se trata principalmente de extraer órganos vitales al cadáver para su trasplante[3] o experimentar con embriones según convenga. El especialista en ética médica Hans-Martin Sass propone, por ejemplo, no considerar a los no nacidos como sujetos humanos mientras su cerebro no sea identificable como ya en formación.

Entre el diagnóstico médico de “muerte cerebral” y la interpretación racional de la “muerte personal” pende un abismo insalvable, si bien se puede pasar por alto. De este modo, el diagnóstico médico “muerte cerebral” se ha convertido en “muerte” como un hecho comprobado con valor jurí­dico (15, 47). En todo caso, con ello se resuelve un problema jurí­dico, pero de ninguna manera el problema médico. La equiparación no es correcta desde el punto de vista médico, y constituye un dislate lingí¼í­stico no indispensable jurí­dicamente hablando. La situación diagnosticada queda inequí­vocamente aludida, del lado médico, por la expresión “muerte cerebral”. Pero si estamos hablando de muerte, el discurso sobre el “dejar morir” pierde todo su sentido. Los muertos cerebrales podrí­an llegar a morir realmente, pero los “muertos” ya no pueden morir más. Por tanto, falta una palabra para designar de la manera más adecuada lo que realmente ocurre si el “muerto” muere realmente.

Ahora bien, desde el punto de vista empí­rico, la vieja condición “muerte” es completamente distinta de la nueva “muerte cerebral”, tanto por el resultado como en virtud de su descripción. Empí­ricamente no hay motivo alguno para equiparar ambas. No obstante, lo empí­rico no valora; eso hemos de hacerlo nosotros como hombres. Desde ahí­ los juristas intentarán crear Derecho. Así­, con los cadáveres se permite hacer lo que se prohibe con los vivos[4]. Extraer órganos de los cadáveres presenta ciertamente menos problemas que extraerlos de los vivos. Desde el punto de vista jurí­dico bastarí­a equiparar, para este caso, la muerte cerebral a la muerte real. Todaví­a no está claro si la identificación de ambas resuelve más poblemas jurí­dicos que los que crea. Con ella por primera vez desaparece la frontera que hasta ahora separaba diáfanamente la vida de la muerte. Si no se consigue determinar y expresar de modo tan seguro la nueva frontera, ¿cómo se podrí­a evitar que un dí­a se proceda con los vivos tal como se hubiera hecho hasta entonces con los cadáveres? Se les respeta por piedad, no porque se les reconozca titulares de derechos. ¿Se trata, por tanto, de confirmar si la muerte ha llegado y cuándo? ¿O más bien se trata de fijar ahora, pragmáticamente, el instante de la muerte?

Quien afirma que la muerte cerebral es el final de la persona está diciendo que el individuo está muerto. Ya no queda margen alguno para afirmar que su cuerpo aún se mantenga con vida (39). De lo contrario, el ser del hombre serí­a divisible. Más allá de la muerte pueden continuar viviendo células e incluso órganos aislados durante algún tiempo, y también es posible que puedan mantenerse sistemas orgánicos completos con capacidad funcional mediante determinados procedimientos técnicos. Pero esto es cosa distinta. Cabrí­a hablar en este caso incluso ““por analogí­a”“ de órganos vivos. Sin embargo, de un muerto, de un cadáver, estamos pensando: el cuerpo como sistema unitario ya no vive (24, 22, 36). El todo ya no puede sostener a las partes y las partes ya no soportan el todo. De otro lado, ¿qué cantidad de miembros y órganos pueden amputarse sin poner en peligro la totalidad del organismo todaví­a vivo? ¿Dónde están los lí­mites entre los sistemas orgánicos que continúan funcionando y un cuerpo que todaví­a conserva su integridad? ¿Se pueden encontrar esos lí­mites? Unidad e integridad no se deducen de las partes. Incluso en los automóviles está antes el todo que las partes. Precisamente el proyecto del todo concede a la parte su fundamento y finalidad.

Quien no intenta primeramente entender el fenómeno de la integridad de un ser vivo, contentándose sólo con la realidad de las funciones particulares, igualmente puede llegar a valorar el cuerpo en su totalidad como un simple compuesto de órganos activos que se hallan técnicamente dispuestos para funcionar. Es conocido que la filosofí­a clásica introdujo el concepto de alma para explicar la unidad vital del ser vivo. Según Platón, no podrí­a excluirse la idea de que el cuerpo puramente biológico exista todaví­a con independencia del alma. El alma es el hombre y el cuerpo su cárcel (31, 400c). El cuerpo es su instrumento[5] y, como tal, posee su propia existencia. Esto lo reduce a su función. El alma pierde su herramienta al librarse del cuerpo, y éste pierde su función. El ser humano sigue viviendo en espí­ritu. El cuerpo carece de relevancia (32: 66-67b). Para Aristóteles y Tomás de Aquino, el alma es el principio de la vida y la forma del cuerpo de cada ser vivo, especialmente del hombre (4: 412 a 27, 41: a 2, ad 2, 42: I q 76, aa 3, 4). Si se separa del cuerpo, el hombre muere y el cuerpo deviene cadáver y se corrompe. El alma subsiste, pero no es la persona completa que el hombre era y que, continúa razonando Tomás de Aquino, nuevamente será con el cuerpo en la nueva creación (43: IV 81, 42: Suppl. q 79 aa 2, 3). Aquí­ ya no habrá lugar para atribuir al cuerpo una existencia propia desligada del alma. Serí­a contradictorio afirmar la posibilidad de “seguir viviendo desde un punto de vista puramente biológico”.

Como es lógico, estos filósofos nada han dicho sobre si se puede determinar el momento exacto en que el alma abandona el cuerpo, la hora precisa medida empí­ricamente. Muerto está, en sentido filosófico, quien deja de estar en condiciones de conservar la unidad de su cuerpo (24, 30, 38).

 

El caso de Erlangen y la inflación del lenguaje

Esto es lo que normalmente sucede si todas las funciones cerebrales han dejado de actuar. No obstante, no hablamos de muerte si un cerebro tan dañado que ya no puede dirigir la respiración se recupera por medio de la respiración artificial. Sin este tratamiento el paciente habrí­a muerto. Tampoco es el caso de que haya estado muerto de manera momentánea y finalmente revive, como insinua la palabra reanimación. Por el contrario, si se confirma la muerte cerebral, es decir, que todas las funciones cerebrales han caí­do de forma irreversible, está claro que ese hombre en adelante ya no podrá por sí­ solo mantener la unidad de su cuerpo. Si se le retiran los aparatos pronto estará muerto de manera incontestable. Pero si no se hace esto, nos encontraremos enfrentados al hecho de que no sólo seguirá manteniéndose la circulación sanguí­nea de manera mecánica, sino que también proseguirán muchas funciones coordinadas de los órganos del cuerpo y el conjunto del metabolismo, es decir, todo lo que Claude Bernard ha denominado milieu interieur. Precisamente en torno a esta noción se constituyó la especialidad de la medicina interna.

Todas estas reflexiones, sin embargo, no ayudan a responder la cuestión de si el muerto cerebral es un ser vivo sin funciones cerebrales (20, 36) o un muerto con funciones corporales sostenidas (1, 38). Desde luego, la identificación entre muerte cerebral y muerte choca, y no por casualidad, con el entendimiento y el sentido común. Y resulta abusiva desde el punto de vista lingí¼í­stico. La experiencia primaria de cada cual choca con la idea de un “cadáver” cuyo corazón continúa latiendo, que permanece caliente, que aún puede ser alimentado y cuidado. Cuando se le roba al idioma la palabra “muerte” ““lo que el sentido común entiende como “muerto””“ y se recarga la palabra con una especie de cientifismo que hace inaccesible dicha expresión a la experiencia ordinaria, entonces la factura a pagar es muy alta. También la ciencia necesita los conceptos del uso cotidiano del lenguaje para su comprensión. El lenguaje teórico de carácter cientí­fico se alimenta del habla, pero no al revés, no pudiendo convalidar el idioma la manipulación racional que se produce al equiparar muerte cerebral con muerte.

Con gran alarde, los periódicos informaron y comentaron, en octubre 1992, el caso de una mujer embarazada de cuatro meses con muerte cerebral. La clí­nica universitaria de cirugí­a de Erlangen habí­a decidido mantener la respiración y la alimentación por ví­a intravenosa, así­ como no interrumpir los cuidados y proseguirlos en lo posible hasta conseguir que el niño saliese adelante con capacidad de vida autónoma. Luego deberí­a venir al mundo por operación cesárea. En este caso no se trata de un deber ético de los médicos, sino de un proceder éticamente permitido. Lo novedoso en el caso Marion Ploch era la indicación de aplazar el “dejar morir” aplicable a los pacientes con muerte cerebral. Ello suponí­a algo inusual, y es que aquí­ se trataba de dos. Por eso el médico se preocupaba de “mantener con vida” a la “muerta cerebral” hasta el nacimiento del niño. No obstante, los periódicos no informaron así­ del caso; más bien publicaban titulares sensacionalistas como “aquí­ se aprovechará el cuerpo muerto” hasta que venga al mundo “el hijo de la muerta”, un “huérfano ya antes de nacer”. La duda era si se debí­a responder a la vista de la “piedad debida hacia la madre muerta” (46). La discusión giraba en torno a si el tribunal de primera instancia habrí­a traspasado jurí­dicamente una tierra virgen con la novedad legal de proveer para una “muerta” un asesor, es decir, un tutor, lo cual legalmente sólo estaba previsto para una persona viva, para una persona que, “a causa de una enfermedad psí­quica o de una invalidez corporal, mental o psí­quica, no pueda cuidar en todo o en parte de sus asuntos” (17). ¿Afectaba esto a la madre? Una encuesta urgente del Instituto Forsa constató una mayorí­a de respuestas a favor de “dejar morir” a la joven mujer, mientras que algunas mujeres del mundo polí­tico se indignaban por la degradación de la madre muerta a una “solución alimentaria”. Se llegó a escuchar incluso la palabra “máquina de parir”. Las parlamentarias hablaban de una difí­cilmente soportable perversión del humanitarismo, y pensaban que el caso enseña “el escaso valor” que tiene la “dignidad humana de una mujer muerta, si su cuerpo tiene la finalidad de ser utilizado para evacuar el fruto de un embarazo” (7). No obstante, el hecho de que el caso de Marion Ploch no condujera a un nacimiento, ya que se produjo un aborto espontáneo en noviembre de 1992, no cambió en su significación principal con nuevos puntos de vista, a pesar de todas las especulaciones emocionales.

La indignación aludida presuntamente no hubiera tenido objeto si a la mujer se le hubiera considerado como una persona con vida. Al darla por muerta se hincharon los conceptos y las expresiones más exageradas. La pérdida de sentido de las palabras desataba el vértigo: “¿Dignidad humana de un muerto? ¡Pero si existe dignidad humana, entonces también deben darse los derechos humanos!” Sin embargo, a tí­tulo de muerta, la mujer no puede ser ya sujeto de derechos[6]. Si se debe tomar en serio lo que se entiende por dignidad humana, entonces debe asentarse el precepto de la igualdad entre todos los hombres. Si esto vale también para los muertos, entonces se equiparan los vivos y los cadáveres.

 

¿Autosuficiencia?

La vida es automotio, decí­an los filósofos clásicos: movimiento desde sí­ mismo (33: 245c, 2: 201 a 11, 42: I q 18 aa 1, 2). La fórmula exige la unidad del organismo que, como un todo, exterioriza su vida por la actividad que extrae de sí­ mismo. Habrí­a que preguntarse, primero, si el mantenimiento del “milieu interieur“, la homeostasis en el cuerpo de los muertos cerebrales, constituye una situación estática, o más bien un proceso dinámico, una actividad que consume energí­a, esto es, movimiento, motio. Aunque se trate de motio, se podrí­a quizá contestar, sin embargo no puede considerarse automotio. El aparato que suministra la respiración implica, desde luego, una intervención exterior. Si el aparato no funciona, el paciente con muerte cerebral estará irremisible e incuestionablemente muerto. De esta forma se declaró muerta a la madre en la clí­nica de Erlangen, porque ya no estarí­a en condiciones de sostenerse “por sí­ sola”, es decir, de mantener la unidad funcional de su cuerpo. Pero a esa conclusión no deja de ser dudosa. La prosecución de un embarazo obviamente excede los servicios que pueda prestar una bomba de aire, una infusión alimenticia o un medio que eventualmente estabilice la circulación. Por tanto, el aparato de respiración constituye sólo una prótesis como cualquier otra. Así­, todo ello supone una condición, ciertamente necesaria pero no suficiente, para el mantenimiento de la homeostasis, para la continuación del embarazo, lo cual constituye la automotio.

La segunda cuestión es si la pérdida de todas las funciones cerebrales por la destrucción completa del cerebro debe considerarse necesariamente el fin de la existencia del hombre, o si tal pérdida ““como ocurre con la pérdida funcional de otros órganos como el hí­gado, ambos riñones o el corazón”“ no puede concebirse como un defecto en un enfermo, quizás el defecto más grande imaginable. Ha de objetarse la posibilidad de compensar con técnicas médicas esas otras funciones orgánicas. Evidentemente, también ciertas funciones coordinadoras vegetativas del cerebro pueden ser suplantadas técnicamente, en todo caso las suficientes para mantener la oxigenación, la circulación sanguí­nea, el metabolismo e incluso la gestación, al menos un cierto tiempo, tiempo en el que todaví­a podemos encontrar vivo al paciente. Tratamos aquí­ sólo de ese lapso de tiempo: ¿El paciente vive o está muerto? Si todo dependiera de que pueda vivir sin respirador, ¿por qué no estará muerto el paciente que sufre edema cerebral traumático, que necesita ser asistido con respiración artificial? ¿Quizá porque una vez que el edema ha retrocedido nuevamente resulta obvio que vive? La argumentación de que no es posible que un muerto vuelva a la vida, ¿no será quizás una concesión al sentido común, un recaí­da en el lenguaje cotidiano? Ciertamente; de lo contrario el receptor de un corazón estarí­a muerto mientras su organismo se mantuviera funcionando desde el exterior, durante la operación de trasplante (con la máquina cardiopulmonar) para después, y como conclusión de la intervención, volver a la vida. Efectivamente, tenemos grabada la imagen del enfermo que, tras una corta parada cardí­aca, estaba muerto y renace a la vida, de manera que solemos decir que le hemos “reanimado”. En las condiciones de una sustitución técnica ““que en el caso de la muerte cerebral garantiza una considerable reconducción integradora del organismo”“ se plantea la siguiente cuestión: si lo caracterí­stico del organismo vivo es su auto-persistencia como un todo completo e integrado, ¿cómo juega un papel tan decisivo la irreversibilidad en el supuesto de muerte por pérdida total de las funciones cerebrales?

 

¿Qué se entiende por entelequia?[7]

Según Aristóteles, todo organismo vivo en virtud de su principio vital interno tiende a la realización de las manifestaciones vitales tí­picas del ser vivo, ante todo a su mantenimiento autónomo y su desarrollo. A esa dinámica interna del principio inherente a cada ser vivo que impulsa su existencia, Aristóteles la denomina entelequia (3: 641 a 17 – b 10; 645 b 14 y ss). Este concepto remite a la realización en el futuro (Verwirklichung) de un fin dado como impulso del principio vital[8]. La idea de una causa final resulta extraña al moderno pensamiento cientí­fico. En ningún diagnóstico médico se ponen de manifiesto las causas últimas de la supervivencia o de la enfermedad (la suerte, el destino o la purificación). Los pronósticos están fundados en la eficacia causal. (El pronóstico resultará infausto porque el tumor es grande y crece rápidamente, no “porque el reloj del paciente haya corrido mucho”). A pesar de esto, el conocimiento determina cada actuación médica según la naturaleza entelequial de la vida humana. Sanar constituye una noción enteléquica. Sanar implica confianza en las propias fuerzas de sanación de los pacientes, a quienes la medicina solamente presta servicios asistenciales: medicus curat, natura sanat.

Precisamente ese conocimiento es el que habilita al médico y le invita a no prescribir ya ningún tratamiento a la vista del diagnóstico de muerte cerebral y a paralizar toda su actuación, porque según toda su experiencia ya no se aprecia ninguna perspectiva de que el enfermo en el futuro pueda volver a llevar una vida autónoma. De cara a la decisión médica en caso de inminente muerte del paciente, la valoración realista de la esperanza de vida del paciente constituye siempre un argumento de gran peso ético.

Quien afirma que el paciente de muerte cerebral está muerto pretende manifestar que no sólo se está reduciendo su vitalidad, sino que su fuerza integradora, su entelequia, está ya apagada, y de ahí­, por analogí­a, que ya sólo pueda hablarse de una vida inconexa, a base de órganos o células aisladas. En otras palabras, pretende saber cuánta fuerza vital le hace falta aún al organismo para no darle todaví­a por muerto. Asumir que un muerto cerebral está muerto siempre supone un juicio anticipado sobre la mí­nima cantidad requerida de dinamismo restante para que un paciente todaví­a pueda ser contado entre los vivos. Pero un juicio sobre la cantidad de “salud residual”[9] siempre queda expuesto al riesgo de que intereses extraños puedan negociar el “resto de vida” del paciente.

Al ratificar la muerte cerebral como criterio de muerte prevalece la “imposibilidad teórica” de vivir sin cerebro ““que se declara con cientí­fica autoridad”“ respecto del “hecho práctico” de que mediante ventilación artificial los signos vitales subsisten (circulación sanguí­nea, homeostasis, incluso el embarazo).

Con esto a lo mejor se enmascara una especie de jerarquí­a preferencial de órganos en el organismo, en cuya cúspide estarí­a el cerebro, concepción que en cierto modo resulta más cercana a la cultura racional-cientí­fica (“cerebral”) que la clásica representación del corazón como la parte central del hombre, tanto desde el punto de vista fí­sico como espiritual.

En 1985 el doctor Alan Shewmon (37)[10] propuso un experimento mental. Habí­a extrapolado la técnica de la amputación de tal manera que en la sala de operaciones se encontraban, de una parte, el cerebro, en una bandeja, y de otra, el resto del cuerpo completo del paciente en una camilla, ambos bien cuidados y conectados a las máquinas correspondientes, suficientemente vascularizados y alimentados. Aquí­ viene la pregunta: ¿Dónde está “él”? Quien equipara muerte cerebral y muerte señalará a la bandeja. ¿Pero no representa esto una posición tan absurda como la de quien señalara a la camilla? El reduccionismo radical de este supuesto en el fondo desaprovecha los sorprendentes efectos que esperaba conseguir. Se trata del todo, de la totalidad, de la unidad del organismo, aunque éste sufra las más graves dolencias. Sin embargo, aquí­ nos encontramos el cerebro considerado como un todo. La unidad que no está presente está sólo “representada”. De ahí­ se deduce que el hombre es su cerebro[11]. Esta definición Peter Singer la entiende en sentido funcional, y Hans-Martin Sass en sentido neuroanatómico. Ambos, sin embargo, deducen del incumplimiento de su criterio sobre el cerebro la no-existencia del sujeto humano. Para Singer no es realmente humano quien no presenta ciertas prestaciones cerebrales idóneas (40); para Sass no es un hombre válido quien carece de la suficiente irrigación neuronal (35). El resto del cuerpo se convierte finalmente, según estos supuestos, en un apéndice del cerebro de menor relevancia.

 

¿Vive la madre cerebralmente muerta pero está muerto el donante de órganos con muerte cerebral?

En la interpretación de la muerte cerebral parecen cruzarse dos direcciones de pensamiento enfrentadas. Una se origina en el paciente vivo: caí­da de las funciones, crisis y, para dominarlas, las consiguientes medidas terapéuticas, hasta llegar al colapso cerebral. Incluso éste puede llegar a dominarse gracias a la técnica, que por eso se valora tan positivamente. El otro enfoque parte de la muerte y recorre el camino inverso. La técnica retrasa el proceso, y por eso se considera perturbadora; así­ lo intuyen los crí­ticos del citado caso de la clí­nica de Erlangen.

En el caso de Erlangen, la intuición se pronuncia realmente por mantener con vida a Marion Ploch, considerándola como persona viva con lesión grave e irreversible, sin posible salvación. En el caso del muerto cerebral del que se plantea se pueda considerar como donante de órganos, la intuición por el contrario sugiere considerar al muerto cerebral como verdaderamente muerto a la vista de los enfermos graves que son candidatos a recibir el trasplante que previsiblemente pueda curarles. Esto minimiza los problemas de legitimación ética que la sustracción de órganos pueda producir. Jurí­dicamente sale al paso la sospecha de un homicidio.

Sin embargo, no puede juzgarse una vez de una manera y otra vez de otra forma distinta, sino que hay que decidirse. Problemas se suscitan en ambos casos. Si se dice que la mujer embarazada estaba muerta, entonces hay una eventualidad ya predeterminada: una mujer con muerte cerebral puede ser “aprovechada” para transferir un embrión obtenido por fertilización in vitro al útero materno, y así­ puede ser utilizada efectivamente como máquina de parir, sea porque se quiere ahorrar un embarazo a la madre genética, sea porque se trata de no dejar morir a los llamados embriones “sobrantes”, lo cual podrí­a incluso ser éticamente obligado. Por el contrario, si se dice que el posible donante de órganos vive todaví­a, esto presenta problemas de justificación en torno a la sustracción de un órgano vital como, por ejemplo, el corazón.

 

Legitimidad de prolongar la vida en los muertos cerebrales

Cuando en 1968 el comité ad hoc de Harvard (5) resolvió fijar la muerte cerebral como criterio de la muerte se alegó, como fundamento teórico, que tanto la reanimación como el trasplante de corazón habí­an relativizado el valor de la parada cardí­aca como indicio de muerte. En la práctica, dicha resolución habí­a sido dictada como apoyo a la legitimidad de sustraer órganos de los muertos cerebrales. Una revisión de la identidad entre muerte cerebral y muerte, por tanto, no sólo tendrí­a que demostrar que el citado criterio de muerte cerebral como signo de muerte es insuficiente como fundamento técnico, sino que además, en lo posible, tendrí­a que servir para decidir sobre la legitimidad o no de sustraer órganos vitales a los muertos cerebrales.

El problema de legitimación se extiende a dos cuestiones distintas:

a) ¿Justifica la sustracción de órganos propuesta unas medidas de prolongación de la vida en los muertos cerebrales?

b) ¿Es propiamente legí­tima dicha sustracción de órganos vitales en los muertos cerebrales?

Como es sabido, únicamente de resultados empí­ricos no se pueden deducir proposiciones de í­ndole ética. Del mismo modo, y en todo lo referido a reflexiones sobre la muerte cerebral, se recomienda separar las afirmaciones empí­ricas de las interpretaciones racionales de la forma más cuidadosa posible.

En resumen: son distintos los hallazgos empí­ricos en que se basa desde siempre el dictamen de “muerte” (parada cardí­aca, carencia de reflejos, enfriamiento, cambio de coloración, etc.) y los hallazgos que justifican el diagnóstico de muerte cerebral (carencia de reflejos cerebrales, EEG, angiograma, Doppler cerebral, etc.) Secuencia de los signos de un proceso de descomposición en el primer caso, y un determinado estado vital del cuerpo en el otro. No se puede identificar lo uno con lo otro desde el punto de vista empí­rico. Si se designa la primera situación con la palabra muerte, y se incluye un tercer estado entre estar vivo o muerto, habrá que incluir al muerto cerebral entre los vivos.

Partiendo de una interpretación antropológica que entiende como “vivo” al que tiene capacidad de dirigir autónomamente su cuerpo como un todo, entonces a la situación “vivo” no se oponen ““según una concepción amplia”“ auxilios exteriores para el mantenimiento de la unidad corporal de manera persistente después de la pérdida cerebral. El aparato de respiración artificial es una prótesis que sustituye determinadas funciones cerebrales. En una concepción muy restrictiva también podrí­a considerarse como muerto a quien ya no puede poseer realmente una comunicación o reacción humana. La misma incapacidad para moverse o hablar, en último término, ya constituyen una pérdida de unidad y totalidad del control autónomo del cuerpo.

Si se examina a fondo la interpretación racional, la que sea, suele descubrirse que ha resultado lo que se habí­a asumido antes. La muerte cerebral vale hoy como signo de muerte, ya que cuando en 1968 se definió la muerte cerebral como tal se buscaba un signo seguro de muerte (6). Falta el puente que concilie los dictámenes empí­ricos con la interpretación racional de una manera concluyente. Sabemos que la muerte cerebral constituye un estado de transición en el proceso de morir, un momento entre la vida y la muerte que, sin embargo, puede prolongarse técnicamente. También sabemos que el proceso que lleva a la muerte está inscrito en el de la propia vida. En qué momento exacto se termina el proceso de morir nadie lo sabe, y nunca nadie lo sabrá. Sobre si el muerto cerebral vive todaví­a o ya está muerto reina una ignorancia fundamental.

Por tanto, cada intento de legitimar la prolongación artificial de ese proceso de muerte y la extracción de órganos, tiene que asumir esa situación de ignorancia. La perplejidad práctica se debe a dos motivos: en primer lugar, se ha combinado una moderna industria cientí­fica con la ignorancia fáctica. La ignorancia es no saber todaví­a la razón de ser de cada negocio cientí­fico, pero con la idea de una ignorancia definitiva sólo difí­cilmente puede contentarse la industria cientí­fica. Ante la proposición “no sabemos y sabemos que nunca sabremos” la ciencia tropieza con su lí­mite. Al traspasarlo, se decretará lo que no se pueda verificar. En segundo lugar, parece que una omisión sólo se puede legitimar por ignorancia en una cuestión de clara relevancia ética, pero no se puede legitimar una actuación que, si tuviéramos la posibilidad de darnos cuenta de ello, fuese inmoral. Si supiéramos que el muerto cerebral está muerto, la extracción de órganos serí­a éticamente lí­cita. Si conociéramos que él vive, como parece, la extracción, al menos de órganos de vital importancia, serí­a éticamente inadmisible. En este caso, el muerto cerebral serí­a utilizado sólo como medio para un fin extraño.

¿Resulta, además, éticamente rechazable, si ello fuera posible, apartarse de la indicación “dejar morir” en el caso de un muerto cerebral y, por tanto, “mantenerle con vida” con vistas a efectuar una posterior extracción de órganos? En términos generales, y considerada aisladamente, la prolongación de la vida ““esto es, la prolongación del proceso de morir”“ es no sólo inconveniente desde el punto de vista moral, sino que tampoco es moralmente buena. Pero no es malo en sí­ mismo, a la vista de la asistencia y cuidados empleados, que el muerto cerebral no sea considerado solamente como medio para un fin ajeno. En todo caso, si se tratara de la mencionada prolonga

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