“La diferencia sexual es esencial y penetra hasta los tuétanos. La personalidad es, por lo tanto, nada, sin diferencia de sexo” (Ludwig Feuerbach).
I. Introducción. El derecho al desarrollo de la personalidad. Feminidad y masculinidad ¿Naturaleza o cultura?
En el siglo XIX la sexualidad humana recibió un intenso tratamiento desde el punto de vista antropológico. Destacan en este sentido las investigaciones realizadas por Ludwig Feuerbach y Freud sobre la condición sexuada del ser humano y sus consecuencias.
Según la doctrina católica, la alteridad sexual forma parte esencial, inherente e innata del ser humano y de la personalidad que, en consecuencia, siempre será una personalidad femenina o masculina, en la medida en que el sexo es constitutivo de la persona y no un mero atributo externo o diferencia fisiológica sin repercusión en el correcto y pleno desarrollo del ser humano[3]. La sexualidad es una dimensión esencial de la persona. La feminidad o masculinidad se extiende a todos los ámbitos de su ser y se manifiesta en todas sus dimensiones: fisiológica, psicológica y espiritual.
Desde un punto de vista estrictamente científico, recientes investigaciones desarrolladas con las técnicas más avanzadas (escáners cerebrales y tomografías por emisión de positrones, PETS) muestran cómo la diferenciación sexual es un proceso enormemente complejo que comienza muy temprano, en el desarrollo del embrión, aproximadamente en la octava semana de gestación, debido a la combinación de nuestro código genético y de las hormonas que liberamos y a las que estuvimos expuestos en el útero. Mantienen eminentes neurólogos que el ser humano nace con un cerebro sexualizado que determinará una personalidad masculina o femenina, teniendo cada una de ellas, como promedio, una serie de rasgos característicos y específicos[4]. Décadas de investigación en neurociencia, en endocrinología genética, en psicología del desarrollo, demuestran que las diferencias entre los sexos, en sus aptitudes, formas de sentir, de trabajar, de reaccionar, no son sólo el resultado de unos roles tradicionalmente atribuidos a hombres y mujeres, o de unos condicionamientos histórico-culturales, sino que, en gran medida, vienen dadas por la naturaleza.
Sin embargo, ignorando las evidencias científicas, actualmente, estamos viviendo una época, tal vez la única en toda la historia de la evolución humana, en la que ciertos sectores ideológicos y políticos tratan de convencer a la sociedad de la identidad de ambos sexos. Prefieren ignorar la creciente bibliografía que demuestra científicamente la existencia de diferencias genéticas heredadas y mantienen en su lugar que hombres y mujeres nacen como hojas en blanco, en las que las experiencias de la infancia marcan la aparición de las personalidades masculina o femenina[5].
La tensión dialéctica existente entre igualdad y diferencia, entre naturaleza y cultura, entre ideología y ciencia, está en la base de la discusión actual sobre la idea del hombre y el concepto de persona manejado por Naciones Unidas y por los Gobiernos y Administraciones de los países desarrollados. La determinación de si la masculinidad y feminidad pertenecen a la biología o a la educación, a la naturaleza o a la cultura, no es baladí pues supone la asunción de un modelo de persona u otro (sexuado o asexuado) condicionará directamente el contenido normativo del Derecho y las políticas de igualdad y familia que se hayan de adoptar.
II. Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos
Según el art.1 de la Declaración Universal, “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos” [6].
La igual dignidad de hombres y mujeres supone un reconocimiento esencial cuyo origen debemos buscarlo sin duda en la tradición judeocristiana. Recordemos cómo según el Génesis, Dios creó al hombre y la mujer a su imagen y semejanza; “hombre y mujer los creó” (Gn 1,27). Y a ambos conjuntamente les planteó la tarea de generar descendencia, someter y dominar la tierra, imponiéndoles así una igualdad de cargas y responsabilidades (Gn 1,28).
La humanidad se articula pues, desde su origen, sobre lo femenino y lo masculino. Humanidad sexuada creada a “imagen y semejanza de Dios” que, al considerar que el hombre no debe estar solo, crea a la mujer; no como subordinada, sino como complemento indispensable, sin el cual el hombre no sería tal. Por lo tanto, no existe una subordinación hombre-mujer en el proceso de creación, sino simultaneidad y complementariedad. En este sentido, la Iglesia católica, parte del reconocimiento de la diferencia misma y sobre tal base habla de la “colaboración activa” entre el hombre y la mujer.
Esa unidad fundamental, es la que enseñaba más tarde San Pablo a los primeros cristianos: Quicumque enim in Christo baptizati estis, Christum induistis. Nos est Iudaeus, neque Graecus: non es servus, neque liber: non est masculus, neque femina (Gal 3, 26-28); ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni libre; ni tampoco de hombre, ni mujer.
Merece la pena recordar al respecto la profundización que Juan Pablo II realizó en su Carta Apostólica «Mulieris dignitatem», sobre las verdades antropológicas fundamentales del hombre y de la mujer, en la igualdad de dignidad y en la unidad de los dos, en la arraigada y profunda diversidad entre lo masculino y lo femenino, y en su vocación a la reciprocidad y a la complementariedad, a la colaboración y a la comunión.
Por otra parte, el art.1 de la Declaración reconoce que los hombres y mujeres nacen iguales en derechos. Igualdad ante la Ley consagrada constitucionalmente como derecho fundamental en el art. 14 de nuestra Carta Magna. Sin embargo, en relación con los derechos fundamentales de la persona −y sus correlativos deberes− en los países desarrollados (pues todavía es largo el camino por recorrer a favor de las mujeres en los países en vías de desarrollo) la igualdad es meramente formal, pues en la realidad diaria aún queda mucho por hacer para lograr una verdadera igualdad material. Así, por ejemplo, las mujeres deberían recibir más apoyo institucional, administrativo, político y un mayor reconocimiento social para poder compatibilizar de forma equilibrada su vida laboral y una maternidad plena. Y sin duda los hombres deberían implicarse a fondo en las tareas del hogar y en la fundamental misión de la crianza y educación de los hijos.
Además, para que la igualdad en derechos entre hombre y mujer sea real será preciso dar un trato diferenciado a lo que es diferente, pues como reiteradamente ha indicado nuestro Tribunal Constitucional, no toda desigualdad de trato resulta contraria al principio de igualdad, sino aquella que se funda en una diferencia de supuestos de hecho injustificados de acuerdo con criterios o juicios de valor generalmente aceptados. Como este mismo Tribunal ha sostenido, el tratamiento diverso de situaciones distintas «puede incluso venir exigido, en un Estado social y democrático de Derecho, para la efectividad de los valores que la Constitución consagra con el carácter de superiores del ordenamiento, como son la justicia y la igualdad (art. 1), a cuyo efecto atribuye además a los Poderes Públicos el que promuevan las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva» (STC 34/1981, de 10 de noviembre, fundamento jurídico 3.°; doctrina reiterada, entre otras, en la STC 3/1983, de 25 de enero, fundamento jurídico 3.°). En consecuencia, “…no toda desigualdad de trato legal es discriminatoria, sino sólo aquella que, afectando a situaciones sustancialmente iguales desde el punto de vista de la finalidad de la norma cuestionada, carezca de una justificación objetiva y razonable” (STC 227/88: fto.8).
La cuestión a dilucidar es entonces la siguiente ¿hombre y mujer son idénticos? O ¿existen diferencias naturales que objetivamente justificarían diferencias de trato incluso ante la Ley en determinadas circunstancias y supuestos?
III. Pérdidas sufridas en la lucha por la igualdad
La lucha por la igualdad en los derechos y deberes de las mujeres, fue a lo largo de siglos de historia una batalla por la justicia y la dignidad de la mujer. Las primeras reivindicaciones hunden sus raíces en la propia Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Como señala Jutta Burgraff, al irrumpir la Revolución Francesa, algunas mujeres “inteligentes” se dieron cuenta de que los derechos humanos tan ensalzados beneficiaban tan sólo a los varones. Por tal razón, Olympe Marie de Gouges redactó, en septiembre de 1791, la famosa “Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana”, entregada a la Asamblea Nacional para su aprobación[7]. Detrás de ella, había un gran número de mujeres organizadas en asociaciones femeninas. Se definían a sí mismas como “seres humanos y ciudadanas”, y proclamaban sus reivindicaciones políticas y económicas. Las mujeres no querían seguir sin voz ni voto, preferían que se les castigara e incluso padecer la muerte, antes de ser consideradas como niñas sin responsabilidad[8].
En el encasillamiento de la mujer como un ser débil y dependiente del hombre mucho tuvo que ver sin duda el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau, plasmado en su ensayo sobre educación “Emilio” (1762), en el que propugnaba el sometimiento de las niñas (representadas por Sophie) a una educación bien diferente e inferior a la de los muchachos. Para estos se reservaba todo lo relativo a la vida pública, mientras que la educación de aquellas quedaba limitada a la vida privada, al hogar. La mujer debía quedar siempre y absolutamente supeditada al hombre y esta dependencia respecto del hombre tenía, en su opinión “carácter natural”. El sexo femenino debía gozar de la “virtuosa ignorancia”, así como de un “dignificante anonimato”. La situación subordinada de la mujer se refleja asimismo en su obra “El Contrato Social”, en ésta la mujer queda absolutamente excluida, no pudiendo ser considerada parte del “pueblo” ni, en consecuencia, “ciudadana”, pues los ciudadanos son aquellos que detentan parte de la “autoridad soberana”, lo que queda reservado en exclusividad absoluta a los hombres.
La pérdida de la esencia femenina
Gracias al valor y generosidad de personas generosas y valientes, hoy las mujeres pueden acceder prácticamente a cualquiera de los trabajos realizados por los hombres. Sin embargo, como afirmó Sigrid Undsted, “El movimiento feminista se ha ocupado tan sólo de las ganancias y no de las pérdidas de la liberación”. En la lucha por la justicia y la dignidad, la mujer, sin apenas percibirlo, comenzó a renunciar a su propia feminidad, sin ser consciente del menoscabo que esto implicaría a largo plazo para su libertad y su pleno desarrollo personal. En concreto, en España, recordemos cómo la gran jurista Concepción Arenal, a mediados del XIX, accedió a las aulas de Derecho de la Universidad Complutense bajo ropajes de caballero, para colmar su deseo e interés por esta licenciatura. O cómo Clara Campoamor, en 1931, para lograr el derecho al sufragio femenino, renunció expresamente en público, en el Congreso, a su condición de mujer: “Señores Diputados: Yo, antes que mujer, soy ciudadano”.
Más tarde, ya en la década de los 70, una vez alcanzada cierta igualdad, al menos formal, en derechos y deberes, comenzó un nuevo movimiento feminista de corte “igualitarista”, cuya pretensión no era ya solo la igualdad jurídica, sino la identidad con el varón en todas las facetas de la vida. En expresión de Burgraff, reclamaban una “igualdad funcional de los sexos”. Así, de las vindicaciones limitadas al ámbito público (derecho al voto, a la educación…) se pasó a la exigencia de igualdad también en el ámbito de la vida privada, referido a facetas tan íntimas como las relaciones sexuales, la maternidad, la crianza de los hijos o el matrimonio. Comienza en este momento histórico una segunda etapa del movimiento feminista en la que se exige la eliminación del tradicional reparto de papeles entre varón y mujer, para lo cual es imprescindible rechazar la maternidad, el matrimonio y la familia.
La dirección ideológica de este movimiento debemos atribuirla básicamente a Simone de Beauvoir (1908-1986) en cuya obra, “El segundo sexo” (1949), con una enorme difusión en la sociedad del momento, y más tarde en los movimientos feministas de los años setenta profundamente emparentados con la “revolución sexual”, mantenía de forma radical, que la mujer (y, en consecuencia, el varón) “no nace, sino que se hace”.
Sobre la base de este feminismo igualitarista las mujeres renunciaron a su esencia, negando radicalmente la existencia de una feminidad o de ciertos rasgos femeninos innatos. Por vez primera el movimiento feminista iba contra sí mismo, contra su propia razón de ser, y se desnortaba autolesionando a las mujeres a las que en un principio defendió. La mujer asumió de forma espontánea, y sin queja alguna, que los roles masculinos eran los justos y oportunos, que debía imitarlos para lograr la igualdad y adoptando un comportamiento (y en ocasiones un aspecto) varonil; se traicionó a sí misma, sacrificando el alma femenina, a cambio de ser aceptada en el universo masculino.
Las feministas igualitaristas lograron que la sociedad asumiera la idea de que trabajar en casa, ser buena esposa y madre es atentatorio contra la dignidad de la mujer, algo humillante que la degrada, esclaviza e impide desarrollarse en plenitud. Y que, para ser una mujer moderna es preciso previamente liberarse del yugo de la feminidad, en especial, de la maternidad, entendida como un signo de represión y subordinación: la tiranía de la procreación. De este modo, se genera cierto desprecio hacia las mujeres que trabajan en su casa o cuidan de sus hijos, que resultan estigmatizadas, considerándolas poco atractivas o interesantes y nada productivas para la sociedad; frente a aquellas otras mujeres que renuncian a la maternidad o al cuidado personalizado de sus hijos desde sus primeros días de vida, que aparecen ante la opinión pública como heroínas, auténticas mujeres modernas, que lejos de esclavizarse “perdiendo el tiempo” en la atención a sus retoños, se entregan plenamente a su profesión, por la que lo sacrifican todo, lo que las libera y convierte en estereotipos de la emancipación femenina.
Esta estereotipificación inversa, favorecida por la actitud de algunas líderes políticas, distorsiona la imagen y perjudica la vida familiar de la mayoría de las mujeres “de a pie”, pues favorece la organización de la vida profesional como si las mujeres no fueran madres y como si los trabajadores no tuvieran obligaciones familiares; dificultando así un cambio de mentalidad sobre la importancia real de la maternidad, tanto para la mujer en sí, como para la institución familiar, base incuestionable de la sociedad, sin la cual, nunca podrán adoptarse medidas verdaderamente conciliadoras para la vida familiar y laboral.
Varones desubicados. La masculinidad escamoteada
El gran énfasis que durante años se ha puesto en conseguir la “emancipación” de la mujer ha provocado un fenómeno colateral con el que nadie contaba: un oscurecimiento de lo masculino, cierta indiferencia, cuando no desprecio hacia los varones y una inevitable relegación de éstos a un segundo plano. Esta situación, si bien puede ser lógica –han sido muchos los siglos de “dominación” masculina- no debe ser ignorada o minusvalorada, pues una crisis del varón nos conduce −igual que si se tratase de la mujer− a una crisis de la sociedad entera. En palabras de G. Devereux, si se deprecia al varón, hombre, padre, se deprecia toda la condición humana.
Los hombres son hoy, como afirmaba Chesterton, “una clase incomprendida en el mundo moderno”[9]. Ignorados y desubicados, parecen estar convirtiéndose en el nuevo “sexo débil”, sumidos en una profunda crisis y en una seria depresión, no saben qué pensar de sí mismos, su imagen está deteriorada. Se encuentran llenos de inseguridad provocada por la inestabilidad que genera la falta de comprensión hacia su propia masculinidad en una sociedad en la que el “estilo femenino” se ha convertido en el ideal social.
Mayo de 1968 significó para los hombres el inicio de una mutación en su propia esencia que ha culminado actualmente con la implantación por la ideología de género de la neutralidad sexual. Esto ha implicado para los varones una alteración de las relaciones paterno-filiales y de pareja. Llenos de confusión respecto al papel que desempeñan, cualquier elevación del tono de voz puede ser calificada de autoritarismo, cualquier manifestación de masculinidad es interpretada como un ejercicio de violencia intolerable, toda expresión de virilidad se considera virilismo, el intento de imponer alguna norma como cabeza de familia le puede llevar a ser tachado de tirano o maltratador y la ingeniería social amenaza con su total sustitución.
Como señala Anatrella, la revolución del 68, en realidad fue una “revuelta contra el padre y contra todo lo que él representaba”. La sociedad actual ha desprovisto de valor la función del padre, no les tiene en cuenta, su autoridad ha sido ridiculizada, las mujeres prescinden de ellos de forma manifiesta lo que provoca que los hijos les pierdan absolutamente el respeto. En estas circunstancias, cuando el padre no es significativo para la madre, el niño lo percibe y él mismo se coloca en su lugar convirtiendo la función paterna en inexistente[10].
La devaluación de la paternidad comienza a mostrar actualmente sus perversos efectos sobre el correcto desarrollo de los niños, ya que la relación madre-hijo, por mucho que algunos quieran, nada tiene que ver con la relación paterno-filial. Aquella funciona, como señala Anatrella, “como un universo cerrado, en el que, a falta de padre, la madre configura con el hijo una pareja”. El padre, habiéndose ausentado, física o psíquicamente, no juega ya su papel de “separador” que es el que, precisamente, permite al niño diferenciarse de la madre. La función paterna es indispensable para que el niño asuma su propia individualidad, identidad y autonomía psíquica necesaria para realizarse como sujeto[11].
El niño que no ha experimentado el conflicto edípico −chocar con el padre y sus corolarios sociales− tiene muchas posibilidades de lanzarse en su juventud a comportamientos asociales, violentos, agresivos e incluso a tendencias homosexuales. Las madres animales parecen conocer de esta necesidad y −en ausencia del macho− para hacer combativos a sus vástagos y para permitirles vivir en una naturaleza profundamente hostil en la que cualquiera se arriesga a ser devorado, no dudan en maltratarlos para alejarlos de ellas mismas. Las madres humanas, por el contrario, luchan por evitar a sus crías todo tipo de sufrimiento y tienden a darles cuanto necesiten, haciéndolas adictas al placer −reproduciendo y prolongando así la placentera vida uterina− y provocándoles a largo plazo la más inmensa de las infelicidades, pues los convierten en seres carentes de la dimensión adulta, niños eternos, en palabras de Savater, “envejecidos niños díscolos”[12]. Situación que es del todo antinatural, porque hace perdurar indebidamente la vida pueril impidiendo la realización del deseo inherente a todo niño de incorporarse al universo del adulto[13].
La negación de la función paterna pone en peligro a toda la sociedad. En ausencia del padre, surge una relación de pareja entre la madre y el hijo que perjudica el equilibrio psíquico de ambos. Una vez adolescentes, muchos de aquellos niños no tienen otro medio de probar su virilidad más que el de oponerse a la mujer-madre, incluso por medio de la violencia: “cuando el padre está ausente, cuando los símbolos maternales dominan y el niño está solo con mujeres, se engendra violencia”. Estos niños, luego en la edad adulta tendrán dificultad para ejercer debidamente la paternidad por falta de ejemplos masculinos.
El psicoanalista Stoller ha demostrado que el niño, sea del sexo femenino o masculino, vive una identificación primera con su madre y, por lo tanto, con la sexualidad femenina. El chico comprometido en esta identificación primitiva conoce un itinerario más difícil que la chica para liberarse de su madre y afirmar su virilidad. El papel del padre, es fundamental en cuanto referente de masculinidad. Anatrella es contundente al respecto: “sólo frente al padre el chico será confirmado en su masculinidad y la chica podrá feminizarse”. En la misma línea, el psicoanalista E.H. Erikson, afirma “el acompañamiento que el padre realiza en el proceso en el que el niño construye su propia identidad es insustituible”[14].
También en relación con las niñas, la figura paterna es esencial para su desarrollo equilibrado hacia la madurez personal. En este sentido, la psiquiatra Meg Meeker afirma: “ningún trabajo de investigación, ni texto sobre diagnósticos o manual de instrucciones puede cambiar la vida de una joven de forma tan profunda como la relación con su padre, con un “padre” auténtico. Nuestras hijas necesitan un apoyo que solo los padres pueden proporcionarles“[15]. La American Journal of Preventive Medicine (30/01/06) explica cómo las hijas que perciben que sus padres se preocupan por ellas tienen menos problemas psicológicos, como la depresión, la baja autoestima, el uso de sustancias nocivas o patologías como la anorexia.
Las dos figuras, paterna y materna, son esenciales, indispensables, para el equilibrado desarrollo de la personalidad y para una correcta socialización. Si falta la alteridad sexual, al niño le faltará lo más esencial para su correcto desarrollo psíquico, y sus consecuencias estamos solo comenzando a percibirlas.
IV. La ideología de género o la deconstrucción de la persona y la sociedad
La neutralidad sexual ha alcanzado en los últimos años su punto álgido con la implantación generalizada de la denominada ideología de género. La palabra sexo ha resultado sustituida con sutilidad por la expresión “género”, actualmente enclavada en el discurso social y político contemporáneo, integrada en la planificación conceptual, en el lenguaje, en los documentos y también en las normas legales. Sin embargo, tras este aparente “desliz” gramatical existe una intencionada finalidad política meticulosamente premeditada. Algo que no es nuevo, pues, como señaló Lewis en su obra “La abolición del Hombre”, la invención de ideologías llega a afectar incluso a nuestro lenguaje, ocultando el verdadero significado de lo que hay en juego[16]. En este caso la intención oculta sería el intento de un cambio cultural gradual, la denominada “de-construcción” de la sociedad por medio de la destrucción de la bipolaridad entre los sexos y la proclamación de la inexistencia de masculinidad y feminidad en beneficio de una neutralidad absoluta en todos los planos de nuestra vida, privada y pública. Se utiliza un lenguaje ambiguo que hace parecer razonables los nuevos presupuestos éticos. La meta consiste en “re-construir” un mundo nuevo y arbitrario que incluye, junto al masculino y al femenino, también otros géneros en el modo de configurar la vida humana y las relaciones interpersonales.
Los ideólogos de género presuponen -en contra de los más recientes descubrimientos científicos sobre la existencia de un dimorfismo sexual innato- que ambos sexos son idénticos −abstracción hecha de sus diferencias corporales externas− y que la feminidad y masculinidad son construcciones sociales, productos de la cultura y la educación, que es preciso eliminar por completo para garantizar una verdadera igualdad en todos los planos de la vida, incluido el reproductivo y biológico. Con tal fin, se desprecia la maternidad y, en consecuencia, se desestabiliza la familia como institución social[17].
Sus ideólogos beben en parte de Simone de Beauvoir, pero también asumen diversas teorías marxistas y estructuralistas, como las proporcionadas por Friedrich Engels, quien predicó la unión de feminismo y marxismo y en cuyo libro “El Origen de la Familia, la Propiedad y el Estado”, escrito en 1884, señalaba: “El primer antagonismo de clases de la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer unidos en matrimonio monógamo, y la primera opresión de una clase por otra, con la del sexo femenino por el masculino”. Podemos percibir asimismo atisbos de un cierto neo-marxismo en la ideología de género, al considerar que el género, significa la pertenencia a una clase, y toda clase presupone una desigualdad. En ese sentido, la feminista Shulamith Firestone muestra cómo “…la eliminación de las clases sexuales requiere que la clase subyugada (las mujeres) se alce en revolución y se apodere del control de la reproducción; se restaure a la mujer la propiedad sobre sus propios cuerpos, como también el control femenino de la fertilidad humana, incluyendo tanto las nuevas tecnologías como todas las instituciones sociales de nacimiento y cuidado de niños. Y así como la meta final de la revolución socialista era no sólo acabar con el privilegio de la clase económica, sino con la distinción misma entre clases económicas, la meta definitiva de la revolución feminista debe ser igualmente -a diferencia del primer movimiento feminista- no simplemente acabar con el privilegio masculino sino con la distinción de sexos misma: las diferencias genitales entre los seres humanos ya no importarían culturalmente”.
Herbert Marcuse (1898-1979), con su invitación a experimentar todo tipo de situaciones sexuales, fue otra de sus fuentes de inspiración. Asimismo, como señala Jutta Burgraff, Virginia Woolf (1882-1941), con su obra “Orlando” (1928), puede considerarse un precedente influyente[18].
Consideran sus ideólogos que, aunque muchos crean que el hombre y la mujer son expresión natural de un plano genético, el género es producto de la cultura y el pensamiento humano, una construcción social que crea la ‘verdadera naturaleza’ de todo individuo. Por lo tanto, las diferencias entre el varón y la mujer no corresponderían a una naturaleza “dada”, sino que serían meras construcciones culturales “hechas” según los roles y estereotipos que en cada sociedad se asignan a los sexos (“roles socialmente construidos”). Se niega a priori la existencia de diferencias naturales, cualquier diferencia se atribuye a pautas culturales, “de género”, impuestas por la sociedad y que siempre han constituido un lastre para la emancipación de la mujer, por lo que deben ser superadas. De este modo, la masculinidad y la feminidad −a nivel físico y psíquico− no aparecen en modo alguno como los únicos derivados naturales de la dicotomía sexual biológica. Cualquier actividad sexual resultaría justificable. La “heterosexualidad”, lejos de ser “obligatoria”, no significaría más que uno de los casos posibles de práctica sexual. Ni siquiera tendría por qué ser preferido para la procreación. Y como la identidad genérica (el gender) podría adaptarse indefinidamente a nuevos y diferentes propósitos, correspondería a cada individuo elegir libremente el tipo de género al que le gustaría pertenecer, en las diversas situaciones y etapas de su vida, resultando justificable cualquier actividad sexual. Según sus defensores, los géneros masculino y femenino, serían una “construcción de la realidad social” y, por ello, deberían ser abolidos en beneficio de la proclamación y reconocimiento de la existencia de cuatro, cinco o seis géneros, según diferentes consideraciones: heterosexual femenino, heterosexual masculino, homosexual, lesbiana, bisexual e indiferenciado[19].
La revolución sexual del 68 tuvo una importancia determinante en la configuración de esta ideología, al concitar los peores aspectos del pensamiento marxista y neoliberal radical respecto a la sexualidad, la persona y el matrimonio, que alcanza su máxima expresión pseudocientífica en el fraudulento “Informe Kinsey” de fina-les de los años 40, en el que se reivindica de modo formal la ruptura del polinomio: “matrimonio-amor-sexualidad (varón y mujer)-procreación”. Con el anticipo que significó la cultura unisex, y la incorporación del pensamiento feminista radical, se separó la sexualidad de la persona: ya no hay varón y mujer; el sexo es un dato anatómico sin relevancia antropológica; el cuerpo ya no habla de la persona, de la complementariedad sexual que expresa la vocación a la donación, de la vocación al amor; cada cual puede elegir configurarse sexualmente como desee: hombre heterosexual, hombre homosexual, mujer heterosexual, mujer homosexual, transexual. Había nacido la “Ideología de Género”, una ideología desestructuradora de la identidad personal[20]. La meta: llegar a una sociedad sin clases de sexo, por medio de la deconstrucción del lenguaje, las relaciones familiares, la reproducción, la sexualidad y la educación.
Esta ideología fue introducida en las Naciones Unidas en un primer momento como una política medioambientalista que buscaba la reducción del crecimiento demográfico mediante el fomento del denominado “sexo ecológico”, en definitiva, de las relaciones homosexuales. En la India (Bangalore, 1992) la reunión de un grupo de expertos sobre planificación, salud y bienestar familiares, adoptó la siguiente recomendación: “Para ser efectivos a largo plazo, los programas de planificación familiar deben buscar reducir no sólo la fertilidad dentro de los roles de género existentes, sino más bien cambiar los roles de género a fin de reducir la fertilidad”. Visión que se afianzó después de los encuentros del Cairo (Conferencia Mundial sobre Población y desarrollo, 1994) y de Pekín (IV Conferencia Mundial sobre las Mujeres, 1995), infligiendo a las mujeres un nuevo golpe en su identidad en cuanto tales mujeres, aunque afirmen que la finalidad es proteger su dignidad como personas. Esta última fue el escenario elegido por los promotores de la nueva perspectiva para lanzar una fuerte campaña de persuasión y difusión, exponiendo la ideología de género como la forma de liberar a las mujeres de los roles impuestos en el ámbito biológico.
Los nuevos conceptos son ya omnipresentes, y la organización de las Naciones Unidas ha sido el principal catalizador de estos cambios mundiales, erigiéndose en “autoridad moral universal”, imponiendo unos valores globales que presupone válidos y justos, creando una nueva “ética mundial”, un nuevo orden social incuestionable a pesar de su falta de fundamentación antropológica[21].
V. Ciencia frente a ideología
Los más recientes avances en la tecnología de la imagen y en la investigación médica, reconocen la existencia de diferencias sexuales en el cerebro que posteriormente ejercerán una innegable influencia en el comportamiento de la persona, según sea varón o mujer. Estos descubrimientos echan por tierra la base sobre la que se asienta toda la ideología de género: la inexistencia de diferencias entre los sexos debidas a la naturaleza o biología.
Los últimos avances de la neurociencia establecen una conexión incontrovertible entre cerebro, hormonas y comportamientos. Sandra Witleson, neurocientífica conocida por los estudios que realizó en la década de los noventa sobre el cerebro de Einstein, afirma con rotundidad: “el cerebro tiene sexo”. Hombres y mujeres salen del útero materno con algunas tendencias e inclinaciones innatas, no nacen como hojas en blanco en las que las experiencias de la infancia marcan la aparición de las personalidades femenina y masculina, sino que, por el contrario, cada uno tiene ciertas dotes naturales[22].
Estos esteroides se encargarían de dirigir la organización y el “cableado” del cerebro durante el periodo de desarrollo e influenciarían la estructura y la densidad neuronal de varias zonas.
Lawrence Cahill, Doctor en Neurociencia y profesor del Departamento de Neurobiología de la Universidad de California (Irvine), considera que las investigaciones son concluyentes: los cerebros de hombres y mujeres son diferentes en algunos aspectos, tanto en su arquitectura como en su actividad (lo cual no implica que haya que interpretar esas diferencias en términos de superioridad-inferioridad)[23].
De manera que, mantener que el hombre y la mujer son los mismos en aptitudes, habilidades o conductas, es construir una sociedad basada en una mentira biológica y científica. Según señala el psiquiatra Simon Baron-Cohen, la cantidad de evidencia acumulada durante décadas en laboratorios independientes nos lleva a creer que sí existen unas diferencias esenciales que tienen que ser tratadas. La idea antigua de que esas diferencias son de origen cultural es en la actualidad demasiado simplista[24]. En definitiva, en palabras de Louann Brizendine, neuropsiquiatra de la Universidad de Columbia, “No existe un cerebro unisex. Si en nombre de la corrección política intentamos refutar la influencia de la biología en el cerebro, empezaremos a combatir nuestra propia naturaleza”[25].
Sin embargo, es evidente que la naturaleza puede ser influenciada por la educación y la cultura. No podemos dejarnos llevar por un predeterminismo biológico que negaría el libre albedrío de la persona. No todo es naturaleza. La educación juega asimismo un papel fundamental en el equilibrado desarrollo de la personalidad femenina y masculina por medio de la potenciación de las virtudes y aptitudes peculiares de cada sexo y por medio asimismo del encauzamiento de aquellas tendencias innatas que podrían dificultar una justa igualdad y un correcto desarrollo personal. Por ello, aquellos métodos docentes que aprecien, valoren y concedan el tratamiento adecuado a las especificidades propias de cada sexo en la escuela serán sin duda los más adecuados para lograr el equilibrio personal y humano que todo niño precisa para alcanzar una madurez responsable y, en consecuencia, libre y feliz.
En palabras de Benedicto XVI: ““La naturaleza humana y la dimensión cultural se integran en un proceso amplio y complejo, que constituye la formación de la propia identidad, donde ambas dimensiones, la masculina y la femenina, se integran y complementan…”.
VI. Cuando el derecho está al servicio de la ideología
Si persistimos en la negación de las evidencias científicas, las consecuencias de esta indiferenciación sexual serán nefastas para el entramado completo de la sociedad, pues, como afirma Anatrella, cuando la sociedad pierde el sentido de una de las variantes humanas, como la diferencia sexual que funda y estructura a la vez la personalidad y la vida social, no puede sorprendernos constatar la alteración del sentido de la realidad y de las verdades objetivas[26].
Leyes como la Ley orgánica de educación, la Ley del denominado divorcio “express” o la Ley del “matrimonio” homosexual, son fieles transmisoras de la indiferenciación sexual, del relativismo y del individualismo narcisista que hoy nos invade. En ellas se cuestiona la familia debido a su índole natural biparental y el matrimonio, como institución natural, configurada por un hombre y una mujer, pierde su sentido. En su lugar, se propugna la validez de todas las orientaciones sexuales posibles, de todas las formas de unión, y finalmente de todas las formas de reproducción. Pero al ser las relaciones homosexuales radicalmente estériles es necesario propiciar legalmente también la adopción de niños por aquellos y generalizar las técnicas de producción artificial de seres humanos. La ideología de género se presenta en nuestro ordenamiento jurídico como la forma de liberar a las mujeres de los roles impuestos en el ámbito biológico que las oprimen y esclavizan.
Estos cambios legislativos redefinen las evidencias antropológicas con el objetivo de cambiar la sociedad, nuestra cultura, más aún, nuestra civilización. Estas leyes ignoran las verdades universales y plantean problemas antropológicos, morales y simbólicos. Se ha perdido el sentido de la ley incapaz de interpretar los comportamientos y acontecimientos. La confusión se inscribe en la ley al regular situaciones sin medir las consecuencias sobre el individuo y el entero cuerpo social, sin confrontarlo con la historia de la sociedad y de las mentalidades y sobre todo con una concepción antropológica del ser humano.
La ley no debería tener en cuenta las particularidades sexuales de cada uno. Sin embargo, al hacerlo, favorece la desestructuración de la sociedad al desconocer sus fundamentos, al haber perdido los puntos de referencia esenciales, afectando a sus raíces antropológicas. Lo legal no puede ser el producto de intrigas subjetivas o de deseos y reivindicaciones individuales que además entran en directa contradicción con el bien de la sociedad. Este género de ley corre el riesgo de promover un monstruo jurídico que añadirá incoherencia a la situación actual y traducirá en términos jurídicos problemas afectivo-sexuales. Este tipo de ley participa en la fragmentación de la sociedad y da estatuto legal a las tendencias parciales de la sexualidad humana. Así la ley se convierte en un instrumento narcisista. Estamos ante la negación misma del Derecho considerado como organizador del vínculo social y favorecedor de la relación a partir de las realidades objetivas y universales. En palabras de Anatrella, “el derecho se convierte en la norma de la no-norma puesto que la sociedad sería conminada por el individuo a no reconocer más que sus reivindicaciones singulares extraídas de sus tendencias”[27].
Las leyes que favorecen lo indiferenciado, destruyen la base antropológica sobre la que se asienta nuestra sociedad. Se ha perdido la idea de una “verdad” sobre el hombre cuya psicología se muestra fragmentada e impulsiva, carente de todo vínculo social. En esta situación nos vemos obligados a defendernos frente a la propia ley que ha perdido su dimensión universal y que confunde la verdad objetiva con la individual y subjetiva. En este tipo de leyes al relativismo moral se une un radical positivismo jurídico, pues, a pesar de ser claramente perjudiciales para el desarrollo integral de la persona, al atentar contra su propia esencia –el sexo es “constitutivo” de la persona- se consideran justas por el mero hecho de haber sido aprobadas por el Estado. En definitiva, lo importante, como dijera Luhmann, es la funcionalidad de la norma, y no la rectitud de sus contenidos[28].
Cuando desde el poder público se siguen tomando las decisiones sin buscar coherencia alguna con los fundamentos antropológicos del sentido del hombre que se han construido a lo largo de los siglos, el Estado pierde su función primigenia y deja de ser el garante del bien común. Cuando el Estado desprecia aquellos valores que se apoyan sobre fundamentos antropológicos, se convierte simplemente en el gestor de reivindicaciones y tendencias dispersas, expresadas por grupos de presión o individuos (vemos actualmente la fuerza inmensa de los lobbies de homosexuales; feministas radicales y abortistas- perdiendo de este modo su credibilidad). El Estado no puede erigirse en poseedor del sentido último. No puede imponer una ideología global, ni una religión (tampoco laica), ni un pensamiento único[29].
VII. Conclusión. La verdadera revolución sexual o el reconocimiento de la alteridad sexual
En los últimos años la sociedad ha ido perdiendo sus dimensiones universales y sus fundamentos antropológicos. Las mujeres han logrado una igualdad al menos formal al precio de perder su feminidad y los hombres se avergüenzan de una masculinidad que hoy es despreciada por una sociedad que prefiere los modelos femeninos de conducta y comportamiento.
La pérdida de la esencia femenina implica necesariamente un menosprecio asimismo hacia la esencia masculina. De este modo maternidad y paternidad son palabras sin sentido. La negación de la diferenciación sexual conduce a la identificación de las relaciones homosexuales con las heterosexuales, incluso desde el punto de vista legal, sin haber calibrado detalladamente las consecuencias de tal medida.
Sin embargo, la ciencia nos muestra algo bien distinto: la alteridad sexual es parte inherente a la persona. En consecuencia, el derecho al pleno desarrollo de la personalidad, implicará el derecho al pleno desarrollo de la esencia femenina y masculina que constituye a cada ser humano, mujer y varón.
Esta afirmación tiene repercusiones directas sobre el derecho de igualdad previsto en el Texto Constitucional en su art.14, pues solo habrá plena igualdad entre los sexos en tanto en cuanto las diferencias existentes entre hombre y mujer sean justamente atendidas. Lo que exige previamente un reconocimiento de tales diferencias y la comprensión de las mismas. Esto podrá significar en ocasiones la necesidad de dar un trato diferente a hombres y mujeres precisamente para lograr una igualdad justa y real.
Por ejemplo, ha llegado el momento de reivindicar que la actividad profesional se adapte a la condición femenina y no al revés. El nuevo feminismo defiende un reconocimiento social para la labor de la mujer, cuya forma de ver la vida y comprender la realidad es un valor incuestionable que habrá de reflejarse en unas condiciones laborales favorables específicas y, por lo tanto, no idénticas a las de los hombres; con una especial atención a la maternidad, que lejos de ser opresiva, es en la mayoría de los casos profundamente liberadora, enriquecedora y hace a la mujer un ser aún más pleno[30].
Lejos del mundo idealizado de las imágenes estereotipadas de mujeres hiperliberadas que gozan exultantes de su elevada vida profesional que nos trasmiten los medios, en la vida real, nos encontramos actualmente con demasiadas mujeres que, gozando de un rotundo éxito profesional, se sienten, sin embargo, personalmente frustradas e insatisfechas, cansadas de imitar los modos de actuar masculinos, atadas a unos roles que no les pertenecen y que no encajan en su esencia más profunda. Mujeres que se han esforzado por cumplir sus funciones “exactamente como un hombre” y a las que su naturaleza, rechazada y reprimida, luego se hace valer en forma de depresión, ansiedad e infelicidad.
Estas mujeres están alimentando el nacimiento de un nuevo movimiento en defensa de la mujer postpatriarcal y postfeminista. Mujeres que han demostrado sobradamente que son tan capaces como cualquier varón de llegar a lo más alto de la carrera profesional con brillantez y eficacia, y que no quieren disfrazarse de hombres, asumir los roles masculinos, ni emular sus actitudes y conductas; sino ser ellas mismas, aportando sus valores y sus cualidades[31].
En el ámbito educativo, la educación diferenciada por sexo es asimismo un claro exponente de cómo el respeto a las diferencias puede favorecer el alcance de una auténtica igualdad de oportunidades. Padres y profesores tienen la responsabilidad de lograr, por medio de la educación de las generaciones actuales, una sociedad más justa e igualitaria, en la que los muchachos se involucren a fondo en las labores domésticas y responsabilidades familiares para hacer real la conciliación de la vida familiar y laboral; y en la que las niñas sean capaces de convertirse en las líderes profesionales, políticas y sociales del mañana, sin renunciar por ello a su esencia femenina, favoreciendo así la labor “humanizadora” de la sociedad como solo ellas, con su peculiar forma de sentir y vivir, pueden hacerlo.
Hombres y mujeres somos iguales en derechos, deberes, dignidad, humanidad y, como ha demostrado la ciencia, también en promedio de inteligencia. En la sociedad actual es de justicia que las mujeres se realicen profesionalmente hasta donde ellas deseen y que los hombres se comprometan a fondo en la crianza, educación de los hijos y labores del hogar. Pero este arduo y dificultoso camino hacia la igualdad no debe suponer nunca la negación de nuestras diferencias, de nuestras especificidades en cuanto hombre y mujer. El empeño por negar las diferencias llena nuestras relaciones de conflictos, tensiones y frustraciones. A fin de mejorar las relaciones entre los sexos es preciso llegar a una comprensión de nuestras diferencias que aumente la autoestima y la dignidad personal.
La revolución del 68 que implantó la indiferenciación sexual abrió la puerta a la desintegración personal, a la deconstrucción de la persona y la sociedad y a la destrucción de sus fundamentos antropológicos esenciales. Sin embargo, la verdadera revolución sexual está por llegar y será aquella que, recobrando los fundamentos antropológicos esenciales del ser humano y sustentándose en los descubrimientos científicos que demuestran la existencia de un dimorfismo sexual innato, reconozca la existencia de diferencias inherentes e innatas entre hombres y mujeres, diferencias que pertenecen a la naturaleza y que son la esencia del ser humano, hombre y mujer. Diferencias que lejos de separarnos nos complementan, equilibran y enriquecen, haciéndonos más plenos como personas y en consecuencia, más libres y felices.
La mujer y el hombre, cada uno desde su perspectiva, realiza un tipo de humanidad distinto, con sus propios valores y sus propias características y sólo alcanzará su plena realización existencial cuando se comporte con autenticidad respecto de su condición, femenina o masculina. Existen una serie de verdades antropológicas fundamentales del hombre y de la mujer: la igualdad de dignidad y en la unidad de los dos, la arraigada y profunda diversidad entre lo masculino y lo femenino, y su vocación a la reciprocidad y a la complementariedad, a la colaboración y a la comunión. Esta unidad dual del hombre y de la mujer se basa en el fundamento de la dignidad de toda persona, creada a imagen y semejanza de Dios, quien «les creó varón y mujer» (Génesis 1, 27), evitando tanto una uniformidad indistinta y una igualdad estática y empobrecedora, como una diferencia abismal y conflictiva[32].
Ciertamente se necesita una renovada investigación antropológica que, basándose en la gran tradición cristiana, incorpore los nuevos progresos de la ciencia y las actuales sensibilidades culturales, contribuyendo de este modo a profundizar no sólo en la identidad femenina, sino también en la masculina, que con frecuencia también es objeto de reflexiones parciales e ideológicas.
La relación hombre-mujer en su respectiva especificidad, reciprocidad y complementariedad constituye, sin duda, un punto central de la «cuestión antropológica», tan decisiva en la cultura contemporánea. Ante corrientes culturales y políticas que tratan de eliminar, o al menos de ofuscar y confundir, las diferencias sexuales inscritas en la naturaleza humana considerándolas como una construcción cultural, es necesario recordar cómo la naturaleza humana y la dimensión cultural se integran en un proceso amplio y complejo que constituye la formación de la propia identidad, en la que ambas dimensiones, la femenina y la masculina, se corresponden y complementan.
Es hora pues de recuperar lo perdido, exigiendo la devolución de nuestra integridad y dignidad femenina y masculina. Algo, sin lo cual, ningún ser humano, hombre o mujer, puede alcanzar el equilibrio personal y, por lo tanto, la felicidad, pues, como afirma Allison Jolly, primatóloga de la Universidad de Princeton, “sólo comprendiendo su verdadera esencia, la mujer (y asimismo el hombre) podrá tomar el control de su vida”.
Cada hombre, cada mujer, es un ser único e irrepetible, un ser humano que solo alcanzará su plenitud si tenemos en cuenta que el sexo −femenino o masculino− no es algo accidental, sin trascendencia alguna, sino que es plenamente constitutivo de su persona. Y el Derecho debe adaptarse a esta realidad científica y despreciar las ideologías que lo enturbian, corrompen y transforman en instrumento favorable a unas minorías que perjudican el bien común. Las leyes positivas pueden, es más, deben cambiar para permanecer fieles a su propia vocación. En efecto, por una parte, existe un progreso de la razón humana que, poco a poco, es más consciente de lo que se adapta mejor al bien de la comunidad, por otra parte, las condiciones históricas de la vida de las sociedades se modifican (para bien o para mal) y las leyes se deben adaptar. Así el legislador debe determinar lo que es justo en el momento concreto de las situaciones históricas[33]
Es urgente devolver al Derecho y a la sociedad los fundamentos antropológicos extirpados; necesitamos recobrar los puntos esenciales de referencia, empezando por la alteridad sexual para “re-humanizar” el ordenamiento jurídico y devolver a la persona humana -hombre y mujer- al centro de gravedad de la tarea legislativa como le corresponde, acabando con el relativismo jurídico que, paralelo al relativismo moral, impregna la regulación de los últimos años.
María Calvo Charro. Profesora de Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.
[1] Recordemos al respecto las palabras de Benedicto XVI, dirigiéndose a la Asamblea General de las Naciones Unidas, en la conmemoración del 60° Aniversario de la Declaración Universal: “Los derechos humanos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos”.
[2] B. Castilla de Cortázar, Lo masculino y lo femenino en el siglo XXI, en la obra colectiva: Retos de futuro en educación, ed: Ediciones internacionales universitarias, 2004, págs.87 y sgts.
[3] Vid. al respecto, Juan Pablo II; Audiencia General, 21.XI.79, n.1, Varón y mujer. Teología del cuerpo, 1995.
[4] En este sentido vid. H. Liaño, Cerebro de hombre, cerebro de mujer, ediciones B, 1987. S. Le Vay, El cerebro sexual, ed: Alianza, 1995. F. J. Rubia, El sexo del cerebro, ed: Temas de Hoy, 2007. L. Brizendine, El cerebro femenino, RBA, 2007. Baron-Cohen, S, La gran diferencia, ed. Amat, 2005.
[5] Vid. H. Fisher, El primer sexo, ed. Punto de lectura, 2001.
[6] El art. 10.1 de nuestra constitución abre el título primero “De los derechos y deberes fundamentales” señalando que “La dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad” son “fundamento del orden y de la paz social”. Se trata, como afirma Robles Morchón, de una declaración de contenido valorativo que ha de ser puesta en conexión con otros preceptos constitucionales. De este modo “el libre desarrollo de la personalidad” constituye el fundamento axiológico-normativo de otros derechos como el derecho a la educación que “tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad” (art.27.2 ce) y es la expresión concreta de aspectos parciales de la libertad general de acción, como sucede con la libre elección de centro docente por los padres. G. Robles Morchón, El libre desarrollo de la personalidad, en el libro colectivo: El libre desarrollo de la personalidad, ed: Universidad de Alcalá, 1995, p.45 y ss.
[7] Ese mismo año Mary Wolstonecraft publicaba su “Vindicación de los derechos de la mujer” en Inglaterra.
[8] J. Burgraff, Varón y mujer ¿Naturaleza o cultura?
[9] G.K. Chesterton, Lo que está mal en el mundo, ed: Ciudadela, 2007.
[10] T. Anatrella, La diferencia prohibida, ed. Encuentro, 2008.
[11] Vid. al respecto, P.J. Cordes, El eclipse del padre, ed. Palabra, 2004.
[12] F. Savater, El valor de educar, ed. Ariel, Barcelona, 2004.
[13] Este papel fundamental del padre en la educación primaria del hijo, así como en su equilibrio emocional, ha sido reconocido por filósofos y pedagogos de muy diferentes tendencias. García Morente, mantenía que es por medio de la intervención paterna como el niño choca contra el mundo del adulto y sufre los dolores de tropiezo con una realidad −siquiera sea fragmentaria− que ya no es su propia realidad, la realidad por él creada, sino “la realidad”. Lo que sin duda favorece la conducción de la infancia a la hombría (García Morente; Rev. de pedagogía; 1928). El pediatra Aldo Naouri, considera esencial la figura paterna que rompe la dependencia del niño con la madre, fuente de satisfacción de todos sus deseos desde el útero. Gracias a esa ruptura se permite al niño percibirse plenamente como ser vivo. La intervención del padre coloca al niño en el tiempo real porque “Este respeto forzado del tiempo que se deslizará entre madre e hijo pondrá al niño en el tiempo del que tiene una necesidad vital y del que sus congéneres se han visto privados seriamente en estos últimos decenios. Este niño aceptará mejor el límite, la disciplina, no será más el tirano que vemos todos los días y será, por fin, un adolescente más sereno” (A. Naouri, Padres permisivos, hijos tiranos, ediciones B, 2005).
[14] Citado por P.J. Cordes, en la obra El eclipse del padre, ed. Palabra, 2004, pág. 65.
[15] M. Meeker, Padres fuertes, hijas felices, ed: Ciudadela, 2008.
[16] El nuevo lenguaje mundial tiende a excluir palabras pertenecientes específicamente a la tradición judeocristiana, como, por ejemplo: verdad, moral, conciencia, virginidad, castidad, madre, padre, justicia, pecado, mandamiento, caridad.
[17] El feminismo de género ha encontrado favorable acogida en un buen número de importantes universidades donde se pretende elevar los “Gender Studies” a un nuevo rango científico.
[18] El protagonista de “Orlando” es un joven caballero del siglo XVI, que vive, cambiando de sexo, múltiples aventuras amorosas durante años.
[19] Al respecto, Heidi Hartmann afirma: “La forma en que se propaga la especie es determinada socialmente. Biológicamente la persona es sexualmente polimorfa. La división estricta del trabajo por sexos, un invento social común a toda sociedad conocida, crea dos géneros muy separados y la necesidad de que el hombre y la mujer se junten por razones económicas. Contribuye así a orientar sus exigencias sexuales hacia la realización heterosexual. En sociedades más imaginativas, la reproducción biológica podría asegurarse con otras técnicas”. En la misma línea, Alison Jagger, una de las principales representantes del feminismo de género, considera que “La igualdad feminista radical significa, no simplemente igualdad bajo la ley y ni siquiera igual satisfacción de necesidades básicas, sino más bien que las mujeres -al igual que los hombres- no tengan que dar a luz… La destrucción de la familia biológica permitirá la emergencia de mujeres y hombres nuevos, diferentes de cuantos han existido anteriormente”.
[20] T. Anatrella, La diferencia prohibida, ed: Encuentro, Madrid, 2008, págs. 294 y sgts.
[21] Vid. al respecto el documento de M.A. Peeters, La nueva ética mundial, ed: Institute for Intelectual Dialogue Dynamics, 2006.
[22] El doctor Hugo Liaño, Jefe del servicio de neurología de la Clínica Puerta de Hierro, considera que “en la octava semana de gestación del feto se originan diferencias cerebrales provocadas por la testosterona en los hombres y los estrógenos en las mujeres”. El catedrático en fisiología, Francisco José Rubia, Director del Instituto Pluridisciplinar de la Universidad Complutense, afirma que “la naturaleza produce dos sexos con cualidades cognitivas diferentes. Cuando se nace con un cerebro −masculino o femenino− ni la terapia hormonal, ni la cirugía, ni la educación pueden cambiar la identidad del sexo”. Para la neuróloga María Gudín “la persona humana, es hombre o mujer, y lleva inscrita esa condición en todo su ser. Cada célula, órgano y función son sexuados. También nuestro psiquismo. Y esto va a afectar al comportamiento de cada ser humano”. El Catedrático en psicología, Serafín Lemos, mantiene con rotundidad: “En cuanto a inteligencia, no hay diferencias entre hombres y mujeres”. El Director del Instituto de Neurociencia de la Universidad Autónoma de Barcelona, especialista en inteligencia emocional, Ignacio Morgado, ante la pregunta: “¿podría ser que, además de las influencias culturales y educativas, el cerebro de la mujer procese las emociones de manera diferente al hombre?”, contestó: “Todo parece indicar que sí”. Datos extraídos de la Jornada “Cerebro y Educación. Diferencias sexuales y aprendizaje”, celebrada el 8 de noviembre de 2008, en la Fundación Garrigues, Madrid.
[23] H. Fisher, El primer sexo, ed: Punto de lectura, 2001, pág.520.
[24] S. Baron-Cohen, La gran diferencia, ed: Amat, Barcelona, 2005, pág.25.
[25] Vid. al respecto el libro de L. Brizendinne, El cerebro femenino, ed: RBA, 2007.
[26] T. Anatrella, La diferencia prohibida, ed. Encuentro, 2008.
[27] Idem.
[28] Sin embargo, parte de la doctrina constitucionalista ignora o desprecia esta dualidad considerando que el derecho al desarrollo de la personalidad y la educación solo puede concebirse a partir de la negación absoluta de la existencia de diferencias entre los sexos y, en consecuencia, cuestionando la constitucionalidad de aquellos modelos educativos que atienden de forma específica a las peculiaridades que niños y niñas presentan en los procesos de aprendizaje. Vid. en este sentido, Benito Aláez Corral, El ideario educativo constitucional como fundamento de la exclusión de la educación diferenciada por sexo de la financiación pública, en la Revista de Derecho Constitucional, n.86, mayo-agosto, 2009, págs.31-64.