Resumen
En la actualidad, el desarrollo de la bioética ha rebasado el marco ético para introducirse, plenamente, en otros ámbitos del saber, especialmente en el jurídico. En realidad, no existe otro campo como el derecho, en el que las controversias que, inicialmente, se plantean como bioéticas, presenten tanta derivación e impacto. La discusión se centrará, precisamente, en la determinación de la frontera entre la moral y el derecho, entre la bioética y el bioderecho. Por otro lado, en la configuración del bioderecho es necesario tener en cuenta diversos factores: entre ellos, los grandes intereses que subyacen a muchas de las nuevas biotecnologías, lo cual genera el riesgo de reducir el bioderecho a una bioeconomía o a una biopolítica.
SUMARIO:
I. introducción: ciencia y sociedad.–II. el nacimiento de la bioética.–III. De la bioética al bioderecho: III.1. El lugar del derecho. III.2. ¿Qué bioderecho?–iV. Biojurídica y filosofía del Derecho.–V. Conclusión.
Introducción: Ciencia y sociedad
Las ciencias experimentales tienen un origen relativamente reciente. Surgen como respuesta al afán que tiene el ser humano por conocer los fenómenos naturales y las leyes que rigen su funcionamiento. En las últimas décadas, su desarrollo ha sido tan espectacular, que la cultura ha quedado «deslumbrada», y la misma ciencia ha adquirido un papel decisivo en la vida de las personas. incluso, en ocasiones, ha provocado conflictos y desajustes internos en la sociedad. Ello tiene cierta relación con la manifiesta ambivalencia que presentan la ciencia y la técnica: por una parte, contribuyen decisivamente al desarrollo humano; por otra, su aplicación puede llegar a tener consecuencias indeseables para las personas y su entorno. y ello, especialmente, cuando no hay controles, o cuando se mezclan intereses económicos o políticos.
En lo referente a las relaciones entre ciencia y sociedad, es posible distinguir varias etapas. Hasta entrado el siglo xx, se mantuvo en pie el paradigma moderno que identificaba todo avance científico con un progreso indiscutible para la humanidad. Esta visión hundía sus raíces en el dualismo cartesiano, por lo que, en general, se contemplaba lo «natural» como lo «externo» al ser humano. La persona no se consideraba a sí misma como parte de la naturaleza, sino como «algo diferente» a ella, llamada a «dominarla». Desde estos presupuestos, la ciencia perseguía, intensamente, superar las «barreras naturales», intentando conseguir la «liberación» del ser humano frente a la naturaleza y, en última instancia, el «triunfo» definitivo frente a la misma. Es posible recordar aquí las palabras de saint simon, quien, enarbolando el slogan de la modernidad, afirmó que el hombre puede y debe «usar la naturaleza según su antojo». Es evidente que esta visión ignoró que también el ser humano forma parte de la naturaleza o, dicho de otra manera, él mismo es naturaleza.
A mediados del siglo xx, principalmente a raíz de la incorporación de la energía nuclear a la tecnología bélica, la situación varió con respecto a algunos sectores de la ciencia y a sus consecuencias. Entre los científicos se produjo una toma de conciencia de las implicaciones éticas de su trabajo, lo cual dio lugar, incluso, a asociaciones nacionales e internacionales. Esta transformación se debió a diversas razones: entre ellas, la certeza de la experiencia de los efectos negativos para el ser humano, y para el resto de la naturaleza, de ciertos avances científicos y descubrimientos espectaculares. Así, por ejemplo, el ya referido de la energía nuclear aplicada a fines bélicos. Ello determinó que, a partir de los años cincuenta, la opinión pública abandonara, progresivamente, el paradigma anterior, y comenzara a surgir una nueva sensibilidad hacia las implicaciones éticas y jurídicas de estos fenómenos y, especialmente, frente a la creciente degradación del medioambiente.
A partir de los años noventa, se advierten nuevos cambios. Por un lado, recobra fuerza la convicción de que el desarrollo de la humanidad depende, básicamente, del desarrollo científico y tecnológico. Se está, de nuevo, ante el paradigma de la ciencia entendida como fuente de progreso ilimitado e infinito. No obstante, ahora adquiere vigor en un contexto distinto, marcado, en gran medida, por el economicismo y el individualismo. La ciencia ya no buscará tanto el beneficio global de la humanidad -intentando, por ejemplo, reducir las desigualdades entre países ricos y pobres, o buscar fármacos para luchar contra las epidemias que diezman a las poblaciones del hemisferio sur–, sino incrementar los años, y la calidad de vida, de las sociedades opulentas del norte. Además, ya no se tiene una fe en la ciencia, entendida como instrumento para alcanzar un mundo más humano, sino que, en muchos casos, lo que se pretende es conseguir, precisamente, un mundo mejor que humano. Ello se advierte, especialmente, en el surgimiento, y auge actual, de la nueva medicina del deseo, de la que, por ejemplo, son un claro exponente las sofisticadas operaciones de cirugía estética genital. Esta nueva visión se encuentra, por otro lado, en estrecha relación con un creciente pragmatismo epistemológico, de acuerdo con el cual se presupone que lo verdadero o lo bueno, es básicamente lo útil, lo que funciona o se espera que produzca unos resultados, aunque estos sean escasos.
Publicado en Cuadernos de Bioética. 2020; 31(102): 167-182 DOI: 10.30444/CB.60
Otros artículos: