Publicamos la intervención pronunciada este lunes, 8 de abril, por el presidente del Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud, el arzobispo Javier Lozano Barragán, ante la II Asamblea mundial sobre el Anciano, organizada del 8 al 12 de abril en Madrid por las Naciones Unidas, …
Publicamos la intervención pronunciada este lunes, 8 de abril, por el presidente del Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud, el arzobispo Javier Lozano Barragán, ante la II Asamblea mundial sobre el Anciano, organizada del 8 al 12 de abril en Madrid por las Naciones Unidas, y a continuación la Carta del Papa Juan Pablo II
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Señor Presidente,
Ministros
Embajadores,
Tengo el honor de ser portador de una carta dirigida a todos Ustedes por el Papa Juan Pablo II, en la que responde a la invitación recibida a participar en esta segunda Asamblea mundial de las Naciones Unidas sobre el Anciano.
Se trata de un tema que nos afecta grandemente, en efecto, la longevidad entra en el designio divino como el regalo de la culminación de la vida que recibe sentido por la sabiduría del corazón. Los ancianos son los custodios de la memoria colectiva, tienen la perspectiva del pasado y del futuro en un presente que es ya de eternidad y serenidad, no considerándose sólo a la espera pasiva de un evento destructor, sino como aproximación promisoria hacia la plena madurez de una vida que nunca termina. Su vida deberá converger en relaciones intergeneracionales, poniendo a disposición de todos el tesoro de su tiempo, capacidad y experiencias, para mostrar los auténticos valores frente a las meras apariencias. En el culto actual de la productividad global, corren el peligro de pensarse inútiles, pero su presencia debe demostrar que el valor económico no es el único ni el más importante. La vida es en sí misma el máximo valor en cualquiera de sus etapas, y la ancianidad es el supremo regalo. La serenidad del anciano otorga al mundo vida y salud, concebida ésta como armonía física, mental, social y espiritual.
Sabemos que según las estadísticas existen hoy más de 600 millones de personas que cuentan con más de 60 años; y que según las previsiones para el 2050 sumarán 2000 millones. Se estima que para el 2030 el 71% de esta población vivirá en los países en vías de desarrollo, y del 12% al 16% vivirán en los países más ricos. Aunque lo mejor es siempre envejecer en familia constatamos el creciente número de ancianos desamparados; así la Iglesia católica, hoy como antes, trata de ayudarles aun en el plano asistencial, a pesar de dificultades crecientes, tanto por falta de personal como de recursos. En efecto las Agencias y Organizaciones católicas contamos en el presente con 532 asilos en África, 3,466 en América, 1,456 en Asia, 7,435 en Europa y 349 en Oceanía; en total 13,238 centros de asistencia para ancianos en todo el mundo.
Ante la marginación del anciano en la sociedad actual y las perspectivas del futuro, se impone la necesidad de crear una sociedad inclusiva para todas las edades que tenga como base la equidad intergeneracional, en la que se dé lugar al anciano, especialmente a la mujer anciana y a los más pobres y desprotegidos. La Santa Sede sugiere las siguientes acciones en el ámbito de la familia, de las comunidades y de toda la sociedad:
· Propiciar la solidaridad intergeneracional;
· incluir al anciano en la toma de decisiones tanto a nivel familiar como social;
· dar acceso al anciano a los cuidados sociales básicos, incluyendo los cuidados de la salud, especialmente para quienes viven en áreas rurales;
· negociar con las empresas farmacéuticas para que a bajos precios todos puedan adquirir los medicamentos esenciales;
· atender en particular a ancianos infectados con VIH, o aquellos a cuyo cargo han quedado huérfanos infectados por tal enfermedad;
· cuidar de los ancianos con enfermedades mentales como el Alzheimer o similares;
· legislar y fortalecer los esfuerzos legales existentes para eliminar cualquier abuso,
· proteger su dignidad y su vida hasta su fin natural, proveyendo los cuidados paliativos;
· instar al anciano a conservar su autosuficiencia y movilidad hasta donde le sea posible;
· promover una cultura social donde se dé lugar al anciano y se eduque así a la sociedad, tanto en los niveles elementales como en los profesionales;
· animar al anciano a comprender la evolución de la sociedad actual e instarlo a que no se sienta ajeno a ella con pesimismo y rechazo;
· educar al anciano para el uso de los adelantos tecnológicos elementales en el ramo de la comunicación e información;
· favorecer una imagen positiva del anciano en sí mismo y desterrar de los medios de comunicación falsos estereotipos;
· promover una educación intergeneracional de manera que los ancianos enseñen a los jóvenes y éstos a los ancianos en mutuo intercambio.
Sr. Presidente, la pobreza y sus problemas se agravan en la ancianidad, especialmente en situaciones de emergencia o en conflictos armados. Se deben organizar sistemas de seguridad social y propiciar la iniciativa de los ancianos en cuestiones económicas, por ejemplo las mini empresas. La impagable deuda externa en la mayoría de los países en desarrollo, constituye uno de los principales obstáculos para atender las necesidades prioritarias de los ancianos y la erradicación de la pobreza, hay que tomar medidas adecuadas para su urgente solución. Para los ancianos que emigran es muy difícil la integración al país al que llegan debido a barreras culturales y de la lengua. Por la migración, en especial en las áreas rurales, se desintegra la familia y quedan sólo ancianas y ancianos desprotegidos sin soporte económico, con frecuencia haciéndose cargo de los niños dejados por sus padres, la comunidad internacional debería ser consciente y preocuparse de ello.
Sr. Presidente, los ancianos deben ser considerados como un tesoro de la sociedad. Augura la Santa Sede que el trabajo de esta Asamblea promueva una mejor comprensión y mejoramiento de sus vidas. Gracias Sr. Presidente.
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Carta de Juan Pablo II a la II Asamblea mundial sobre Envejecimiento, que se celebra del 8 al 12 de abril en Madrid, bajo la égida de las Naciones Unidas.
Excelentísimo Señor:
Me es grato dirigir a Usted y, por medio suyo, a todos los participantes en la II Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento, un cordial saludo, con los mejores deseos de éxito en sus trabajos.
Veinte años después de la I Asamblea Mundial, celebrada en Viena en 1982, la presente reunión es una meta significativa y sobre todo un impulso hacia el futuro, desde el momento que el envejecimiento de la población mundial será ciertamente uno de los fenómenos más relevantes del siglo XXI.
Durante las dos últimas décadas, la Organización de las Naciones Unidas se ha hecho promotora de numerosas iniciativas orientadas a comprender y solucionar los problemas planteados por el aumento creciente del número de personas que han entrado en la etapa de la ancianidad.
De estas iniciativas, una de las más laudables ha sido el Año internacional de las Personas Ancianas, celebrado en 1999, una ocasión eficaz para volver a llamar la atención de toda la humanidad sobre la necesidad de afrontar responsablemente el desafío de construir «una sociedad para todas las edades».
He expresado mi participación en dicho acontecimiento con una Carta dirigida a los ancianos, de los que me siento cercano no sólo por solicitud pastoral, sino también por compartir personalmente su condición. Por otro lado, el Consejo Pontificio para los Laicos ha publicado un documento titulado «La dignidad del anciano y su misión en la Iglesia y en el mundo». En esta ocasión, la Iglesia católica ha renovado la atención que siempre ha demostrado en favor de esa categoría de personas, promoviendo iniciativas propias y colaborando con las autoridades públicas y la sociedad civil.
Ahora os habéis reunido para una valoración de conjunto de la aplicación del Plan de acción internacional de 1982 y para delinear estrategias para el futuro. Al venir de todas las partes del mundo, dais testimonio de que la cuestión del envejecimiento atañe a la humanidad entera y debe ser afrontada de una manera global y, más en particular, integrada en la compleja problemática del desarrollo.
En efecto, se está produciendo por doquier un cambio profundo de la estructura de la población, que lleva a replantearse los proyectos de sociedad y a discutir de nuevo no sólo su estructura económica, sino también la visión del ciclo vital y las relaciones entre generaciones. Se puede decir que una sociedad se muestra justa en la medida en que responde a las necesidades asistenciales de todos sus miembros y que su grado de civilización se mide por la protección prestada a los miembros más débiles del entramado social.
¿Cómo garantizar la duración de una sociedad que está envejeciendo, consolidando la seguridad social de las personas ancianas y su calidad de vida?
Para responder a esta cuestión es necesario no dejarse guiar principalmente por criterios económicos, sino inspirarse más bien en sólidos principios morales.
Hace falta, en primer lugar, que se considere al anciano en su dignidad de persona, dignidad que no merma con el pasar de los años y el deterioro de la salud física y psíquica. Es evidente que esta consideración positiva sólo puede encontrar terreno fecundo en una cultura capaz de superar los estereotipos sociales, que hacen consistir el valor de la persona en la juventud, la eficiencia, la vitalidad física y la plena salud. La experiencia dice que, cuando falta esta visión positiva, es fácil que se margine al anciano y se le relegue a una soledad comparable a una verdadera muerte social. Y la estima que el anciano tiene de sí mismo, ¿no depende acaso en buena parte de la atención que recibe en la familia y en la sociedad?
Para ser creíble y efectiva, la afirmación de la dignidad de la persona anciana está llamada a manifestarse en políticas orientadas a una distribución equitativa de los recursos, de modo que todos
los ciudadanos, y también los ancianos, puedan beneficiarse de ellos.
Se trata de una tarea ardua y que sólo es realizable aplicando el principio de solidaridad, del intercambio entre las generaciones, de ayuda recíproca. Dicha solidaridad ha de llevarse a cabo no sólo en el ámbito de cada nación, sino también entre los pueblos, mediante un compromiso que lleve a tener en cuenta las profundas desigualdades económicas y sociales entre el norte y el sur del planeta. En efecto, la presión de la pobreza puede poner en entredicho muchos principios solidarios, causando víctimas en los sectores más frágiles de la población, entre ellos el de los ancianos.
Una ayuda para la solución de los problemas relacionados con el envejecimiento de la población proviene ciertamente de la inserción efectiva del anciano en el entramado social, utilizando la aportación de experiencia, conocimientos y sabiduría que él puede ofrecer. Los ancianos, en efecto, no deben ser considerados como un peso para la sociedad, sino como un recurso que puede contribuir a su bienestar. No sólo pueden dar testimonio de que hay aspectos de la vida, como los valores humanos y culturales, morales y sociales, que no se miden en términos económicos o funcionales, sino ofrecer también una aportación eficaz en el ámbito laboral y en el de la responsabilidad. Se trata, en fin, no sólo de hacer algo por los ancianos, sino de aceptar también a estas personas como colaboradores responsables, con modalidades que lo hagan realmente posible, como agentes de proyectos compartidos, bien en fase de programación, de diálogo o de actuación.
Hace falta también que tales políticas se complementen con programas formativos destinados a educar a las personas para la ancianidad durante toda su existencia, haciéndolas capaces de adaptarse a los cambios, cada vez más rápidos, en el modo de vida y de trabajo. Una formación centrada no sólo en el hacer, sino, y sobre todo en el ser, atenta a los valores que hacen apreciar la vida en todas sus fases y en la aceptación tanto de las posibilidades como de los limites que tiene la vida.
Aunque se deba considerar la ancianidad de manera positiva y con el propósito de desarrollar todas sus posibilidades, no se han de eludir ni ocultar las dificultades y el final inevitable de la vida humana. Si bien es cierto que, como dice la Biblia, las personas «todavía en la vejez producen fruto» (Sal 92, 15), sigue siendo verdad que la tercera edad es una época de la vida en la que la persona es particularmente vulnerable, víctima de la fragilidad humana. Es muy frecuente que la aparición de enfermedades crónicas reduzca al anciano a la invalidez y recuerde, inevitablemente, el momento del final de la vida. En estos momentos particulares de sufrimiento y dependencia, las personas ancianas no sólo necesitan ser atendidas con los medios que ofrecen la ciencia y la técnica, sino también acompañadas con competencia y amor, para que no se sientan un peso inútil y, lo que es peor, lleguen a desear y solicitar la muerte.
Nuestra civilización tiene que asegurar a los ancianos una asistencia rica en humanidad e impregnada de valores auténticos. A este respecto, pueden tener un papel determinante el desarrollo de la medicina paliativa, la colaboración de los voluntarios, la implicación de las familias – que por ello han de ser ayudadas a afrontar su responsabilidad – y la humanización de las instituciones sociales y sanitarias que acogen a los ancianos. Un amplio campo en el que la Iglesia Católica, en particular, ha ofrecido – y sigue ofreciendo – una contribución relevante y permanente.
Reflexionar sobre la ancianidad significa por tanto tomar en consideración a la persona humana que, desde el nacimiento hasta su ocaso, es don de Dios, imagen y semejanza suya, y esforzarse para que cada momento de su existencia sea vivido con dignidad y plenitud.
Sobre Usted, Señor Presidente, y sobre todos los participantes en II Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento, invoco la protección del Dios de la vida.
Vaticano, 3 de abril de 2002
IOANNES PAULUS II