Ciudadanos religiosos y seculares en la democracia

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El año pasado tuvo lugar en Bru­selas una humillación de los ciu­dadanos cristianos de Europa co­mo nunca antes había sucedido. Y que esta humillación haya sido simplemente asumida y no haya conducido a una cri­sis purificadora de las instituciones eu­ropeas, ilumina con una luz inquietante la situación interna del corpus …

El año pasado tuvo lugar en Bru­selas una humillación de los ciu­dadanos cristianos de Europa co­mo nunca antes había sucedido. Y que esta humillación haya sido simplemente asumida y no haya conducido a una cri­sis purificadora de las instituciones eu­ropeas, ilumina con una luz inquietante la situación interna del corpus catholicorum en este continente. Todo sigue con el business as usual. ¿Qué había sucedido? El candidato presentado por Italia para Comisario europeo de Justicia, el minis­tro italiano Rocco Butiglione, fue obli­gado a renunciar a su candidatura. ¿Cuál fue el motivo?
En una audiencia, preguntaron a But­tiglione por sus convicciones personales a propósito de la familia, de la posición de la mujer y de la homosexualidad. Res­pondió haciendo, en primer lugar, la dis­tinción kantiana entre derecho y moral. No todas las normas morales pueden ni deben convertirse en normas jurídicas. No todo lo que consideramos manda-miento moral puede ser mandado tam­bién jurídicamente e impuesto por el Estado. Buttiglione hacía propio el Estado moderno de Derecho y de libertades. No obstante, también para este Estado de De­recho existen obligaciones de tipo prees­tatal. Por ejemplo, el Estado tiene que te­ner en cuenta el hecho de que, por una parte, los niños necesitan a sus madres y crecen del mejor modo si las madres dis­ponen de una cierta cantidad de tiempo para ellos, y de que, por otra parte, las mujeres tienen hoy más que antes el deseo de una actividad profesional fuera de ca­sa. De modo que es una tarea del Estado preocuparse por la legislación corres­pondiente a una mejor compatibilidad de las obligaciones profesionales y familia-res. Aunque no fuera por otra razón, la catastrófica situación demográfica obli­garía a ello. Por lo que se refiere a la ho­mosexualidad, a propósito de la cual se pidió también la opinión personal de But­tiglione, él condenaba la discriminación de personas homosexuales, pero se iden­tificaba en sus convicciones personales con la doctrina del Catecismo de la Iglesia católica, según la cual la tendencia homosexual es un defecto y su ejercicio práctico un pecado. Esta confesión fue el motivo del rechazo de su candidatura. Lo que significa, tanto en alemán como en español, que un católico cuyas convic­ciones coincidan con la doctrina moral de la Iglesia católica, sólo por ese motivo, no está cualificado para ocupar un pues­to de dirección en la Comunidad euro-pea. Hay que añadir que se trata de la doctrina moral de toda la tradición cris­tiana, e igualmente de la tradición filo­sófica de Europa, incluida la época de la Ilustración. Y hay que añadir que, según los criterios aplicados en el caso Buttiglione, los padres fundadores de la nueva Europa tras la segunda guerra mundial no podrían ocupar ningún puesto de di­rección en esta Europa. Robert Schuman, Alcide de Gasperi, Konrad Adenauer eran, los tres, católicos ortodoxos.
Como se ha dicho, estos aconteci­mientos no han conducido a una crisis, porque la cristiandad europea está clara-mente atemorizada. Pero tanta más razón hay, por tanto, para repensar a fondo el estatus de los ciudadanos religiosos en el moderno Estado de Derecho. Y digo en el moderno Estado de Derecho; no digo en el Estado secular, como se dice habitual-mente hoy día. Quien caracteriza al Estado moderno como Estado secular ha to­mado ya partido por una posición. Se hi­zo muy claro recientemente en un artícu­lo del conocido escritor y periodista alemán Jan Philipp Reemtsma, en el pe­riódico Le monde diplomatique. El artí­culo se titulaba ¿Tenemos que respetar a las religiones? La respuesta era No. Te­nemos que tolerar conciudadanos religio­sos, lo queramos o no. Pero en un estado secular son y permanecen unos extranje­ros. Con gentes que comparten la doctrina del Papa sobre la relación entre el dere­cho divino y el humano, sólo hay una tre­gua. La sociedad secular se siente orgu­llosa de no reconocer ningún origen divi­no a la distinción entre malo y bueno; se considera a sí misma como la creadora de esta distinción. Por ello, para los que defienden esta opinión, los cris­tianos, que no comparten este orgullo son ciudadanos de un Estado secular sólo en el sentido en que los árabes israelitas son ciudadanos del Estado de Israel. Por la naturaleza misma de las cosas, el orgu­llo de un Estado judío no puede ser su orgullo, pues el Estado de Israel se defi­ne a sí mismo como un Estado judío. Así también, según la concepción de laicistas militantes como Reemtsma, el moderno Estado se define como Estado secular que tiene por presupuesto la no existencia de Dios, o la falta de toda consecuencia por su eventual existencia.
Estado secular y de Derecho
Merece consideración que Jürgen Habermas, en un artículo reciente sobre ciu­dadanos religiosos y seculares en un Es­tado moderno, renuncie explícitamente a definir al Estado moderno como Estado secular. Y precisamente por este motivo exacto: tal definición haría de los ciuda­danos religiosos ciudadanos de segunda clase. Pero, ¿no nos encontramos en un dilema? ¿No está condenado al fracaso todo intento de neutralizar la oposición entre fe y no fe, y de ordenar la comunidad humana poniendo entre paréntesis la cues­tión de la verdad? ¿Pueden los creyentes renunciar a convertir en legislación lo que consideran mandamientos de Dios, cuan-do lleguen a ser la mayoría en un Estado? Y al revés, ¿no es comprensible que increyentes rechacen una legislación cuyos fundamentos no son plausibles para ellos?
¿Acaso no puede comprenderse que digan a los creyentes: Nadie os obliga a abortar a vuestros hijos, a divorciaros, a establecer vínculos homosexuales, a visitar Peep-Shows, a matar a vuestros parientes cuando la vida se les haga incómoda a ellos o ellos sean incómodos para vosotros? Nadie os dificulta que recéis, que vayáis a la Iglesia, que cuidéis gratuitamente a los enfermos de sida. Pero, por favor, permitid que otros hombres piensen de modo diferente que vosotros, y vivan como les guste.
La respuesta del Islam a este respecto es clara: el mandamiento de Dios no re-gula sólo la vida privada, sino también la pública. No permite tolerar una desobe­diencia pública a estos mandamientos, y menos que se abandone la verdadera fe. Hace varios siglos, la respuesta de la Igle­sia era muy semejante a la musulmana; pero hace mucho que ya no lo es. A algu­nos les parece que la posición actual de la Iglesia es un compromiso inaceptable con el secularismo. La respuesta musul­mana parece tener la lógica de su parte. Y, si esto es así, entonces parece plausi­ble que ciudadanos tanto cristianos como seculares vean en la extensión del Islam un peligro para la subsistencia de una socie­dad libre, es decir, el peligro de la teocra­cia.
Un reino que no es de este mundo
Pero, ¿no quieren una teocracia tam­bién los cristianos?; ¿no quieren el reina-do, el reino de Dios en la vida tanto pri­vada como pública? Realmente sí lo quie­ren. Pero tienen también la frase de Jesús ante Pilatos: «Mi reino no es de este mun­do». Y Jesús dice esta frase para aclarar que Él no quiere extender o defender este reino con los medios de los reinados te­rrenos. Con estos medios sólo se puede obligar a una obediencia exterior, mien­tras que a Jesús le importa el reinado sobre los corazones, la fe, que no se puede for­zar. El libre asentimiento de la fe presu­pone que es posible también la increen­cia. La exigencia de la libertad religiosa no es un compromiso de la Iglesia con el mundo liberal, sino una exigencia que pro-viene del núcleo mismo del cristianismo. Por eso, una teocracia real no es una forma de Estado. Allí donde se comprende el reinado de Dios como una forma polí­tica de reinado, resulta consecuente, por ejemplo, que se castigue la blasfemia con la pena de muerte. Es el crimen mayor que existe; sancionarla con una pena me­nor, sería en sí mismo una blasfemia. En los Estados de libertad no se protege el honor de Dios. El honor de Dios no puede ser protegido políticamente; de hecho, su honor no sufre ningún daño en ningún ca-so. Lo que tiene pretensión de ser prote­gido es la convicción religiosa de los ciu­dadanos. No se puede ofender pública-mente aquello que es santo para ellos, sin ofender a los fieles. Y esta ofensa ha de tener una pena, pues es una injusticia con­tra hombres y contra conciudadanos. Pe-ro no es la injusticia peor, y la pena ade­cuada no es la pena más severa de que dis­pone el Estado. El Estado moderno se re­fiere a la verdad siempre sólo indirectamente, y directamente sólo a las convicciones sobre la verdad.
Coexistencia
En esto descansa la paz interior. Pues la verdad en cuanto tal es intolerante. Si al­go es verdadero, lo contrario no puede ser también verdadero. Y así, Dios, tal como la Biblia lo entiende, también es intole­rante: «No tendrás otro Dios fuera de mí». Pero las convicciones sobre la verdad pue­den coexistir unas con otras. Sus conte­nidos pueden excluirse, pero, por contra, su existencia como convicción es mutua-mente compatible. Se trata de una distin­ción que ya hacía san Agustín, cuando es­cribía que ha de odiarse el error, pero amar al que yerra; y cuando hablaba de la paz, que es común a creyentes e increyentes (Pax illis et nobis communis).
De todos modos, con ello no se re­suelve sin más el problema de una co­munidad ciudadana hecha de creyentes e increyentes; y menos aún en el caso de un Estado democrático. En el Nuevo Tes­tamento, se amonesta a los cristianos a ser súbditos leales, incluso en regímenes injustos. Durante trescientos años se de­jaron perseguir y matar por los empera­dores romanos, y siguieron rezando por el emperador. Y esto lo practican hasta hoy. Recuerdo una pequeña historia de la an­tigua República Democrática Alemana. Yo había ido de visita en otoño. En aquel año, había una buena cosecha de manza­nas. Los bajos precios de mercado habían conducido a que muchos dueños de un par de manzanos dejasen pudrirse la fru­ta en los árboles. Por eso, el Estado com­pró manzanas a un precio aceptable, para venderlas luego en los comercios estata­les por debajo del precio de coste. En to­dos los hoteles había cestas con manzanas que se podían coger gratuitamente. ¿Cuál fue la consecuencia de este procedimiento antieconómico? Que la gente vendían sus manzanas al Estado y luego las com­praban en los negocios estatales a mitad de precio, para volvérselas a vender a los negocios estatales al precio oficial. Un párroco me comentó que los cristianos fueron los únicos que no participaron en este juego, sino que se daban por conten­tos con la ganancia de una sola opera­ción, ya que toda esta operación antieco­nómica del Gobierno estaba destinada claramente a servir al bien común. En es­tas ocasiones, los funcionarios comunis­tas sabían con toda precisión que los úni­cos con los que podían contar en casos semejantes era con los cristianos. Pero, estos mismos cristianos seguían ahí cuan-do ya no quedaba ningún comunista en el poder. En la antigua Roma, los tres-cientos años de persecución terminaron con que el emperador se hizo cristiano.
En la democracia, las cosas se plantean de otra manera, aunque no totalmente. También aquí los cristianos son obedientes, mientras no se les pida algo que contradi­ga los mandamientos de Dios. Pero, en la democracia, los creyentes, como los in-creyentes, no son sólo súbditos, sino tam­bién ciudadanos, y como ciudadanos, par-te del sujeto de la soberanía. No sólo están sometidos a las leyes, sino que son co­rresponsables de las leyes. No se pueden contentar con no hacer nada injusto, pues son corresponsables de la injusticia que permita el legislador, ya que son parte del legislador, y, en una democracia, deben incluso esforzarse por ser la parte mayor posible.
Tomás Moro fue Canciller de un rey preconstitucional. Como Canciller, no po­día sostener la política del rey, separar a la Iglesia inglesa de la romana. Como perso­na privada podía callarse. Por eso dejó su cargo estatal y volvió a ser un hombre pri­vado. En su boca no se encontró ninguna palabra crítica. Testigos falsos tuvieron que poner en sus labios palabras críticas, para que el rey le cortara la cabeza. Tampoco los cristianos de los primeros siglos pro-clamaban públicamente su fe si no se les exigía. Simplemente, como Rocco Butti­glione, rechazaron renegar públicamente de su fe. En la democracia, ningún ciuda­dano puede abandonar su responsabilidad, como en cambio lo pudo hacer Tomás Mo­ro. Ya que puede hablar, hay situaciones en las que tiene que hablar. Pues somos responsables de las consecuencias de la falta de ejercicio de un derecho. Pero es propio de la democracia también que se­an diferentes, o incluso opuestas, las opi­niones sobre qué es lo mejor para el bien común. En todo caso, la soberanía popular es un mito. Un soberano tiene que saber lo que quiere. Pero no existe el pueblo, que sabe lo que quiere, sino que hay unos que quieren una cosa y otros que quieren otra. La mayoría decide, pero no porque tenga razón, sino porque es el único procedi­miento indiferente a la cuestión de quién tiene razón, una pregunta que lleva consi­go potencialmente el riesgo de la guerra civil. Para evitarla, Thomas Hobbes había escrito: «Non veritas sed auctoritas facit legem» (No la verdad, sino la autoridad determina lo que es ley).
Límites a la mayoría
Pero la autoridad en la democracia es­tá en la mayoría. De todos modos, tras las experiencias de las dictaduras erigidas de­mocráticamente, las democracias occi­dentales aprendieron a reconocer derechos fundamentales, cuya vigencia no proviene de una decisión mayoritaria, sino que, al re­vés, limita la voluntad de la mayoría. ¿En qué descansan estos derechos fundamen­tales? Son claramente derecho pre-positi­vo. En la constitución de mi país, estos de­rechos fundamentales no pueden ser cam­biados por ninguna mayoría parlamentaria. Por el contrario, será inválida toda ley que, según el juicio del Tribunal Constitucio­nal, no concuerde con estos derechos fun­damentales. Por desgracia, la praxis no responde siempre a esta exigencia, aun-que, en principio, esté generalmente reco­nocida. Así, por ejemplo, el legislador ale­mán ignora desde hace años determina­ciones concretas del Tribunal Constitu­cional concernientes al aborto.
En opinión de los defensores liberales de una sociedad secular, los derechos fun­damentales, como todo derecho, provie­nen de la voluntad asociada de hombres. Si tal fuera el caso, estos derechos tendrí­an que poder ser abolidos. Y si ello está excluido por la Constitución, estaríamos ante una dictadura de los muertos, que co­dificaron estos derechos, sobre los vivos. Pero si estos derechos le corresponden al hombre independientemente de su volun­tad, entonces tienen que ser de origen di-vino. Quien no cree en Dios, tendrá que considerarlos una ficción, quizá una fic­ción útil; o incluso necesaria. En todo ca-so, no se opondrá en modo alguno a una referencia a Dios en la Constitución de su país y de Europa. Si lo hace, cabe la sos­pecha de que quiera anclar menos sólidamente los derechos humanos. El ordena-miento jurídico ha de hacerse etsi Deus non daretur (como si Dios no existiese), exigían los filósofos europeos del Derecho en el siglo XVII. Lo que sea oportuno pa­ra el bien común, y lo que no, tiene que poder mostrarse con la pura razón. Esta frase, sin embargo, se encuentra ya en To­más de Aquino, que escribe: «Dios no le ha mandado al hombre nada que no sea bueno y beneficioso para el hombre por la naturaleza misma de las cosas».
Pero, por otra parte, está vigente lo contrario de la frase etsi Deus non daretur. Pues si el contenido de las normas morales, así como el de los derechos funda-mentales, se sigue de la naturaleza de los hombres y puede ser aprehendido por la razón –«en el silencio de las pasiones», como decía Diderot–, hay un vacío por lo que respecta a la vigencia de estas nor­mas. Para el hombre, como persona, no está vigente una especie de autoridad de la naturaleza. Ytampoco existe ninguna au­toridad natural de alguna mayoría de otros hombres sobre él, de la que no pueda emanciparse. Si deseamos que los hom­bres sigan su intuición moral, y si quere­mos que algo así como los derechos hu­manos tengan vigencia independiente-mente de la voluntad de la sociedad, en­tonces tenemos que comportarnos en relación a ellos etsi Deus daretur (como si Dios existiese), como le decía reciente-mente al Papa la periodista italiana Oria­na Fallaci, que se profesa atea.
Tras todas estas consideraciones, el problema de la convivencia política de creyentes e increyentes parece resuelto. La razón nos enseña qué ordenamiento de las cosas humanas es bueno para el hombre. La fe en Dios nos da motivos pa­ra suponer, tras este entendimiento de las cosas, la voluntad de una autoridad in-condicionada. El contenido de los dere­chos naturales nos es dado etsi Deus non daretur, la fuerza vinculante de esta per­cepción presupone el etsi Deus daretur.
Ciudadano religioso y secular
Pero en realidad las cosas no son tan armónicas. La construcción ideal típica no refleja perfectamente nuestra realidad. En primer lugar, hay que precisar el con­cepto de creyente, el concepto de ciuda­dano religioso en contraposición con el secular. Pues hay diferencia si hablamos de musulmanes o de cristianos. Y es di­ferente si hablamos de creyentes en la Re­velación o de hombres que creen en la existencia de Dios, pero no en la revela­ción de su voluntad a través de un libro o a través de otros hombres. Normalmen­te, esta última categoría es ya bastante in-significante en el ámbito político, mientras que en la época de la Ilustración jugaba un gran papel. La mayoría de los llamados ilustrados en Europa no eran ni ateos ni agnósticos. Estaban de acuerdo con la idea cristiana de que existe un conocimiento puramente racional de Dios, y de que Dios, como escribe el apóstol Pablo, ins­cribió sus mandamientos en el corazón de los paganos, también sin Sinaí y sin Evan­gelio. La Revolución Francesa, en la épo­ca del poder jacobino, castigaba el ateísmo con la pena de muerte.
Los laicistas de hoy día, es decir, los ciudadanos seculares de hoy, ya no creen en una religión natural y en un conoci­miento natural de Dios. La Ilustración, surgida en el seno de la Iglesia, había combatido, en nombre de la razón, a la fe cris­tiana en la Revelación. La diosa razón fue entronizada en el altar de Notre Dame en París. Hoy es la Iglesia quien defiende a la razón contra los autoproclamados here­deros de la Ilustración. Fuera del cristia­nismo, la duda en la capacidad de la ra­zón para conocer la realidad se ha con-vertido en la visión del mundo dominante. E igualmente la duda en la capacidad de la razón práctica para reconocer normas mo­rales. Escepticismo y relativismo cultural son los paradigmas dominantes.
Friedrich Nietzche había diagnosticado esta evolución hace ya un siglo. Su tesis era: la razón ha destruido la fe en Dios. Pero con ello ha destruido sus propios fun­damentos, la fe en algo así como la ver-dad y en la posibilidad de su conocimien­to. Si Dios no existe, entonces sólo hay perspectivas subjetivas, pero ninguna co – sa en sí. Con ello se termina la Ilustración. Hoy son los cristianos quienes sostienen la capacidad de la razón humana para alcan­zar verdades universales, una posibilidad que ya negaba David Hume, cuando es­cribía: «We never do one step beyond our – selves» (Nunca damos un paso más allá de nosotros).
Fe y confianza
La fe en una revelación divina presu­pone una confianza elemental en la razón humana, una confianza que, sin embargo, como Nietzsche observó correctamente, implícitamente ya es una fe. Una fe que significa que Dios es la verdad, que la ver-dad es divina.
En esto se funda la posibilidad de com­prenderse con no cristianos en cuestiones referentes al ordenamiento humano de la vida. Los cristianos quieren una referencia a Dios en la Constitución de su país, porque sólo así se expresa que a los hombres no está permitido todo lo que puedan ha­cer, en el caso en que quieran darse a sí mismos, por vía de mayorías, un ius ad omnia, un derecho a cualquier cosa. De-sean el reconocimiento de normas éticas como si Dios existiese, ya que no el de la existencia de Dios. Y esto significa sim­plemente el reconocimiento de una ley moral natural. Sólo con el fundamento de este reconocimiento es posible una pax illis et nobis communis, una convivencia pacífica de cristianos y no cristianos en un país.
Un reconocimiento semejante significa el sometimiento de deseos, intereses y pre­ferencias individuales bajo un criterio co­mún. Sólo en base a un criterio semejante es posible un discurso público en el que ver­daderamente esté supuesto el bien común, y en el que los argumentos no sirvan sólo al enmascaramiento de intereses. Los intere­ses chocarían entre sí, y se impondrían aquellos que fueran representados con ma­yor energía, aun cuando objetivamente no pudieran pretender tener el rango más elevado. Pero si el rango no es ordenado ob­jetivamente, todo discurso racional es sólo una velada lucha por el poder, como afirma por ejemplo Michel Foucault. Entonces, sin embargo, se pone en cuestión una base esencial de la democracia, pues la demo­cracia vive de la fe en la posibilidad de un entendimiento racional. Sin la idea de un derecho según la naturaleza, que agrade­cemos a los griegos, no hay ninguna base común entre creyentes e increyentes. Pero quienes mantienen hoy esta idea son los cristianos católicos. Ala táctica de sus opo­nentes pertenece caracterizar esta idea de una ley moral natural como una idea cris­tiana y, por tanto, considerarla inaceptable para los no cristianos. Pero esto es injusti­ficado. Todo el que argumenta sobre cues­tiones de justicia e injusticia presupone si­lenciosamente esta idea. Aquien denuncie que un vecino le impide dormir, porque to­ca la trompeta entre las dos y las cuatro de la noche, el tribunal le hará justicia, aun-que el trompetista explique que para él es al­go existencialmente necesario y que sólo tiene tiempo por la noche. El interés en un mínimo de sueño tiene objetivamente la prioridad. Y también evidentemente el in­terés de un hombre ya engendrado en poder vivir toda una vida tiene la prioridad sobre el interés eventual de otro hombre –de su madre– de poder autodeterminarse sin cor­tapisas durante los nueve meses de emba­razo. Después el niño puede ser dado en adopción. Todo el que juzgue sin prejui­cios –pues la razón habla, como decía Di­derot, «en el silencio de las pasiones»– con­cordará en esta preferencia. Sólo quien nie­gue por principio que existe una estructura objetiva de preferencia de intereses, acep­tará que el interés evidentemente superior sea sacrificado al otro por una regulación li­beral del aborto. O tomemos la cuestión de la manipulación genética de la naturaleza humana, que rechazó hace poco Habermas con argumentos claramente de derecho na­tural. Construir hombres según el proyecto de otros hombres choca con la igualdad fundamental de los hombres. Además, el hombre tiene derecho a conocer a sus progenitores.
Homosexualidad
Otro ejemplo: la homosexualidad. Que un hombre, como también un animal, no responda a la fuerza de atracción sexual del otro sexo es claramente un defecto bioló­gico, como aparece también en el resto de la naturaleza, un fallo de la naturaleza, co­mo escribía Aristóteles. Pues la supervi­vencia del género humano descansa en es-ta fuerza de atracción. Si un hombre que sufre este defecto e inclina sus tendencias sexuales al propio sexo, sigue o no esta ten­dencia, es una cuestión moral, que no debe interesar al legislador estatal. El Estado no tiene nada que buscar en los dormitorios, excepto en caso de violación o corrupción de menores. Pero el Estado sí tiene un le­gítimo interés en que esta tendencia no se extienda, por la propaganda o por una pe­dagogía correspondiente, más allá de los que ya tienen esta disposición. Ante todo, contradice completamente a la razón ins­titucionalizar de alguna manera uniones de este género y acercarlas a lo que es el ma­trimonio. El interés público en la institu­ción de la unión permanente de dos perso­nas de diferente sexo está relacionado, na­turalmente, con que de esta unión pueden provenir niños, y normalmente vienen. Si no, también podrían casarse los hermanos. Yno se encuentra realmente motivo algu­no por el que la comunidad de vida, por ejemplo, de un párroco y su hermana, que cuida la casa, no pueda ser una institución jurídicamente privilegiada, como también una comunidad de tres personas, o un ma­trimonio entre tres, una pequeña comunidad de vida religiosa o la convivencia de un pe­queño círculo de amigos del mismo sexo. Que la comunidad de vida privilegiada pú­blicamente tenga que ser sexual, que no pueda establecerse entre parientes, etc., que existan todas estas restricciones se basa en una imitación del matrimonio que no pue­de fundamentarse ya con ningún argumen­to racional. Que alguien se vaya a la cama con otra persona, sólo es de interés público en relación con los eventuales niños que pueden provenir de este género de unión.
Completamente absurdo es ya que se otorgue a parejas semejantes el derecho a la adopción de niños. Esto esconde un in­dividualismo craso, según el cual los niños existen para satisfacción de los padres. La única pregunta legítima, ¿qué es lo mejor para los niños?, pasa a segundo plano. Nada justifica aceptar que para estos ni­ños, que ya tienen el difícil destino de no poder crecer con los propios padres natu­rales, sea indiferente si pueden experi­mentar el ser hombres desde el inicio en la forma dual y polar de los dos sexos, es de­cir, en la forma plena, o han de hacerlo en la forma reducida de una comunidad ho­mosexual. Que sea una suerte adquirir un carácter homosexual creciendo en una co­munidad homosexual, no querrá decirlo nadie en serio. Tras esta exigencia hay un ataque de principio contra algo que per­tenece esencialmente a la vida, la norma­lidad. Y además una normalidad no arbi­traria, sino caracterizada por la naturaleza específica de una especie.
Emancipación de la naturaleza
La defensa de una emancipación radi­cal, no de la naturaleza humana, sino con respecto a la naturaleza humana, está ca­racterizada por un alto grado de irracio­nalismo. Para los discípulos de Nietzsche y de Foucault, la razón misma es sólo un medio de poder para imponer deseos in­dividuales, no una instancia para examinar estos derechos según un criterio univer­sal de lo aceptable para todos. Deseos sa­domasoquistas tienen el mismo valor que el deseo de curar una enfermedad. Una manifestación en la que se exponían escenas sadistas asquerosas fue saludada oficialmente por el alcalde de Berlín. Lo importante es que el sádico lo haga con un masoquista, que está de acuerdo en ser tratado como basura.
Tras haber iniciado este camino, parece que ya no es posible detenerse. En la pe­queña ciudad de Fulda, en la que está en-terrado san Bonifacio, el apóstol de los alemanes, pasó lo siguiente el año pasado. Un hombre joven buscó por Internet a alguien que estuviese dispuesto a dejarse matar y comer por él. Y de hecho apareció uno, un ingeniero. Los dos se encontraron y se pu­sieron de acuerdo en el procedimiento. Ala víctima voluntaria se le cortaron, en pri­mer lugar, los testículos, los asaron y se los comieron juntos. Luego el joven mató al ingeniero de varias cuchilladas, asó partes del cadáver y se las comió, congelando otras partes. Casi no es posible pensar una lesión más extrema de humanidad. El jo-ven fue juzgado y condenado por homici­dio, no por asesinato, a una pena limitada de cárcel. El hecho de que la víctima estuvie­se de acuerdo sirvió de atenuante en el jui­cio. Absolver a este hombre hubiera sido consecuente con el punto de vista del libe­ralismo individualista, según el principio volenti non fit iniuria (a quien está de acuer­do no se le hace injusticia). El estremeci­miento que a todos recorre la espina dor­sal, muestra para el liberal sólo que no he­mos progresado todavía suficientemente en el camino de la emancipación con res­pecto a la naturaleza humana, y en el de la arbitrariedad de nuestras preferencias. Men­ciono sólo otros dos ejemplos de este aban­dono del fundamento común de humani­dad que existe en todas las naciones civili­zadas, al que, por ejemplo, los chinos lla­man Tao y que entre nosotros se llama derecho natural.
El primero es la eutanasia, que, tras ser tabú a causa de la praxis nacionalsocialis­ta, es aconsejada de nuevo hoy como un progreso. No puedo profundizar aquí en el tema y menciono sólo dos argumentos con­tra esta praxis –para aquellos para los cua­les el mandamiento No matarás no significa nada–. Si es un derecho de un enfermo o de un hombre muy anciano el pedir a otro hombre que lo mate, entonces, tras un determinado tiempo, este derecho se convierte en un deber moral. Quien tiene un derecho, tiene la responsabilidad de hacer o no hacer uso de ese derecho. El enfermo, que tiene el derecho de pedir que lo ma­ten, tiene desde ese momento la completa responsabilidad de todos los costes y fatigas que sus parientes y la sociedad habrán de sufragar para cuidarlo. De ahí se sigue la increíble presión moral de liberar a otros del propio peso, y la exigencia silenciosa de seguir la indicación: Ahí está la salida.
Justificaciones de la muerte
El segundo argumento es el siguiente: Los defensores de la eutanasia conservan para sí el derecho de juzgar si el deseo de morir está justificado o no. Están dispues­tos a matar a depresivos, pero no a gente con males de amor. Juzgan cuándo una vi-da es digna de ser vivida y cuándo no. Pe-ro, en tal caso, también podrían apropiarse el derecho de matar a hombres que no son capaces de expresar el propio acuerdo. Y es­to sucede ya masivamente en Holanda, don-de la cifra de los muertos sin consenti­miento propio y sin castigo penal alcanza millares, y donde la gente mayor atraviesa la frontera y se va a residencias de ancianos alemanas, porque ya no se sienten seguros en las holandesas. Pero estos argumentos presuponen que al hombre no le está per­mitido hacer lo que quiera, sólo porque la sociedad se lo permita. Presuponen algo así como una ley moral natural.
Un terreno común semejante, un te­rreno de evidencias comunes, es en pri­mer lugar el terreno de una cultura con costumbres morales comunes. No nos en­gañemos: la democracia presupone una cierta medida de homogeneidad cultural. Pero estas costumbres tienen que enrai­zarse a su vez en una homogeneidad fun­damental de todos los hombres, una ho­mogeneidad de la naturaleza humana y de lo que los griegos llamaban justo según naturaleza. Una cooperación política pa­cífica entre cristianos e increyentes sólo es posible sobre esta base. Para los cris­tianos, la naturaleza humana y la razón práctica que descansa en ella son la reve­lación de la lex aeterna, de la voluntad eterna de Dios. Pero los cristianos creen, como decía san Pablo, que esta ley está escrita también en el corazón de los pa­ganos. Sin embargo, san Pablo tenía ante los ojos a paganos para los cuales la pietas, la veneración, la piedad era la más im­portante de las virtudes. Ejemplo de un ilustrado radical, que ha superado toda piedad como superstición, es el Marqués de Sade, cuyo orgullo era no horrorizarse de nada en sus orgías. Horkheimer y Ador­no tenían a Sade ante los ojos cuando es­cribieron que, al final, el único argumen­to contra el asesinato es religioso. De hecho, añadiría yo, todo argumento en cues­tiones morales es religioso. Pues presupone la disponibilidad de, al menos, escuchar argumentos y someter el propio comportamiento a un mandamiento de la razón práctica. Y esta disponibilidad ya es religiosa, porque si Dios no existe, es­tá vigente lo que escribía Dostojewski: «Todo está permitido». «Todo nos está permitido» era, por lo demás, también fra­se de Lenin.
Creyentes e increyentes se diferencian en que los increyentes tienen una funda­mentación débil para aquello para lo que los creyentes tienen una fundamentación fuerte. Pero, como Habermas escribe de nuevo en su último libro, los hombres irre­ligiosos que resisten a la objetivización científico-técnica del hombre, tendrían que estar contentos, si los creyentes tie­nen para esta misma resistencia funda­mentos más fuertes que los increyentes o los agnósticos.
Falta de fundamentos fuertes
Los fundamentos débiles de una vida como si Dios no existiese (etsi Deus non daretur) no penetran normalmente hasta la plena realidad, hasta el ser, la existen­cia del hombre. Se quedan en situacio­nes experimentadas subjetivamente por el hombre. Para ellos, como por ejemplo para Richard Rorty, nada es más impor­tante que el placer y el dolor. Por tanto, ser persona coincide para ellos con la au­toconciencia experimentable, el valor de la vida con las situaciones agradables ex­perimentables, y la ofensa de la dignidad humana con la provocación experimen­table de dolor, etc. Ahora bien, es posible mostrar con argumentos que esta limita­ción a lo subjetivamente experimentable no puede ser fundada a partir de la ex­periencia. Al contrario, los hombres, cuando piensan espontáneamente, piensan de otro modo. Pueden afirmar mil veces teóricamente que el embrión no es aún un hombre, pero dicen sin problema alguno que ellos, personas que están di­ciendo Yo, fueron engendrados y estu­vieron en el cuerpo de su madre. Y hay que haberse alejado ya mucho del Tao humano para, con Peter Singer, negar el derecho a la vida de un bebé de un año, porque no tiene todavía autoconciencia. Estos argumentos se salen fuera de la ex­periencia de la vida, de la experiencia de hombres normales. Y tampoco el argu­mento contra la eutanasia, que acabo de presentar, parte del mandamiento No matarás, sino del empeoramiento de la ca­lidad de vida a través de la legalización del matar a petición. Quien dispone de una fundamentación fuerte, naturalmen­te puede usar también la débil, que es la base común de cristianos e increyentes, la base de una realidad estatal en la que par­ticipan ambos, de una paz, de una pax nobis et illis communis, que es más que una tregua pasajera.

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