Darwin para náufragos

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Este año hemos celebrado el 200 aniversario del nacimiento de Charles Darwin y el 150 aniversario (1859) de la publicación de “El Origen de las Especies”. Nuestra deuda con Charles Darwin es inmensa, porque Darwin acabó con una forma de entender el mundo y la naturaleza que había durado miles de años.

Hasta el siglo XIX, la Naturaleza era considerada como una “caja cerrada”, que había aparecido de una sola vez. Gracias a Darwin pudimos mirar con ojos nuevos todo el registro de fósiles y especies de animales y plantas. Según el científico Carl Woese, la tierra se formó hace 5.000 millones de años, y las condiciones favorables para que surgiera la vida en la Tierra aparecieron hace 3.800 millones de años. Fue entonces, cuando en una sopa prebiótica apareció la primera célula procariota, denominada por los científicos cenancestro o primer microorganismo vivo. Toda la vida de nuestro planeta procede de aquella simple cadena de ADN originaria. Tuvieron que pasar unos 3.000 millones de años para que aparecieran los primeros organismos multicelulares. Los invertebrados marinos aparecieron hace unos 600 millones de años, las plantas terrestres hace unos 350 millones de años, y los mamíferos hace unos 250 millones de años. Por último, aparecieron los primeros Austrolopitecus (homínidos) hace unos 5 millones de años, que evolucionaron en diversas ramas, todas extinguidas, hasta llegar al Homo Sapiens actual, que apareció en África hace unos 150.000 años.

La teoría de la evolución ha arrojado mucha luz sobre la variación de los seres vivos a lo largo del tiempo, pero existen infinitas preguntas no resueltas. El químico orgánico británico Cairns-Smith, lo ilustró con la siguiente historia. Supongamos que sentamos a un mono inmortal e inmune al cansancio en una máquina de escribir, de tal forma que escriba letras y símbolos al azar. Tan sólo para escribir la frase “El Origen de las Especies”, tardaría 10 elevado a 180 años, es decir miles de millones de veces mas que la duración del universo (13.500 millones de años).

Más misteriosa aún  es la posición del Homo Sapiens en la naturaleza: es una rareza biológica, el único animal totalmente bípedo con las manos liberadas, porque el mono mantiene las manos como apéndices semimotores. El bipedismo de los homínidos ayudó a reducir el tamaño de las mandíbulas que dejaron más sitio al cerebro para crecer, porque al liberar las manos podía construir herramientas, que hacían que se desarrollara más la inteligencia. Con las herramientas,  se facilitó la caza y la elaboración de los alimentos mediante la cocción, que mejoró la dieta alimenticia, haciendo que se desarrollara aún más el cerebro,  que necesita un alto suministro de glucosa. Todos estos factores hicieron que el cerebro se desarrollara extraordinariamente en proporción a otros animales.

Pero, el desarrollo del bipedismo implica también desventajas adaptativas: causó el estrechamiento del canal del parto. La cadera del Homo Sapiens se tuvo que estrechar y rotar hacia delante para mantener el tronco erguido. Es decir a mayor inteligencia, más cerebro, pero más dificultades en el parto. El Homo Sapiens es el único mamífero que necesita de otro de su especie para dar a luz (la hembra no puede sacar a la cría en el momento del parto, debido a su morfología corporal). La solución biológica fue reblandecer el cráneo de la cría, y reducir a una el número de crías por parto (un número medio de crías muy bajo en comparación con otras especies). El resultado es un ser frágil e inacabado: no puede andar, ni está desarrollado cerebralmente (las conexiones neuronales terminan de conectarse a los tres años de nacer). La cría humana necesita la ayuda intensa de adultos para desarrollar su cerebro durante un larguísimo período de tiempo. A ese período se le llama educación.

Y aún hay más : el tiempo de fertilidad humana femenina es corto en relación con el número de años vivido, si lo comparamos con otras especies. La vida media de los primates alcanza 29,5 años en los chimpancés. El límite máximo de vida en el hombre está situado algo por encima de los 100 años. El animal, vive para reproducirse, no tiene proyecto propio. O mejor dicho: sólo tiene un proyecto, el de mantener a la especie.  El ser humano, para reproducirse, necesita ser adulto, es decir, ser capaz de usar su razón,  para poder transmitir los valores culturales a sus hijos, para poder educarlos. Además, en la menstruación femenina, la posible fertilidad está oculta al observador externo, lo que no ocurre con el resto de las especies, que transmiten por medio de fuertes olores hormonales y cambios de color o pelaje, su posibilidad de fecundación. En los demás animales, la fecundación está fijada rígidamente por el instinto.

Por lo tanto, la reproducción humana lleva implícita la educación. Educar, viene de ducere, que significa guiar, conducir. Cuando se educa, hay que escoger una dirección: educar siempre implica una decisión moral. Cada hombre al nacer, tiene que recomenzar en su vida la tarea moral de llegar a su plenitud, y necesita ser ayudado durante el aprendizaje. La solución “moral” que ofrece la teoría de la evolución es absurda: sólo sobrevive el más fuerte. Y es absurda porque es inviable. Somos humanos, porque somos inviables biológicamente sin la ayuda de otros, porque recibimos y entregamos por imitación cultural. Hay culturas que se hundieron en la barbarie. La nuestra sobrevivió, porque fue generada por determinados actos de algunos hombres de hace miles de años. A su vez estos actos, generaron unos hábitos, que a su vez crearon un carácter, que a su vez labraron un destino: el del hombre occidental. Podemos realizarnos con plenitud cuando recibimos y entregamos correctamente por imitación, las actitudes, hábitos, caracteres adecuados.

Somos hombres, porque somos padres e hijos: todos recibimos o entregamos: en esa transmisión nos lo jugamos todo. El hombre es trascendente, es capaz de recibir y entregar unos valores que no dependen de él exclusivamente. De ahí, que todas las sociedades sanas han sido trascendentes a la vez que solidarias. Lo recibido es importante, si no depende de mí exclusivamente, y si no depende de mi únicamente es sagrado, como bien recuerda George Steiner en Lecciones de los Maestros. Las tempestades que arrasaron al siglo XX, el más violento de la historia, no nos han dejado otra mesa de trabajo que el destruido Yo arrogante e individualista occidental. Ese Yo está acabado, porque sus cimientos eran falsos: puso todo su énfasis en defender sus privilegios sociales y económicos , logrados en última instancia gracias a una lotería genética (eso es el liberalismo según Ludwig von Mises). Si lo que soy y tengo depende del azar, entonces tengo miedo y defiendo mi status y lugar con la violencia (es lo que pasa en Estados Unidos y en los valores transmitidos por Hollywood). Es hora ya de rechazar esa lectura de nuestra existencia, de superar esos miedos.

Nuestro siglo pide a gritos una nueva humildad, una amable autoironía, como recuerda Claudio Magris. Como dijo Eduard Bernstein, el fundador de la socialdemocracia, sólo hace falta una palabra para definir al socialismo: solidaridad. Yo quitaría socialismo, y pondría la palabra hombre. Y en la palabra solidaridad, incluiría necesariamente a Dios. Se entrega y se recibe, cuando se sabe que la clave de nuestra existencia consiste en admitir que las coordenadas culturales y vitales para la comprensión del mundo, para la plenitud y comprensión propias, son mucho más altas, trascienden las metas que podamos alcanzar en nuestra corta existencia. Llegan de los otros, llegan del Otro. Lo sagrado siempre es recibido, y siempre se entrega de nuevo con cuidado, con temor y temblor. El mundo como ecosistema, el lenguaje, la tradición, la religión. En resumen: la experiencia de nuestros semejantes acerca del mundo y de Dios, siempre es recibida. Como dijo André Malraux, el siglo XXI será religioso o no será.  O trascendencia o nihilismo.

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