Discurso de Benedicto XVI a los miembros de la Academia Pontificia para la Vida 26-3-2011

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Discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió a los participantes a la XVII Asamblea General de la Academia Pontificia para la Vida, recibiéndolos en Audiencia, el pasado sábado 26, en la Sala Clementina del Palacio Apostólico, el 26 de febrero de 2011

Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas,

os acojo con alegría, con ocasión de la Asamblea anual de la Academia Pontificia para la Vida. Saludo en particular al presidente, monseñor Ignacio Carrasco de Paula, y le agradezco sus corteses palabras. ¡Dirijo mi cordial bienvenida a cada uno de vosotros! En las actividades de estos días habéis afrontado temas de relevante actualidad, que interrogan profundamente a la sociedad contemporánea y la retan a encontrar respuestas que se adecuen al bien de la persona humana. La cuestión del síndrome post-aborto – es decir el grave malestar psíquico experimentado frecuentemente por las mujeres que han recurrido al aborto voluntario – deja oír la voz insoslayable de la conciencia moral y la herida gravísima que ésta sufre cada vez que la acción del hombre traiciona su innata vocación al bien del ser humano, y del que da testimonio. En este reflexión sería útil dirigir también la atención sobre la conciencia, a veces borrosa, de los padres de los niños, que a menudo abandonan a las mujeres embarazadas. La conciencia moral – enseña el Catecismo de la Iglesia católica – es “un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho” (nº 1778).

Es, de hecho, deber de la conciencia moral discernir el bien del mal en las diversas situaciones de la existencia, con el fin de que, sobre la base de este juicio, el ser humano pueda libremente orientarse hacia el bien. Muchos quisieran negar la existencia de la conciencia moral en el hombre, reduciendo su voz al resultado de condicionamientos externos o a un fenómeno puramente emotivo, y es importante afirmar que la calidad moral de la acción humana no es un valor extrínseco o bien opcional y no es ni siquiera un prerrogativa de los cristianos o de los creyentes, sino común en todo ser humano. En la conciencia moral Dios habla a cada uno y lo invita a defender la vida humana en todo momento. En este vínculo personal con el Creador está la dignidad profunda de la conciencia moral y la razón de su inviolabilidad.

En la conciencia de todo hombre – inteligencia, emotividad, voluntad – se cumple la propia vocación al bien, de manera que la elección del bien o del mal en las situaciones concretas de la existencia terminan por marcar profundamente a la persona humana en cada expresión de su ser. Todo el hombre, de hecho, queda herido cuando su actuación se desarrolla contrariamente al dictamen de la propia conciencia.
Sin embargo, aún cuando el hombre rechaza la verdad y el bien que el Creador le propone, Dios no le abandona, sino que a través de la voz de la conciencia, continúa buscándole y hablándole, para que reconozca su error y se abra a la Misericordia divina capaz de sanar cualquier herida.
Los médicos, en particular, no pueden dejar de considerar importante el grave deber de defender del engaño a la conciencia de muchas mujeres que piensan encontrar en el aborto la solución a las dificultades familiares, económicas, sociales, o a problemas de salud de sus hijos. Especialmente en esta última situación, la mujer es convencida, a menudo por los mismos médicos, de que el aborto representa no sólo una elección moralmente lícita, sino que además es un acto “terapéutico” necesario para evitar el sufrimiento del niño y de su familia y una carga “injusta” para la sociedad.

Sobre un trasfondo cultural caracterizado por el eclipse del sentido de la vida, en el que se ha atenuado la percepción común de la gravedad moral del aborto y de otras formas de atentar contra la vida humana, se exige a los médicos una especial fortaleza para continuar afirmando que el aborto no resuelve nada, pero que mata al niño, destruye a la mujer y ciega la conciencia del padre del niño, arruinando a menudo, la vida familiar.

Este deber, sin embargo, no afecta sólo a la profesión médica o a los profesionales sanitarios. Es necesario que toda la sociedad defienda el derecho a la vida del concebido y el verdadero bien de la mujer, que nunca, bajo ninguna circunstancia, verá cumplido en la elección del aborto. De la misma manera es necesario – como se ha indicado en vuestros trabajos – proveer de las ayudas necesarias a las mujeres que lamentablemente, ya han recurrido al aborto, y que ahora experimentan todo su drama moral y existencial. Hay múltiples iniciativas, a nivel diocesano o a través de entes individuales de voluntariado, que ofrecen apoyo psicológico y espiritual para una recuperación humana completa. La solidaridad de la comunidad cristiana no puede renunciar a este tipo de corresponsabilidad.

Querría recordar, a este propósito, la invitación dirigida por el Venerable Juan Pablo II a las mujeres que han recurrido al aborto: “La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia. Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida” (Enc. Evangelium vitae, 99).

La conciencia moral de los investigadores y de toda la sociedad está íntimimamente implicada también en el segundo tema de vuestros trabajos: el uso de bancos de cordón umbilical, para fines clínicos y de investigación. La investigación médico-científica es un valor, y por tanto un compromiso, no sólo para los investigadores sino para toda la comunidad civil. El resultado es el deber de promocionar las investigaciones éticamente válidas por parte de las instituciones, y el valor de la solidaridad de los individuos en la participación en investigaciones dirigidas a promover el bien común.

Este valor, y la necesidad de esta solidaridad, se evidencian muy bien en el caso del empleo de las células madre provenientes del cordón umbilical. Se trata de aplicaciones clínicas importantes y de investigaciones prometedoras a nivel científico, pero que para su realización, muchas dependen de la generosidad, en la donación de la sangre del cordón en el momento del parto, por parte de las parturientas. Os invito, por tanto, a todos vosotros a ser promotores de una verdadera y consciente solidaridad humana y cristiana. A este propósito, muchos investigadores médicos con razón miran con perplejidad el creciente florecer de bancos privados de almacenamiento de la sangre del cordón para exclusivo uso autólogo. Tal opción – como demuestran los trabajos de vuestra Asamblea – además de carecer de una real superioridad científica respecto a la donación del cordón, debilita el genuino espíritu de solidaridad que debe animar constantemente la búsqueda de ese bien común al que, en última instancia, tienden la ciencia y la investigación médica.

Queridos hermanos y hermanas, una vez más expreso mi gratitud al presidente y a todos los miembros de la Academia Pontificia para la Vida por el valor científico y ético con el que cumplís con vuestro compromiso al servicio del bien de la persona humana. Mi esperanza es que mantengáis siempre vivo el espíritu de auténtico servicio que hace sensibles a los corazones y a las mentes para reconocer las necesidades de los hombres que son nuestros contemporáneos. A cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos, imparto de corazón la Bendición Apostólica.

[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
© Copyright 2011 – Libreria Editrice Vaticana]

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