Hace unas semanas, la empresa farmacéutica AstraZeneca anunció que retiraba del mercado su vacuna (Vaxzevria desarrollada junto con la Universidad de Oxford) contra el COVID-19. Se trata de la primera que apareció durante la pandemia con la aprobación de la Agencia Europea del Medicamento (EMA) el 29 de enero de 2021.
En la mayoría de los países, se indicó este producto a los mayores de 60-65 años. El motivo de su retirada era que podía provocar efectos secundarios tan graves como la trombosis, en casos “muy raros” (síndrome de trombosis con trombocipenia).
Actualmente, la compañía británico-sueca se enfrenta a una demanda colectiva que le podría suponer una indemnización de hasta 100 millones de libras debido a los casos reportados de muertes y lesiones graves.
La realidad es que solo en Gran Bretaña se han presentado 51 casos ante el Tribunal Superior, en los que las víctimas y familiares exigen daños y perjuicios por los efectos devastadores de la vacuna.
Uno de los casos es el de Jaime Scott, padre de dos hijos, que padece una lesión cerebral permanente después de desarrollar un coágulo de sangre tras recibir la vacuna en abril de 2021.
Por su parte, Astrazeneca ha defendido la vacuna argumentando que este tipo de efectos secundarios graves se producen solo en casos muy raros y aislados y que los beneficios de la vacuna superan los riesgos asociados. De hecho, las vacunas ayudaron a salvar más de 6,5 millones de vidas y se distribuyeron más de tres mil millones de dosis en todo el mundo.
No obstante, durante los ensayos clínicos ya se identificaron problemas de efectos adversos graves en forma de trombosis en algunos de los participantes. Asimismo, los científicos detectaron también problemas graves relacionados con la vacuna en marzo de 2021, fecha en la que se suspendió la vacunación durante unos días. En ese momento, la EMA instó a Astrazeneca a incluir estos problemas en la lista de posibles efectos adversos del producto, aunque la institución europea siguió recalcando que los beneficios de la vacuna superaban los riesgos.
Los casos de trombosis no se limitan a Reino Unido, sino que también abarcan otros países como Alemania y España.
Según los datos de Sanidad, se utilizaron casi diez millones de dosis de esta vacuna, pero en marzo de 2021 el Ministerio de Sanidad suspendió durante dos semanas la vacunación con AstraZeneca y optó por utilizar Pfizer y Moderna para las segundas dosis.
Por otra parte, la Audiencia Nacional ha admitido a trámite la reclamación de un ciudadano español que ha sufrido graves efectos secundarios por la vacuna de AstraZeneca. El demandante ya solicitó en su día una indemnización de casi cien mil euros por daños y perjuicios al Ministerio de Sanidad, que fue desestimada. El abogado del demandante considera que la mejor opción sería que el Estado crease un sistema de compensación para cubrir los efectos adversos de las vacunas, como ya se ha hecho en Alemania e Italia.
La realidad es que, dadas las circunstancias extraordinarias de la pandemia, todos los países de la Unión Europea llegaron al acuerdo de que los laboratorios que producían las vacunas para tratar el covid quedaran exonerados en caso de reclamación. De esta manera, las posibles reclamaciones deberían ser resueltas por los ministerios de sanidad de cada país miembro.
Ciertamente, las vacunas supusieron un avance científico y sanitario vital y muy importante en un momento especialmente grave. La cooperación entre empresas privadas y sanidad pública/instituciones sanitarias hizo posible la puesta en marcha de una campaña de vacunación que permitió salvar muchas vidas. Ese hecho es indudable.
No obstante, también existen dudas acerca de la gestión del proceso de vacunación tanto a nivel de información como de gestión de los efectos secundarios (algunos de ellos, muy graves).
En los países en vías de desarrollo, el problema no se centró en los efectos secundarios de las vacunas, sino en la falta de las dosis necesarias para proteger a su población. La industria farmacéutica prefirió vender sus vacunas a países con ingresos elevados que compraron suficientes dosis para inmunizar totalmente a su población hasta tres veces.
Los problemas de la vacuna de AstraZeneca abren dos debates bioéticos de calado:
- Por una parte, el referente a la información que se proporciona a los pacientes sobre los fármacos o procedimientos a los que se someten y que está íntimamente relacionado con el consentimiento informado y el principio bioético de autonomía.
- Por otra parte, el derecho a la salud, y en este caso concreto, el derecho de acceder a fármacos esenciales para la vida, que entroncaría directamente con los principios bioéticos de justicia y beneficencia. Es decir, la necesidad de distribuir justa y equitativamente recursos sanitarios entre la población y la obligación de proporcionar un beneficio al paciente.
En el primer caso, la figura del consentimiento informado resulta clave para que los pacientes obtengan la información necesaria para tomar decisiones sobre su salud. Es el componente esencial para ejercer con garantías el principio bioético de autonomía que alude a la toma de decisiones sin coacciones externas o internas sobre temas de salud de un sujeto autónomo.
Es evidente que, en un contexto de pandemia, donde urge encontrar soluciones rápidas para atajar la extensión de un virus altamente peligroso, no se pueden seguir siempre los cauces éticamente más aceptables.
No obstante, la realidad es que los efectos secundarios graves de las vacunas siguen sin ser publicitados y considerados con el debido respeto. No se trata de una cuestión de negacionismo, ni de descrédito de las vacunas, sin duda, un fármaco de primera necesidad, sino de informar debidamente a la población sobres sus posibles efectos y de dar cobertura a aquellos que, desafortunadamente, los han padecido.
Por otra parte, el acceso a fármacos es otro problema bioético de primer orden relacionado con el concepto de Bioprecariedad entendido como la violencia estructural contra la vida por la imposibilidad de acceder a productos esenciales para la misma (tratamientos, dispositivos médicos, kits de diagnóstico, medicamentos, combustibles, semillas o alimentos) por los elevados precios de los productos patentados.
Los problemas de acceso y de distribución de las vacunas en los países en vías de desarrollo puso claramente de manifiesto que la Bioprecariedad es un grave problema con ramificaciones sanitarias, económicas y biopolíticas. No en vano, el derecho a la salud también se recoge en el preámbulo del tratado constitutivo de la Organización Mundial de la Salud que afirma que toda persona tiene derecho a disfrutar del nivel más elevado posible de salud. No obstante, esta afirmación es tan solo un desideratum y no así una realidad.
Los derechos de patente, legalmente concedidos a la industria farmacéutica por su inversión en I & D, limitan el acceso a fármacos esenciales debido a sus elevado precios, como ha sido el caso de la vacuna contra el COVID-19. Esto se demuestra en cifras estadísticas difícilmente refutables. En el año 2015, la Organización Mundial de la Salud (OMS) determinó que en los países en desarrollo solo dos terceras partes de la población tenían algún tipo de acceso a medicamentos esenciales y los productos farmacéuticos podían suponer un 40% del presupuesto de salud nacional.
Estos datos demuestran que la Bioprecariedad es menos acuciante en las poblaciones más sanas y prósperas, que pueden permitirse comprar esos productos patentados. Por ese motivo, el derecho de acceso a los medicamentos debería exigir la actuación de los Estados de la comunidad internacional.
Hasta que los pacientes no estén debidamente informados de todos los problemas asociados a los fármacos que utilizan, en caso de que tengan pleno acceso a ellos, será difícil o casi imposible poder tomar decisiones autónomas basadas en la ponderación y el conocimiento de todos los elementos esenciales para la protección de la salud.
La seguridad y protección de los pacientes debe ser siempre la prioridad no solo de la industria farmacéutica, sino de los Estados y la sociedad en su conjunto. Solo una actuación ética de todos ellos puede amortiguar los efectos nocivos de la bioprecariedad y del consentimiento desinformado en la salud global.