Desde siempre han existido situaciones en las que la conciencia individual de un sujeto entra en conflicto con determinadas disposiciones legales emanadas por la autoridad, piénsese a este respecto en la antigüedad griega en la historia de Antígona quien pasa por alto a riesgo de su vida la prohibición de su Padre Creóntes de sepultar a su hermano Polinice porque experimenta interiormente la necesidad de prestar su adhesión a una ley anterior, no escrita atestiguada en su corazón. Igualmente podemos recordar la narración bíblica de los mártires Macabeos o el testimonio de los primeros cristianos quiénes decían: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.
Introducción
Desde siempre han existido situaciones en las que la conciencia individual de un sujeto entra en conflicto con determinadas disposiciones legales emanadas por la autoridad, piénsese a este respecto en la antigüedad griega en la historia de Antígona quien pasa por alto a riesgo de su vida la prohibición de su Padre Creóntes de sepultar a su hermano Polinice porque experimenta interiormente la necesidad de prestar su adhesión a una ley anterior, no escrita atestiguada en su corazón. Igualmente podemos recordar la narración bíblica de los mártires Macabeos o el testimonio de los primeros cristianos quiénes decían: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.
Sin embargo hay que esperar hasta el advenimiento de los modernos regímenes democráticos en donde el poder político está claramente delimitado por los derechos de los ciudadanos y es controlado por instancias de poder independientes, lo cual ha permitido reconocer que la ley no debe prevalecer inexorablemente sobre la conciencia, para ver surgir el instituto de la objeción de conciencia.
Este instituto existe para salvaguardar la dignidad de la persona, no se trata simplemente de dar carta de ciudadanía a un subjetivismo galopante demoledor de la convivencia civil y del estado de derecho, es necesario entonces establecer cuál es su fundamento y las condiciones morales de su operatividad. Adelantamos aquí que su fundamento se halla en los derechos humanos y en la obligación ética de oponerse a colaborar en cualquier actividad que esté en contraste con el bien moral, aunque esté sancionada legalmente.
Desde el punto de vista jurídico, se trata de una colisión de intereses y derechos. Por una parte los ámbitos de libertad personales de pensamiento y religión, de los que la libertad de conciencia es manifestación práctica, y por otra de los principios de obediencia a las leyes, de igualdad, de solidaridad y de orden público[1]. En este sentido se comprende porqué la objeción de conciencia se presenta actualmente con rasgos conflictivos ya que es claro que la autoridad legislativa no promulga las leyes esperando que éstas puedan ser desobedecidas por los ciudadanos a su arbitrio, precisamente por ello es necesario, además de delimitar claramente su concepto distinguiéndolo de otras formas de resistencia a las leyes, fundamentar su operatividad más allá de su reconocimiento o no por las legislaciones particulares, como derecho humano dependiente del derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión.
A nadie se le escapa que actualmente se trata de un universo en expansión, ya que son cada vez más quiénes pretenden sustraerse a la concreta obediencia a las leyes invocando motivos de conciencia y también son cada vez más los ámbitos en los que se le invoca[2]. Se habla por ejemplo, de objeción de conciencia militar, cuando se refiere a la oposición al servicio militar por motivos pacifistas normalmente, o de objeción de conciencia fiscal, cuando se refiere a la oposición a pagar las tasas exigidas por el Estado para sufragar algunas actividades que se consideran contrarias a las propias convicciones, por ejemplo, la guerra[3], o bien objeción de conciencia profesional, cuando se refiere a la negación a cumplir algunas actividades a las que estaría obligado por su profesión, así por ejemplo, algunos jueces españoles ante la petición de algunas parejas homosexuales de contraer matrimonio reconocido civilmente, lo cual es legal en esa nación, se han negado a cumplir su oficio por motivos de conciencia. En esta forma de objeción de conciencia se sitúa también, la objeción de conciencia sanitaria de la cual nos ocuparemos en este escrito y que ha surgido inicialmente ante la aprobación de algunas legislaciones que permiten el aborto y que convertirían en una obligación de los profesionales de la salud el practicarlo dentro de las coordenadas que establecen las leyes.
Concepto de objeción de conciencia
La expresión objeción de conciencia tiene de por sí un significado genérico e indica la oposición y la protesta de la conciencia contra una determinada institución o ley. Tal oposición puede surgir en los campos más disparatados de la vida social y estatal: Piénsese, por ejemplo, en la oposición de los padres contra determinadas formas de escuela y determinados principios educativos puestos en marcha en las escuelas, en la oposición de los médicos y del personal sanitario contra ciertas leyes referentes al aborto, etc[4].
Hay que precisar que la objeción de conciencia se ubica dentro del género más amplio del disentimiento o disenso en el que se ubica también la desobediencia civil. Por ello es necesario definir primero qué se entiende por disenso para ubicar después la objeción de conciencia distinguiéndola de la desobediencia civil.
El disentimiento puede ser privado o público. Es privado cuando se niega el asentimiento parcial o total a una opinión, a un juicio o a una tesis que alguien formula. Es público o generalizado cuando tiene como objeto una o varias leyes a las que se niegan la obediencia constituyéndose en desobediencia civil. A su vez la desobediencia puede ser pacífica o violenta, cuando es pacífica se trata de “resistencia pacífica”, cuando es violenta estamos frente a una revolución.
Las fronteras entre desobediencia civil y objeción de conciencia no siempre están claras, sin embargo podemos señalar con la mayoría de los autores que se distinguen en cuanto que la primera tiene un carácter más estratégico y político, además de que suele ser colectiva y generalizada, mientras que la segunda subraya el carácter moral y personal[5].
La objeción de conciencia surge del conflicto de obediencia en una situación concreta, de dos instancias reconocidas por el individuo como igualmente vinculantes: la legislación civil y el juicio de conciencia. Por lo tanto, se debe distinguir de la actitud de desprecio de la legalidad vigente en una determinada sociedad y del rechazo, en principio, de su carácter vinculante para la conciencia del individuo en cuanto miembro de una comunidad en la que la ley reclama legítimamente su obediencia, como ocurre en la anarquía y en la resistencia pasiva o activa.
“De manera general la objeción de conciencia representa una forma de disentimiento de carácter no violento, que se manifiesta en el rechazo individual, por motivos fundamentalmente de carácter ético y religiosos, de la obediencia externa a una disposición legislativa. Con la objeción de conciencia se quiere manifestar el consentimiento profundo a otra ley de mayor rango e ineludible que percibe la conciencia”[6].
La primera forma de objeción de conciencia que se tipificó y que sirvió de base para la elaboración posterior de otras formas de objeción de conciencia, fue la objeción de conciencia al servicio militar, sin embargo, hay elementos de ésta que no son válidos para otras formas, por ejemplo, la aceptación de una sanción o de un servicio social sustitutorio.
La objeción de conciencia en el Magisterio de la Iglesia
Podemos decir que el Magisterio de la Iglesia se ha interesado en esta figura hasta tiempos muy recientes, primero para señalar el derecho a oponerse al servicio militar, sobretodo en el contexto de la guerra moderna considerada inhumana y cuestionada frecuentemente su licitud por el enorme potencial destructivo del armamento actual y, más tarde para señalar el deber de los católicos a oponerse mediante ella a determinadas disposiciones legales que convierten en un deber profesional algunas prácticas médicas o jurídicas como es la práctica del aborto, la esterilización voluntaria y directa, la clonación o la celebración del reconocimiento de las uniones homosexuales, entre otras.
Así pues al proponer el instituto de la objeción de conciencia la Iglesia ha tenido dos interlocutores, de una parte los Estados a quienes ha recordado el deber de reconocer y consentir el derecho de los ciudadanos a la misma y, por otra, los fieles a quienes ha señalado su obligación de oponerse mediante ella a legislaciones injustas.
La objeción de conciencia tiene como punto de referencia el derecho que es a la vez obligación de cada persona a seguir en su obrar las indicaciones de su propia conciencia; se trata en último término de la primacía de la conciencia moral, que hoy viene ampliamente reconocida. El fijar las condiciones de ésta y por consiguiente las condiciones “operativas” o morales del ejercicio de la objeción de conciencia es el objeto de este estudio.
La raíz de este derecho es la dignidad de la persona dotada de inteligencia y voluntad y por consiguiente libre de autodeterminarse en orden a la realización del bien. En él se incluyen dos aspectos formales: el derecho a no obrar contra la propia conciencia –más aún, el derecho de obrar según la propia conciencia- y el rechazo a observar una ley que establece actos contrarios al orden establecido por Dios. Ambos aspectos son considerados en el bien de la persona, están en continuidad y son frecuentemente anunciados por el Magisterio de la Iglesia.
Con relación al primer aspecto, se puede citar a manera de ejemplo el siguiente texto de la declaración del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa: “…en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos”.[7]
El segundo aspecto relacionado con el modo de obrar en una situación de contraste entre la norma humana y la ley civil, es retomado continuamente, por ejemplo por Juan Pablo II con referencia al tema del aborto: “No existe disposición humana que pueda legitimar una acción intrínsecamente inicua, ni tanto menos obligar a quien sea a consentirla. En efecto, la ley, retoma su valor vinculante de la función que ella – en fidelidad a la ley divina – cumple al servicio del bien común, y esto a su vez, es tal, en la medida en que promueve el bienestar de la persona. Por lo tanto, de frente a una ley que se ponga directamente en contraste con el bien de la persona, que reniegue incluso de la persona en sí misma, suprimiendo su derecho a vivir, el cristiano acordándose de las palabras del Apóstol San Pedro en presencia del Sanedrín: ‘Es necesario obedecer a Dios en lugar de los hombres’, no puede sino oponer su civilizado pero firme rechazo”.[8]
Además de la aplicación al caso concreto de la cooperación al aborto, su aplicación es muy amplia, corresponde al discurso sobre las “leyes inicuas” que se puede referir a cualquier tipo de ley. Juan XXIII en la “Pacem in terris” de 1963 se refirió al tema: “La autoridad es postulada por el orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, en el momento en el que sus leyes o autorizaciones estén en contraste con aquél orden, y por consiguiente, con la voluntad de Dios, ellas no tienen fuerza de obligar en conciencia, porque es necesario obedecer a Dios en lugar de los hombres”[9].
Santo Tomás de Aquino en la Summa trató este argumento: “Las leyes injustas pueden serlo por dos razones: Primera, porque, se oponen al bien humano, (…) Tales leyes son más bien violencias, porque, como dice San Agustín (De libero arbitrio L. I, c.5), ‘la ley, si no es justa, no parece que sea ley’. Por eso tales leyes no obligan en el foro de la conciencia, si no es para evitar el escándalo y el desorden; por cuya causa el hombre debe ceder de su propio derecho, (…) Segunda, por ser opuestas al bien divino; por ejemplo, las leyes de los tiranos que obligan a la idolatría o a cualquier cosa contraria a la ley divina. Nunca es lícito observar estas leyes, porque es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”.[10]
En el Concilio Vaticano II, las referencias a la objeción de conciencia se encuentran en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et spes.[11] y de otra, la toma de posición de frente a las políticas de control demográfico, degradantes de la familia. En cuanto a esta última, se trata de una exhortación a todos “a que se prevengan frente a soluciones, propuestas en privado o en público y a veces impuestas, que contradicen a la moral. Porque conforme al inalienable derecho del hombre al matrimonio y a la procreación, la decisión sobre el número de hijos depende del recto juicio de los padres y de ningún modo puede someterse al criterio de la autoridad pública”.[12] Para este documento, son dos los sectores del obrar humano que se presentan problemáticos y que lo inducen a hablar de una decidida toma de posición en contra de la norma y de la autoridad civil: De una parte la reflexión sobre la inhumanidad de la guerra,
Respecto al primer aspecto, el de la guerra, la Gaudium et spes trata la cuestión en los números 79 a 82 exhortando a evitarla, en ese contexto en el número 79 encontramos el fundamento del radicalismo de la objeción de conciencia. El concilio refiriéndose a las violaciones de los derechos humanos en la guerra dice: “Teniendo presente esta postración de la humanidad, el concilio pretende recordar ante todo la vigencia permanente del derecho natural de gentes y de sus principios universales. La misma conciencia del género humano proclama con firmeza, cada vez más éstos principios. Los actos pues que se oponen deliberadamente a tales principios y las órdenes que mandan tales actos son criminales, y la obediencia ciega no puede excusar a quienes las acatan (…) se ha de encomiar, en cambio, al máximo la valentía de los que no temen oponerse abiertamente a los que ordenan semejantes cosas”.[13] Más adelante pide el reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia al servicio militar y el respeto a los pactos internacionales. Esta mención constituye el único acercamiento explícito del concilio al argumento[14].
Con estos presupuestos, la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la Declaración “De aborto procurato” del 18 de noviembre de 1974, hará un importante reclamo a la objeción de conciencia de frente a la aparición de leyes abortistas: “Cualquiera que sea la ley civil, debe quedar bien claro que el hombre no puede jamás obedecer a una ley inmoral en sí misma; tal es el caso de la ley que admitiera el principio de la licitud del aborto. No puede ni participar en una campaña de opinión a favor de semejante ley, ni darle su voto, ni colaborar en su aplicación. Es, por ejemplo, inadmisible que médicos o enfermeros se vean en la obligación de prestar cooperación inmediata a los abortos y tengan que elegir entre la ley de Dios y su situación profesional. (…) Seguir la propia conciencia obedeciendo la ley de Dios, no es siempre un camino fácil; esto puede imponer sacrificios y cargas cuyo peso no se puede desestimar. Sin embargo, es necesario afirmar abiertamente que la constante fidelidad a esta conciencia verdadera y recta es el camino del verdadero progreso de la persona humana…”[15]. Este texto como se ve, si bien no hace una alusión explícita a la objeción de conciencia, indudablemente tiene como intención promoverla.
En cambio varias Conferencias Episcopales harán mención explícita de ella en sus mensajes y declaraciones referentes al aborto, a la eutanasia y más recientemente a la clonación y al reconocimiento civil de las uniones de homosexuales.
El primer documento de la Santa Sede que habla explícitamente de la objeción de conciencia con relación al aborto, es la Instrucción de la Congregación de la Doctrina de la Fe “Donum vitae”, sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, del 22 de febrero de 1987, donde hablando de la relación entre ley moral y ley civil dice: “Todos los hombres de buena voluntad deben esforzarse, particularmente a través de su actividad profesional y del ejercicio de sus derechos civiles, para reformar las leyes positivas moralmente inaceptables y corregir las prácticas ilícitas. Además, ante esas leyes se debe presentar y reconocer la “objeción de conciencia”. Cabe añadir que comienza a imponerse con agudeza en la conciencia moral de muchos, especialmente de los especialistas en ciencias biomédicas, la exigencia de una resistencia pasiva frente a la legitimación de prácticas contrarias a la vida y a la dignidad del hombre”.[16] Más tarde la Carta de los agentes sanitarios de 1994[17] se volverá a ocupar del asunto. También el Santo Padre Juan Pablo II se ha ocupado del tema en sus discursos, resaltando su valor educativo, especialmente en sus encuentros con gente joven.[18] La Encíclica Evangelium Vitae, en los números 73 y 74 ha hablado de la grave y precisa obligación de oponer objeción de conciencia, ante las leyes que legitiman el aborto y la eutanasia y es la primera vez que en una encíclica se habla explícitamente de ella.[19]
En intervenciones más recientes tanto el Cardenal López Trujillo, presidente del Pontificio Consejo para la Familia como la Conferencia Episcopal Española se han referido al derecho y a la obligación de la objeción de conciencia frente al reconocimiento civil de las uniones homosexuales, mal llamado “matrimonio de homosexuales”, pues no constituye en modo alguno verdadero matrimonio.
La Conferencia Episcopal Mexicana por su parte se ha referido a ella repetidas veces en tiempos recientes. Así por ejemplo en la Instrucción Pastoral “Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos”, en el número 301 pide el reconocimiento de este derecho y vuelve sobre el tema, esta vez para recordar la obligación a oponerse a colaborar con las prácticas de clonación humana y de investigación con células madre provenientes de embriones humanos, en el documento “Orientaciones pastorales acerca de la clonación humana”. Más recientemente ante los intentos de legislar a favor de la práctica de la eutanasia y frente a la introducción de la Anticoncepción Hormonal Oral de Emergencia, conocida también como “Píldora del día después”, ha vuelto a recordar esta obligación de coherencia cristiana.
Concluimos aquí este repaso, ciertamente los textos que hemos referido no agotan todas las intervenciones magisteriales sobre el argumento, pero son suficientes para entender cual es la posición de la Iglesia. Se debe destacar a este propósito que los textos a los que hemos hecho referencia señalan un doble motivo de la objeción: Religioso y moral, en el sentido de apelar o a valores de la fe cristiana o a valores éticos de convicciones personales; además, están marcados por una fuerte sensibilidad concreta e histórica, por lo cual, a pesar de señalar las posibles discriminaciones a las que puede dar lugar la objeción de conciencia, no dejan de invitar a la coherencia personal, al testimonio y a la solidaridad social.
Fundamentación de la objeción de conciencia
Hoy estamos de acuerdo todos en que el respeto a la dignidad de la persona implica no constreñirla a actuar en contra del dictamen de su conciencia. Más aún estamos convencidos también de que una persona para ser honesta y sincera consigo misma y con quienes le circundan tiene el deber de actuar según su conciencia. Ahora bien el reconocimiento de la libertad de conciencia implica que sus motivos sean de alguna manera plausibles pues no basta actuar autónomamente para que la acción deba ser reconocida y permitida. Para comprender esta afirmación pongamos un caso que puede resultar ilustrativo, a alguien muy sinceramente se le puede ocurrir que lo bueno y conveniente sea liquidar a quienes tengan ojos rasgados, por muy sincera que sea su convicción, por muy auténtica y libre que sea nadie debería permitir que tal sujeto llevara a la práctica tal atrocidad que comporta la realización de un crimen. De la misma manera el campo de los deseos de los ciudadanos puede ser prácticamente infinito y urge por ello regularlos en orden al bien común.
Pero ¿Bastará que una determinada conducta esté sancionada legalmente para que sea por eso mismo lícita desde el punto de vista moral? Es decir ¿Será suficiente con llegar a consensos de ciertas conductas para que estas sean por eso mismo justas y vinculantes? De hecho en algunos ambientes se pretende hoy negar el derecho a la objeción de conciencia justamente apelando a que tal recurso implicaría una conducta antisocial y antidemocrática ya que pondría en riesgo la convivencia cívica previamente acordada. Tal aseveración nos parece más bien un nuevo intento de hegemonía y la reivindicación de lo que Benedicto XVI ha llamado la dictadura del relativismo[20]. Para escapar a esta trampa es necesario apelar a la búsqueda sincera de la verdad objetiva. Sólo así se comprende entonces que la objeción de conciencia no sea simplemente el reconocimiento abusivo de un individualismo antisocial y antidemocrático, sino un servicio al bien común que pretende operar una corrección del derecho cuando este se percibe erróneo, sobre bases objetivas y por lo mismo vinculantes intrínsecamente tanto para la conciencia como para el derecho[21]. Procedamos a justificar estas afirmaciones.
La conciencia entre libertad y verdad
Cuando hablamos de la obligación y el derecho de cada uno de actuar de acuerdo con su conciencia ¿A qué nos estamos refiriendo? ¿A qué tipo de conciencia aludimos? Debemos distinguir entre conciencia psicológica y conciencia moral. La primera de ellas hace referencia al “darse cuenta”, es decir, cuando una persona actúa, actuar concientemente quiere decir tener conocimiento “darse cuenta” de qué es lo que se hace y de que soy yo quien lo hago. Esta forma de conciencia es premisa indispensable de la segunda.
La conciencia moral, por su parte, es la consciencia del valor moral o ético de la acción que se realiza. Esta conciencia implica un juicio en dos momentos, antes de actuar al evaluar qué es lo que voy a hacer teniendo en cuenta los valores morales implicados y asumiendo este juicio como norma y, después de la acción al evaluar moralmente lo que se hizo. Cuando la libertad sigue el juicio de la conciencia anterior a la acción hay coincidencia, en cambio cuando la libertad no sigue ese juicio hay un contraste.
Ahora bien, el juicio de la conciencia esta vinculado a la verdad del valor que mi acción pretende realizar. Una verdad que no depende únicamente de la percepción o de los deseos del sujeto que actúa. Está fuera de discusión que se debe seguir siempre un claro dictamen de la conciencia, o que al menos no se puede ir jamás en contra de él. Pero es cuestión del todo diversa si el juicio de conciencia, o aquello que uno toma como tal, tenga también siempre la razón, esto es, si siempre es infalible. Desde el momento en que los juicios de conciencia se contradicen, entonces existiría solo una verdad del sujeto, que se reduciría a su sinceridad. Pero el bien moral no puede reducirse a la sinceridad del sujeto. Si se aceptara esta perspectiva no existiría ninguna verdad al menos en el ámbito moral y los juicios de la conciencia podrían ser contradictorios e igualmente válidos, así el sujeto quedaría aislado sin ninguna ventana o puerta que lo condujese a la verdadera comunión con los hombres. Pero no es esta la realidad de las cosas, el juicio de conciencia debe apelar a los fundamentos verdaderos y propios del sujeto que es lo que determina la verdad del valor moral. Esta verdad objetiva, que es una verdad ontológica vincula a la razón y vincula a la conciencia.
Tradicionalmente se han señalado dos niveles al hablar de la conciencia, al primer nivel se le denomina “synderesis” y es una cierta memoria del bien que nos ha sido infundido en la creación, que nos permite distinguir el bien del mal, por una especie de instinto interior que nos permite identificar que una determinada interpelación de la realidad es conforme o no con nuestra naturaleza. No es un saber ya articulado conceptualmente, sino una capacidad de reconocimiento que tiene su raíz en nuestro mismo ser y que nos permite percibir una cierta armonía frente a algunas cosas y contradicción frente a otras. Es un nivel ontológico que se corresponde con la constatación interior de nuestra tendencia por ser hechos a imagen y semejanza de Dios hacia aquello que es conforme al bien y a la verdad.
El segundo nivel es el de la “conscientia” al que corresponde el juicio y el decidir. Tomás de Aquino hace ver que se trata de un evento que se cumple, un “actus” a diferencia del anterior nivel que es un “habitus” algo estable e inherente del sujeto. Este juicio se subdivide en tres elementos: el reconocer, el testimoniar y el juzgar. Se trata pues de una interacción de funciones de control y de decisión vinculadas con el entendimiento y la voluntad.
Llegados a este punto hay que recordar que el conocimiento moral tiene una especificidad cuyas conclusiones no derivan sólo de un razonamiento o de un conocimiento. En este ámbito, el que una cosa sea reconocida o no, depende siempre de la voluntad que permite o impide tal reconocimiento. Ahora bien, tanto el juicio antecedente, como la elección y la decisión de una acción específica en un contexto particular, están sostenidos por determinadas disposiciones del sujeto, que son cualidades habituales en él y que tradicionalmente se han llamado virtudes. Estas capacitan al sujeto que actúa para reconocer la acción excelente que realiza la verdad y el bien.
El proceso que acabamos de describir puede ser identificado como una “búsqueda” pues efectivamente, en relación con el conocimiento práctico, como hemos señalado, la razón se encuentra de modo intuitivo con una ley que el hombre no se dicta a sí mismo y a la cual debe obedecer: Practicar el bien y evitar el mal. A partir de este principio ella asume el compromiso de buscar la verdad moral, vinculada a un camino discursivo que le permite descubrir las condiciones del actuar el bien, plasmadas en normas objetivas a las que, si quiere conseguir el bien, debe obedecer. Esto ocurre en el marco del encuentro del hombre con Dios en la conciencia.[22]
Así pues, la conciencia tiene un compromiso radical, primordial e ineludible con el bien, que tiene, lógicamente, razón de fin al que el hombre debe ordenar sus acciones. Como consecuencia de este compromiso radical la conciencia está vinculada con la ley mediante la cual Dios instruye sobre los comportamientos adecuados en orden al bien y por tanto al fin. Este compromiso con la ley aunque derivado del compromiso con el bien, tiene un carácter absoluto e ineludible en la medida en que las leyes divinas, nos instruyen sin posibilidad de error, sobre los comportamientos adecuados en orden al bien. Así resulta que el juicio práctico sobre la moralidad de una acción es fruto de un diálogo con Dios, cuya voz se deja oír en la ley a la que el hombre, empeñado como está en recorrer el camino que conduce al bien, responde con libertad responsable y con gratitud gozosa.
La libertad no encuentra un obstáculo en su adhesión a la verdad que descubre en la ley moral, sino que, por el contrario, ella constituye la garantía más sólida y la condición para su ejercicio. Además esta adhesión también es un acto de racionalidad porque la ley se encuentra al alcance de la razón como facultad natural del hombre. Resulta así, que el juicio de conciencia es un ejercicio de racionalidad y de libertad que acoge con responsabilidad la ayuda divina –la ley- que le garantiza el éxito en la búsqueda del bien.
Pero aún siendo verdadera la ley moral no siempre es fácil que sea recogida en las leyes humanas y muchas veces incluso puede haber distorsiones en la percepción o en la formulación de la misma. De ahí que pueda surgir el conflicto de conciencia. Así se comprende por qué no debería existir conflicto cuando la norma moral es objetiva y verdadera y la conciencia recta y verdadera también. El conflicto aparece cuando la ley civil contradice la ley moral verdadera y la objeción de conciencia opera entonces como un servicio profético de denuncia y de servicio al bien común señalando que en ese aspecto la ley civil es injusta y debería ser corregida.
La legalidad, la ley y la verdad
Tanto la experiencia como la revelación cristiana, nos hacen descubrir al hombre como un ser de naturaleza social. Este dato es significativo, pues si se retiene que el hombre es un ser atomizado, aislado en sí mismo, entonces la sociedad sería algo extrínseco a él, algo opcional, cuyo único significado sería el de ser un medio para garantizar su propia individualidad y limitar dentro de márgenes tolerables el irreducible conflicto que esta a la base de la vida social.[23] La sociedad sería entonces, tan solo una invención humana, un hecho extrínseco a la persona, un contrato convencional y la legalidad no sería otra cosa que la regla disciplinar de la vida social, sin más fundamento que el consenso de los contratantes. Pero, si como hemos señalado arriba, con toda la tradición cristiana y con la experiencia humana como base, se retiene que el hombre es un ser de naturaleza social, entonces la sociabilidad es una dimensión constitutiva de la persona y la vida en sociedad es la expresión plena de esta dimensión, como modalidad propia y específica de su realización. La sociedad, se entiende entonces como una comunidad de personas en la que mediante el respeto de los derechos de cada uno y el cumplimiento de los correlativos deberes, se busca promover el pleno desarrollo de la persona y la construcción del bien común. [24] Ella y el Estado tienen, por tanto, su fundamento en la naturaleza humana y la legalidad tiene que ver no sólo con el consenso social, sino sobre todo con la verdad de la persona, con su naturaleza y vocación social, al servicio de la cual se pone.
La sociedad a través de la autoridad legítimamente constituida, necesita formular una serie de normas de comportamiento que regulen las relaciones entre los individuos y las relaciones entre el individuo y la comunidad. Estas normas son la garantía del respeto de la libertad individual y de la justicia, sin ellas no sería posible una sociedad libre, justa y pacífica. Desde esta perspectiva, la legalidad es el respeto y el cumplimiento de las leyes que permiten calificar a un comportamiento como “legal”, es decir, como ajustado a lo que ordena la ley. La legalidad constituye, entonces, una condición fundamental para el ejercicio de la libertad de las personas en la vida social, para la observancia de la justicia y para la conservación de la paz.
Debido a diversos factores entre los cuales se sitúa la corrupción y la ausencia de fines verdaderamente comunes a causa del pluralismo, hoy se verifica lo que algunos llaman “crisis de legalidad”, es decir, la gente no percibe el compromiso de la ley civil con la ley moral y su vinculación con la conciencia. Se ha llegado al extremo de pensar que la moral tiene poco o nada que ver con la legislación e incluso que si se hiciera caso a los valores morales se perturbaría la pacífica convivencia. Se piensa que la democracia debería estar fundada en el relativismo y ante la ausencia de un debate auténtico sobre los valores, es frecuente que se pretenda imponer “legalmente” mediante equilibrios de poder y manipulación mediática, conductas inaceptables desde el punto de vista moral.
En este contexto hay que recordar que las personas tienen derecho a no renunciar a su propia identidad, ni pueden olvidar su compromiso en la búsqueda de la verdad moral y del bien y esto concretamente de frente a la legislación civil. Es aquí donde se inscribe el deber y el derecho a la objeción de conciencia, pues si bien es verdad que la ley civil cuando es respetuosa de su fundamento en la verdad moral, es vinculante para la conciencia y muestra el camino del bien, también es verdad que la ley civil tiene un ámbito más restringido que el de la ley moral y como se ha señalado ya, puede prescribir conductas injustas ante las cuales el juicio de conciencia debe oponerse. Intentemos profundizar un poco esta idea.
La ley debería buscar el bien común, entendido no como el bien de la mayoría, sino como la búsqueda de las condiciones mediante las cuales cada persona pueda realizar su propio ser y su propia vida. Por esto la ley no es constitutiva de la ética ni debe imponer su propia eticidad, sino que debe ser respetuosa y capaz de crear las condiciones para la realización de las personas. En la definición del bien común la ley deberá frecuentemente pedir sacrificios incluso en el ejercicio de las libertades de cada uno en particular, dentro de ciertos límites; y deberá permitir también algunas cosas que en sí podrían ser consideradas por algunos como no buenas para evitar mayores males. Por eso decimos que la ley civil tiene un ámbito más restringido y no siempre puede coincidir, aún en el mejor de los casos, totalmente con la ley moral. No puede evitar siempre cualquier mal y cualquier abuso en el ejercicio de las libertades personales. Debería eso sí, crear las condiciones objetivas para la eticidad de cada uno, para la realización de cada una de las personas y aquí encuentra también espacio la objeción de conciencia, dentro del derecho a la libertad de conciencia, pensamiento y religión.
Ahora bien, antes dijimos que hay unos límites que la ley no debería jamás brincar para garantizar el bien de las personas y el bien común. Estos límites son las garantías de constitucionalidad y de legitimidad, y es indudable que entre ellos se encuentra el respeto de la vida de todos los ciudadanos, especialmente la tutela y defensa de los más débiles e indefensos. La ley no puede tampoco imponer a nadie el quitar la vida a otras personas. De ahí que cuando la ley por las razones que sean llegase a prescribir conductas como las señaladas que claramente están en contraste con el bien común, la conciencia individual deberá oponerse a ella mediante la objeción de conciencia, ofreciendo con ello un importante servicio al bien común.
La objeción de conciencia y los derechos humanos
Sin lugar a dudas, nuestra época se encuentra marcada por la idea del reconocimiento de los derechos humanos, hasta el punto de entrar a formar parte del patrimonio ideal de la vida política. Ciertamente la idea los derechos humanos es anterior a la época moderna, pero ha sido sólo hasta 1948 al término de la traumática experiencia de la segunda guerra mundial cuando solemnemente son proclamados.
Los derechos humanos son los derechos que le pertenecen al hombre en cuanto hombre. Son derechos que lógicamente son anteriores al Estado. Han nacido y se han extendido en occidente siguiendo dos líneas teóricas e históricas diferentes: la del derecho natural y la de la reivindicación de la libertad y seguridad personales de frente al poder absolutista del Estado. Hacen referencia a las exigencias fundamentales de la persona, originadas en el mismo ser del hombre, que deben ser reconocidas, valoradas y defendidas jurídicamente. No se fundamentan en la libertad, menos aún en cierto concepto de libertad que es deudor de una concepción falaz del ser humano y que la arranca de su profunda vinculación al bien y a la verdad. La pretensión de radicar los derechos humanos en la libertad individual entendida como autonomía en el sentido de una soberanía encerrada en sí misma, es lo que ha conducido a ciertos grupos a pretender la afirmación de ciertos “derechos”, como son los llamados “derechos reproductivos”, entre los cuales, se incluye el “derecho de abortar”.[25]
Los derechos humanos se asientan en la dignidad del hombre, que deriva a su vez de la verdad del ser humano: “Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge, pues, descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover.”[26] Para los cristianos tal dignidad se fundamenta en el hecho de que la naturaleza humana refleja la “imagen de Dios” y que el hombre está “llamado” a la comunión con Dios que se inicia con su bautismo en el que es “injertado” en Cristo.
De cara a nuestro tema, nos interesa el derecho a la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión. La objeción de conciencia se inscribe dentro de este derecho que debe ser reconocido a todo hombre y que implica el reconocimiento de que cada uno tiene derecho a obrar de acuerdo a las exigencias morales de su conciencia y a no obrar en contra de ella. Tal derecho es actualmente reconocido entre los derechos humanos que todo Estado está obligado a proteger. El hito decisivo lo marca el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.[27] A partir de ahí, la necesidad de garantizar esta triple libertad es reafirmada por todos los documentos internacionales relativos a los derechos humanos, entre ellos podemos mencionar aquí el Convenio Europeo de Derechos Humanos (1950); el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de las Naciones Unidas (1966); la Convención Americana de los Derechos Humanos (1969); la Declaración sobre la Eliminación de todas las Formas de Intolerancia y Discriminación fundadas en la Religión o en las Convicciones, de las Naciones Unidas (1981).[28]
El reconocimiento del derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión significa sintéticamente, “que las convicciones ideológicas, éticas y religiosas de los ciudadanos no son en sí mismas cuestiones políticas, ni están sujetas a las decisiones del poder, que se reconoce incompetente para imponer determinadas respuestas a los interrogantes suscitados en esas dimensiones personales”.[29]
Aquí no entramos en el problema de la cobertura jurídica del derecho a la objeción de conciencia, simplemente recogemos alguna idea introductiva del profesor Martín de Agar al respecto. El señala que “habrá derecho a la objeción allí donde, como respuesta al conflicto planteado, el legislador lo haya reconocido y tipificado –son las objeciones de conciencia llamadas secundum legem-, pero quien objeta en un Estado democrático, esgrime ya un derecho; no apela solamente a su conciencia, sino además al derecho fundamental que la tutela; opone a una prescripción que se presume legítima, pero que él considera inmoral obedecer, su igualmente legítima libertad de conciencia. No siempre deberá prevalecer su libertad, pero tampoco se le podrá decir que su cuestión es irrelevante porque no está prevista en una ley. En las libertades de pensamiento, conciencia y religión están ya potencialmente planteadas todas las posibles objeciones de conciencia, llamadas a delinear la frontera del espacio de autonomía personal y de incompetencia del Estado en que consisten primariamente tales libertades. Una frontera sinuosa y cambiante, difícil de establecer de modo definitivo desde postulados teóricos (ciertamente útiles a su nivel propio), o sobre la rígida base de la ley, y que más bien conviene a la jurisprudencia”.[30]
[1] Cfr. PACHECO A., Ley y conciencia, en INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS, Objeción de conciencia, México 1998, pag.10.
[2] Piénsese por ejemplo en los Testigos de Jehová que se niegan al deber de honrar a la bandera por motivos religiosos o de practicar cirugías con transfusión sanguinea.
[3] Esta forma de objeción de conciencia se presentó por vez primera, cuando el norteamericano Hanry David Thoreau, en 1845 se negó a pagar impuestos para financiar la guerra contra México que consideraba injusta.
[4] GÜNTHOR A., Chiamata e risposta.Una nuova teologia morale –III, Torino 1998, pp. 573-574.
[5] Así lo hace L. PRIETO SANCHIS, La objeción de conciencia como forma de desobediencia al derecho, en “Sistema” 59 (1984) 41-62. Se puede ver también E. TREVISI, Coscienza morale e obbedienza civile, Bologna 1992, pag. 268.
[6] GUTIÉRREZ J., La objeción de conciencia de los profesionales de la salud, IMDOSOC, México 2000, pag. 23.
[7] Dignitatis humanae, n. 2, en Enchiridium Vaticanum, I, pag. 1045.
[8] JUAN PABLO II, Alle partecipanti ad un congresso per ostetriche, en “Acta Apostolicae Sedis” 72 (1980) 86, citado por G. MIGLIETTA, Evangelium vitae tra coscienza professionale e obiezione di coscienza. Il tema dell’ obiezione nel Magistero recente, en “Evangelium vitae” e diritto. Acta symposii internationalis in civitate vaticana celebrati 23-25 maii 1996, Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997, pp. 411-412.
[9] “Acta Apostolicae sedis” 55 (1963) 271.
[10] S.Th. I-II, q. 96, a.4, la cita de la Escritura es: Act 5,29.
[11] “Insuper aequum videtur ut legges humaniter provideant pro causa illorum qui ex motivo conscientiae arma adhibere recusant, dum tamen aliam formam communitati hominum serviendi acceptant.” N. 79, en Enchiridion Vaticanum I, 1595.
[12] No. 87, en Ibid., 1627.
[13] Enchiridion Vaticanum I, 1594.
[14] Anselm Günthor hace notar que este tratamiento echó por tierra el principio clásico de la “praesumptio pro superiore” y que en la redacción final del número 79 se eliminó una proposición inserta originalmente en el texto que decía: “Ubi autem violatio legis Dei non manifeste patet, praesumptio quidem iuris auctoritati competenti agnoscenda est, eiusque iussis est parendum…”, con lo cual se subraya la responsabilidad personal frente a las propias acciones de la cual no se puede abdicar, en aras a una aceptación acrítica de las indicaciones del superior. Cfr A. GÜNTHOR, Chiamata, cit., pag. 511.
[15] Acta Apostolicae Sedis 66 (1974) 744, nn. 22 y 24.
[16] Acta Apostolicae Sedis, 80 (1988) 100.
[17] Cfr. Pontificio Consejo para la Pastoral de Agentes Sanitarios, Carta de los agentes sanitarios, Ciudad del Vaticano 1994, nn. 22-24.
[18] Cfr. Ai giovani venuti a Roma per il Giubileo, 14 de abril de 1984, en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VIII, 1, pag. 1022; Discurso This evening, durante la vigilia de oración para la Jornada Mundial de la Juventud en Denver (14-VIII-1993) en Acta Apostolicae Sedis 86 (1994) 420.
[19] “Acta Apostolicae Sedis” 87 (1995) 486, n.73: “Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, imponen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia”. Ibid., n. 74: “Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no solo de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y profesional”.
[20] Cfr. Misa Pro eligendo Pontifice: “Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja sólo como medida última al propio yo y sus apetencias”.
[21] Para un estudio más completo sobre la relación entre conciencia, libertad, verdad y ley civil, puede verse nuestro estudio “La objeción de conciencia…” op. cit., pp.
[22] La Veritatis Splendor se refiere a este hecho como a “un íntimo diálogo del hombre consigo mismo, que en realidad es el diálogo del hombre con Dios, autor de la ley, primer modelo y fin último del hombre” (“Acta Apostolicae Sedis” 85 (1993) 1179, n. 58).
[23] A este respecto puede verse el estudio sintético sobre el origen y desarrollo del Estado moderno y de las propuestas actuales de justicia social en G. CHALMETA, Etica especial. El orden ideal de la vida buena, Pamplona 1996, pp. 153-215.
[24] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 25.
[25] A este respecto el Papa en la “Evangelium vitae” señala lo siguiente: “La tolerancia legal del aborto o de la eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de los demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho de protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el pretexto de la libertad” (“Acta Apostolicae Sedis” 87 (1995), pag. 484.
[26] “Evangelium vitae” No. 71, en “Acta Apostolicae Sedis” 87 (1995), pag. 483.
[27] “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como de la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.
[28] Sobre estos documentos y específicamente sobre el derecho a la libertad religiosa, puede verse: J. MARTINEZ TORRON, La protección internacional de la libertad religiosa, en AA.VV., Tratado de derecho eclesiástico, Pamplona, 1994.
[29] J. T. MARTIN DE AGAR, La Iglesia Católica y la objeción de conciencia, en INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURIDICAS., Objeción de Conciencia, México 1998, pag. 236.
[30] Ibid., pag. 529.