Eutanasia por motivos económicos

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El proyecto de ley de muerte asistida del Reino Unido no deja de generar controversia tanto antes como después de su reciente aprobación.

A este respecto, hace unos días se publicaba un artículo en bioeticaweb con el título “¿Por qué el proyecto de ley de muerte asistida del Reino Unido no funcionará?, en el que se desgranaban los principales problemas de la denominada Ley para adultos con enfermedades terminales (Terminally Ill Adults (end of life) Bill, que se aprobó por mayoría en la Cámara de los Comunes a principios de este mismo año 2025. Los parlamentarios escoceses votaron en contra de esta ley, lo cual dice mucho a su favor.

Los partidarios de dicha ley argumentan que se trata de una legislación garantista y que tendrá las mejores salvaguardas del mundo, pese a que, de facto, se está introduciendo en el sistema sanitario británico la prestación de muerte (asistida) como una opción legal.

Por otra parte, durante el debate parlamentario, también se defendió que la ley no afectará de ningún modo a los cuidados paliativos. Un afirmación que contrasta vivamente con la realidad, dado que tras su aprobación se anunció que la red de hospicios de Reino Unido eliminaría 300 camas por falta de financiación.

La realidad es que los cuidados paliativos son servicios caros y la eutanasia y/o el suicidio asistido, por el contrario, resultan muy económicos. Eso explica las carencias y la falta de acceso a este tipo de cuidados no solo en Gran Bretaña, sino también en España. En este contexto, es posible aventurar que los pacientes terminales cada vez tendrán más presión social, sanitaria, económica y psicológica para tomar una decisión definitiva, aunque sea en contra de sus propios deseos.

De hecho, el propio lenguaje utilizado en la redacción de dicha ley es confuso, ya que se define una “enfermedad terminal” como una dolencia o afección médica inevitablemente progresiva que no puede revertirse con tratamiento. Aquí, la pregunta clave es qué tipo de tratamientos u opciones terapéuticas recibirá cualquier enfermo en esa situación no revertible.

Como bien apunta el artículo de bioeticaweb, existen muchos tipos de enfermedades tanto físicas como psíquicas que no tienen curación en la actualidad, pero que no se pueden considerar terminales.

Pese a que, en la actual legislación, no se hace extensivo el suicido asistido a este tipo de enfermos crónicos, es posible suponer que la pendiente resbaladiza que inician este tipo de regulaciones provocará su inclusión en un futuro no muy lejano.

No en vano, el concepto emergente de “enfermedad psiquiátrica terminal”, que ya ha incluidos casos de anorexia nerviosa de jóvenes a los que se ha practicado el suicidio asistido en otros países, abre una ventana de oportunidad para que el suicidio asistido se convierta en una opción no terapéutica más dentro de las que poder elegir.

Asimismo, las personas con enfermedades crónicas de cualquier índole que tengan un nivel de dolor elevado y, en ocasiones, invalidante también podrán ser candidatas en el futuro a recibir este tipo de prestación.

De este modo, se estará enviando el mensaje a la sociedad de que existen ciudadanos con menos valor a nivel social y humano, y que mantenerlos con vida supone un gasto económico y sanitario demasiado elevado. La devaluación de la vida humana será una consecuencia inmediata, junto con la vulneración del derecho humano a la salud reconocido por la Declaración de Naciones Unidas y la falta de respeto a la dignidad humana.

La ética utilitarista, propiamente británica con John Stuart Mill y Jeremy Bentham como principales representantes, es un consecuencialismo que imprime su sello en este tipo de legislaciones, puesto que se aboga por medir el valor o la utilidad de los seres humanos, argumentando que la mejor acción es la que produce mayor felicidad y bienestar para el mayor número de personas. Pero, no se puede olvidar que esa felicidad siempre se mide en función de la utilidad.

En el caso de todas las leyes promulgadas a favor de la eutanasia y el suicidio asistido en los últimos tiempos, esto supone que las personas que sufren, los enfermos vulnerables en situaciones de final de vida, los enfermos crónicos o cualquier persona en situación de máxima vulnerabilidad sobrevenida por diferentes causas serán candidatos a poner fin a sus vidas por el bien de la sociedad.

Sus vidas ya no resultan plenas, ya no aportan nada o esa es la idea que se desea trasladar.

En este escenario, cabe destacar una noticia inquietante del pasado mes de diciembre, en la que se afirmaba que la Cámara de los Comunes había aprobado este proyecto de ley para evitar que los enfermos en etapas finales sean “una carga económica” para sus herederos.

Se explicaba que en Gran Bretaña las herencias están libres de impuestos si el fallecido tiene menos de 75 años, pero en el caso de morir a una edad mayor, los herederos deberían pagar hasta un 45 por ciento en impuestos. La consecuencia es que la presión sobre los enfermos terminales (o no) aumenta, dado que ya no se trata de evitar el dolor y de ofrecer una supuesta muerte digna, sino de ahorrar dinero.

La pregunta es si una persona en situación de extrema vulnerabilidad tomará una decisión realmente consciente, informada y sin coacciones externas teniendo en cuenta estas circunstancias. Es decir, si realmente se respetará el principio bioético de autonomía del paciente, ya de por si menoscabado en el contexto de cualquier enfermedad.

Es evidente que no, dado que con este tipo de presión la autonomía se verá cercenada por los intereses económicos de los familiares y allegados del paciente.

En este sentido se ha pronunciado el arzobispo de Cardiff, que acertadamente ha dicho que “si el proyecto de ley prospera, afectará sobre todo a las personas más vulnerables económicamente, que se sentirán en riesgo”. Evidentemente, este factor tan desequilibrante se sumará a todos los demás que conforman la pesada carga de los enfermos terminales.

Como consecuencia, el nivel de vulnerabilidad y fragilidad de estas personas aumentará exponencialmente derivando en lo que Mackenzie, Rogers y Dodds denominan vulnerabilidad patológica que se genera cuando una acción destinada a mejorar la vulnerabilidad provoca un efecto no deseado que exacerba la misma o incluso genera más.

En este caso, la intervención estatal destinada a ofrecer una muerte digna puede socavar todavía más si cabe la autoestima y el bienestar físico y mental de muchas personas en situaciones de final de vida.

El ser humano es frágil y vulnerable por naturaleza, solo la interdependencia y el cuidado del prójimo en forma de familia, amigos o servicios sociales públicos le pueden ayudar a trascender su situación.

Por otra parte, el auge de las leyes de eutanasia y suicido asistido por todo el globo (España, Reino Unido, Bélgica, Holanda, o Canadá) parece augurar que el biopoder foucaultiano se impone en esta sociedad, que algunos ya denominan ya 5.0, para que el Estado gestione los cuerpos, las vidas y sobre todo, la muerte de los ciudadanos.

Algunos de ellos ya son manifiestamente poco “útiles” por motivos físicos y por ese motivo, parecen quedar atrás en una sociedad hiperconectada digitalmente pero carente de valores tan humanos como la empatía o la solidaridad.

Otro efecto colateral de la eutanasia y el suicido asistido es la bioprecariedad en su vertiente asistencial, ya que la falta de acceso a cuidados, en particular, a cuidados paliativos al final de la vida es otro agravio más para los enfermos terminales.

De este modo, solo aquellas personas con mayor poder adquisitivo podrán tener acceso a algún tipo de cuidado en el caso de que sus allegados no puedan proporcionárselos. La bioprecariedad asistencial es una injusticia, porque como dice Joan Tronto, “la injusticia es no cuidar bien, porque toda actividad humana es una actividad ética”.

Pero también es una injusticia hacer recaer siempre esta labor de cuidado en las mujeres o en personas inmigrantes con menos recursos que se ven forzadas a abandonar a sus familias para cuidar a otras personas.

Las tareas del cuidado son una apelación ética, son primordiales no solo para los enfermos de final de vida, sino para todas aquellas personas con enfermedades físicas o psíquicas crónicas e invalidantes.

Para las personas con menos recursos, la eutanasia será la opción pública más viable y económica para la sociedad, pero, sin duda, la más dolorosa para el enfermo, dado que los determinantes sociales de la salud se habrán impuesto sin remedio al factor humano, a la sensibilidad y a las emociones.

Decía Emil Cioran que para vengarse de quienes son más felices que ellos mismos les inoculan las angustias, porque sus dolores, desgraciadamente no son contagiosos.

En el escenario actual, sería más que necesario que las angustias morales de los seres humanos más vulnerables fueran contagiosas para que la sociedad se diera cuenta de lo que supone plantear la muerte por motivos económicos, racionales, utilitaristas, destinados maximizar la felicidad de algunos y a minimizar el coste de las vidas de otros que parecen haber quedado obsoletos.

La bioética tiene el deber de llamar la atención sobre esto tipo de dilemas, y en particular, sobre situaciones legales, pero dudosamente morales. Es perentorio regular las situaciones de final de vida “con cuidado”, es decir, con todas la garantías no solo legales, sino éticas y humanas.

De lo contrario, en algún momento, cualquier persona se verá obligada a transitar el camino hacia la muerte no solo con un dolor físico, sino con el sufrimiento moral de saberse prescindible por motivos económicos, sanitarios, o sociales, como en el caso palmario del sinhogarismo, en el que la falta de hogar exacerba la vulnerabilidad.

Todas estas personas tienen no solo derecho al cuidado, sino que son dignas de vivir en una sociedad, en la que no tengan que temer por su vida por carecer, presuntamente, de valor social.

 

Publicada por Sonia Jimeno | 16 de enero de 2025 | Eutanasia por motivos económicos

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