Resumen: En la gestación se aprecia claramente que el hijo depende radicalmente de la madre. La corporeidad femenina en su sentido trascendente, y no meramente biológico, permite comprender la dinámica afectiva que se genera entre los sujetos implicados en la fecundación y su determinante influjo en la formación de la propia identidad de todos ellos. Mediante la lógica del don de sí que se manifiesta de un modo existencial en la corporeidad de la mujer y el sentido con el que acoge el cuidado y la promoción de esa nueva vida, el varón aprende su propia paternidad. La vinculación que se genera entre los progenitores y respecto del hijo implica un carácter permanente y de maduración que requiere del verdadero amor para responder adecuadamente a la unión que se ha generado; el desarrollo de los vínculos y sus diversas etapas, conjugadas entre autonomía y alteridad, constituyen el don de la familia como comunión capaz de contribuir a la edificación del bien común en la sociedad por cómo, dentro de ese tejido relacional, se aprende en el tiempo a amar.
1. Introducción
El hombre, no obstante toda su participación en el ser padre, se encuentra siempre «fuera» del proceso de gestación y nacimiento del niño y debe, en tantos aspectos, conocer por la madre su propia «paternidad»” (Juan Pablo II, 1988, n. 18). Esta cita de Mulieris dignitatem, la carta apostólica del Papa Wojtyla sobre la mujer, es una constatación que surge al observar el proceso biológico que comienza con la procreación y que abre un horizonte en la comprensión de la vocación original de la mujer y su implicación respecto de la identidad paterna. En ella parece evidente la asimetría que existe entre la implicación del hombre y de la mujer, no tanto en su inicio, que también presenta desconcierto, cuanto en su desarrollo, pues queda claramente exaltada la primacía de la madre. Este conjunto de hechos despierta innumerables preguntas.
Quisiera centrar la atención en la conclusión que nuestra frase inicial propone: la dependencia del varón para conocer su paternidad a través de la madre. Nos parece un tema relevante a considerar pues permite explorar las implicaciones que de él se derivan en la formación de la identidad de toda persona. ¿Cuál es el papel del niño gestado y naciente, que aparece como el principal afectado, en este descubrimiento de la paternidad por parte del varón?, ¿la paternidad pertenece solo indirectamente a la identidad personal del varón?, ¿Qué tipo de relación existe entre la matertidad y la paternidad? ¿Hasta qué punto se afecta recíprocamente esta triada relacional en la conformación de la identidad personal?
Cuando hablamos de paternidad y maternidad nos referimos implícitamente a tres sujetos en cuestión: la madre, el padre y el hijo. Analizarlos desde un método fenomenológico que los considere en el ámbito espacio temporal de la gestación y el nacimiento de una nueva vida puede ser un camino que nos ofrezca luces para nuestros interrogantes. Para ello, una clave principal podemos encontrarla en cómo consideramos la corporeidad humana, que de por sí implica un espacio y una temporalidad. Junto a estas coordenadas nuestro cuerpo se presenta como escuela de un kairos particular para una plenitud personal en el trascurso del chronos de un desarrollo biológico, ya que este binomio —kairos/chronos— permite reconocer la vulnerabilidad intrínseca a nuestra existencia que se presenta simultáneamente como carencia y posibilidad de bien. Nuestra corporeidad, en su vulnerabilidad y temporalidad, nos permite experimentar la realidad de que no somos mero bios, ni tampoco sólo esencias universales, sino que nuestro cuerpo está abierto a una trascendencia por la que la realidad nos afecta en lo concreto (Ratzinger, 1989). En otras palabras: nuestro ser se ve afectado por la existencia. Así lo vivimos en cada evento amoroso de nuestra vida, como por ejemplo, un abrazo o una caricia, o un golpe que nos produce una herida. Aquello que vivimos toca íntimamente nuestras personas, afectándonos de modo diverso aun viviendo los mismos hechos. En definitiva: las expresiones físicas revelan un sentido propio a cada persona que va más allá del mero gesto exterior.
2. Identidad polar: entre la autonomía y la alteridad
Una de las consecuencias más graves de reducir el ser humano a mero bios es menoscabar su libertad, pues tal perspectiva, enmascarada de aparente realismo, poco a poco le encasilla en categorías deterministas que terminan por arrebatarle la originalidad y unicidad de su obrar. Porque somos libres, podemos ser dueños de nuestras decisiones (autoposeernos) y descubrir el sentido de las mismas en el conjunto de nuestra vida (autotrascendernos) (cf. Spaemann, 2000; Fernández, 2020). Gobernar nuestras elecciones no es sencillo, pues no sólo implica nuestra capacidad electiva, sino también tantos otros factores que circundan nuestra existencia afectando nuestras decisiones temporales en su consideración, en su ejecución o en su evolución. La experiencia de nuestros límites pone en evidencia que somos personas relacionales mediante el cuerpo, que ofrece una condición que es a la vez limitada y abierta a unas relaciones que prometen algo nuevo y desconocido. Reconocemos que estamos vinculados unos con otros, en el tiempo, en el espacio, con el cosmos.
Nos movemos así entre la polaridad de la autonomía y la alteridad. En ella, nuestra libertad se ve desplegada en su grandeza y también modulada por tantos factores ajenos a ella. Las experiencias de la paternidad y la maternidad son un evento corporal que cuenta con las características apenas mencionadas. Ya inicialmente apuntamos que entre los tres sujetos implicados en la gestación parece otorgársele una primacía fundamental a la mediación de la relación mujer-hijo respecto de la conciencia de paternidad. Al mismo tiempo, de modo tácito pero fundante, es del hijo de quien parece hacer surgir tanto la identidad paterna como la materna, desvelando el inicio que activa su desarrollo, con la gestación y el nacimiento, en un proceso de maduración (Cf. Granados, 2013).
La presencia del hijo pone en evidencia una alteridad entre el hombre y la mujer del todo particular, pues es su unión sexual aquella capaz de engendrar una persona humana distinta de sus progenitores y única en su identidad. El hecho de que el fruto de esa unión que llamamos “hijo” sea una vida huma- na, revela el estatuto de su dignidad como persona, abierta a un sin fin de posibilidades que prometen desplegarse en el tiempo.