Incertidumbres cientí­ficas y retos éticos de la pí­ldora del dí­a siguiente (Dr. Herranz)

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Texto í­ntegro de la tribuna publicada en dos partes los dí­as 4 y 5 de abril y 15 de mayo de 2001 en la edición impresa de DIARIO MEDICO.

El autor comenta las incertidumbres cientí­ficas que rodean al mecanismo de acción de la pí­ldora del dí­a siguiente y arroja luz sobre las obligaciones éticas que de ellas se derivan, en especial respecto al deber deontológico de informar al paciente. Aboga por un ejercicio de tolerancia que lleve al médico a no dar por supuesto que el paciente comparte su convicciones morales.

El 15 de mayo  escribió preguntándose por el silencio de gran parte de la profesión médica ante un tema con fuerte repercusión en la opinión pública y explica la nueva significación del término concepción, a la que se resisten los libros de embriologí­a y los diccionarios. Concluye que la información que se da a las mujeres es paternalista porque las considera incapaces de asumir sus responsabilidades. (Añadimos al final esta nueva intervención)

La reciente aprobación por la Agencia Española del Medicamento de la comercialización del levonorgestrel en la forma farmacéutica de pí­ldora del dí­a después (pdd) es un asunto que plantea problemas ético-médicos y deontológicos nada triviales y merecedores de comentario.

El mecanismo de acción de la pdd incluye un componente de significado ético fuerte: impide la anidación y, con ello, el desarrollo del embrión humano. Sabemos que lo hace, pero ignoramos cuántas veces los hace. En consecuencia, recetar el médico o tomar la mujer la pdd son acciones con fuerte carga de responsabilidad, en las que juegan un papel muy relevante factores de dos órdenes: uno que podrí­amos asignar al área de la ética biológica; el otro, al de la ética profesional. El factor ético-biológico consiste en saber qué es lo que ocurre en el organismo de la mujer cuando hace uso de la pdd: sólo sabiéndolo no daremos palos de ciego y será posible actuar con conocimiento y racionalidad. El factor ético-profesional consiste en analizar, a la luz de los principios de la deontologí­a médica, qué requisitos – de información no sesgada, de respeto por las personas y sus convicciones morales- habrí­an de exigirse para que un médico pueda prescribir la pdd.

 

Mecanismo de acción en la penumbra

¿Qué sabemos de la pdd? Aquí­, la pregunta no se refiere primariamente a su eficacia y seguridad, a sus interacciones: de eso sabemos suficiente. Se refiere su mecanismo de acción,del que necesitamos saber y hablar más.

Es casi rutinario decir que la pdd ejerce un efecto diverso y multifactorial, que depende de la relación temporal que se dé entre el momento de la ingestión del producto y el dí­a del ciclo menstrual o el tiempo transcurrido desde la relación coital. En la versión oficial de los hechos, se dice que la pdd puede inhibir la ovulación o, través de sutiles perturbaciones de la función del eje hipotálamo-hipófisis-ovario, retrasarla; que puede modificar la textura del moco cervical y volverlo impracticable para los espermios; que puede enlentecer la motilidad tubárica y con ella el transporte de los gametos; que puede debilitar la vitalidad de los espermios y del ovocito y mermar su capacidad de fecundarse; o que, en fin, puede alterar el endometrio y hacerlo refractario o menos receptivo a la implantación del huevo fecundado. Es decir, unos cambios son contraceptivos porque inhiben a la fecundación; otros, en cambio, operan después de ésta y han de ser tenidos como interceptivos o abortivos muy precoces. 

Qué parte juega cada uno de esos factores, y particularmente ese último y decisivo efecto antinidatorio de la pdd, en el resultado neto final de que nazcan menos niños, nadie se ha propuesto dilucidarlo. La cosa, importante como es, permanece envuelta en una tenaz nube de ignorancia. Sorprende que una cosa así­ ocurra en el tiempo de la medicina basada en pruebas, tiempo en que, en farmacologí­a clí­nica, se hila muy fino y no están bien vistas ni la ignorancia ni la indeterminación. Disponemos sólo de estimaciones indirectas, aunque relativamente fiables, que permiten concluir que, aun dada a tiempo, la pdd no inhibe la ovulación siempre; que, a pesar de los cambios que induce en el moco cervical, la pdd no impide que los espermios pasen en cantidad disminuida, pero suficiente, a la trompa; y que el efecto antinidatorio endometrial juega un papel, decisivo aunque no cuantificado, en la eficacia del tratamiento.

 

Claridades y ambages

Una situación así­ obliga a actuar en la duda, con menos datos de los necesarios, lo cual crea conflictos. Con razón, quienes profesan un respeto profundo a todos los seres humanos sin excepción, estiman que jamás uno de ellos puede ser expuesto al riesgo próximo de ser destruido, aunque ese riesgo no esté cuantificado. Basta con que la pdd sea de hecho capaz de privar de la oportunidad de vivir al embrión humano para que sea condenable. Quienes no profesan aquel respeto prefieren negar el problema ético valiéndose de ciertos cambios del lenguaje. Para ellos, mudar el nombre de las acciones transmuta su moralidad. 

Afirma un editorial del New England Journal of Medicine :””¦aun cuando la contracepción de emergencia actuara exclusivamente impidiendo la implantación del zigoto, no serí­a abortiva”.Pero no se nos dice qué es. Quebrar la vida de un ser humano, por minúscula que sea la ví­ctima, es algo que merece ser llamado de alguna manera. Impedir la implantación del embrión humano es un hecho de notable importancia ética que no se puede volatilizar por el fácil expediente de dejarlo sin nombre. Su sustancia moral no desaparece aunque se recurra a la redefinición de gestación y concepción que hace años pactaron la OMS, la ACOG, la FIGO y las multinacionales del control de la natalidad. Pero la al redefinición no es de recibo: a ella se vienen resistiendo año tras año, con una tenacidad sensata, muchos hombres y mujeres de buena voluntad, las sucesivas ediciones de los diccionarios generales y médicos, y los libros de embriologí­a humana. De todas formas, aun en medio del ocultamiento y la indeterminación, no faltan quienes, superado todo escrúpulo ético ante el aborto y la contracepción dura, se manifiestan con sin- cera franqueza. 

Un par de muestras: en la versión española, pero curiosamente no en la inglesa, de la página del Population Council en internet, se lee:”Lo que hacen las pí­ldoras anticonceptivas de emergencia y las minipí­ldoras de emergencia es, principalmente, modificar el endometrio (la capa de mucosa que recubre el útero), para así­ inhibir la implantación de un huevo fecundado”.Y Emile Etienne Baulieu acuñó el concepto de contragestivos para agrupar junto a la RU-486 (la pí­ldora abortiva que él habí­a diseñado) los métodos de control de la fertilidad que son abortivos muy precoces, como los dispositivos intrauterinos, la contracepción hormonal a base de gestágenos y la contracepción postcoital.”De hecho -afirmó en su discurso al recibir la Medalla Lasker- la interrupción posterior a la fecundación, que tendrí­a que ser considerada como abortiva, es algo que está a la orden del dí­a [“¦]Por esa razón, hemos propuesto el término contragestión, una contracción de contra-gestación, para incluir en él la mayorí­a de los métodos de control de la fertilidad”. 

Eso es hablar claro y sin tapujos. La evolución histórica de la contracepción ha seguido una trayectoria bien definida: de la anovulación a la intercepción, del ovario al endometrio, de antes de la fecundación a después de ella. El modo, lugar y tiempo de su actuación han ido cambiando en los últimos 45 años. Pero se sigue hablando de contracepción, como si nada hubiese ocurrido.

El médico que profesa un profundo respeto a la vida y que no ignora el efecto antinidatorio de la pdd rehusará prescribirla, para lo que no necesita, a la vista de los términos que constan en la reciente autorización del levonorgestrel, recurrir a la objeción de con- ciencia. Pero, si un dí­a se incluyera la pdd entre las prestaciones de las aseguradoras privadas o del Sistema Nacional de Salud, el médico podrí­a presentar objeción de con- ciencia a su prescripción, al igual que lo ha- ce ante el aborto de embriones y fetos de mayor edad.

Aunque es altamente cuestionable que la pí­ldora del dí­a después (pdd) pueda considerarse como un medicamento convencional, de momento en España ha de prescribirse y dispensarse como si de un medicamento genuino se tratara. El farmacéutico sólo podrá dispensarla cuando la haya recetado un médico.

Conviene, pues, preguntarse qué normas deontológicas son especialmente pertinentes al caso. Son dos los artí­culos del vigente Código de í‰tica y Deontologí­a Médica que, a mi parecer, las contienen.

 

Información éticamente significativa

 

El artí­culo 25 del Código de í‰tica y Deontologí­a Médica dice que “el médico deberá dar información pertinente en materia de reproducción humana a fin de que las personas que la han solicitado puedan decidir con suficiente conocimiento y responsabilidad”.El código de- clara que la información sobre la reproducción humana es un área privilegiada, especial.En nuestro caso, impone al médico, en especial al ginecólogo y al médico general, el deber de informar sobre la pdd no de modo rutinario, sino cualificadamente, pues la información que dan a quienes le preguntan ha de servirles a éstos para tomar decisiones con conocimiento suficiente y con suficiente responsabilidad. Tal información ha de ser objetiva, inteligible, adecuada.

Con datos parciales, oscuros o sesgados no puede llegarse a decisiones responsables. Es criterio general que el consentimiento del paciente no serí­a genuino, esto es, ni libre ni informado, si el médico le ocultara información que el paciente tuviera por éticamente significativa. Con respecto a la pdd, quien ha de juzgar es la propia mujer.El artí­culo 25 reconoce la especial e intransferible responsabilidad de cada uno en materia de reproducción humana que, en el pluralismo ético de hoy, admite diferentes versiones: para unos, se trata de ejercer una maravillosa cooperación con el poder creador de Dios; para otros, se trata de expresar la centralidad que la reproducción humana ocupa en su plan de vida personal; para otros, se trata de ejercer el derecho de transmitir al hijo,a través del material genético, la imagen de la propia identidad.

El médico ha de reconocer que quienes creen que la vida del ser humano comienza con la fecundación actúan con plena racionalidad cuando rechazan un tratamiento que pueda destruir una vida humana naciente, aun cuando la frecuencia absoluta de tal evento fuera baja. Es cierto que ,en el proceso de consentimiento informado, el médico no está obligado a referir riesgos muy raros, pero esa norma decae cuando se tengan indicios razonables de que esa rara posibilidad es tenida por el paciente como importante, muy importante. Esos indicios se obtienen informando y preguntando. No hacerlo equivaldrí­a a viciar el consentimiento, que ya no serí­a informado. Se sabe que se dan efectos psicológicos nega- tivos, sentimientos de engaño, culpabilidad o tristeza, reacciones de rabia o depresión en mujeres que creen que la vida humana comienza con la fecundación y que más tarde se enteran de que la pdd pudo haber eliminado una de esas vidas, sin que se les hubiera informado y dado oportunidad de expresar su voluntad. La falta de consentimiento en un caso así­ puede exponer al médico a enojosas consecuencias deontológicas y judiciales.

Manifestar opiniones, no imponerlas

El artí­culo 8 del código dice que “en el ejercicio de su profesión, el médico respetará las convicciones de sus pacientes y se abstendrá de imponerles las propias”.Respetar a las personas es respetar sus convicciones. Como es lógico, las convicciones que el médico no puede imponer no son sólo las polí­ticas, ideológicas o religiosas. Son también las técnicas y cientí­ficas. El médico ha de manifestar sus opiniones y recomendaciones que hagan al caso, pero ha de hacerlo sin abusar de su posición de poder. Si piensa el médico que el embrión humano es respetable sólo después de haberse implantado o incluso más tarde, esa es su opinión, pero no puede imponerla a quien tiene a la fecundación por comienzo de la existencia humana. No puede olvidar el médico que, para mucha gente, son inaceptables aquellas formas de regulación de la reproducción que permiten la fecundación y provocan luego la pérdida del embrión.

En su relación con el paciente singular, el médico no puede aplicar los criterios asignados por las encuestas sociológicas a las mayorí­as. Los sondeos de opinión pueden decir que la opinión prevalente es que el embarazo indeseado o inesperado tiene su destino más apropiado en el aborto, o que la pdd es la opción que ha de ofrecerse sin más averiguación a quien solicita contracepción urgente. Pero ésa bien puede no ser la opinión de muchos otros.

Incluso puede estar en contradicción con otras estadí­sticas. Así­, por ejemplo, entre las adolescentes, que constituyen al respecto el grupo más vulnerable, las circunstancias (sociales, culturales, religiosas, familiares) que intervienen en la decisión de abortar o de continuar el embarazo son muy complejas e impredecibles, y obligan a prestar al asunto una atención individual y libre de prejuicios. En todo caso, el más justificado serí­a el prejuicio a favor de la vida. En efecto,l os datos relativos al millón aproximado de adolescentes que anualmente quedan embarazadas en los Estados Unidos suelen mostrar con notable constancia que deciden abortar sólo un tercio de ellas (35 por ciento), mientras que los otros dos tercios (65 por ciento) lo continúan, aunque una séptima parte del total (14 por ciento) termina en un aborto espontáneo.

El médico no puede prejuzgar que la persona que tiene delante participa de las mismas convicciones éticas que él. Y menos todaví­a puede dar por supuesto que esa persona prefiere ignorar o no dar importancia a las implicaciones morales o religiosas del uso de la pdd. Y, dado que hay pruebas que sostienen que la pdd ejerce un efecto antinidatorio y siendo imposible que el médico sepa de antemano si la mujer que le consulta objetará o no a su empleo, no se puede sostener que sea buena práctica médica privar a la mujer de la información imprescindible para que ella preste su autorización. No dar esa información serí­a a la vez un engaño y un abuso, que expropiarí­a a la mujer de su autonomí­a.

La situación definida como contracepción de urgencia no exime de ese diálogo singular y libre de prejuicios entre el médico y la mujer. No pertenece la prescripción de pdd al pequeño número de situaciones de urgencia extremada en las que puede prescindirse del consentimiento informado. En el caso de la presunta prescripción de la pdd no puede prescindirse de entablar con la mujer una relación inteligente, informativa, éticamente respetuosa, que tenga en cuenta sus creencias y valores. La autorización para comercializar la pdd trae a primer plano esos dos aspectos básicos de la ética profesional de la medicina: el respeto a las convicciones del paciente y la comunicación de la verdad. Queden los que no han sido trata- dos aquí­ para otra ocasión.

¿Qué ha pasado en este tiempo?

Hace poco más de un mes envié a DM un par de Tribunas sobre la pí­ldora del dí­a después (pdd), convencido de que iban a provocar un debate necesario y, así­ lo deseaba, clarificador. Pero ese debate no se ha producido: han ido pasando los dí­as y nadie del campo profesional ha dicho en las páginas de DM esta boca es mí­a.

Lo curioso es que se trata de un silencio selectivo, intraprofesional. En la calle, los medios de comunicación, con la colaboración de muchos médicos, no han parado de hablar sobre la pdd con ocasión de los diferentes pasos de su camino hacia las farmacias. Y DM mismo se ha hecho eco de una nota, breve y clara, de la Conferencia Episcopal Española.

¿Qué podrá significar ese silencio dentro de la profesión? Podrí­a, en principio, ser expresión de varias actitudes: del aburrimiento de unos por un asunto mil veces tratado y del que decir algo nuevo parece imposible; del desinterés de otros por un problema moral que juzgan superado; del desdén de muchos ante la naturaleza insoluble de un conflicto ético más; de la fatiga de los que empiezan a cansarse de pugnar por unos valores que ya no son compartidos. Pero la cosa no se puede quedar ahí­. Es necesario traerla de nuevo a colación: no es bueno que los médicos respondamos con el silencio o la indiferencia a una cuestión que tanto interesa a la gente y que nos implica de lleno.

Jugando con las palabras
Quiero tratar aquí­ de un punto que está en el fondo del problema y que dejé sólo esbozado en una Tribuna de comienzos de abril: me refiero al cambio léxico que permite a los promotores de la pdd afirmar que ésta no es abortiva. Porque no se trata sólo de un cambio léxico: viene a ser la imposición de una ideologí­a.

Referí­a, en una de las Tribunas de abril, que se habí­a recurrido a cambiar el significado de algunas palabras para hacer más convincente la idea de que la pdd no es abortiva. Creo que es clarificador conocer la historia y la intención de esos cambios.

La transición a una sociedad dominada por el ethos contraceptivo exigí­a un cambio de pensamiento y de actitudes sobre lo que haya de entenderse por concepción: sólo cambiando el sentido de la palabra podrí­an cambiar las costumbres sociales. La cosa resultó bastante sencilla: consistió en disociar concepción de fecundación e identificar concepción con implantación terminada.

Veámoslo con algo de detalle. Concepción, en su acepción original, genuina, de uso general no manipulado, es y ha sido siempre equivalente de fecundación: la concepción es la unión del espermatozoide y el óvulo, es el comienzo del nuevo ser, marca el inicio del embarazo. Eso es lo que en mayorí­a masiva dicen los diccionarios generales de las diferentes lenguas y lo que repiten en mayorí­a masiva los diccionarios médicos. Pero en el nuevo orden de cosas las cosas son distintas. En el nuevo lenguaje, concepción ya no es ni fecundación ni comienzo del nuevo ser, sino, como antes, el inicio del embarazo, pero marcado por la culminación de la implantación del blastocisto en el endometrio.

Un significado auténtico
El cambio no es un mero ejercicio de precisión académica: supone una revolución ideológica. Pero el significado genuino de las palabras -como en Galicia dicen d”™os amoriños primeiros- aguanta impertérrito. Los libros de embriologí­a y los diccionarios se han resistido al cambio. Es un ejercicio a la vez absorbente y divertido examinar lo que unos y otros dicen de concepción y fecundación, de embrión y pre-embrión, de cigoto y mórula, de blastocisto y gástrula, de embarazo y aborto, de contraceptivo y abortifaciente.

La incorporación de la nueva ideologí­a ha sido parcial y errática: se adaptan unos conceptos, pero se dejan sin enmendar otros. Todo parece artificial y fabricado. Baste un botón de muestra: el autoritativo Dorland”™s. En la entrada “concepción” sigue la redefinición moderna: “concepción, el comienzo del embarazo, marcado por la implantación del blastocisto en el endometrio”. Pero, curiosamente, los revisores se olvidaron de modificar la entrada “embarazo”, que sigue anclada en la vieja tradición: “embarazo, la condición de tener en el cuerpo un embrión o feto en desarrollo, después de la unión de un ovocito y un espermatozoide”. Unas veces el comienzo del embarazo es la implantación; otras veces, la fecundación. Fascinante.

Las cosas no casan ni pueden casar cuando el lenguaje es torturado y se vuelve loco. Los genetistas que colaboran con los embriólogos clí­nicos han desarrollado técnicas de diagnóstico génético preconcepcional y preimplantatorio, que le dan la espalda a la nueva nomenclatura. Y se la dan en la práctica profesional también los mismos ginecólogos: en un estudio hecho en 1998, en Estados Unidos, en que se les preguntaba en relación con la información que dan a las mujeres en el proceso de obtener el consentimiento informado, el 73 por ciento respondió que concepción es sinónimo de fecundación y sólo el 24 por ciento indicó que concepción era sinónimo de implantación.

Con la nueva definición de concepción, una cosa queda asegurada: la contracepción no es sólo impedir la concepción, no abarca sólo el conjunto clásico de procedimientos, dispositivos, o sustancias que impiden la reunión del espermatozoide y el oocito y su fertilización. Incluye ahora, y trata de cobijar bajo la calificación ética de contracepción, los procedimientos, dispositivos o sustancias que impiden el desarrollo del embrión en el tiempo que va de la fecundación al final de la implantación. Lo que hasta ahora era abortivo precoz, conforme al nuevo lenguaje ya no lo es. Sólo merecen el nombre de abortivos o abortifacientes los procedimientos o sustancias que impiden el desarrollo del embrión ya implantado. Antes de terminada la implantación no se puede hablar de aborto, es incorrecto referirse a una interrupción del embarazo, porque, por la magia de la nueva palabra, el embarazo sólo puede ser interrumpido una vez que ha empezado, y ahora no empieza el dí­a 1, sino un par de semanas más tarde. En el nuevo lenguaje, hablar de abortos de embriones de menos de 14 dí­as es un contrasentido. Eso es lo que nos están diciendo acerca de la pdd algunos representantes de la industria farmacéutica, ciertos agentes sociales y de la Administración, y un sector de médicos.

Ocultar una realidad cientí­fica
Pero todos sabemos que no estamos ante un juego de palabras, sino ante la cuestión, infinitamente más seria, de nuestras relaciones con los seres humanos más pequeños. Estos, en su inocencia, son destruidos por la pdd.

La manipulación léxica nos dice que no hablemos entonces de abortos, pero no nos dice de qué hemos de hablar. De algún modo habrá que llamar al hecho de privar de la vida a los embriones a los que se impide implantarse en el útero. Los neologismos técnicos de contracepción endometrial, de intercepción postcoital, de efecto antinidatorio sólo describen una parte de la realidad. Ocultan el hecho de que, en muchas ocasiones, según sea el momento del ciclo en que la mujer haya realizado el acto sexual, se impide la supervivencia de un número considerable de embriones humanos.

Eso es lo relevante. Llamarle o no aborto es, en cierta medida, indiferente para la realidad ética subyacente, pero con alguna palabra hay que denominar la acción de eliminar vidas humanas inocentes. Ofuscar a las mujeres diciéndoles que con la pdd nunca pasa nada, en lo biológico y lo ético, es un condenable paternalismo, es tenerlas por incapaces de asumir la responsabilidad de sus acciones, escamotearles la oportunidad de escoger. Deben saber que por efecto de la pdd una vida humana puede ser cercenada, un destino humano cancelado, la promesa de una vida personal anulada. Y esa es una tragedia que no es justo trivializar con juegos de palabras por sugerentes que sean, por inteligentes que parezcan, aunque hayan recibido las bendiciones del ACOG y la FIGO, la OMS o la SEC

 

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