Vd. Ha traducido al filósofo alemán Robert Spaemann. De él he recogido: Es funesta la opinión de “que a la ciencia le está permitido todo, con tal de conseguir avances en el conocimiento”. ¿Puede abundar algo más en esta idea? No acostumbramos a pensar eso del poder, y la ciencia, en …
Vd. Ha traducido al filósofo alemán Robert Spaemann. De él he recogido: Es funesta la opinión de “que a la ciencia le está permitido todo, con tal de conseguir avances en el conocimiento”. ¿Puede abundar algo más en esta idea?
No acostumbramos a pensar eso del poder, y la ciencia, en cierto modo, es poder, es una manifestación del dominio del hombre sobre la naturaleza. Entendemos que el poder debe estar regulado, repartido y, en un sistema democrático, este control lo ejerce el parlamento. La cultura democrática ha popularizado la idea de la separación de poderes para evitar que pueda acumularse demasiado poder en pocas manos. La idea del poder absoluto la asociamos fácilmente a la corrupción. El dominio sobre la naturaleza no debe ser despótico, sino respetuoso con ella. Dios ha creado al hombre para que domine sobre la naturaleza, pero un dominio absoluto del hombre sobre la naturaleza, como ha señalado C.S. Lewis en La abolición del hombre, fácilmente se convierte en un dominio absoluto del hombre por el hombre, puesto que el hombre forma parte de la naturaleza. La ciencia está para servir al hombre, no para esclavizarle.
La idea de que el hombre debe imponerse restricciones, cosas que no debe hacer, ¿le parece positiva, o es la reliquia de una mentalidad trasnochada?
Si hiciéramos todo lo que nos viene en gana, moriríamos muy pronto. La persona, y la sociedad también, perecería sin una libertad ordenada. Es cierto que esta idea hoy no resulta muy popular, pues existe una imagen sociocultural de la libertad como algo que no debe ser nunca limitado. Pero esa idea es una ficción. El hombre no posee una libertad absoluta porque él mismo no es un ser absoluto. Y los límites de la libertad no son sólo exteriores a ella, digamos, condicionamientos (de tipo económico, social, político, educativo, cultural, incluso genético…), sino que también hay limitaciones intrínsecas. Por ejemplo, el hecho de que no hemos elegido libremente ser libres (Sartre lo expresó diciendo que estamos “condenados” a ser libres), o el hecho de que no podemos elegirlo todo: nuestras opciones se nos manifiestan generalmente como alternativas. Ahora bien, que el hombre no sea absolutamente libre no significa que no sea libre en absoluto. Significa que su libertad no es absoluta. Esto es lo que hoy día resulta difícil de ver para no pocos, insisto, porque se ha reproducido ampliamente una idea de libertad que es más cercana a la imagen idílica o utópica de la pura indeterminación, el poder quererlo todo y poder hacerlo todo. Es lo que a menudo piensan los adolescentes. Hay que ver las cosas con algo más de objetividad y realismo. Lo trasnochado es que una persona adulta a veces actúe y piense como un imberbe. La libertad es, probablemente, lo más importante que el hombre posee, pues es lo que le permite amar y ser amado, y el hombre es un ser diseñado sobre todo para esas dos cosas. Pero no se le hace un buen servicio a la libertad humana cuando se la piensa como absoluta e ilimitada. Percibir la realidad de algo es percibir sus límites.
¿Qué piensa de la utilización de embriones humanos al servicio del progreso del conocimiento médico? ¿Por qué se admite hoy socialmente lo que se reprocha a los nazis en su mandato?
Que la humanidad comience a emplear sus propios descendientes, ya desde los primeros estadios, para mejorar la calidad de vida de los adultos tiene un nombre: canibalismo, y de la peor especie, tratándose de individuos absolutamente indefensos. Los nazis cayeron realmente muy bajo, pero no llegaron a tanto. En la acción humana no es por completo separable el fin subjetivo que se persigue de lo que mediante la acción misma se logra, en este caso, la muerte de seres humanos en estado embrionario: pequeñitos, pero humanos al fin y al cabo. Negar esta evidencia es una muestra de hasta qué punto las pasiones humanas pueden oscurecer el entendimiento, incluso la evidencia de que todos los seres humanos hemos comenzado siendo “eso”, embriones. Entre un embrión humano y el adulto que de él surgirá ““si le dejan- son patentes las diferencias, pero es igualmente clara la continuidad: quizá no es lo mismo el recién concebido y el niño de 3 años, o el joven de 20, el adulto de 40 o el anciano de más de 70, pero sí que es el mismo a lo largo de todas esas etapas. Por muy razonable y justa que sea la intención de hacer prosperar la humanidad con adelantos en la ciencia médica, el fin no justifica los medios: un fin muy justo no puede justificar cualquier medio eficaz para lograrlo. No comparto la tesis fundamental del utilitarismo, que está en la base de ese planteamiento. El proyecto de una optimización futura de la humanidad no puede convalidar la ceguera ante la realidad presente de una acción intrínsecamente perversa. También los nazis querían mejorar el mundo por medio de sus crímenes. Y muchos terroristas continúan esa triste senda. Aquí opera el mismo criterio: matemos a unos para salvar a otros. Desguazar criaturas humanas en estado embrionario para mejorar la salud de personas adultas no puede hacernos olvidar que lo que estamos haciendo es eso: destruir vidas humanas. Llamarle a eso “terapia” es pervertir el sentido del lenguaje. Nunca matar es “terapéutico”.
¿Cómo responder a la idea de que la defensa de la vida en todas sus etapas está basada en creencias religiosas y que, por lo tanto, no es exigible a todos?
Yo no soy kantiano, pero en este punto apelo a la teoría kantiana del imperativo categórico. Nunca trates a la humanidad, ni en ti ni en los demás, únicamente como un medio, dice Kant, sino siempre también como un fin. Como es bien sabido, Kant no es ningún profeta ni un Padre de la Iglesia. Pero me parece que hace una aclaración muy interesante de la noción de dignidad de la persona, a la que por cierto apelan todas las constituciones laicas cuando desarrollan la idea de derechos humanos o derechos fundamentales de la persona. í‰l distingue dignidad (valor intrínseco de lo que es un fin en sí mismo) y precio (valoración extrínseca que se hace de algo cuyo valor es relativo a la oferta y demanda). Y aquí lo que está en juego es el concepto mismo de dignidad de la persona y del respeto incondicionado, absoluto ““categórico- que merece siempre, en cualquier situación en que se encuentre, concepto que a su vez se sitúa, insisto, en la base de toda la teoría de los derechos humanos. Sacar a relucir aquí la religión no viene a cuento. Ciertamente el concepto de dignidad radical e igual de todos los seres humanos posee un origen cristiano, pero, como ha pasado con otras nociones, se ha secularizado, y pienso que es bueno esto, pues permite que me encuentre y entienda con quienes no comparten mis presupuestos religiosos.
En este tipo de recursos retóricos se despacha demasiada demagogia. Un cristiano tiene únicamente algún motivo más para defender la dignidad humana del no nacido, pero defenderá esa postura por coherencia y, ante todo, a título de ciudadano. No es de recibo que si un creyente condena el homicidio de un adulto parece que sus argumentos son racionales y admisibles desde la llamada “ética civil”, pero si resulta que el fallecido no había nacido aún entonces es un concilio el que habla por la boca de ese ciudadano. Esto no es serio, ni desde el punto de vista ético, ni desde el lógico.
¿Es optimista respecto al futuro de la humanidad? ¿Por qué?
Por supuesto que soy optimista. Como cristiano, no puedo dejar de serlo, pese a las incertidumbres y perplejidades de nuestro momento. (Cada momento histórico, por cierto, ha tenido las suyas). Soy optimista por dos razones: 1ª) porque la gente es mejor que sus teorías, incluso cuando éstas están sobradas de cordura; 2ª) porque estoy firmemente persuadido de que la verdad posee recursos para abrirse camino a la inteligencia humana, pese a que hoy hay elementos de dispersión importantes.