La ética indolora: en busca de una moral sin inconvenientes (D. Innerarity)

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keywords: deberes, individualismo, el yo, buena conciencia, sacrificio, nuevos deberes Quien piense que la extensión de una cultura individualista supone la expulsión definitiva de todo deber, se equivoca. El ser humano tiene la peculiar maní­a de ser incapaz de vivir sin deberes, que son a la vez limitaciones de …

 


keywords: deberes, individualismo, el yo, buena conciencia, sacrificio, nuevos deberes


 

Quien piense que la extensión de una cultura individualista supone la expulsión definitiva de todo deber, se equivoca. El ser humano tiene la peculiar maní­a de ser incapaz de vivir sin deberes, que son a la vez limitaciones de su libertad y protectores de su fragilidad. Por eso la apoteosis del yo no lleva consigo una eliminación de la moral, sino su modificación. Como la energí­a, los deberes no se destruyen; se transforman. La sede de los valores no está nunca vacante. Lo que ocurre es que siempre está ocupada por los más razonables.

Por eso hay que matizar dos extremos que no ayudan nada a comprender nuestra cultura: tanto el discurso social alarmista que se lamenta por el fin de la moral, como su celebración cí­nica. Individualismo no equivale exactamente a declive de la moral. La cultura de la autodeterminación narcisista se ha hecho con la esfera moral que -contrariamente a lo que algunos pensaron- no es la del “todo está permitido” de un egoismo brutal, sino la de una variante más sutil: una moral sin obligación ni sanción. Lo que está de moda es la caridad sin deber, un altruismo indoloro, una ética mí­nima e intermitente de la solidaridad compatible con la primací­a del yo.

 

La transformación de la moral

No hace mucho tiempo andaba todo el mundo electrizado con la idea de la liberación individual y colectiva, mientras que la moral era asimilada al fariseismo y la represión burguesa. Ahora resulta que por todas partes se nos asalta con imperativos éticos: lucha contra la corrupción, protección del medio ambiente, normas deontológicas, acciones humanitarias, códigos de lenguaje no discriminatorio, llamamientos a la responsabilidad, ética empresarial… Los “rockeros” ofrecen sus decibelios a los damnificados de la tierra y los artistas se comprometen en acciones generosas. Y esta efervescencia ética es tan plural que incluso permite una reposición de antiguos deberes, pues ya no es obligatorio estar liberado. Cualquiera tiene algo que conservar y ya no hay que avergonzarse de ello.

Lo que ha desaparecido irremediablemente -para bien o para mal, es algo que habrá que determinar- es la noción de deber absoluto y toda la retórica sentenciosa que lo cortejaba. Ya nadie quiere cambiar el fondo de las cosas pero casi todo el mundo está dispuesto a corregir la superficie. El escepticismo global y el activismo ocasional no son incompatibles, a diferencia de otras épocas en que habí­a proyectos revolucionarios y la compasión era consideraba una actitud indigna. En el mundo contemporáneo conviven la desafección hacia las vastas odiseas ideológico-polí­ticas y el deseo creciente de compromisos libres, puntuales.

Del mismo modo que las sociedades modernas han erradicado los emblemas ostentatorios del poder polí­tico, también han descalificado la imposición de normas austeras, represivas y disciplinarias, los imperativos categóricos de corte marcial. La era postmoralista no es ni transgresiva ni gazmoña, sino “correcta”.

 

La gestión óptima del yo

La nueva moral es fundamentalmente una ocupación privada justificada desde el momento en que no hay ya causas públicas que exijan el holocausto personal. Se trata de una cosmética que -consciente de lo inalterable que es la realidad- al menos hace más grata su presentación externa. Los nuevos imperativos tienen ese carácter embellecedor. De ahí­ proceden el nuevo higienismo, la moral doméstica, el hedonismo ecológico, la obsesión del ‘look’. Esta ocupación es la gestión óptima del yo, el ‘ego-building’. En lugar del conglomerado de relaciones y dependencias propio de las sociedades tradicionales o revolucionarias, lo que ahora tenemos es una yuxtaposición de individuos soberanos ocupados con la gestión de su calidad de vida.

De lo que se trata es de no depender de otro. Así­ se construye un ‘ethos’ de la autosuficiencia y de la autoprotección, propio de una época en la que el otro es más bien un peligro o una molestia que un poder de atracción. Por eso me parece que el preservativo tiene un carácter emblemático, trascendental. Es el envoltorio con el que se protege un individuo que no quiere implicarse en nada pero que desea relacionarse con todo, el distintivo de una cultura que, bajo la capa de una simpatí­a universal, esconde una sensación de incomodo ante la presencia amenazante de los demás. Esta situación es indiscernible de una guerra de todos contra todos en la que se nos hubiera privado de toda arma mortí­fera.

Por supuesto que nadie lo formularí­a con esa crudeza, pero ésta es la imagen del otro que se alberga en nuestro subconsciente tras el bombardeo de la propaganda contra el tabaco o contra el SIDA. ‘Homo homini virus’.¿Qué es el prójimo? Un ser que fuma y es contagioso.¿Qué es la sociedad? Un sistema de compartimentos estancos -perdón por la alusión involuntaria a las tiendas de tabaco- que nos permite hacer como que nos tratamos.

En un libro reciente y que constituye toda una apologí­a de las nuevas realidades en materia moral, el filósofo francés Lipovetsky las ha resumido sentenciando que “el hedonismo postmoderno ya no es transgresivo ni diletante, es controlado, funcionalizado, sabiamente ligth” (Gilles Lipovetsky, Le crépuscule du devoir. Gallimard. Parí­s, 1992). La recusación del primado del ideal ético abstracto no se presenta como una amenaza social, no tiene por qué ser una fuente de sentimientos de culpa o de conflictos, que creemos haber superado definitivamente.

 

Los nuevos deberes

¿Cuáles son los nuevos imperativos de esta ‘fun morality’?: juventud, salud, esbeltez, ligereza, forma, satisfacción, velocidad, inmediatez, amabilidad… Serí­a precipitado hablar de un craso egoí­smo. Esta ocupación primordial con el yo no tiene por qué ser incompatible con la atención a las necesidades del prójimo, siempre y cuando no pretenda ir más allá de lo que bien puede denominarse un altruismo indoloro.

Una moral del sentimiento es la única compatible con el nuevo individualismo. Desde luego, nunca ha habido tanto llamamiento a la solidaridad, tanta exhibición de realidades inadmisibles acompañada de un lenguaje de reprobación. Pero este éxtasis de la solidaridad es epidérmico, ligero y puntual. Es una identificación superficial con el otro, debido a la repugnancia del espectáculo del sufrimiento; es un compromiso nómada y parcial, moderado y distanciado. A menudo, basta un gesto de indignación para recuperar la buena conciencia.

La emoción suscitada por el espectáculo de niños famélicos es rápidamente olvidada gracias a la pelí­cula que le sigue: asistir a un concierto de solidaridad, portar un ‘slogan’ antirracista, enviar un cheque para combatir una determinada enfermedad; todo esto no tiene ningún tono de culpabilidad. Los medios de comunicación exponen continuamente la infelicidad humana pero desdramatizan el sentido de culpa; la velocidad de información crea la emoción y la diluye al mismo tiempo. Estamos en la época de la eliminación y no de la fijación, de la sensibilización fluida y no de la intensificación de los sentimientos.

 

La conciencia individualista

El sufrimiento del otro -cuando es puesto en escena por los medios de comunicación, ya que en la vida real está bien escondido- nos resulta insoportable; pero porque, en el fondo, es una agresión a nuestra propia calidad de vida. “La conciencia individualista -afirma Lipovetsky- es una mezcla de indiferencia y de repugnancia frente a la violencia, de relativismo y de universalismo, de incertidumbre y de absolutez de los derechos humanos, de apertura hacia las diferencias respetables y rechazo de las diferencias inadmisibles”. Lo que ha sido completamente liquidado son los valores sacrificiales, la idea de desinterés, abnegación y olvido de uno mismo. En lugar del deber incondicionado, espí­ritu de responsabilidad; en vez del mandato severo de la moral, la optimización del bienestar.

La preguntas que quedan en el aire es si una moral así­ entendida es capaz de mejorar la vida propia y ajena, que es el objetivo de toda buena voluntad. El rostro amable de la virtud, refractario a cualquier pesadez injustificada, está todaví­a oculto por la jerga de una moral autoritaria, pero tampoco sale a la luz con una moral individualista. Hay que celebrar sin duda la aversión hacia el moralismo austero, los sentimientos de culpa desproporcionados y el castigo injusto. Pero ¿es posible vivir rectamente sin ninguna noción -adecuada y sin deformaciones caricaturescas- de culpabilidad?

 

Los inconvenientes del bien

Habitualmente la buena voluntad y el comportamiento correcto compensan más que sus contrarios. Un cálculo de conveniencias suele señalar el camino de la virtud frente al del vicio. A fin de cuentas, es menos complicado hacer lo que se debe que aventurarse por el tortuoso sendero de la transgresión. Pero esto no es siempre así­, y son precisamente estas situaciones -aquellas en las que lo bueno se presenta rodeado de inconvenientes y lo malo nos atrae con su cortejo de beneficios- las que miden el valor y distinguen la verdadera catadura moral de la caradura pragmática. Una ética no está suficientemente constituida mientras no nos ofrezca razones para obrar en la adversidad. Y sospecho que éste es el punto débil de esta nueva ética simpática y desdramatizada: que nos deja en la estacada cuando más la necesitamos.

Dice Lipovetsky que no hay que preocuparse demasiado, pues la desregulación postmoralista está contenida dentro de lí­mites estrictos. La sociedad tiene efectivamente muchos mecanismos para premiar la buena conducta y disuadir de la agresión. Pero esta regulación no es suficiente. Lo prueba el hecho de que no sabemos qué hacer frente a la corrupción o el racismo. Detrás de un desví­o de fondos hacia el propio partido y de la indignación ante el extranjero que obtiene un puesto de trabajo o es considerado un delincuente potencial, no suele haber ni un estafador de oficio ni un antropólogo racista: hay un individuo que trabaja para un partido, las más de las veces sin provecho personal, y un resentido que no quiere repartir con nadie los bienes que disfruta.

La corrupción y el racismo, efectivamente, están sometidos a ciertas buenas maneras. Pero mucho me temo que el sujeto que los practica no es de una mentalidad diferente de aquel pequeño burgués que celebra la superación de viejas prohibiciones y al que nadie ha enseñado que la moral o es una escuela de generosidad que enseña algunos -aunque sean pocos- principios y obligaciones, o se convierte en un cálculo implacable de ganancias compatible con la tranquilidad de conciencia.

Efectivamente, lo que Lipovetsky llama postmoralismo no significa la desaparición de las inhibiciones. Todaví­a nos quedan muchos hábitos y sentimientos cuya desaparición nos conducirí­a a la barbarie. Es cierto que el sentido de indignación moral no ha muerto (siempre y cuando ese malestar no nos haga abandonar el sillón desde el que contemplamos la atrocidad correspondiente). El problema es que esos lí­mites no pueden ser sostenidos por una cultura que predica la desaparición de la idea misma de lí­mite. La cultura indolora de la moral correcta y las buenas intenciones es inercial, parasitaria, vive de los intereses que le reportan unos valores en los que ya no cree y que no podrí­a defender.

 

Cuando aparece el sacrificio

Cualquiera puede encontrarse en situaciones en las que son palpables los inconvenientes del bien, las desventajas de la virtud. Cualquiera se ha encontrado en la tesitura de pasar por un escrupuloso incomodo o ceder ante el dinero fácil, la mujer del vecino, la comisión habitual, la mentira piadosa… Se trata de circunstancias en las que la retórica del desprecio hacia los prejuicios y las estrecheces mentales del pasado nos pueden ser de una gran ayuda para justificar la decisión por lo más conveniente. Y si todo el discurso moral se reduce a una euforia de la liberación, enquistada y narcisista, entonces no hay manera de justificar el más pequeño sacrificio.

Ya se trate de un dolor como de una ligera renuncia, el problema del sacrificio es el gran tema de la ética. El sacrificio es razonable, pero también es un profundo misterio. Es una ingenuidad pensar que se puede amar a alguien, repartir el trabajo escaso, tolerar las ideas contrarias o proteger el medio ambiente sin cargar sobre las propias espaldas toda una serie de inconvenientes presentes y futuros, es decir, sin algún género de sacrificio.

Si quien piensa acerca de lo que debe hacerse se limita a festejar la nueva inocencia y a mantenerla en unos cauces de urbanidad mí­nima, no hará otra cosa que un manual de indicaciones para el éxito.

Es muy difí­cil convencer a un salvaje porque no sabe ni quiere escuchar: el propósito de quien escriba un libro de ética deberí­a ser más modesto. Podrí­a ser contentarse con que no contribuyera a aumentar la estupidez, con no dar argumentos al que los desprecia, ni complacer a quien cree no tener nada de lo que arrepentirse. En definitiva: que cuantos no saben lo que significa tener principios le consideren un escritor molesto.

 

Una orientación insuficiente

La ética indolora se reduce a la exaltación de la libertad individual y a prohibir únicamente el ejercicio ilegí­timo de la fuerza fí­sica. Hay aquí­ dos reducciones injustificadas. La primera de ellas es la limitación de la moral al ámbito público (como si lo público y lo privado, por cierto, fueran tan fácilmente discernibles hoy en dí­a)¿Es que nos basta con saber cuáles son las “exigencias morales mí­nimas indispensables para la vida social y democrática”? La ética es algo más que el código de circulación.

Insistir en la crí­tica al autoritarismo es actualmente -en un momento en el que nadie puede defenderlo razonablemente- una banalidad. De la ética esperamos otras cosas, un sentido de orientación para las acciones que tienen que ver con nuestra propia felicidad. Por supuesto quer debemos impedir que el Estado nos diga lo que tenemos que hacer en nuestra casa, pero esto no significa que lo que hacemos en nuestra casa no tenga ninguna relevancia moral, es decir, no guarde relación con nuestra felicidad personal.

La ética indolora exige al hombre demasiado y demasiado poco al mismo tiempo. Le exige demasiado poco porque no le obliga a afrontar las contingencias y continuidades de la vida, ni le exhorta al deber, la responsabilidad o la autolimitación. Y le exige demasiado porque -con un torpe desconocimiento de su precaria naturaleza- le abandona a sus miedos y le deja sólo ante la necesidad de orientación.

La segunda reducción injustificada consiste en que la única prohibición sea la violencia fí­sica. La existencia o no de fuerza ilegí­tima decide la validez de lo que se hace. Se trata de una reducción grosera de lo inadmisible. Hay muchos desprecios e insultos d eguante blanco a la dignidad humana que un policí­a de tráfico no podrí­a sancionar. Este principio nos entrega de pies y manos a quienes saben insultar con elegancia o pegar sin que se note. Y contribuye a crear una imagen de la sociedad compuesta por individuos autosuficientes, encapsulados en la ocupación consigo mismos, cuya única relación con el vecino es la preocupación por no molestarle fí­sicamente.

 

La nueva minorí­a moral

Y hablando de reducciones, sospecho que la ética indolora es escasamente democrática. Su destinatario no es universal, pues se trata de una ética de clase, exclusiva (qué adjetivo publicitario tan seductor dirigido a gente selecta que sebe conciliar el placer con la urbanidad). No es una ética al alcance de cualquier fortuna (o desdicha). No puede ser universal porque no recoge ese rasgo común a la endeble condición humana que es su fragilidad y las consecuencias que de ella se siguen: la necesidad de orientación, la posibilidad de equivocarse y de reconocerlo…

Es una ética de triunfadores inocentes, de buena conciencia, que se conmueven fácilmente ante la desgracia ajena pero que no dramatizan las cosas excesivamente, que no imponen nada a nadie, que sólo desprecian la intolerancia, que llevan una vida sana y se mantienen en forma, que se manejan bien en la vida, que son autosuficientes, que sólo beben los fines de semana… No sirve, en cambio, a los marginados, los débiles, los gordos, los deprimidos, los subnormales, los lentos, los emigrantes, los presos, los que no saben hacer su declaración de la renta ni conocen los entresijos del Código penal, las madres de familia numerosa y las madres solteras, los habitantes del Tercer Mundo, los dolientes, los moribundos…

Me temo que con tanta restricción sólo nos haya quedado un tratado de buenas maneras para una nueva minorí­a que, como aquel personaje poderoso, se pregunta por qué el pueblo no come galletas si tiene hambre.

 

(Publicado en Cuadernos de Boética,14, 2 93, pp. 55-60)

 

 

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