Los derechos del niño a nacer y vivir en una familia constituida por un hombre y una mujer están sumamente amenazados. Así, la adopción y la posibilidad de utilizar medios de asistencia médica en la procreación (AMP) por personas del mismo sexo, al igual que en el matrimonio, han llegado a ser reivindicaciones políticas.
Éstas plantean serias interrogantes que a menudo se han eludido en nombre de la igualdad de derechos de todos los ciudadanos ante la ley. La reflexión es sustituida por un sentimiento de compasión que se resume mediante la siguiente afirmación: “Por cuanto personas del mismo sexo se aman, casémoslas y facilitémosles el acceso a la filiación”. Es una formulación rápida y sin pensar, ¿porque se puede tener certeza de que se trata de amor cuando al parecer no se cumplen las condiciones? ¿Se debe legitimar de este modo el deseo de un hijo en su dimensión más imaginaria, desarticulada de la carne? El cuestionamiento va aún más lejos, puesto que, en nombre de una visión discutible de la no discriminación, se da a entender un sentido absoluto de los derechos, un sentido puramente sentimental del matrimonio, de objeto incierto, y una concepción instrumental de los hijos. Los derechos van acompañados de obligaciones y especialmente en relación con los hijos.
Un problema antropológico
Aquí no está en juego lo religioso, como algunos pretenden, sino lo antropológico, en la medida en que la sociedad, pero también el matrimonio y la filiación, sólo pueden apoyarse en un hecho objetivo: la diferencia sexual. La teoría del género que inspira las leyes europeas internacionales afirma que la sociedad ya no debe depender de la diferencia sexual inscrita en el cuerpo, sino de la diferencia de sexualidades, es decir, de orientaciones sexuales. Ahora bien, éstas proceden de pulsiones parciales y son independientes de la identidad del hombre y la mujer, ya que sólo hay dos identidades: de hombre y de mujer. Una pulsión o —en el mismo orden de ideas— una preferencia sexual no constituye una identidad. Creer esto constituye una visión ideológica en contradicción con la condición humana. El hijo proviene de la unión del hombre y la mujer, y de este hecho objetivo se desprende la relación educativa.
El interés del niño es estar en las mismas condiciones de parentesco que entre un padre y una madre. Ciertas encuestas sociológicas han querido mostrar que los niños, al vivir en un ambiente homosexual, no presentaban trastorno afectivo, social ni intelectual alguno; pero sus parámetros están lejos de ser pertinentes y sus conclusiones sirven más bien para justificar presuposiciones que para probar ese estado de hecho. De estos trabajos se desprende una forma de idealismo cuando se pretende que los niños no van a enfrentarse con problema alguno al vivir con personas homosexuales. En otras palabras, quisieran hacernos creer que la relación entre esas personas y los niños será neutra y sin consecuencias notables. En realidad, en relación con otras situaciones, observamos que los niños ya experimentan los efectos de inseguridad de una pareja sin armonía, los efectos de ruptura de la unidad psíquica con el divorcio y los efectos de una crisis de origen en la adopción. ¿Cómo será la situación en un ambiente homosexual con efectos disonantes entre la naturaleza de su origen y de la relación educativa, y cómo denominar a esos dos adultos que se presentan como sus “padres” encontrándose en realidad en un autoparentesco?
Es un “parentesco” autoproclamado por el sujeto a raíz de su deseo de obtener un hijo forzando lo real. La ley civil siempre podrá inventar una ficción jurídica de “parentesco”, lo cual en nada cambiará la verdad de la realidad de la generación. La modificación del vocabulario es igualmente extraña cuando el término “parentesco”, propio de los padres, los abuelos y los colaterales, es reemplazado por el término “parentalidad” para designar a todos los adultos que pueden sucederse en la vida del niño desempeñando un rol parental. La transformación del lenguaje es indicadora del deseo de modificar el sentido de la familia, que ya no dependería de la relación y de una pareja estable constituida por un hombre y una mujer. No todas las situaciones particulares deben institucionalizarse y menos aún las que son contrarias a la procreación. Querer ser padres como los demás es una ilusión igualitaria, puesto que por encontrarse esas personas fuera del estado conyugal, no pueden serlo en justicia. Está en juego el interés del niño. ¿Cómo no podrá este último plantearse la interrogante sobre la legitimidad de esos adultos del mismo sexo que están con él? ¿Qué estatuto tendrá para el niño la sexualidad unisexual de dos adultos? ¿Cómo podrá él representarse su propia concepción de manera coherente con la concepción universal de la generación? Es engañoso permitir a los niños escuchar que habría diversas formas de concebirlos fuera de una relación constituida por un hombre y una mujer. El deseo de un hijo, muy loable en la vida de un adulto, se presenta a veces en forma muy compleja en una pareja o en la psicología de una mujer y también de un hombre, y aun en mayor medida cuando no pueden concebir hijos en condiciones normales. En las personas homosexuales, este deseo suele ser patético e inquietante, pero, en justicia para el niño, no es pertinente. Una visión igualitaria impide, especialmente en Europa, que los niños sean adoptados y educados únicamente por una pareja constituida por un hombre y una mujer. En nombre de la no discriminación basada en la orientación sexual, se pretende, sin otros elementos de reflexión, que independientemente de su situación, un hombre o una mujer estarían en condiciones de adoptar un niño. Es una visión ideológica que no favorece al niño. Olvidamos que las condiciones en las cuales el niño es adoptado determinan su vida y el destino de su personalidad que se manifiesta muchos años después de la infancia. Esto atañe también a la representación que adopta una sociedad de la filiación.
Como psicoanalista, atiendo a personas homosexuales que se encuentran en distintas situaciones, y con ellas estoy dispuesto a hacer un trabajo sobre su vida psíquica con el fin de mejorar su existencia; pero como ciudadano no puedo concebir que la sociedad, por mediación del legislador, transmita el sentido de la generación situándolo fuera de la diferencia sexual. Pueden existir diversas formas de sexualidad con todos sus problemas psicológicos, antropológicos y morales; pero sólo hay dos sexos y este dato del hombre y la mujer tiene ya un sentido en sí mismo y para la generación que no correspondería modificar a merced de las fantasías y las frustraciones de unos y otros. El derecho del niño debe ser siempre prioritario en nuestra reflexión.
Las necesidades, el interés del niño y la coherencia del sentido de filiación requieren más bien racionalidad que meras reivindicaciones subjetivas. Sería por lo demás profundamente discriminatorio, injusto e ilegítimo en relación con los derechos del niño privar a éste de la alteridad sexual en su familia, constituida por un hombre y una mujer. Todas las compensaciones sociales imaginables jamás podrán sustituir la experiencia más allá de lo subjetivo que el niño podrá tener a partir de la relación de su madre con su padre. El interés superior del niño se sitúa en esta perspectiva y no en el envolvimiento afectivo de dos personas del mismo sexo. La interrogante que se plantea no es saber si esas personas serán generosas, leales y honestas con el niño, sino saber en qué estructura relacional se encontrará. La sociedad actual tiene más tendencia a privilegiar las aspiraciones afectivas de los adultos sin discernimiento alguno que a definir la filiación a partir de las necesidades y derechos del niño, que limitan con todo el narcisismo invasor de los adultos.
La preeminencia de la no diferenciación sexual en el discurso social
En la perspectiva de la filosofía de la deconstrucción, actualmente se está pasando por una etapa conceptual encaminada a no tener que seguir hablando de orientaciones sexuales, afirmándose que la personalidad del sujeto se construye en la no diferenciación sexual, dejándose así abiertas todas las opciones posibles, mientras el deseo, calificado como orientación sexual, no proviene de una opción sino de un determinismo psíquico, que en muchos casos puede modificarse hacia la madurez de la heterosexualidad. Por consiguiente, el debate ya no está orientado hacia la diferencia sexual o las orientaciones sexuales (los deseos), sino hacia el estado original de la sexualidad, que debería concebirse de acuerdo con las categorías de la no diferenciación.
Estamos en una sociedad que cultiva lo infantil hasta el punto de hacer creer que la finalidad de la sexualidad sería mantenerla en sus comienzos: aquella de la economía de lo infantil basada en las pulsiones parciales, lo imaginario, la captación violenta del otro y las intrigas edípicas. En esta lógica de la no diferenciación primitiva, cada uno es remitido a la supuesta opción de su orientación sexual, que constituirá su identidad. La homosexualidad sería una alternativa de la heterosexualidad, dependiendo la primera de una identificación parcial basada en un conflicto psíquico y articulándose la otra precisamente de acuerdo con la identidad masculina o femenina. El resto de las reivindicaciones se desprende casi automáticamente en cuanto el matrimonio y el niño deben ser materia de las necesidades subjetivas de cada uno y ya no del sentido del bien común y del interés del niño. La pretensión de igualdad de derechos en este ámbito desarrolla el sentimiento de la supremacía de la satisfacción con un solo sexo autosuficiente y hegemónico. El sujeto se encuentra así en la negativa de la carencia, imaginando que todo es susceptible de consideración hasta tomar posesión por todos los medios de un niño en detrimento de aquello que le da fundamento y lo estructura objetivamente. Una filiación estable jurídicamente en el marco de la monosexualidad es un acto intrínsecamente perverso en el sentido que está al margen de una relación auténtica compartida entre un hombre y una mujer. Únicamente la unión de ambos es el porvenir de la humanidad.
El problema aquí planteado en cuanto al carácter pertinente del matrimonio y la adopción por personas homosexuales no está vinculado con la persona homosexual, que no debe ser puesta en tela de juicio —aun cuando es preciso preguntarnos lo que es y lo que representa psicológica y antropológicamente la homosexualidad—, sino con el hecho de querer redefinir la pareja, la relación conyugal y la familia a partir de la homosexualidad e imponer esto en la ley, lo cual es estructural y éticamente antinómico y por tanto inauténtico. El legislador hace perder toda credibilidad a la ley cuando inscribe en el código civil dos principios contradictorios, uno de los cuales se basa en la diferencia objetiva de la alteridad sexual y el otro depende de un deseo que no representa fundamento alguno posible en el vínculo social. Es preciso asimismo destacar que la homosexualidad, independientemente de su origen, no es un derecho proclamado sin razón por la Carta europea en nombre de la no discriminación, sino una peculiaridad que no puede ser el origen de la pareja, el matrimonio o el parentesco. El lenguaje y la ley civil pueden hacer trampas con las realidades de la vida, pero eso en nada modifica las condiciones humanas permanentes, que en uno u otro momento de la historia se recuerdan a la conciencia universal.
La confusión de principios en este aspecto sólo puede oscurecer y fragilizar el marco propio de la sociedad, desestabilizando la pareja, el matrimonio y la familia, que no están a libre disposición del legislador y el poder político para que éstos cambien su naturaleza. Éstos tienen la responsabilidad de crear leyes en coherencia con la naturaleza altero sexual del matrimonio y la familia. Su transgresión favorece una confusión en la diferencia de generaciones e insinúa la endogamia de la misma con lo semejante, suscitando la inseguridad y acentuando la violencia en las relaciones humanas. Basta observar en qué condición moral se encuentran los países desarrollados cuando las políticas pasan por alto la condición humana permanente.
El divorcio, al provocar el estallido de las familias debido a la fragilidad de la pareja, es una fuente profunda de incertidumbre y pérdida de las señales estructurantes. Son numerosos los niños provenientes de la muerte del ser familiar que al llegar a adultos establecen su árbol genealógico con el fin de situarse en la sucesión de los vínculos carnales y reconocerse en la encarnación de su filiación. ¿Qué ocurrirá con los niños provenientes de técnicas de asistencia para la procreación y los niños adoptados en un contexto homosexual, que serán hijos e hijas de nadie, es decir, de la desencarnación y la negación de la diferencia sexual? ¿Cómo podrán encontrar la respuesta para sus preguntas al estar insertos en el carácter unisexual de los adultos, que no pueden simbolizar ni la alteridad sexual ni el parentesco? Aparecen como hermanos o hermanas mayores sin sexo conyugal y sin ser capaces de inscribirlos en la diferencia de los sexos y las generaciones. Juegan al papá y la mamá como niños alienados en su complejo incestuoso. Sólo en los cuentos de hadas y en la psicosis nacen los niños fuera de una expresión sexual, asumiéndose de este modo todas las fantasías primarias de la procreación en la psicología infantil.
El feminismo y las reivindicaciones homosexuales son la traducción de la ideología de la desexualización del proceso generativo y de la negación de la diferencia sexual: un rechazo del dato corporal a partir del cual sobreviene la vida. El desprecio por el sexo carnal y por el encuentro íntimo entre el hombre y la mujer dice mucho sobre el temor y el rechazo que inspira el hecho de cerrarse en lo unisexual. Una filiación inscrita fuera de los cuerpos sexuados de la alteridad masculina y femenina es delirante. La visión ideológica del género reemplaza el sexo por una sexualidad construida sólo socialmente. Además, en nombre de la paridad y la igualdad, se considera que todo es realizable, independientemente de la condición en la cual cada uno se encuentre. Esta visión totalitaria de la igualdad es tanto más perjudicial en la medida en que ya no se articula a partir del carácter complementario de los sexos que regula y relativiza un solo sexo, con el riesgo de tomarse como propia referencia, sino a partir del sentimiento de omnipotencia de un sexo, que tendría todas las aptitudes. Dos personas del mismo sexo carecen del poder de procreación entre ellas, del carácter simbólico desarrollado como extensión de la generación y de una verdadera relación educativa con aportes psicológicos estructurantes por ser complementarios. Es extraño querer negar la diferencia sexual en la pareja, el matrimonio, la filiación y el parentesco y pretender imponerla donde no es necesaria, en diversos sectores de la empresa y la vida social y política. Es igualmente sintomático constatar que mientras más se niega la diferencia sexual, en mayor medida el discurso social hace un elogio de la diversidad, especialmente diversidades familiares que ya no estarían basadas en la familia natural (pareja hombre/mujer, lazos de sangre), sino que también corresponderían a los deseos de unos y otros y las situaciones en las cuales están implicados. Las series de televisión exaltan todos estos casos particulares sumamente minoritarios, pero sobre los cuales se quisiera hacer referencias entre otros, si bien no es así como vive la gente o espera realizarse.
Hay una diferencia profunda entre la familia natural y situaciones peculiares, es decir, accidentales. El matrimonio y la familia se definen universalmente a partir de la alianza entre el hombre y la mujer y no de acuerdo con casos particulares, que en su mayoría no siempre son estructurantes para el sujeto ni para el vínculo social. La sociedad debe apoyar a menudo estos casos particulares y tiene razón al hacerlo, pero esto tiene un costo financiero, social y simbólico importante. Los estudios muestran que el matrimonio es una fuente de seguridad y expansión cuando los sujetos saben elaborar las distintas etapas afectivas. Es también una fuente de enriquecimiento económico para los cónyuges y la sociedad, mientras el divorcio empobrece a la familia. Corresponde entonces a la ley proteger al niño de tal manera que disponga de un padre y una madre.
El sentido de la pareja y la familia inaplicable a la homosexualidad
No podemos limitarnos al sentido del lenguaje cuando se aplican a una asociación monosexuada, es decir, homosexual, las mismas características que a una unión constituida entre un hombre y una mujer. Hay una diferencia cualitativa y de naturaleza en la cual están en juego al mismo tiempo componentes psicológicos no comparables y un sentido ético con una medida que no les es común. Así, la noción de pareja y la de familia nada tienen que ver con estas dos realidades. Dos personas del mismo sexo (que califico como dúo1) se encuentran en una monosexualidad en la cual están ausentes la alteridad sexual y la pareja generadora. No constituyen ni una pareja, ya que no hay alteridad ni complementariedad, ni una familia, puesto que el niño no proviene de dos personas del mismo sexo. No se concibe a otro con un igual. En otras palabras, la expresión del amor implica la diferencia sexual para ser fértil y fecunda en muchos aspectos, y el niño necesita proceder de un hombre y una mujer para inscribirse en la sucesión de las generaciones y la historia, y estar en su coherencia psicológica. Necesita encontrar materiales psíquicos en ambos. Dos hombres o dos mujeres junto a un niño lo privan de los datos estructurales de lo real, lo cual tendrá un costo psíquico y social.
El discurso del ambiente, como lo destaqué en mi libro La diferencia prohibida2, al apoyarse en la teoría del género, que minimiza el sentido de la diferencia social en el vínculo social, produce discursos irrealistas y delirantes, separando la procreación de la diferencia sexual. Semejante segmentación de la sexualidad es y será fuente de violencias cuyos efectos se constatan entre los más jóvenes. La violencia que se desarrolla en los jóvenes es, entre otras cosas, expresión de una carencia del marco propio de la sociedad, que es desestabilizado por leyes patógenas. En otras palabras, al crear leyes contrarias al bien común, al sentido ético de la pareja y la familia y a las necesidades psíquicas, el legislador produce enfermedad en el vínculo social y la sociedad. Crea un sentimiento que niega realidades humanas estructurantes y es fuente de inseguridad y desocialización. Por este motivo, “la homoparentalidad”, por mucho que esta noción tenga un sentido, es una mentira social, ya que el niño no se concibe ni se educa a partir de un solo sexo. Esto es privarlo de una dimensión esencial de lo real que no podrá compensar la presencia en su medio social de personas del otro sexo. El niño sólo se desarrolla positivamente en la doble identificación con su padre y su madre, quienes —es preciso recordar— son un hombre y una mujer. Son los únicos que pueden proporcionarle los materiales psíquicos y simbólicos que necesita para desarrollarse.
En ningún caso, la no diferenciación sexual y la homosexualidad pueden inspirar leyes en materia conyugal y familiar sin que a largo plazo veamos desarrollarse confusiones de identidad y personalidades de carácter psicótico, es decir, que carecen de sentido de la realidad y se mantienen en posturas imaginarias. Una sociedad sin sentido de la diferencia sexual pierde el sentido de la alteridad, la verdad y la realidad de las cosas. Se manifiesta en particularidades singulares que no representan interés alguno para los fines de la sociedad y en nada participan en el desarrollo de la personalidad. En la negación de la diferencia sexual y en la complacencia de la inmadurez afectiva de la no diferenciación sexual, las personas ya no pueden hacer las distinciones elementales y la sociedad se disuelve relacionalmente. La visión monosexual de sí mismo y su existencia inscrita en la ley es un verdadero disolvente social, ya que no da testimonio de la alteridad sexual, que por sí misma fundamenta el matrimonio y la generación. La vida comienza con el encuentro de un hombre y una mujer. Su relación es el símbolo de la apertura al otro, a la generación y a la vida, apertura que la sociedad necesita para asegurar la convivencia y el respeto por el bien común.
El niño no es un derecho
La igualdad de derechos ante la ley no significa que todas las situaciones son equivalentes y las personas pueden beneficiarse de los mismos derechos. Creemos de manera ilusoria que mientras más deseado es un niño, en mayor medida eso es testimonio de posibilidades de desarrollo para él. Debemos ciertamente prestar atención a la calidad del deseo, pero también y sobre todo saber si el niño es reconocido por sí mismo. A menudo, las interrogantes están ocultas detrás de una visión sentimental, asegurándonos que será más “amado” por personas homosexuales que lo “desean” que en una pareja que se desgarra en su relación. No reside en eso el problema, sino más bien en saber en qué estructura de relaciones será incorporado el niño. El niño no puede ser concebido y adoptado en cualesquiera condiciones. En vez de instalarse en la omnipotencia de los deseos, sería más humano, más auténtico y más realista aceptar renunciar a ellos cuando no se cumple con las exigencias en vez de tratar de forzar, incluso violar lo real.
La filiación no se define a partir de la infertilidad, la adopción y un solo sexo. Es más bien la adopción lo que debe definirse a partir de una pareja generadora constituida por un hombre y una mujer, que hace legible el origen requerido por el niño para orientarse carnalmente.
Hasta ahora se tenía razón al exigir un criterio de sexualidad de los solteros para adoptar a un niño con el fin de que sea educado por personalidades y en un medio donde la alteridad sexual es íntimamente integrada y aceptada. Sería preciso volver a eso.
El niño se diferencia gracias a su padre y su madre
Cuando examinamos las motivaciones de las personas homosexuales que desean un niño, pareciera que éste no se concibe como tal, sino que es instrumentalizado para apoyar a los adultos. En un contexto unisexual, el niño es más bien el referente social que sirve para validar el reconocimiento de la homosexualidad. Se trata de un fenómeno de mimetismo en que se aspira a ser como todo el mundo. Para un niño, es bien difícil diferenciarse siendo presa de un juego de identificación
en un espejo sin apertura a la alteridad sexual, ya que ésta no existe íntimamente para dos personas del mismo sexo. Corre riesgo de desarrollar confusiones sobre su origen y su identidad, y sobre el sentido de su filiación, desvirtuada con dos personas semejantes.
El niño integra de mejor manera el fenómeno edípico en una pareja generadora mientras uno de los componentes de la homosexualidad está vinculado, entre otros, con la negación de este complejo. La personalidad se mantiene así en la economía de la sexualidad infantil. El niño puede reconocerse de mejor manera en su identidad y en su lugar diciéndose: “Soy una niña, soy un niño, y más tarde seré un hombre como mi papá y una mujer como mi mamá”. Este discurso es difícilmente sostenible con dos adultos del mismo sexo.
La unisexualidad de los adultos está dentro de un sistema de relación sin alteridad, que mutila en el niño numerosas dimensiones de lo real. La aceptación, por ejemplo, de la diferencia sexual es uno de los primeros límites que el niño descubre a través de sus padres. Está inscrita en el cuerpo. Si soy una niña, no puedo ser un niño y viceversa. Someter a revisión el parentesco basado en la diferencia sexual equivale a hacer creer al niño que sus deseos son ilimitados. El reconocimiento por parte del niño de la diferencia sexual le permite formar su inteligencia y tener acceso a la capacidad de hacer las distinciones estructurales y conceptuales.
Será capaz de distinguir lo real de lo imaginario, la verdad de las cosas, su coherencia y su lógica sin tener que hacer trampas con las ideas, desvirtuar el juicio y manipular a los demás y las informaciones. Esto tiene relación con la verdad de su filiación, por cuanto un sujeto se organiza psicológicamente, entre otras cosas, a partir del sentido de su filiación y de lo intergeneracional. En una relación monosexual, el niño no dispone de un verdadero parentesco en sentido amplio: a menudo será imaginario y sin arraigo localizable. “La homoparentalidad” es una visión idealista del parentesco, que desencarna al niño.
Una sociedad que transgrede los interdictos principales y utiliza el precepto paradojal
Una inquietante constatación se impone al observar que el poder político restringe cada vez más su acción, cuando no quiere legislar en el sentido del interés general que está en juego, sino en el de las costumbres, y esto en contradicción con la libertad de los ciudadanos, con las estructuras fundadoras de la pareja, el matrimonio y la familia y con los derechos y los intereses de los niños. De este modo el legislador desestabiliza el marco propio de la sociedad instituyendo en las leyes transgresiones mayores.
La sociedad se apoya en interdictos estructurantes, como la prohibición del incesto o el homicidio, y el respeto por la diferencia de los sexos y las generaciones. Ante estos interdictos que favorecen la vida, el legislador expresa preceptos paradojales, ya que al mismo tiempo recuerda el interdicto del homicidio y crea derogaciones específicas para suprimir niños en gestación mediante el aborto, para hacer experimentos con embriones y restablecer el eugenismo con el DPI (diagnóstico preimplantatorio), con miras a suprimir los embriones con riesgo de deformación hasta la trisomía 21. Procederá de la misma manera con la diferencia sexual, afirmando que el matrimonio confirma la institución conyugal entre un hombre y una mujer, y creando simultáneamente un contrato de sociedad (forma de unión civil) en el cual se atribuyen los mismos derechos que en el matrimonio, excepto la filiación en algunos países. En numerosos Estados, se aprueban leyes de excepción que procuran esquivar el edificio legislativo en relación con la familia para así permitir a personas homosexuales adoptar niños.
La homosexualidad no es un principio para educar a los niños
Los medios de difusión y los militantes de las asociaciones homosexuales se otorgan incluso la facultad de trivializar la homosexualidad en numerosas series de televisión y en debates que evaden la problemática psíquica que está en juego, y de incluso propagarla en las escuelas. Una cosa es hacer un llamado a respetar a las personas y otra es permitir el matrimonio y la filiación a personas del mismo sexo e incluso imponer la homosexualidad entre los niños y los adolescentes
en el ámbito escolar. Los jóvenes se encuentran a menudo en períodos de maduración afectiva y en el proceso de su identificación homosexuada (que no es todavía la homosexualidad) para adquirir confianza en su identidad. En vez de ayudarlos a encaminarse hacia la heterosexualidad, se les presenta la homosexualidad como una alternativa, cosa que no es así, lo cual les provoca una regresión, erotizando sus identificaciones iniciales. La mayoría de los jóvenes sale de esas sesiones ocultando sus sentimientos de rebeldía al ser manipulados de ese modo, ya que saben muy bien que los quieren llevar a un terreno que no representa una verdadera realización afectiva. A los medios de difusión y a los militantes de esta causa se les percibe como personas que desean justificar a cualquier precio una situación cuya base es problemática. Para los niños y los adolescentes, una pareja y una familia son un hombre y una mujer. El resto es un engaño social y un asunto de conveniencia ajeno al matrimonio y el parentesco. Bajo pretexto de lucha contra “la homofobia”, la escuela se convierte así en objeto de influjos ideológicos, lo cual es una excusa para imponer una peculiaridad y despojar a los padres de su educación.
La homosexualidad no puede convertirse en principio educativo, ya que está al margen de la norma de lo que constituye una pareja y una familia. Los niños y los adolescentes ya tienen dificultades para representarse lo que puede ser la vida sexual entre un hombre y una mujer, y la situación se complica aún más cuando se trata de dos personas del mismo sexo. Por lo demás, los niños perciben claramente que hay una incoherencia entre el hecho de ser padres y la manera de ejercer su sexualidad. En otras palabras, la adopción de los niños exige un criterio de sexualidad para que su vida sea confiada a adultos que están en la misma situación que para concebir un hijo entre un hombre y una mujer. Por este motivo, la escuela debe sobre todo considerar la preeminencia del sentido de la pareja y la familia constituidas por un hombre y una mujer.
Conclusión:
Es de interés para la sociedad referirse a la diferencia sexual en vez de instalarse en la no diferenciación sexual.
La negación de la diferencia sexual y la afirmación de la no diferenciación sexual desarrollan un sentimiento de omnipotencia que genera desventajas e impide al niño tener acceso a una visión adecuada de la realidad y sus límites. ¿Acaso la única interrogante consiste en saber en qué estructura relacional debe inscribirse el niño? La respuesta está en los datos de lo real. El niño no procede de un solo sexo autosuficiente. Necesita que su madre sea una mujer y su padre un hombre. Cada uno de ellos se sitúa así en su identidad y permite al niño diferenciarse subjetiva y socialmente.
La homosexualidad complica este proceso y no lo permite. Es una peculiaridad personal basada en una sexualidad ajena a la concepción, a la transmisión de la vida y a la educación de los niños. No habría alteridad sexual en la vida intrapsíquica de los adultos con los cuales el niño compartiría su existencia. Socialmente, no constituye una diferencia, como se pretende, y es la negación de todas las diferencias conyugales y parentales. Por consiguiente, no se puede definir racionalmente el parentesco y la filiación simple o plenaria, y menos aún la educación de los niños a partir de la homosexualidad, independientemente de su origen, bajo pretexto de un hipotético bienestar afectivo.
Los derechos y el interés del niño tienen prioridad ante las exigencias subjetivas de los adultos. El interés del niño es estar incorporado en una relación que se inscribe en la continuidad de su concepción entre un hombre y una mujer. El derecho y el interés del niño son los criterios de discernimiento que limitan el derecho al niño de los adultos.
Publicado en Humanitas, n. 61, pp 80-93:
https://issuu.com/humanitas60/docs/revista_humanitas_61-100_dpi
Comments 5
Estoy haciendo mi trabajo de grado con el tema, donde podria conseguir mas informacion relacionada?. Es muy interesante lo planteado por la autora
Puede mirar en la misma categoria: https://www.bioeticaweb.com/category/s10-sexualidad/c74-homosexualidad/
Especialmente le puede interesar: How different are the adult children of parents who have same-sex relationships? Findings from the New Family Structures Study: https://www.bioeticaweb.com/how-different-are-the-adult-children-of-parents-who-have-same-sex-relationships-findings-from-the-new-family-structures-study/
y https://www.bioeticaweb.com/wp-content/uploads/2016/09/Sexualidad-y-genero.pdf
Estoy haciendo un trabajo pero no tengo tanta informasion
Me podría proporcionar las referencias de lo antes expuesto por favor
Puede encontrar el artículo original en https://issuu.com/humanitas60/docs/revista_humanitas_61-100_dpi