RESUMEN: El actual “debate” bioético más se parece a una negociación política que a una verdadera discusión ética. Este artículo pone de manifiesto los compromisos de este debate con los planteamientos de la ética comunicativa (Habermas, Apel) y con los de la neutralidad liberal, tal como la entiende Rawls. La exposición trata de mostrar los equívocos que se derivan de estos compromisos.
ABSTRACT: The present-day debate on bioethics looks much more a like political negotiation than a real ethical discusión. This article reveals the compromises of this debate with the fundamental ideas of “ethics of communication” (Habermas, Apel) and with those of liberal neutrality, such as Rawls understood it. The paper shows the errors that derive from these compromises.
“¿Ética y pluralismo pueden ir de acuerdo?”. La pregunta la hacía Hans Thomas en un artículo en el que denunciaba el fracaso de la discusión bioética, que acaba siendo una lucha de poder entre creencias y cosmovisiones: “El inexistente consenso del así llamado discurso ético libre de presupuestos no se explica por la liberación de creencias y condiciones previas. Muy al contrario, tras la diversidad de concepciones acerca de lo admisible y lo inadmisible, se encuentran precisamente diversas creencias, disimuladas a sus creyentes con tanta mendacidad como energía ponen otros en imponerles sus dogmatismos”[1].
La impresión que a muchos produce el actual debate bioético es que éste se parece más a una negociación que a una discusión ética. El compromiso y la componenda sustituyen a la verdadera argumentación. ¿Cómo se ha llegado a esto? Es la cuestión a la que ahora trataré de dar respuesta de manera sumaria y casi panorámica, sin entrar en pormenores que exigirían un desarrollo más amplio del aquí posible[2].
Ética dialógica: ¿Consenso o compromiso?
La ética dialógica constituye hoy el paradigma dominante en la discusión bioética. (Podemos considerar sinónimas, a los efectos aquí pertinentes, las denominaciones “ética dialógica”, “ética del discurso”, “ética comunicativa” o “ética democrática”). Las fuentes principales de la ética dialógica son dos: los planteamientos de John Rawls acerca de la justicia como equidad (fairness) y la propuesta del diálogo como praxis moral, articulada en la ética comunicativa de Jürgen Habermas y Karl-Otto Apel.
a) La equidad aparece en el liberalismo rawlsiano como valor básico de la república procedimental, cuando ya no existe unanimidad en las valoraciones morales fundamentales. En el fondo, se trata de una elaborada reedición del contractualismo tras la pérdida de aquello que con expresión orteguiana podríamos llamar “vigencias colectivas”. Cuando ya no existe unanimidad en cuanto a las valoraciones morales mínimas, dotadas de la significatividad sociológica necesaria para establecer las bases de la convivencia, lo único que nos queda es el pacto de no agresión[3].
b) Lo que Habermas llama, desde una tradición más vinculada al socialismo, “diálogo libre de dominio” (Herrschaftsfreidialog), ejerce un papel parecido al del “velo de la ignorancia” en la teoría de la justicia de Rawls: una especie de neutralidad institucional que cualifica como racional y “público” todo lo que del diálogo emana. De esta suerte, el consenso resultante se constituye como moralmente bueno y, por tanto, obligatorio según la ética mínima. El consenso democrático ejerce una función moralmente saludable, análoga a la que en el contexto del mercado se atribuyó a la famosa “mano invisible” del liberalismo clásico. Del mismo modo que ésta convierte el egoísmo individual en bien común, aquél constituye como verdadero y bueno, en sentido práctico-moral, el resultado de un diálogo llevado a cabo en condiciones de igualdad (no dominio). En un arranque de realismo posibilista, ya muy lejos de la vieja utopía socialista, Apel advierte que aquí se está manejando un ideal regulativo, contrafáctico al modo kantiano. El origen de este planteamiento hay que encontrarlo en la noción kantiana de sujeto trascendental. Lo factible para la razón, según Kant, no es hallar la verdad sino el consenso, el encaje de los intereses. En su obra Erkenntnis und Interesse, Habermas revive el gran dilema que plantea la filosofía kantiana a la modernidad: la imposibilidad de acercarse cognoscitivamente a lo real prescindiendo de los intereses de la razón, principalmente de uno: la libertad entendida como liberación. La razón teórica ha de liberarse de toda realidad heteróloga a la que ajustarse, y la razón práctica ha de liberarse de toda ley heterónoma a la que obedecer. Afirmar la autonomía de la razón –es decir, su pureza– exige abrogar definitivamente todo principio o ley que se le imponga desde fuera.
Uno de los ingredientes teóricos más frecuentados en los desarrollos de la primera versión de la teoría de la justicia de J. Rawls, publicada en 1970, es la noción de “consenso solapante” (overlaping consensus), una suerte de superposición de las aristas dialécticas que dificultan el acuerdo. La discusión ética racional exige que se refuercen los puntos de coincidencia entre las diversas posturas a base de “privatizar” las convicciones más personales. Dicho de otro modo –y aquí los desarrollos de Rawls convergen con las ideas de Apel, que dan lugar a lo que propiamente se llama “ética dialógica”– el diálogo sólo es factible sobre una base común –esto no admite dudas– obtenida al soslayar lo que realmente interesa, neutralizando así los puntos de desencuentro. En último término, el acceso a la publicidad razonante o razón pública implica la neutralización de las razones privadas. El diálogo así concebido es la base sociomoral que sostiene la idea de justicia en la “república procedimental” que los liberales y neoliberales anglosajones proponen con Rawls a la cabeza.
Aquí se verifica la suplantación del concepto metafísico de bien por la corrección política. En el ámbito concreto de la razón práctica, la superación de los conceptos clásicos de felicidad (eudaimonía) y virtud (areté), que constituían el núcleo de la moral aristotélica, se ve compensada por un suplemento de razón instrumental. El problema fundamental de la ética ya no se plantea en términos de cómo llegar a ser bueno; la cuestión es, más bien, cómo conseguir que lo bueno ocurra, lo cual es más una cuestión técnica que moral. La existencia de instituciones racionales es más importante que la de buenas personas. Lo público es más relevante que lo privado. “Política, no metafísica”, dirá Rawls. “Prioridad de la democracia sobre la filosofía”, concluirá R. Rorty.
¿Valor ético o político del consenso?
Según este enfoque, es más importante la deliberación que la decisión. El debate, el discurso libre de prejuicios es la condición a priori del consenso moralmente relevante. Él mismo se constituye como instancia moral de apelación. La corrección moral no estriba en la elección, sino en la deliberación dialógica que la precede. La elección racional, según un uso público de la razón –o, al menos, publicitable; en el sentido kantiano, universalizable o, propiamente, trascendental– es lo que le confiere su carácter ético. El “diálogo libre de dominio” es el que no admite ninguna otra coerción que la fuerza del mejor argumento. (Los partidarios de la ética discursiva ocultan –quizá no de manera engañosa, pero tampoco inconscientemente– que en el mercado global no pocas veces es más bien el encanto de su presentación retórica que la fuerza apodíctica del argumento lo que acaba por imponerse).
El planteamiento “dialógico” tropieza con una sorprendente aporía, y es que tratando de allanar el camino de la razón práctica, acaba resultando muy poco práctico, puesto que difícilmente la deliberación termina en decisión si la condición para decidir es el consenso. Sobre todo en cuestiones morales, como reconoce el propio Apel, el consenso universal no puede existir. El kantiano que es Apel diría que aunque la universalidad es un ideal regulativo, a efectos prácticos basta la universalizabilidad. Pero estas nociones no tienen traducción fácil al terreno político: en éste sólo cuentan los consensos fácticos, no los ideales contrafácticos.
Ponderando los bienes –más bien habría que decir los intereses– en juego y la necesidad de ceder al mal menor, se pueden obtener consensos parciales por aproximación de las distintas posturas, y esto es lógico que ocurra en discusiones políticas o jurídicas, pero no tiene sentido plantearlo como ideal para una discusión sobre principios morales o sobre presupuestos fundamentales, radicalmente inconmensurables, como por ejemplo los de los paradigmas éticos representados en los foros de discusión bioética y muchas veces en los comités asistenciales de ética, que poco a poco se van pareciendo a pequeños parlamentos. No es infrecuente que en estos foros el debate anule la reflexión ética propiamente dicha, puesto que la presión por obtener un consenso a menudo torna la verdadera discusión, merced al juego de las mayorías, en una lucha de poder.
Se trata de un discurso racional que no busca la verdad práctica sino concordar intereses en liza. Y en este punto la ética discursiva conecta con la ética utilitarista en su versión más clásica, concretamente la de quien se considera su fundador, el inglés Jeremy Bentham, para quien la principal obligación moral consiste en procurar el mayor beneficio para el mayor número posible de personas, entendiendo aquí por beneficio o bien algo sinónimo de bienestar o placer.
La ética dialógica, en el fondo, procede de la ética utilitarista y se nutre de sus postulados. Mide el valor moral de las acciones solamente por sus consecuencias de cara al logro del interés de la mayoría[4]. Apel sustituye la corrección moral por el ajuste de los intereses, al igual que Kant había sustituido el interés por la verdad por la única verdad del interés (de la razón pura, en el sentido de purificada, liberada).
La ética dialógica puede aplicarse, por ejemplo, a la negociación de un convenio colectivo. Pero la discusión ética es cosa bien diferente, por más que en toda negociación han de valer criterios éticos, y por supuesto también en la negociación política. No es cuestión de negar toda relevancia ética al consenso mayoritario, pero no es lo mismo postular una justificación moral de la democracia –que siempre es doxocracia y juego de mayorías– que pretender una justificación democrática de la moral y de los valores[5]. Una cosa son los valores y otra bien distinta las valoraciones sociológicamente mayoritarias. Valor no es lo que la gente valora, sino lo que debería valorar, lo que merece estima, aunque de hecho no la reciba[6]..
La política es necesariamente utilitarista, pero no carece de límites éticos. Por tanto, si hay límites al utilitarismo, se trata de los límites que hay que poner a la política. Ahora bien, el problema de la ética dialógica, en primer lugar, es que no admite límites éticos. El a priori del diálogo es él mismo: su total ausencia de presupuestos (Voraussetzungslosigkeit). Frente a ello cabe recordar la doctrina kantiana del imperativo categóri[7]. Kant sí que admite un presupuesto radical del discurso práctico, y es justamente el hecho de “la ley moral dentro de mí”. Así como la evidencia del “cielo estrellado por encima de mí” no admite mayor aclaración, la ley moral constituye un hecho último, improseguible, en el sentido de no fundamentable en nada anterior o más claro.
El “falso debate” bioético
En política todo es negociable, suele decirse. La bioética ha devenido biojurídica, después biopolítica, y finalmente bioindustria. O quizá esto último ya estaba desde el principio y se ha construido un pseudodiscurso ético meramente ideológico. Cada vez son más numerosos los indicios que hacen sospecharlo.
H. Thomas habla de “falso debate” ético. Falso no porque no se debata, sino porque ese debate no es ético, es decir, porque en él se ha perdido toda referencia auténticamente moral en el sentido del imperativo categórico. El significado ético de una reflexión práctica depende de la disposición a excluir de la deliberación todas aquellas alternativas que implican acciones intrínsecamente perversas. Esta idea, aplicada a la sacralidad de la vida humana, supone el concepto de Achtung (respeto), como esencialmente contradistinto al de Neigung (inclinación)[8], y la representación de que hay realidades que “no se tocan”, al menos una: la persona, que nunca debe ser reducida a la condición de instrumento. Tal es la segunda fórmula que Kant emplea para expresar el imperativo categórico: “Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio”[9].
Análogamente, hay principios que no se discuten. Donde todo es discutible, incluidos los supuestos mismos de la discusión ética, nada en último término lo es. Así como no hay semejanza sin desemejanza, tampoco puede haber negociación si todo es negociable. Llegar a un consenso implica que hay puntos en los que se puede ceder y otros en los que no se puede. Tales ingredientes no negociables de toda negociación, en el caso del debate ético, son lo que algunos intérpretes procedentes de la tradición aristotélica conocen con el nombre de absolutos morales negativos[10]. Las obligaciones morales positivas son siempre relativas al qué, al quién y al cómo; es decir, siempre habrá que ver hasta qué punto obligan a una persona concreta en una determinada situación. Pero esto sólo tiene sentido por contraste con otras acciones que es menester omitir absolutamente, por ejemplo, para un médico matar, o para cualquier ser humano disponer de la vida de otro, o incluso de la suya propia.
Tales límites –criterios negativos– de toda discusión en bioética se han visto relativizados y, aún más, abiertamente cuestionados como consecuencia de la generalización de legislaciones abortistas en Occidente. Con ellas ha ido perdiendo vigor lo que A.W. Müller llama el tabú de la indisponibilidad de la vida humana[11]. Al perderse esta referencia, el diálogo abandona el camino ético y se convierte en un encuentro de intereses en los que se aplican juegos estratégicos y rutinas decisorias. Ahí tiene su origen la tesis del “principialismo” bioético.
En el fondo, el diálogo acaba versando o bien sobre cosas demasiado generales en las que prácticamente es imposible el desacuerdo –con la sensación de que no llegamos a nada en concreto importante–, o bien sobre aquello que jamás debería haberse cuestionado[12]. Si lo que se busca es el consenso en temas éticos, sólo podemos estar de acuerdo en aquello que por sí mismo constituye el principio radical de la razón práctica, aquel que alumbra la sindéresis: hay que hacer el bien y evitar el mal (bonum est faciendum, malum vitandum). Pero eso es el principio del diálogo racional, no un resultado de él.
La ética dialógica y el principialismo, como paradigmas de la discusión bioética, más que un discurso sobre la vida buena –que, por cierto, es lo propio de la ética– buscan una técnica de resolución de conflictos[13]. La presión por encontrar soluciones técnicamente aplicables desborda la reflexión sobre la verdad del hombre, sobre su dignidad y su praxis. Importa más la aplicación de las acciones que las acciones mismas. Así, el enfoque dialógico converge con el utilitarismo consecuencialista, más preocupado por mejorar el mundo que por mejorar a la persona, pero sin ocuparse de aclarar cómo sería posible una cosa sin la otra, lo cual no es un detalle sin importancia, y requeriría una buena explicación. No hace falta ser kantiano para percibir que tal confusión entre razón práctica y razón instrumental supone, sencillamente, la pérdida de toda referencia ética en la discusión.
El diálogo nunca carece de presupuestos
En modo alguno lo anterior puede ser leído en clave descalificatoria para el diálogo. Públicamente he defendido la necesidad de recuperar una auténtica cultura dialógica[14]. Entiendo que el diálogo es la fuente principal de la racionalidad práctica y, ante todo, que pensamos dialógicamente, pero una cosa es el diálogo y otra la llamada “ética dialógica”. El diálogo es necesario para formular las propias posiciones éticas, para suministrar distintos puntos de vista en las cuestiones interdisciplinares y, naturalmente, para establecer con precisión los elementos de desacuerdo de manera que a partir de ahí tenga sentido la investigación, es decir, la búsqueda de verdaderas soluciones. Ahora bien, no tiene sentido plantear el diálogo desde la exigencia de prescindir de todo supuesto. Nadie razona desde ningún punto de vista (from nowhere). Razonamos tópicamente, desde lo que somos y desde quienes somos[15].
La ética dialógica exige la inadmisión de todo presupuesto, pero en el fondo admite sólo uno: la verdad no es practicable para la razón humana, y nadie puede pretender poseerla y, mucho menos, imponerla a los demás, según suele decirse de manera persistente. Esta postura, cuya inconsistencia –la propia de todo relativismo pretendidamente fundamental– se percibe al comprender que si la verdad no existe, o no puede ser lograda por la razón, entonces carece de sentido el discurso mismo. ¿Para qué dialogar, si no hay una verdad en cuyo alumbramiento las razones compartidas tengan algún papel? Si la razón es incapaz de verdad, ¿para qué discutir? En ese supuesto, el diálogo consistiría en un mero pulso, un ejercicio de poder entre los interlocutores.
Por otra parte, quien está convencido de la verdad de algo lo está de que ésta es independiente de que sea reconocida en el transcurso de la discusión y, por supuesto, de que sea declarada por él o por cualquiera de los que en ella intervienen. Si esto es verdad –piensa– lo es “además” y “a pesar” de que yo lo diga, o de que lo diga quien sea. Lo seguiría siendo aunque yo dijese lo contrario. No siempre de manera directa y espontánea, pero sí de manera refleja, esto es lo que piensa quien piensa algo. Toda opinión es una pretensión de verdad. Y si resulta verdadera, no lo será por ser mía o tuya, sino justamente por una serie de razones que son las que interesa comparezcan en una discusión seria. Por tanto, carece de sentido hablar de “mi” verdad, o la “tuya”. Eso hay que decirlo de la opinión, pero no de la verdad, que no necesita ser dicha o reconocida por mí. Si bien ese reconocimiento a mí me enriquece, y rinde justo homenaje a la verdadera realidad reconocida, a ella misma nada real le aporta el yo reconocerla como tal, ni le quita el que yo la niegue.
El presunto discurso libre de supuestos lo que realmente supone es el compromiso con un disenso artificial previamente diseñado. Lo importante es que estén representadas todas las opiniones, no que una sea más o menos verdadera que otra. De lo que se trata es de levantar acta de la diversidad de pareceres, no tanto buscar a partir de alguno de ellos elementos de contacto con los demás que puedan servir para iniciar un camino común hacia la verdad práctica. Con la excusa de la ausencia de presupuestos lo que acaba habiendo, en definitiva, es un pluralismo “de diseño”, que oculta y enmascara el pensamiento único, el de la corrección política (political correctness). Cada vez resulta más sospechoso que en los foros donde más se reivindica la tolerancia y el pluralismo los consensos resultantes son invariablemente los mismos, los de siempre, perfectamente previsibles (y seguramente previstos desde el principio).
No existe ningún diálogo humano que carezca de presupuestos, al menos de uno fundamental: no puede dejar de consistir –a no ser que pierda su condición de verdadero diálogo– en una búsqueda mancomunada de la verdad[16]. Mas esa verdad no siempre está al final del consenso, como un resultado de éste. Hay ciertas verdades que son previas a todo consenso, y éste no puede hacer otra cosa que descubrirlas o constatarlas. En todo caso, el consenso sólo puede constituir un indicio para descubrirlas, pero no las funda o establece, ni es capaz de generar legitimidad alguna[17].
¿Acaso no es una creencia la representación del consenso como fuente de verdad? ¿O la ética laica? ¿O el agnosticismo? He aquí un ejemplo paradigmático de confesionalismo inconfesado.
Lo que muchos llaman ética laica es un invento que puede despistar al discrepante incauto por sus elementos retórico-sofísticos. Mas difícilmente la ética laica puede ser considerada ética y, desde luego, generalmente es muy poco laica.
a) No es ética, pues, por definición, toda ética es práctica: ofrece un conjunto de pautas de acción, de mandatos y prohibiciones. Pero lo que suele entenderse por ética laica no propone en concreto casi nada. Una ética no se resuelve únicamente diciendo que hay que ser demócrata y tolerante. Para que una ética sea realista, practicable, debe proponer en concreto más cosas. Dicho de otro modo, esos valores absolutamente genéricos carecen de significado práctico si no es sobre la base de otras pautas de acción más concretas. De lo contrario, por mucho que puedan ser genéricamente suscritos, resultan enteramente inoperantes[18].
b) A su vez, esa presunta ética es muy poco laica, si se entiende con este término algo supuestamente neutral, pues está comprometida con el agnosticismo, cuando no abiertamente con el ateísmo. Podría decirse que su seña de identidad es un paradójico confesionalismo agnóstico. Lo que debería caracterizar toda ética civil es un nítido compromiso en la búsqueda de la verdad práctica: lo que el hombre debe obrar en función de lo que es. No tanto por ser “civil” como por el hecho de ser “ética”, la ética civil habría de desarrollar una antropología práctica que aclare lo que es el hombre y, en consecuencia, qué es razonable esperar de su comportamiento. En cambio, lo que a menudo se despacha como ética civil, o laica, es la absoluta alternativa a cualquier moral religiosa, y en concreto la cristiana. Si es ética, lo que importa no es que sea una ética a-religiosa, sino una ética que busca el bien del hombre, y además que se lo propone de una manera práctica, para que lo realice. Esa habría de ser la marca esencial de una ética civil, no su oposición a la religión[19].
Volviendo al nervio de la cuestión señalemos que H.-G. Gadamer, padre de la hermenéutica contemporánea, ha puesto claramente de manifiesto el prejuicio de quien se postula a sí mismo libre de prejuicios. Concretamente, el actual debate bioético, según Hans Thomas, suspende la reflexión ética al imponer como cláusula para ser admitido el estar libre de dogmatismos, pero lo que de este modo acontece es que quienes se disfrazan de “neutrales” son los únicos que no reconocen sus presuposiciones. No llega a haber verdadero diálogo ético, sólo debate jurídico, lógico-lingüístico o estético. Ahora bien, el debate jurídico es parte del político, y admite compromisos.
En las comisiones de bioética, señala Thomas, no existe un discurso libre de supuestos. “Cada cual, antes de entrar en el debate, ha postulado ya sus propias hipótesis acerca de la acción correcta o falsa en una determinada coyuntura, y ha hecho ya su opción de carácter ético. Tampoco se trata de un discurso ético en el sentido de la reflexión moral coherente con los propios supuestos; ésta ya se ha producido antes de entrar en la discusión. Se trata más bien de un discurso sobre ética en el que se intenta buscar posiciones comunes. Pero donde no se dan posturas comunes desde el principio, no cabe más que el compromiso, la persuasión o la mayoría. Ahora bien, ninguna de estas cosas constituye una seña de identidad de lo ético sino del discurso jurídico o político”[20].
Estamos aquí ante un pluralismo aporético. Entiendo que cada uno de los interlocutores debería más bien reconocer abiertamente sus propios compromisos y creencias, y pensar desde ahí, con argumentos racionales, objetivables, de manera que puedan medir su respectiva validez las diferentes posiciones y creencias en juego.
Ante todo es de notar un preconcepto del discurso supuestamente neutral, a saber, la idea de “progreso”. Como ya se ha señalado, la ética dialógica hace causa común con el utilitarismo y necesita del consecuencialismo para justificarse. En efecto, su coartada principal es una peculiar noción de responsabilidad en relación a algo así como el progreso de la humanidad o de la sociedad. La buena decisión es la que se sabe responsable de una hipotética optimización global de la humanidad[21].
Semejante concepto resulta particularmente extraño. En primer término, porque no deja de ser una creencia, curiosamente esgrimida por quienes presumen de no partir de presupuesto alguno. Y, en segundo lugar, porque el cálculo de las consecuencias de una decisión práctica de cara a la optimización global del mundo únicamente puede hacerse ante la bola de cristal. Sólo quien consulta el oráculo podría efectuar ese cálculo; más aún, únicamente podría hacerlo quien poseyera el “ojo de Dios”, aquel que ve cada átomo de realidad desde los infinitos ángulos posibles. Ninguna de estas dos cosas acontece, y el progresismo, que pide lo imposible, acaba convirtiéndose en un discurso hegemónico. Ad impossibilia nemo tenetur. Lo viable –y exigible– es la honestidad de decir cada uno lo que piensa y de reconocer sus propios supuestos.
La mixtificación del “progreso” y del “cambio” es letal para la salud del discurso. Ciertamente, la fe en el progreso no es falsa de suyo, pero lo que sí es falso, y ciego, es el mito de que el presente por necesidad mejora el pasado, y de que el futuro mejorará el presente también de forma ineluctable. El cambio no es un bien en sí mismo. Que sea bueno o malo dependerá, por un lado, de su contenido, es decir, de lo que concretamente se proponga como progreso y, por otro, del punto de referencia. Aclarar respecto de qué se considera progreso un determinado cambio –a saber, cuál es el status quo en referencia al cual podemos considerar que ha habido un avance– es una señal de honestidad intelectual. El empleo que de la noción de cambio o progreso suelen hacer quienes se autocalifican de progresistas ordinariamente es demagógico, dado que no suelen aclarar este punto.
Mientras el debate no prescinda de etiquetas demagógicas como las de progresismo, neutralidad o ausencia de presupuestos, y en tanto no se ponga en su sitio el valor del consenso, el discurso bioético no adquirirá la madurez epistemológica que necesita para hacer frente a los grandes desafíos contemporáneos que hoy tiene por delante.
* Artículo publicado en la revista Cuadernos de Bioética, vol. XIV, nn. 51-52 (2ª, 3ª), 2003, pp. 229-240.
[1] Thomas, H. “Ethik und Pluralismus finden keinen Reim. Die Ethikdiskussion um Reproduktionsmedizin, Embryonenforschung und Gentherapie”, Scheidewege 15 (1990/91) 140.
[2] He intentado un desarrollo más pormenorizado en Barrio, J.M. Moral y democracia. Algunas reflexiones en torno a la ética consensualista, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra (Col.: Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, nº 49), Pamplona, 1997, y en la segunda parte de Cerco a la ciudad, Rialp, Madrid, 2003.
[3] La dificultad del contractualismo estriba en que el principio pacta sunt servanda, evidentemente supuesto en él, no es susceptible de validación contractual. En otras palabras, ningún pacto es fiable sino sobre la base de un principio no pactado ni pactable, a saber, el que afirma que los pactos han de ser respetados y los compromisos cumplidos. Ahora bien, la fidelidad al pacto exige la unanimidad a la hora de estimarla justamente como un valor común y universalmente vinculante, de suerte que el planteamiento deviene circular.
[4] El concepto de interés de la mayoría –o el de “interés general”, frecuentemente empleado hoy en el contexto administrativo– no deja de ser curioso, por cuanto el interesarse por algo siempre es un fenómeno individual. Sólo el bien puede ser común: Bonum est quod omnia appetunt. El interés sólo puede ser privado, aunque ciertamente negociable con otros intereses igualmente privados.
[5] El principal valor –por cierto, también ético– de la democracia liberal estriba en ser una buena técnica para desalojar pacíficamente al mal gobernante. No es poca cosa esto. Si cumple bien esa función, la democracia ya presta un servicio muy importante. El valor de la democracia está relacionado, sin duda, con el diálogo, la actitud del respeto, y especialmente la búsqueda de la verdad, a menudo difícil de encontrar en el terreno práctico, que es el de lo contingente, lo variado y variable. Pero es importante percibir los límites de la democracia, y no extrapolarla a lo que de suyo, por su contenido, no la admite como metodología adecuada.
[6] Esto no quiere decir que carezca de importancia el consenso fundamental sobre ciertas vigencias mayoritarias de carácter sociomoral. Desde la ética política, que exista un común sentir en relación a ciertas valoraciones básicas es necesario para que exista algo parecido a lo que llamamos cohesión social. No puede suministrarla sólo la comunidad de intereses. Es el problema de la idea que algunos tienen de Europa. No puede haber Unión Europea sólo a partir de una comunidad mercantil. La idea de Europa, tal como fue penada por quienes la pensaron más en serio, no es sólo una Europa de mercaderes, no sólo la Europa del euro (cosa interesante sin duda). Pero es más que eso: es la idea de una comunidad en la que se comunican cosas más importantes que la moneda, y si no hay vigencias culturales y morales, entonces no hay Europa.
[7] Kant distingue nítidamente entre imperativos categóricos –propiamente los morales o prácticos– e imperativos hipotéticos, entre los cuales se cuentan los “consejos de la sagacidad” y las “reglas de la habilidad”. Estos siempre mandan bajo un supuesto.
[8] La inclinación o “compasión” ahora se plantea para justificar, por ejemplo, la eutanasia, lo cual suscita reminiscencias que algunos preferirían olvidar. La primera experiencia histórica de una política eutanásica tuvo lugar durante el III Reich alemán. Josef Goebbels, que fue quien la diseñó, apela también a la compasión en el guión de su película “Yo acuso”. La supuesta compasión que lleva a matar al paciente suele enmascarar la autocompasión de quien se “compadece”. Pero esto tiene poco sentido. La noción de compasión presupone al que padece, mas resulta muy forzado verla traducida en el aniquilamiento del paciente por parte del compadeciente. Matar “por compasión” no es precisamente una conducta compasiva. El respeto a la dignidad del paciente implica evitar el encarnizamiento terapéutico, pero no es compatible con dejar de poner los medios razonables para curarle –o, si esto no es posible, aliviarle– y, desde luego, con procurarle la muerte por medios directos.
[9] “Der praktische Imperativ wird also folgender sein: Handle so, daß du die Menschheit, sowohl in deiner Person, als in der Person eines jeden anderen, jederzeit zugleich als Zweck, niemals bloß als Mittel brauchst”, cfr. Grundlegung der Metaphysik der Sitten, Ak 429, 9-13.
[10] Vid. Finnis, J. Absolutos morales, Eiunsa, Barcelona, 1991.
[11] Anselm Winfried Müller concluye que el valor incondicionado de la vida humana no se halla racionalmente fundado, sino que más bien es el reconocimiento de ese valor incondicionado lo que constituye precisamente el fundamento de todos los valores éticos y la medida de su exactitud. Cfr. Müller, A.W. Tötung auf Verlangen. Wohltat oder Untat?, Stuttgart, 1997, 76-85. Vid. un comentario interesante a las ideas de Müller en Thomas, H. “Euthanasie. Wohltat oder Untat? Anmerkungen zur Philosophie von Anselm Winfried Müller”, Die Neue Ordnung, 53:5 (1999) 363-374.
[12] El médico nunca está para matar. Su misión es curar, y si no puede hacerlo, paliar el dolor, acompañar al paciente y a sus familiares y tratar de sostenerles en las mejores condiciones posibles hasta que la vida se extinga naturalmente.
[13] Mi objeción fundamental al principialismo está desarrollada en Barrio, J.M. “La Bioética, entre la resolución de conflictos y la relación de ayuda. Una visión crítica del principialismo”, Cuadernos de Bioética, XI:43, 3ª-4ª (2000) 291-300.
[14] Vid. Barrio, J.M. “Tolerancia y cultura del diálogo”, Revista Española de Pedagogía, 224 (2003) 131-152.
[15] Vid. Vicente Arregui, J. “¿Una razón pública o pluralidad de razones prácticas?”, Nueva Revista, 51 (1997) 50-67.
[16] En un momento de “debilidad metafísica”, el propio Habermas lo reconoce: no es posible concebir un diálogo sino como una búsqueda cooperativa de la verdad (kooperativen Wahrheitssuche). Cfr. Habermas, J. “Wie ist Legitimität durch Legalität möglich?”, Kritische Justiz, 20 (1987) 13.
[17] La tesis de que el consenso –que es un dato fáctico– genera legalidad lógica, o práctica, además de contraintuitiva, resulta filosóficamente insostenible, como ha mostrado E. Husserl en sus Logische Untersuchungen. Podría suministrar justificación, por ejemplo, a los sacrificios humanos, o al nazismo.
[18] Por otra parte, tan “laica” –en el sentido de no comprometida con una propuesta religiosa– es la ética aristotélica como la kantiana, la humeana o la existencialista, y sin embargo no se puede sostener lo mismo con todas ellas.
[19] Precisamente lo señala un documento de la Conferencia Episcopal Española, publicado en 1996 con el título “Moral y sociedad democrática”. Hablando de la ética civil, sostiene que, “si realmente es ética corresponderá al menos en lo fundamental a las exigencias de la ley natural, es decir, de la razón humana en cuanto partícipe de la sabiduría divina. No se definirá esta ética civil por oposición ni exclusión de la ética cristiana sino por su compromiso positivo con la verdad del hombre”. Esta idea se puede formular de manera sencilla, y resulta indudablemente básica, pero no es tan fácil de percibir para quienes juzgan kantianamente algunos aspectos de la realidad moral. También hay que poner de relieve ciertos prejuicios derivados de la peculiar historia europea de los últimos 250 años, la cual hace que no pocos tiendan a ver la ética y la religión como dos esferas antagónicamente enfrentadas. Aunque se admita que toda religión positiva contiene un conjunto de propuestas morales, se suele distinguir entre la “moral” religiosa (de máximos) y la “ética” de mínimos, laica, que ha de ser ajena, si no contraria, a la religión. El consenso sería el procedimiento de legitimación de esa ética laica. Frente a ello, además de lo ya señalado, hay que poner de relieve que es cierto que el consenso implica una racionalidad práctica, pero una cosa es que exista la obligación moral –por ejemplo, para un político– de buscar el mayor consenso en la toma de decisiones, y otra que el consenso democrático sea el fundamento de la moral. Desde la perspectiva del cristianismo –y, en concreto, de la llamada Doctrina Social católica– son muy ponderables algunos elementos de raíz moral que teóricamente las democracias occidentales suscriben. Sin eludir el hecho de que las técnicas de organizar la convivencia social son –como por definición toda técnica lo es– esencialmente mejorables, cabe reconocer un fundamento ético en algunos principios básicos de la democracia como, por ejemplo, la separación de poderes, la idea de un régimen constitucional y el Estado de Derecho, el principio de legalidad, la representatividad y la legitimidad por sufragio universal, etc. Todo esto puede facilitar que se garanticen mejor los derechos de las personas y que se respete su dignidad, que el poder esté apoyado en una autoridad que facilite la obediencia civil de las leyes justas y dificulte los abusos y arbitrariedades, etc. Se trata de soluciones históricas –y, por tanto, contingentes– a ciertas exigencias de la justicia social que, de suyo, admiten variedad de articulaciones jurídico-positivas, pero que reflejan y presuponen una preocupación ética evidente. Ahora bien, no puede dejar de advertirse –como ya se ha hecho aquí de manera suficiente– que una cosa es admitir la relativa legitimidad moral de la democracia y otra bien distinta pretender una legitimación democrática de la moral.
[20] Thomas, H. “Eutanasia: ¿Son igualmente legítimas la acción y la omisión?”, Cuadernos de Bioética, XII:44 (2001) 7.
[21] Partiendo del reciente debate alemán sobre el certificado exigido a las mujeres que desean abortar, Spaemann desarrolla una interesante crítica al consecuencialismo. Vid. Spaemann, R. “La perversa teoría del fin bueno. Un cálculo corrupto en el fondo del debate sobre el certificado de asesoramiento previo al aborto en Alemania”, Cuadernos de Bioética, XI:46/3ª (2001) 355-364.