La barbarie de bata blanca

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En estas semanas he tenido ocasión de volver a leer la Trilogía de Auschwitz en la que Primo Levi narra el horror cotidiano del campo de trabajo al que fue conducido en febrero de 1944 y en el que permaneció hasta la liberación por el ejército ruso en enero de …

En estas semanas he tenido ocasión de volver a leer la Trilogía de Auschwitz en la que Primo Levi narra el horror cotidiano del campo de trabajo al que fue conducido en febrero de 1944 y en el que permaneció hasta la liberación por el ejército ruso en enero de 1945. Se trata de una descripción lúcida y mesurada de la degradación humana que llega al fondo del alma y que aspira a hacerse inolvidable. “Si comprender es imposible, conocer es necesario —explicaba Levi en una entrevista compilada en el mismo volumen—, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también”. Mi lectura de aquel impresionante testimonio ha coincidido con los trámites parlamentarios de la nueva Ley de Técnicas de Reproducción Humana Asistida y con el frontal rechazo de la Iglesia católica hacia esas prácticas, que —en palabras contundentes del Arzobispo de Pamplona, Fernando Sebastián— “son una auténtica barbarie de bata blanca al servicio de fuertes intereses económicos”.

Las recientes declaraciones del director del Instituto de Salud Carlos III sobre las líneas maestras de la nueva Ley de Investigación Biomédica han acrecentado todavía más mi inquietud. Francisco Gracia Navarro decía a la prensa que los embriones sobrantes de los procesos de fecundación in vitro “si no se usan para investigar, se acabarían tirando a la basura”. Este argumento trajo de inmediato a mi cabeza las investigaciones de los médicos nazis con los condenados a muerte en los campos de exterminio, descritas por Robert Jay Lifton en The Nazi Doctors: ya que iban a morir se trataba de que su muerte fuera al menos útil para algo. Estudiar su muerte por congelación podría, por ejemplo, ayudar a salvar las vidas de los pilotos alemanes derribados sobre las gélidas aguas del Báltico.

Hace casi veinte años tuve ocasión de visitar Szczecin, la hermosa ciudad polaca junto al Báltico, para establecer un acuerdo entre mi Universidad y la de aquella ciudad que estrenaba en aquel momento su primer rector no comunista. De mi visita quiero traer a mi recuerdo la entrevista con el obispo de la ciudad, Mons. Kazimierz Majdánski, estrecho amigo de Juan Pablo II. Me había invitado a merendar y cuando advertí la generosa ración que me ofrecían las dos monjas que nos atendían y el escaso alimento que ofrecían al obispo, me explicó que su estómago había quedado irreversiblemente destrozado por las investigaciones médicas nazis. No pregunté más en aquel momento, pero años más tarde tuve ocasión de leer las memorias de Majdánski en las que describe —con sobriedad y sin rencor— las investigaciones a las que había sido sometido en la sección de experimentos de Dachau: “No teníamos ni siquiera fuerzas ni voluntad para quejarnos, para gritar con los sufrimientos que nos producían los tremendos experimentos, las frecuentes operaciones a que nos sometían. Con aire de desprecio aparecían los médicos en la sala en la que se condensaba un sufrimiento cada vez mayor. Y mostraban una absoluta despreocupación por el hombre número, el hombre cobaya”.

Quizá por este recuerdo no he podido leer sin un estremecimiento las palabras del director del Instituto de Salud Carlos III dando la bienvenida a la nueva legislación que autoriza la llamada “clonación terapéutica” y la investigación con los “embriones sobrantes”. En nuestro país no tenemos campos de exterminio en los que se hagan experimentos con cobayas humanas, pero sí disponemos ya de una legislación que abre las puertas a esas terribles pesadillas que degradan irreversiblemente a sus autores, a quienes las financian y a quienes —quizás ingenuamente— las autorizan. Más aún, acaba de inaugurarse en Sevilla a bombo y platillo un centro dedicado a la investigación con células madre procedentes de esos embriones sobrantes con la pretensión de generar células productoras de insulina que puedan implantarse a enfermos de diabetes. Mientras el presidente del Gobierno declaraba en la inauguración que la investigación con células madre no debía someterse a “frenos artificiales impuestos”, ya que eso “frena el progreso”, el presidente de la Conferencia Episcopal rechazaba ese mismo día esta reciente legislación argumentando de manera persuasiva: “Aunque sea grande la ilusión de que las enfermedades sean curadas, aunque sea muy legítima la aspiración de un matrimonio a prolongarse en los hijos, esos sentimientos no pueden sobreponerse a la verdad sobre el ser humano. Si el fin no justifica los medios, nunca el ser humano puede ser reducido a medio ni utilizado como instrumento”. Esta es la cuestión decisiva. Nunca un ser humano, llámesele “embrión”, “pre-embrión”, “masa de células”, “embrión sobrante” o como se quiera, puede ser utilizado como instrumento de investigación con la excusa de que de todas maneras va a ser tirado a la basura. Ni siquiera es un argumento suficiente el cuestionar su condición humana. Recuerdo ahora cómo el sabio civilista Francisco Sancho Rebullida argumentaba ante el Senado con ocasión de la despenalización del aborto que si se admite la duda acerca de la condición humana del embrión, bastaría esa duda “para excluir toda intervención destructiva o instrumentalizante —nunca se debe admitir y autorizar el riesgo de matar a un hombre—, del mismo modo que uno debe abstenerse de golpear o de disparar en la oscuridad a una figura que no se distingue bien, pero que pudiera ser un hombre”.

Me parece que un aviso en esta misma dirección debería haber sido el fraude descubierto en estos últimos meses del investigador coreano Hwang Woo Suk, quien había literalmente “fabricado” los resultados de sus investigaciones sobre clonación humana y había logrado publicarlos en Science, la revista científica más prestigiosa del mundo. Hwang Woo Suk había llegado a convertirse en un héroe nacional en su país, acumulando distinciones y recursos económicos para proseguir con sus investigaciones. El deseo de incrementar todavía más su notoriedad le había llevado a inventar unos resultados que nadie pudo replicar. Donald Kennedy, presidente emérito de Stanford y editor de Science, declaraba en enero en un simposio a raíz de este escándalo: “El fraude científico no es nuevo y no es raro, pero afortunadamente tampoco es común”.

Quizá la situación planteada en nuestro país sea un caso de la “ceguera ética” que denunciaba Benedicto XVI en su reciente encíclica. Parece como si el interés económico o el afán de notoriedad hubieran deslumbrado a quienes debían respetar por encima de todo a la persona. Han quedado ciegos como los médicos nazis que pusieron su ciencia al servicio del mal. Cuando los políticos e investigadores de nuestro país hablan del “potencial investigador de los embriones” da la impresión de que están hablando de la formidable capacidad que tienen los embriones, si se investiga sobre ellos, de hacer famosas o ricas a las personas y empresas implicadas en esta industria: ésta es la barbarie de bata blanca.

Publicado en La Gaceta de los Negocios, 06-05-2006

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