La bioética ha muerto. ¡Viva la ética médica!

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1. Introducción

De acuerdo con su teoría de las generaciones, Ortega y Gasset sitúa los treinta años como la edad en la que los humanos abandonamos la juventud. Madurez impli­ca, entre otras cosas, tomar posesión de lo real. En este sentido, nunca terminamos de madurar, pues tampoco llegamos nunca a hacernos cargo de(l) todo. Ahora bien, hacerse cargo de la realidad, en la medida en que nos es posible, implica «reconocer los límites dentro de los cuales van a moverse nuestras posibilidades»[1].

Cualquiera que sea la fecha de su nacimiento, entre las varias que se proponen, según el criterio de Ortega la Bioética habría alcanzado ya sobradamente la mayoría de edad. Pero si por su edad cronológica ya debiera haber entrado en la madurez, psicológicamente sigue imberbe, pues parece que ha olvidado algo tan simple como esto: un médico no debe matar.

Hace ya tiempo que la Bioética se ha convertido en un discurso autorreferencial, justamente porque en él se ha difuminado la referencia a unos límites hasta el punto de quedar seriamente comprometida la sustancia ética del argumento, y, según Robert Spaemann, la noción de límite (Grenze) es decisiva en ética[2]. Es difícil encontrar hoy un foro de discusión bioética en el que la prohibición absoluta de matar a un inocente no se ponga en cuestión. Muchos bioeticistas la relativizan ha­ciéndola depender de ciertas condiciones, en ausencia de las cuales podrían plantearse determinados supuestos que obligarían a ponderar el valor de esa prohibición contrastándolo con otros «valores».

Simplificando mucho, y formulada de manera menos bárbara que la expresión que da título a estas páginas, me parece que esta es una de las intuiciones fundamentales de Edmund Pellegrino (1920-2013), a quien un reciente número de Cuadernos de Bioética ha rendido un merecidísimo homenaje[3].

No sería justo dejar de reconocer algunas aportacio­nes que, desde sus comienzos, la Bioética ha hecho a las ciencias biomédicas:

a) Ha contribuido a poner en primer término al paciente como sujeto moral autónomo, que en buena parte era ignorado desde la perspectiva meramente asistencial en la que se definían los parámetros éticos de las profesiones sanitarias hasta hace no mucho tiempo. No empece en nada el valor de esta contribución el hecho de que junto a ella se hayan desarrollado también algunas patologías, ciertos elementos mórbidos que llevan a una imagen hipertrofiada de la autonomía.

b) La discusión bioética ha ayudado a sensibilizar a la clase médica respecto de la cautela y circunspección que la buena praxis exige al afrontar situaciones complejas que tienen múltiples matices, o decisiones más o menos «trágicas».

c) La Bioética ha abierto un espacio de discusión multidisciplinar que de suyo enriquece la deliberación. En el complejo mundo de la Biomedicina se necesita la presencia concurrente de médicos, biólogos, filósofos, juristas y otros profesionales para dar algo más de luz sobre cuestiones a veces muy sutiles, en las que hay que contrastar perspectivas variadas para poder formular juicios acertados ante decisiones que pueden ser conflictivas.

En el contexto de complejidad creciente en el que hoy se mueven las profesiones sanitarias, la Bioética es una disciplina que en el día a día hospitalario aporta a los profesionales de la salud un marco ético para el ejercicio profesional. Disponer de un Comité de Ética Asistencial (CAE) para consultar ciertas cuestiones difíciles, o de un Comité que apruebe los diversos ensayos clínicos (CEIC), ofrece algunas garantías contra la inmoralidad. Cuando lo que ante todo se busca es el mejor servicio a los pacientes, esta Bioética clínica presta un gran apoyo a todos los sanitarios, estimulándoles a la excelencia en su trabajo, y ayudándoles a superar las dificultades propias del ejercicio de su profesión en ambientes de sobrecarga asistencial.

Pero hay otra Bioética que ya desde hace tiempo ha perdido el norte, la que se desarrolla en ciertos ambientes académicos. El título, algo provocador, de estas páginas, así como la argumentación que sigue a partir de ahora, se entiende en referencia a esta segunda Bioé­tica, no la «clínica» sino la «académica». Naturalmente, aquella se nutre en buena parte de esta, que le suministra conceptos y argumentos de orden fundamental. Pero elfundamento no fundamentable −digamos, último− del discurso bioético ha ido perdiendo consistencia en la mayor parte de los foros académicos en que se desenvuelve, mientras que en el mundo de la práctica clínica aún conserva cierto vigor. Es lo que trataré de mostrar en estas páginas.

2. ¿Ética, política o bio-derecho?

Mi impresión es que, al menos en la mayoría de sus cultivadores, el discurso actual de la Bioética académica la ha distanciado, no sé si definitivamente, tanto de la Ética, como de la Política y el Derecho.

¿Por qué ya no es «ética»? Porque, como queda dicho, se presta masivamente a relativizar la prohibición de matar. Al hacerlo −y lo hace admitiendo la muerte de un inocente en algunos «supuestos»− abandona el discurso ético que, según ha visto Kant con claridad, vive del carácter incondicional del imperativo categórico, una de cuyas formulaciones puede expresarse diciendo que nunca se debe tratar a una persona exclusivamen­te como un medio[4]. En otras palabras, de la fuerza no condicionable, no hipotética, del deber de tratar a la persona con respeto −respeto, ante todo, a su vida e integridad−, se nutre el valor moral que en último término puede respaldar cualquier mandato práctico (ético o jurídico). Junto con esta idea de Kant, que en lo esencial suscribo, las legislaciones abortistas en Occidente han pulverizado una referencia ética sustancial. Y un sector prominente de la «Bioética» se ha adherido al negocio de la muerte que ha ido creciendo al ritmo de esas leyes injustas.

¿Por qué la Bioética ya no es «política»? A mi juicio tampoco lo es, como consecuencia de lo anterior, pues, vio Aristóteles, la Política es una prolongación de la Ética. Desde luego, la Política con mayúscula no pier­de su nobleza ética al ser sensible −como sin duda ha de serlo para ser política con minúscula− tanto a la circuns­tancia socio-histórica como al criterio del mal menor: a veces lo mejor es enemigo de lo bueno. La Política ha de serposibilista. Ahora bien, cuando deja de existir la referencia ética al bien, lógicamente se vacía de sentido la idea de lo mejor / lo peor.

Pero ante todo la Política trata de neutralizar la ley del más fuerte. Para los griegos que la pensaron más a fondo, politeia es el gobierno de la razón, un régimen basado en la palabra convincente y no engañosa. Un régimen es político y no despótico cuando la ley sustituye el derecho del más fuerte por la fuerza del Derecho, o, en otras palabras, cuando se logra que la ley de la selva ceda frente a la fuerza de la razón, y el argumento se abre paso gracias a una articulación lógica justa y a una presentación persuasiva, convincente, que no hace uso de la fusta sino de la palabra. Ahora bien, al privilegiar el deseo de quienes tienen voz y voto sobre la vida de quienes no poseen aún ninguna de las dos cosas, las leyes abortistas precisamente han venido a reponer la ley del más fuerte. Así, el discurso que respalda ideológicamente los supuestos «derechos reproductivos» de las mujeres, que a menudo se presenta comprometido con la justicia −incluso asociándose con algunas justas reivindicaciones del movimiento feminista−, creciente­mente se distancia de la Política en su más alta y noble acepción. Y ello pese a la apariencia políticamente com­prometida de los «argumentos» −más bien gritos y lemas pancarteros− de quienes promueven esas leyes.

Consecuencia de esto es la desconexión cada vez más patente entre Bioética y Derecho. En efecto, legislaciones que imponen que la decisión (choice) del fuer­te tenga más valor que la vida del débil, no solamente socavan la idea de un Estado constitucional, como queda dicho, sino que a mi modo de ver hacen saltar por los aires, en su mismo fundamento, las representaciones que sirven de base a la propia idea del Derecho. El concepto de una Constitución jurídica, o de un Esta­do de Derecho, es radicalmente incompatible con las legislaciones que condicionan la protección legal de los seres humanos cuando son más vulnerables −al comien­zo y al final de su vida− a la aceptación que reciban de parte de otros seres humanos. Los regímenes que incluyen en su ordenamiento leyes de este tipo son la quintaesencia de lo antijurídico. Lamentablemente son cada vez más en el llamado «primer mundo», donde en principio existen condiciones de vida generalmente mejores para sobrellevar, por ejemplo, la carga de un embarazo. Pero, por mucho que llegue a tener la apa­riencia contraria, una ley que tolere o ampare el aborto provocado –más aún si llega a promoverlo como un derecho subjetivo de la mujer– no es verdaderamente ley, como dice Tomás de Aquino, sino corrupción de la ley, porque es profundamente injusta[5]. El día en que el Derecho se desentienda por completo de la Justicia, como pretenden algunos «juristas» desde hace ya más de un siglo, habrá que buscar otro término, porque la voz «Derecho», desde que la acuñaron los latinos (directum, ius), significa lo recto, lo justo o ajustado, lo adecuado y debido a cada uno.

¿En qué queda, entonces, la Bioética? En un discurso comprometido con los intereses de la bio-industria, uno de cuyos ramales es el negocio de la muerte. (En este sentido, más que de «bio-industria» habría que hablar de «tanato-industria»). En sus formas más aseadas, la bio-industria necesita subordinar una serie de rutinas decisorias que sirvan para mediar en los conflictos que eventualmente puedan plantearse. Y a eso también lo llaman algunos «bioética», al oficio de mediar en la competencia entre compañías mercantiles, o entre estas y la administración sanitaria estatal, para llevar adelante el «negocio» con vidas humanas de la manera más lucrativa posible. Perdida ya toda referencia al discurso práctico −en el sentido aristotélico, o kantiano− esa bioé­tica se limita a ser una razón instrumental a la que se encarga dirimir conflictos con procedimientos tomados de la teoría de juegos y de la teoría de la decisión racional. Dicho brevemente: cuando la bioética no es cien­cia partisana −más atenta a intereses ideológicos que a evidencias científicas−, o mercadotecnia al servicio de la industria del aborto provocado, se conforma con ser un prontuario de destrezas para llevar adelante una negociación de forma eficaz[6].

3. ¿Bioética? Esta no, gracias

Beauchamp y Childress formularon el llamado modelo principialista –o la «bioética de los principios»–, un constructo teórico que se ha convertido en la pauta general para abordar conflictos en el campo de la Biomedicina[7]. En estos autores, los principios de autonomía, justicia, beneficencia y no-maleficencia no aparecen como contrapuestos, sino simplemente como criterios que pueden orientar prima facie al médico, todos igualmente válidos. Dejan sin tocar la cuestión de las posibles colisiones entre ellos. Pero de hecho el modelo principialista ha venido a transformarse en un protocolo algo rudimentario de «aplicar principios» en el que, a la hora de la verdad, sí aparecen colisiones que otros autores analizan y resuel­ven de maneras variadas. La línea de interpretación que viene siendo hegemónica en el discurso bioético plantea que los criterios de «no-maleficencia» y de «beneficen­cia» −que son los fundamentales en la Ética médica− habrían de contrapesarse con los principios de «autonomía» y de «justicia», de manera que se neutralice el paternalismo al que podría ser propenso cualquier médico. Las profesiones sanitarias, como en general cualquier prestación de auxilio, habrían de inmunizarse frente a la tentación de colonizar el espacio de la autonomía subjetiva del paciente. Ahora bien, sin pretender simplificar los posibles conflictos que puedan darse, la propuesta de equiparar esos principios entraña una serie de dificultades que no deberían pasarse por alto[8].

En una profesión de ayuda, la primera obligación de justicia es precisamente no dañar. En términos generales, un profesional no debe perjudicar los legítimos intereses de su cliente. Pero concretamente este principio tiene una singular primacía −primum non nocere− en el caso de la relación médico-paciente. Esa singular primacía entiendo ha de leerse en términos de que no se puede ponderar su peso con el de otros criterios, que en ningún caso han de anteceder a este. Es lo que de forma paladina está expresado en el juramento hipocrático. El precepto de omitir cualquier conducta que pueda pro­vocar intencionadamente la muerte del paciente no se contrabalancea con ningún otro: se trata de un imperativo absoluto. Así lo ha visto la tradición médica griega y cristiana, que tiene su correspondiente trasunto en la tradición jurídica latina: en efecto, alterum non laederees un aspecto primordial de la justicia.

¿Qué ocurre cuando es el propio paciente quien, con su autónomo juicio, entiende que forma parte de su legítimo interés desear la muerte, y acude al médico para que le ayude a terminar con su vida? No debe pensarse que este supuesto se plantea sólo en nuestro tiempo, y que las iniciativas legales de convalidar la eutanasia o la ayuda al suicidio responden al despertar moderno de la subjetividad autónoma. Hay constancia de que hace veinticinco siglos ya existía este planteamiento, a juzgar por el sentido obvio de la fórmula del juramento hipo­crático, con el que expresis verbis los médicos se comprometían a no dar a un paciente un tóxico letal activo, «aunque me lo pida».

En la senda de esta tradición hipocrática, el galeno alemán Christoph Hufeland decía, en el siglo XIX, que el médico no es alguien que salva, sino alguien que ayuda (der Arzt ist kein Heiler, sondern ein Helfer). «Todo médico ha jurado no hacer nada para acortar la vida del hombre. Que la vida humana sea feliz o desgraciada, que tenga valor o carezca de él, eso no es asunto suyo. Si alguna vez opta por admitir eso en su trabajo, las consecuencias serán imprevisibles. Y el médico se convertirá en el hombre más peligroso dentro del Estado»[9]. (Déca­das más tarde, el régimen de Hitler pondría de relieve lo certero de esta advertencia).

Entiendo que ha de valorarse como un verdadero progreso −que la Ética médica en buena parte debe a la Bioética llamada personalista[10]el reconocimiento de que el paciente no es un menor de edad, cuando efectivamente no lo es, y de que ha de poder decidir sobre cuestiones relativas a su salud. Pero el criterio de respetar la autonomía del paciente no puede ser hegemónico sobre el de la no-maleficencia. Si a costa de su propia autonomía profesional, el médico se deja seducir por los cantos de sirena del hipertrofiado concepto de autonomía que se ha abierto camino en el imaginario hoy dominante, toda la carga ética de las profesiones sanitarias queda en entredicho. Una de las consecuencias más visibles de esa hipertrofia es la aparición y el incremento brutal de la llamada «medicina defensiva». Desafortunadamente, en algunos ambientes médicos se van imponiendo usos muy poco humanos y éticos en la forma de relacionarse con los enfermos −por ejemplo, a la hora de informarles acerca del proceso y tratamien­to de su enfermedad−, que en buena parte se explican porque los sanitarios han de tener siempre a la vista las eventuales consecuencias −sobre todo las penales− de lo que hacen. El impacto destructivo que una autonomía disparatada acaba teniendo en el ethos de la relación médico-paciente es, a mi juicio, mucho peor que el que antiguamente podría tener el paternalismo.

Equilibrar la conciencia moral del médico con las legítimas exigencias de la autonomía del paciente no siempre es tarea sencilla. La cuestión es delicada, pues hay aspectos de ella que razonablemente deben ser atendidos. E. Montero señala, entre otros, el derecho del enfermo a mantener un diálogo abierto con el equipo médico, el respeto a su libertad de conciencia, el derecho a saber en todo momento la verdad sobre su estado, a no sufrir inútilmente y a beneficiarse de las técnicas médicas disponibles que le permitan aliviar su dolor, el derecho a aceptar o rehusar las intervenciones quirúrgicas a las que le quieran someter, a rechazar remedios excepcionales o desproporcionados en fase terminal, etc.[11].

El discurso acerca del consentimiento informado res­ponde a una inquietud socio-cultural que en sí misma es legítima. Pero cuando se llega a invocar la autono­mía del paciente sin límite alguno, las cosas se sacan de su quicio. En términos generales, es lo que ha pasado con cierta manera de entender la autonomía. En efecto, hoy resulta familiar a muchos –y no sólo en el contexto anglosajón, donde se ha hecho valer por influjo de los planteamientos de J. Stuart-Mill, J. Rawls o R. Dworkin–, la representación de que cada uno tiene el derecho de buscar su propia felicidad a su manera, sin otro límite que el respectivo derecho del vecino a sus propios proyectos felicitarios. Sin admitir de entrada nada parecido a una vera felicitas, se proclama como un derecho huma­no inalienable, a cuyas órdenes ha de ponerse el Estado de forma incondicional.

En el imaginario social dominante, la «autonomía» se ha convertido en título para reclamar «derechos» que no son más que deseos individuales, supuestamen­te inocuos para la sociedad. En conexión con los grandes circuitos de difusión cultural, los jerarcas mediáticos de la corrección política se dedican a rebuscar, entre las minorías zaheridas en sus legítimas aspiraciones, razones para lucrar nuevas simpatías y apoyos, y así se inventan formas de justicia histórica que no hacen más que avalar socialmente el egoísmo. Con una «hoja de ruta» cada vez menos disimulada, esas formas de justicia histórica pasan a la agenda política de gobiernos autodenomina­dos progresistas, e incluso de agencias internacionales −sobre todo, algunas oficinas de la ONU− que a través de susrecomendaciones las hacen valer como derechos humanos (de «tercera», o incluso de «cuarta generación»). La factura de casi todos esos nuevos derechos, sin embargo, acaban pagándola las instituciones auténtica­mente solidarias −ante todo las familias−, que siempre quedan injustamente discriminadas en esos repartos.

En los países de nuestro entorno no son pocos los que creen que el sistema público de salud ha de ofertar el menú de prestaciones de salud física, psíquica e in­cluso «social» −tal como la entienden los valedores de la «igualdad» y de la ideología del gender−, así como que el colectivo médico integrado en él ha de estar dispuesto, en su caso, a dispensar entre ellos la muerte a quienes soliciten esa «ayuda», bien para sí mismos tras la deliberación y decisión autónoma del interesado, o bien para sus hijos o padres cuando sepresuma que tienen disminuida su capacidad de deliberación y decisión autónoma. Pero como ha señalado C. S. Lewis, esa imagen sociocultural de una autonomía y libertad sin límites es esencialmente equívoca: «El poder del hombre para hacer de sí mismo lo que le plazca significa el poder de algunos hombres para hacer de otros lo que les plazca»[12].

En definitiva, quienes no hablan más que de la au­tonomía del paciente como criterio hegemónico de decisión, acaso no de forma consciente en medio del adocenamiento que esto provoca, pero de hecho suponen que la profesión médica ha de ponerse a disposición de los diseños de ingeniería social que promueven algunos ideólogos y analistas sociales. Se cumplen así, con bastante exactitud, las previsiones de Hufeland.

El resultado de confundir el recto sentido de la au­tonomía del paciente, incluso a costa de la autonomía profesional del colectivo médico, es que los miembros de este acaban insertándose masivamente en un plexo de acciones y relaciones que van mucho más allá de su competencia y misión, poniendo en riesgo no sólo la autonomía de la profesión, sino también el alto prestigio moral con el que históricamente la han desempeñado la inmensa mayoría de sus miembros, dando una imagen social de fiabilidad que ha hecho posible que en muchos aspectos fuesen percibidos como los mejores y más abnegados profesionales, los dotados de un mayor sentido vocacional. En virtud de ese fuerte peso moral asociado a su trabajo, en la tradición occidental se ve al médico como una buena persona experta en el arte de curar (vir bonus, medendi peritus).

Como consecuencia de esta mutación en los parámetros sociomorales con los que se percibe la profesión, parece que hoy más bien habría que esperar de los médicos que sean funcionarios eficaces del sistema de previsión social, eficientes dispensadores de servicios biosanitarios a la carta, sin más límites que:

a) lo técnicamente imposible;

b) lo administrativamente equitativo;

c) lo políticamente correcto, tal como lo definen los grupos de presión mejor implantados mediáticamente.

Un indicio significativo de dicha mutación es que cada vez se habla menos de la profesión médica como colectivo. Parece que de sus miembros no se espera que «profesen» casi nada con verdadera convicción, sino que se integren dentro del sistema público de Salud.

Por su parte, el concepto de «salud» que maneja el discurso social dominante es bastante más amplio y difuso que hace décadas. Parece que hace saltar las dimensiones relativamente abarcables en las que se movía hasta hace no mucho el trabajo de los médicos, y las expectativas sobre lo que ellos pueden y deben hacer, que es curar o aliviar enfermedades. Para que se entienda bien esto basta acudir a la definición que propone la Organización Mundial de la Salud: «Salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no sola­mente la ausencia de afecciones o enfermedades». Esta definición compleja podría equipararse semánticamente a la descripción de la felicidad, la bienaventuranza o la beatitud. Expresa una situación literalmente inalcanzable en esta vida. De acuerdo con ella, habría que decir que todo ser humano está enfermo.

Sea lo que fuere de esto, los asuntos de salud pública son competencia más de la administración del Estado que de los médicos. Lo que ante todo compete al médico −y le compromete ante la sociedad− es tratar de curar o aliviar a los enfermos. Sin duda tiene una responsabili­dad social que no se limita tan solo a sus pacientes, y que afecta a cuestiones de higiene y salud pública, pero su tarea principal no es construir un mundo feliz y una sociedad más saludable; no puede esperarse de él que sea un proveedor técnico de bienestar. La Ética médica es más simple: prescribe que el médico intente curar; si esto no es posible −y llega un momento en que ya no lo es−, que trate de paliar el dolor y acompañar en el trance de muerte, tanto al paciente como a sus allegados. Ahí reside la entraña ética de su profesión, y el profundo alcance humano y humanístico de la labor del médico.

La naturaleza es la que sana, el médico tan solo cura, afirma Hufeland siguiendo la senda de Hipócrates: Natura sanat, medicus curat[13]. En este equívoco deslizamiento del curar al sanar puede percibirse el síntoma característico de una mutación paradigmática de los parámetros en los que se movía hasta hace no mucho el ethos médico. Hoy la Bioética aparece comprometida en una empresa sobrehumana: hacer un mundo más justo y autónomo, construir una sociedad más sana y feliz. El foco de atención se va desplazando progresivamente desde el paciente hasta el sano, desde la atención al débil a la protección del fuerte. En cam­bio, la Ética médica se mueve más por la ayuda al ne­cesitado que por el mantenimiento de un alto nivel de «calidad de vida». Y así se define dentro de un marco más humano y abarcable: la vulnerabilidad inherente a la condición humana. La Ética médica no desciende del Olimpo −la definición de salud de la OMS− ni deriva sus criterios de principios abstractos, sino que se induce a partir del ethos del cuidado (care,como dicen los an­glosajones), de la atención inmediata −no mediada− a seres humanos reales que la necesitan. Se estructura desde el espacio de la confianza, que es la que con­fiere sustancia ética a la relación médico-paciente. El contacto que se establece entre alguien que necesita ayuda y alguien que puede suministrarla da contenido concreto al principio de beneficencia, que ante todo es posible porque quien pide esa ayuda tiene la certeza moral de que la persona a quien se dirige, al menos no va a pretender dañarle (no-maleficencia). Sólo puedo confiar en quien sé que no tiene una intención perver­sa hacía mí.

4. Hipócrates era médico, no bioético

Pese a haber vivido en el siglo V a.C., aún se consi­dera a Hipócrates el patriarca de la Medicina moderna, pues es quien sistematiza la práctica clínica desgaján­dola de las artes curativas. Nacido en la isla de Cos, en el mar Egeo, fundó allí una Escuela de Medicina en la que sometió a una disciplina racional las técnicas curativas hasta entonces vigentes, muchas de ellas próxi­mas a la magia. Comenzó a registrar protocolos clínicos basados en una observación patológica pormenorizada, entendió la importancia de establecer la etiología de las enfermedades y de inducir su presencia a partir de síntomas característicos, descubrió el valor de la historia clínica y de ciertos conocimientos de tipo pronóstico de cara a plantear las terapias más razonables, etc. ­

Pero su principal legado, que ha consolidado la Me­dicina como una profesión de ayuda con una importante carga de humanismo, es la enseñanza de que el médico no ha de limitarse a ver enfermedades, sino que debe ver siempre detrás de ellas a los enfermos, es decir, a personas con necesidades y carencias (pacientes).

Lo más destacable de la tradición hipocrática es el alto grado de exigencia ética que desde entonces el ima­ginario colectivo ve asociado a la práctica médica. Los discípulos de Hipócrates comenzaban su ejercicio pro­fesional con una declaración de principios −el famoso juramento hipocrático− que sobre todo implicaba una autoexigencia y compromiso moral: «Aplicaré mis trata­mientos para beneficio de los enfermos, según mi capa­cidad y buen juicio, y me abstendré de hacerles daño o injusticia». El médico hace suya esta convicción, y así es capaz de transmitirla a su vez a otros. En Occidente a los médicos se les suele llamar «doctores», no porque hayan hecho estudios de tercer ciclo universitario −muchos no los han hecho−, sino porque el espíritu de servicio ca­racterístico de su ethos profesional y de su vocación les hace capaces de enseñar (docere),de transmitir −sobre todo con el ejemplo de un trabajo abnegado, siempre dispuesto a servir a quien lo necesite− un legado que entraña una fuerte carga ética.

Desde Hipócrates, la Ética médica exhorta a la pru­dencia, al buen hacer del que el médico es capaz según su formación, y según la experiencia y oficio que haya logrado acopiar con su práctica. Estimula a solicitar el parecer de los colegas cuando hay dudas sobre la terapia a aplicar, le invita a contrastar con ellos el propio juicio, dado que la Medicina no es una ciencia exacta y las po­sibilidades de acometer con éxito un tratamiento nunca están garantizadas por completo. Tampoco puede de­cirse que una opción buena haga que sean malas todas sus alternativas. Cómo haya de actuar en cada caso es algo que al médico se le esclarece en el juicio prudente y contrastado.

La ética hipocrática no es un código de buenas prác­ticas. Hipócrates no dice mucho a sus discípulos sobre lo que positivamente han de hacer en el ejercicio de su profesión: la conciencia moral y profesional de cada uno será siempre la instancia decisiva. Pero sí dice algo muy concreto sobre lo que un médico nunca debe hacer, como médico: matar. Esto señala un límite negativo den­tro del que han de comprenderse todas sus posibilidades de acción. Ceñirse a ese límite en ningún caso supone una restricción a su iniciativa, a su actividad como mé­dico. Más bien implica garantizar, positivamente, que lo que hace es unacto médico.

Dar muerte a otro ser humano nunca puede conside­rarse un acto médico. Hipócrates exigía a sus discípulos un compromiso que tiene dos aspectos: uno positivo, muy general, y otro negativo, muy concreto. Ser médico significa asumir un principio incondicional de conciencia que ha pasado a la historia de la Medicina como paradigma del buen hacer: el médico ha de dispensar un profundo respeto a toda vida humana desde la concep­ción hasta la muerte natural. Solo con esta convicción, ciertamente, el médico no resuelve su tarea, pero sin ella es imposible ejercer la Medicina. La conciencia no puede suplir la ciencia y el arte de curar; es una guía que marca el norte sin indicar el camino concreto a seguir. Mas la actitud que preceptúa sí que tiene consecuencias concretas, al menos estas dos: «No dispensaré a nadie un tóxico mortal activo, incluso aunque me sea solicitado por el paciente; tampoco daré a una mujer embarazada un medio abortivo».

El estado actual de muchas discusiones de la bioética académica refleja un modo de ver las cosas según el cual el juramento hipocrático habría de tenerse poco menos que de «fundamentalista»: algo obsoleto e inadaptado a las exigencias de los tiempos que corren, tan reacios a de­jar sitio a la representación de algo parecido a un deber categórico, a un mandato absoluto. Eso sería «absolutis­mo». Hace ya tiempo que el pluralismo axiológico pide más bien actitudes relativistas, o, lo que parecería ser lo mismo, ir con más calma: No hay que tomarse las cosas a la tremenda; no todo es blanco o negro, hay una amplia escala de grises. Todo depende de las circunstancias.

Naturalmente, la «circunspección» es un aspecto de la prudencia, y consiste en atender a la circunstancia…, pero sin perder de vista la sustancia. En las cuestiones prácticas, prudenciales, casi todo depende de las circuns­tancias, y, por tanto, es relativo a ellas. Pero todo no. Hay algo que en ningún caso un médico puede hacer. Hoy día, buena parte del gremio de los bioeticistas exhi­be una pose muy circunspecta, pero que la mayoría de ellos identifica con el «relativismo»[14].

Hace no mucho intenté mostrar que la circunspec­ción nada tiene que ver con el relativismo. Hay que dis­tinguir la postura del relativista, que niega toda verdad moral, de la actitud característica de la persona pru­dente, que se esfuerza por encontrar la verdad práctica in concreto[15]. Desde luego, la tradición hipocrática ha consolidado el valor intangible de la vida humana, o, por decirlo con toda precisión, su «sacralidad». En todas las culturas, la categoría de lo sagrado viene a coincidir con la idea de lo que «no se toca», lo contrario de lo profano, que es lo que todo el mundo manosea (por ejemplo, el dinero, que pasa de mano en mano). Eso no admite medias tintas, siempre se ha interpretado en términos absolutos. La sacralidad de la vida humana no implica, como es natural, la prohibición de intervenir en ella, sino el deber de hacerlo siempre médicamente, es decir, con la intención beneficente de curar, y si esto ya no es posible, al menos de paliar y acompañar al paciente y a sus familiares, tratando de sostenerles en las mejores condiciones posibles hasta que la vida se extinga de forma natural.

Cruzar el Rubicón, aquí, es simplemente abandonar la Medicina. Mejor dicho: corromperla.

5. Dar muerte… ¿por «compasión»?

Reconozco que la comparación de las prácticas euta­násicas actualmente legalizadas en algunos países con lo que hicieron los nazis a partir de 1939 −el Tercer Reich fue el primer régimen político que legalizó la eutanasia− puede resultar sumamente ofensiva, tanto para los mé­dicos que la practican donde es legal, como para quienes la promueven donde aún no lo es[16]. No me cabe duda de que las intenciones que mueven a estas personas pueden ser buenas, en todo caso más aseadas que las de los nazis, que buscaban el exterminio masivo de quienes consideraban indeseables, bien por razones raciales, o bien por ser ideológicamente «degenerados». En algu­nos casos, el uso despiadado de seres humanos como material experimental para investigaciones médico-mi­litares hace todavía más intolerable la mera insinuación de cualquier punto de contacto, insisto, en cuanto a las intenciones. Ya solo el hecho de que los nacionalsocia­listas aplicaran la eutanasia de manera forzada, sobre todo por razones eugenésicas, constituye una singulari­dad que obliga a distinguir esas acciones criminales de las de quienes tan solo pretenden ayudar a quien desea morir. Ahora bien, dicho esto, me parece que hay que indicar dos cosas:

A) El lenguaje empleado por unos y otros es bas­tante parecido, no en cuanto a los ecos ticos connotados, pero sí en lo que denota el sentido obvio, ostensivo, de las expresiones que usan. Naturalmente no todos, pero algunos de los argumentos que hoy se aducen para justificar la eutanasia, muestran una notable familiaridad semántica con los de los nazis. Dicha familiaridad ha sido puesta de relieve, con más conocimiento de causa que yo, por algunos alemanes[17].

B) La decisión «autónoma» del paciente, invocada por los actuales valedores de la eutanasia, en la práctica acaba siendo algo sumamente relativo, y equívoco.

Muchos bioeticistas discurren sobre un supuesto que habrían de aclarar mejor, a saber, que dar muerte podría en algunos casos ser un beneficio para el paciente. En auxilio de esta representación fácilmente acude la ima­gen estereotipada del cowboy que, por compasión hacia su caballo que se ha quebrado una pata, le dispara un tiro para evitarle más padecimientos[18]. Pero igualmente debería acudir, en este caso más a la memoria que a la imaginación, la forma en que los nazis encargados de ejecutar la solución final de los judíos en Europa se re­ferían a los campos de exterminio: «fundaciones carita­tivas del Estado». Lo narra Hannah Arendt con bastante precisión en su crónica sobre el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, en 1961. El lector me disculpará que repro­duzca una larga cita, pero en este caso vale la pena traer las propias palabras de Arendt:

«Entre el mes de diciembre de 1939 y el de agosto de 1941, alrededor de cincuenta mil ale­manes fueron muertos mediante gas de monóxi­do de carbono, en instituciones en las que las cámaras de la muerte tenían las mismas enga­ñosas apariencias que las de Auschwitz, es decir, parecían duchas y cuartos de baño. El programa fracasó. Era imposible evitar que la población ale­mana de los alrededores de estas instituciones no desentrañara el secreto de la muerte por gas que en ellas se daba. De todos lados llovieron pro­testas de gentes que, al parecer, aún no habían llegado a tener una visión puramente “objetiva” de la finalidad de la medicina y de la misión de los médicos. La matanza por gas en el Este −o, dicho sea en el lenguaje de los nazis, la manera “humanitaria” de matar, “a fin de dar al pueblo el derecho a la muerte sin dolor”− comenzó casi el mismo día en que se abandonó tal práctica en Alemania. Quienes habían trabajado en el pro­grama de eutanasia en Alemania fueron enviados al Este para construir nuevas instalaciones, a fin de exterminar en ellas a pueblos enteros. Quienes tal hicieron procedían de la Cancillería de Hitler y únicamente entonces fueron puestos bajo la autoridad administrativa de Himmler. Ninguna de las diversas “normas idiomáticas”, cuidadosamente ingeniadas para engañar y ocultar, tuvo un efecto más decisivo sobre la mentalidad de los asesinos que el primer decreto dictado por Hitler en tiempo de guerra, en el que la palabra “asesinato” fue sustituida por “el derecho a una muerte sin dolor”. Cuando el interrogador de la policía israelí preguntó a Eichmann si no creía que la orden de “evitar sufrimientos innecesa­rios” era un tanto irónica, habida cuenta de que el destino de sus víctimas no podía ser otro que la muerte, Eichmann ni siquiera comprendió el sig­nificado de la pregunta, debido a que en su men­te llevaba todavía firmemente anclada la idea de que el pecado imperdonable no era el de matar, sino el de causar dolor innecesario. (…) El nuevo método de matar indicaba una clara mejora de la actitud adoptada por el gobierno nazi para con los judíos, puesto que al principio del programa de muerte por gas se expresó taxativamente que los beneficios de la eutanasia eran privilegio de los verdaderos alemanes. A medida que la guerra avanzaba, con muertes horribles y violentas en todas partes −en el frente ruso, en los desiertos de África, en Italia, en las playas de Francia, en las ruinas de las ciudades alemanas−, los centros de gaseamiento de Auschwitz, Chelmno, Majdanek, Belzek, Treblinka y Sobibor, debían verdadera­mente parecer aquellas “fundaciones caritativas del Estado” de que hablaban los especialistas de la muerte sin dolor»[19]­.

Indudablemente, hay una diferencia entre lo que en aquellos oscuros días hicieron los nacionalsocialistas, sin el consentimiento de sus víctimas, y lo que proponen hoy los partidarios de la eutanasia, que en teoría es ayu­dar a dejar de vivir a quienes libremente lo desean. Digo «en teoría» porque en la práctica eso no es tan claro, al menos en Holanda, el primer país europeo que aprobó una ley de eutanasia después de la del Tercer Reich de Hitler. Según datos de un informe elaborado en 1991 por la Fiscalía del Estado holandés, el 25% de los casos de muerte «a petición» en ese país se produjeron sin ex­presa «petición» del paciente: la eutanasia involuntaria se ha visto justificada por la necesidad de que el médico tome decisiones en lugar del paciente que ve disminuida su lucidez y autonomía[20].

La gravedad de esa decisión «médica» parece ate­nuada por el hecho de que en ella el sanitario inter­preta –como si de un oráculo se tratara– la «presunta voluntad» del paciente, que la precaria situación de este le impediría expresar: «Si el paciente tuviera plena conciencia, en sus actuales circunstancias seguramente desearía…». Eso es una ratonera: no hay salida posible frente a este mecanismo perverso. Un médico que por una sola vez admite este planteamiento entra ya de modo inevitable en el círculo de una lógica violenta. O bien se da cuenta de que ha obrado erróneamente, se arrepiente y no lo hace más, o bien lo considerará por principio justo y bueno en todos los casos parecidos que se le presenten. Incluso si el paciente no exige que se le mate, si el médico ya lo ha hecho alguna vez, en cualquier otra ocasión podrá interpretar los intereses bien entendidos del paciente, arrogándose un acceso privilegiado a la intimidad subjetiva de este que en algu­nas circunstancias ni siquiera el propio interesado puede tener[21].

Hay algo en lo que coinciden los argumentos que empleaban los nazis para sustentar ideológicamente sus prácticas eutanásicas, y los que se apoyan en la decisión autónoma del paciente, y es la apelación que en ambos discursos se produce a un peculiar concepto de «com­pasión», aplicándolo precisamente a la acción de matar.

Para algunos −en todo caso para mí−, sigue siendo una incógnita el modo en que la propaganda racista del Tercer Reich logró que muchos alemanes ilustrados −en no pocos casos gente de gran talla intelectual y, por otros motivos, de intachable rectitud moral− mira­ran hacia otro lado en el asunto del asesinato masivo de judíos. Pese a las habituales alusiones a la coacción de la policía secreta del Estado (Gestapo), y a otros fac­tores cuya influencia indudablemente no puede desde­ñarse, sigue teniendo un punto de misterio insonda­ble que las autoridades del régimen nacionalsocialista lograran hacer pasar a los judíos como «indeseables» (Unerwünscht), a los enfermos mentales −más adelante también a enfermos con patologías incurables o hereditarias− como «cápsulas humanas vacías», «existencias lastradas» o como «vidas que no merecen ser vividas»(lebensunwürdigen Leben), y que mucha gente no pusiera el grito en el cielo al saber que eran exterminados como si fueran ratones o bichos; en forma que nadie admitiría ni siquiera para los criminales de la peor laya (Verbrecher). Pero aún menos comprensible es que, para justificar la eutanasia y la eugenesia como una supuesta «salvación» (Heilung)del pueblo alemán −por la necesi­dad de adelantar los plazos de la naturaleza y ahorrar para los jóvenes y fuertes los recursos que ahora detraen los más débiles−, se llegara a hablar de «compasión» y de «piedad» (Gnadentod, Wohltat).

Es verdad que Alemania ha aprendido la lección, y allí no se puede disimular el inequívoco tufo que des­prenden palabras como eutanasia, eugenesia, o incluso demografía. En ese país aún estremece el nombre de Hadamar, localidad actualmente ubicada en el Estado de Hesse, conocida por tener en sus alrededores un famoso hospital psiquiátrico que en los años treinta del siglo pasado era una institución de renombre internacional. El régimen de Hitler lo destinó para integrarse en la red de instalaciones sanitarias que ejecutarían la que en el lenguaje de la burocracia nazi recibió el nombre en cla­ve de T-4 Aktion,consistente en la eliminación sistemáti­ca, primero de enfermos mentales, y más tarde tambi­én de otros pacientes con enfermedades incurables. Al principio morían de inanición; después, con inyecciones letales, o dosis letales de fármacos baratos; finalmente se instaló una cámara de gas. En pocos meses hubo casi 14.500 víctimas solo en Hadamar. (Según los expedientes documentados, el total de víctimas de la T-4 Aktionen el territorio del Reich fue de 275.000 personas). Médicos y enfermeras de una institución sanitaria de reconocido prestigio traicionaron su juramento y colaboraron en el exterminio con un fin «piadoso»[22].

Alemania está llena de Gedenkstätte, lugares e ins­talaciones destinados a honrar la memoria de tantas víctimas de aquello[23]. «Evocarla −decía en 2001 el enton­ces Presidente de la República Federal, Johannes Rau, ya fallecido− es para nosotros una obligación» (das Ge­denken an die Opfer ist uns Verpflichtung)[24]. Y bastó esa simple alusión para zanjar la querella que mantenía con el entonces canciller federal, Gerhard Schröder −también socialdemócrata, como él− a propósito de si habría que autorizar la investigación con células madre de embrio­nes humanos y la compra en el extranjero de líneas estaminales para desarrollar la medicina reproductiva (Reproduktionsmedizin), de manera que la industria far­macéutica alemana no pierda su ventaja competitiva en el mercado internacional. Ese objetivo no puede justi­ficar que se desguacen embriones humanos −es decir, seres ya humanos en estado embrionario−, tratándolos como si fueran cobayas. También Josef Mengele quería hacer progresar la ciencia.

Es un signo alentador para el ethos médico que, poco después del discurso de Rau, una representación signi­ficativa de la profesión −el Consejo de los médicos ale­manes,Bundesärztekammer, reunido en Ludwigshafen en el 2003− votara mayoritariamente contra la investi­gación con células estaminales y contra la eutanasia (en aquellos años hubo alguna tímida tentativa de abrir el debate en Alemania)[25].

El caso de Holanda es muy distinto. Es de deplorar que el colectivo médico holandés haya variado tanto en unos cuantos decenios. Bajo la ocupación nazi tuvo una conducta intachable. Pese a las presiones de la administración ocupante, se negó masivamente a cola­borar con la política eutanásica y eugenésica. Cuando fueron instados a elaborar listas de enfermos para los mataderos, la mayor parte de los médicos holandeses entregaron a las autoridades documentos de renuncia a su licencia profesional. Sin embargo, hoy parecen dis­puestos a secundar la corriente imperante, que se ven­de conargumentos calcados a los de entonces: ahorrar recursos y piedad. A los pacientes que son una carga in­útil para la sociedad se les indica discretamente la sali­da. Si no son «solidarios» y no lo solicitan ellos mismos, entonces entra en escena la autonomía «ayudada», o la voluntad «presunta». Es significativa la cantidad de ho­landeses que, llegados a cierta edad, deciden ir a pasar sus últimos años en asilos y residencias de ancianos en Alemania. En la localidad alemana de Bocholt, fronteri­za con Holanda, hay una muy conocida para residentes del país vecino. Se comprenden bien los temores que en personas de avanzada edad pueden despertarse en un país en el que tan solo el 11% de los médicos se declara indispuesto a practicar la eutanasia en ningún caso. Al fin y al cabo, mientras que en el suicidio el que mata muere, en la eutanasia el que mata no muere, y sigue atendiendo pacientes.

Naturalmente, no todos los médicos han experimen­tado los cambios antedichos. En descargo de Holanda hay que decir que allí fue fundada −y presidida durante años por el médico holandés Karl Gunning− una sociedad que tiene este sorprendente nombre: «Federación Mundial de Médicos que respetan la Vida Humana». Ya desde mucho antes de la aprobación de la Ley de Eutanasia del 2002, Gunning no cesó de denunciar lapendiente resbaladiza ­que, comenzando por los enfermos incurables, y pasando por los aquejados de «enfermedades mentales y psicosociales» tales como «la carencia de habilidades sociales, de recursos financieros, la soledad, la fatiga o la pérdida de la autonomía», ha terminado recientemente admitiendo la eutanasia infantil.

Hace años también detectaba algo parecido en Bél­gica Etienne Montero, profesor de Derecho en la Uni­versidad de Namur, que veía inminente la salida del de­bate en ese país, tan peligrosamente vecino a Holanda. Montero señala que las expresiones del tipo «ayudar a morir», así como las usuales referencias a la compasión o a la solidaridad sugieren altruismo, espíritu de servicio, ge­nerosidad, etc., e indudablemente concitan la simpatía de todos. Pero una cosa es auxiliar a un enfermo en el trance de muerte −acompañándolo y tratando de reconfortarle y aliviarle−, y otra muy distinta es matarlo. «La petición del paciente se ha convertido en un elemento esencial en la justificación filosófica, política y jurídica de la eutanasia. El derecho a morir con dignidad es uno de los principales argumentos utilizados para promover la legislación de la eutanasia. (…) Estamos aquí ante una deformación del lenguaje. El “derecho a una muerte digna” es un eufe­mismo que se utiliza para designar el “derecho a que otro nos dé muerte”. Bajo el legítimo pretexto de rechazar el empeño terapéutico, la expresión estigmatizada avala el hecho positivo de matar a alguien. Sin embargo, es evi­dente que este caso no puede asimilarse al hecho de dejar que la muerte acontezca, sin poner en práctica medios in­útiles y desproporcionados con el único fin de prolongar una vida abocada a la muerte»[26].

En efecto, una cosa es que el médico deba evitar esa forma de sobreactuación conocida como «ensañamiento terapéutico» −es decir, que le dejen a uno morir cuando le toca−, y otra bien distinta es interpretar ese derecho a morir con dignidad en forma tal que implique el deber, por parte del médico, de matar dignamente, que en es­tricta lógica le sería correlativo, caso de que se entienda aquel «derecho» como lo hacen los partidarios de la eu­tanasia, a saber, como un derecho subjetivo del paciente. (Es titular de un derecho subjetivo el sujeto que puede reclamar a otro sujeto el cumplimiento de un deber exigi­ble. Dicho de otra forma, la efectiva tutela de un derecho subjetivo implica que el ordenamiento jurídico impone la correspondiente obligación a la contraparte). Nadie pue­de tener el derecho de exigirle a otra persona que se encanalle, que cometa una vileza. Pero hace falta tener la mente muy aturdida para no ver la «lógica» que lleva­ría a inferir el deber de matar dignamente del derecho a morir con dignidad. Ahora bien, con toda naturalidad se invoca la autonomía del paciente para reclamar sus derechos, al tiempo que se desprecia la dignidad moral del médico y su autonomía profesional para exigirle el respectivo «deber».

A fin de capear la expresión que correspondería em­plear −«matar dignamente»−, se hace uso de otra más indolora: «ayudar» a quien lo pide. Pero se trata de un eufemismo, como dice Montero. Hace años traté de ex­plicarlo de la siguiente manera: «No es posible eludir el hecho de que el médico que practica la eutanasia no se limita a ayudar a un suicidio, en el sentido de suminis­trar un mero “auxilio” material a una voluntad distinta y autónoma que formalmente lo solicita. La acción de inyectar un fármaco letal no es involuntaria, aunque en apariencia se limite a secundar la voluntad ajena. La razón es que no se muere −de la misma forma que tam­poco se vive− merced a un acto de voluntad. Aunque la muerte pueda ser voluntaria, morir no es, stricto sensu, un acto de voluntad, toda vez que no es lo mismo el intencional querer morir que el efectivo dejar de vivir, y si frente a lo primero la medicina cuenta con recur­sos –tratamientos, por ejemplo, contra la depresión en determinadas fases– frente a lo segundo nada puedehacer. Quien practica la eutanasia no lo hace empleando la sugestión mayéutica, o aunando su voluntad con la de quien desea dejar de vivir, sino administrándole una sustancia letal y, por tanto, poniendo activamente unos medios naturalmente orientados por una intencionali­dad muy concreta»[27].

Hay que recalcar que, por muy comprensible que sea, en un momento dado, que alguien tenga el deseo de morir, de este deseo no puede derivarse la capacidad moral, ni legal, de exigirle al médico que lo mate. ¿Dón­de quedaría, entonces, la autonomía y la libre decisión del médico? En casos de este tipo, lo primero que debe hacer un médico es comprobar si el paciente no sufre una depresión pasajera u otra alteración que le lleve en esas circunstancias a solicitar que le ayuden a morir. Lo que realmente piden esos enfermos no es la muerte, sino que se les alivie el dolor y los demás síntomas que les hacen sufrir. La experiencia unánime en todas las unidades de cuidados paliativos es que cuando a estos enfermos se les trata con delicadeza humana y compe­tencia profesional, afrontan −ellos y sus familias− esa última etapa de su vida con paz y serenidad. La opción por los cuidados paliativos es la de aliviar el sufrimiento de esas personas, mientras que la eutanasia opta por eliminarlas a ellas: lo primero, además de ser más huma­no y creativo que lo segundo, es lo único que el médico puede hacer como médico.

Hay que comprender el deseo de morir, pero eso no quiere decir que haya que secundarlo. En el acto médico como tal −es decir, en la conducta del médico−, lo deci­sivo no es el deseo del paciente −aunque este deba ser escuchado y, en la medida de lo posible, secundado−, sino el juicio del profesional. Si alguna vez el médico cede en esto, ya quedará fijado como criterio el deseo, incluso presunto, aunque eventualmente no lo haya so­licitado el paciente.

Cuando una persona quiere suicidarse no es porque busque la muerte como algo en sí mismo deseable, sino porque la situación que está viviendo se le hace insufri­ble y quiere huir de ella como sea. Los médicos saben que la inmensa mayoría de las personas que intentan suicidarse padecen una depresión. En las sociedades civilizadas, al suicida se le intenta ayudar −humana, médica, psicológicamente− para que desista de su propósito. Si en lugar de eso se decide ayudarle a cometer el suicidio, algo muy serio se está deteriorando ahí. Alguien dijo −y estoy completamente de acuerdo− que el grado de civilización de una sociedad se mide por el modo en que ayuda a sus miembros más necesitados.

Por su parte, tampoco debe pasarse por alto que en el discurso favorable a la eutanasia, de forma implícita pero clara −para quien está atento al rigor de la lógica−, se produce una identificación entre vida digna y salud, o incluso bienestar, y, a la inversa, entre indignidad y de­crepitud o enfermedad. Ahora bien, ¿estarían dispuestos los promotores del derecho a morir con dignidad a asu­mir las consecuencias de semejante afinidad semántica? ¿Podrán evitar fácilmente el tufo nazi que dicha identifi­cación exhala? Además, ¿qué pretenden sugerir cuando emplean la expresión «muerte digna»? ¿Que las demás muertes no lo son, o no lo son tanto? ¿Acaso que es «in­digno» morir de otra manera que la que ellos promue­ven? ¿A quién puede pasar desapercibida la gigantesca sofística desplegada con estos giros verbales?

Equiparar la dignidad con la salud es algo extrema­damente problemático, pues una persona enferma o muy anciana en modo alguno pierde por ello la digni­dad. Pienso que es precisamente en esos casos límite, que a menudo se aducen para justificar la eutanasia, donde cada uno pone de manifiesto la visión que tiene del ser humano: mientras unos ven al enfermo grave o al discapacitado como alguien que ha perdido su dignidad, otros consideran que el ser humano siempre conserva sudignidad por muy deteriorado que esté su organismo. Evidentemente, el modo en que unos y otros cuiden a esas personas será muy diferente.

Los altos estándares occidentales de «calidad de vida» (Lebensqualität, Wellness) y, sobre todo, la men­talidad que ha ido creciendo paralelamente a ellos, con­ducen a que a muchas personas se les antoje intolerable la mera representación de cualquier forma de dolor o padecimiento. Menos tolerable aún resulta la idea de la muerte. (Es significativa la cantidad de maneras de marginarla, incluso de sortearla en el lenguaje, zafán­dose de pronunciar abiertamente la palabra). Por una parte, sentir repugnancia hacia estas dos dimensiones de la realidad vital constituye un impulso espontáneo de la naturaleza de todo viviente. Que nuestra vida es vulnerable, y que se acaba −al menos la vida biológica− es algo que a todos nos perturba, más o menos. Pero si somos realistas advertimos que para todo ser vivo es tan natural nacer como morir, comenzar y terminar. Y entre medias, también es natural que haya de todo: placer y dolor, alegrías y amarguras.

Junto a esa protesta espontánea de la naturaleza viva ante el dolor y la muerte −que el humano comparte con todos los seres vivos−, la especie humana suministra a sus individuos −y esto sí constituye una singularidad suya− la aptitud para integrar esos elementos no sustraíbles de su trayectoria en una perspectiva biográfica unitaria. Las personas disponemos de recursos psicológicos para afron­tar el dolor y la muerte. Se ha dado en llamar resiliencia a la capacidad de inmunizarnos frente a su lado más nega­tivo. Ahora bien, una cosa es la natural aversión al dolor, y otra ignorar las aristas que levanta el simple transcurso del tiempo en la biografía de cada persona. La desazón que nos produce la expectativa de ambas realidades no nos puede lleva

Comments 4

  1. martha tarasco md. phd says:

    Felicidades por este artículo. Aunque no estoy muy segura de que el título sea realmente el acertado. Pero no importa. Sí habemos institutos de Bioética donde solo enseñamos que el médico no mata NUNCA . Porque si bien 5respetamos la postura de nuestros alumnos (todos de posgrado) nosotros como profesores, seguimos el personalismo ontológicamente fundamentado. Pero sin duda alguna somos la minoría
    Saludos desde la Facultad de Bioética de la Universidad Anáhuac México.

  2. Luz María Pichardo says:

    Es un análisis muy objetivo y acertado de la situación actual de la Bioética. Hace una diferencia clara entre la bioética “académica” ideologizada y la bioética clínica, que coincide con la ética médica de siglos, en la conciencia del médico. La manera en que se ha politizado e instrumentalizado.
    Excelente trabajo.
    No hay una Bioética, hay muchas Bioéticas como menciona el Dr. Antonio Pardo.
    Habrá que trabajar en distinguirlas.

  3. Acabo de descubrir el artículo. Parece que no presenta bien la bioética de Sgreccia, que aspira a fundarse en un personalismo ontológicamente fundado, diferente de otros personalismos débiles. Habría que profundizar más en los diferentes modelos de bioética: no hay uno solo, sino varios en lucha continua. Gracias.

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