keywords: dignidad, finis operis, finis operantis, persona humana, naturaleza humana, cuerpo, sentido vida, consecuencialismo, responsabilidad I.- El término “dignidad” designa en latín lo que es estimado o considerado por sí mismo, no como derivado de algo otro. Se aplica, por ejemplo, a los axiomas como verdades que merecen ser …
keywords: dignidad, finis operis, finis operantis, persona humana, naturaleza humana, cuerpo, sentido vida, consecuencialismo, responsabilidad
I.- El término “dignidad” designa en latín lo que es estimado o considerado por sí mismo, no como derivado de algo otro. Se aplica, por ejemplo, a los axiomas como verdades que merecen ser reconocidas inmediatamente como evidentes, en oposición a las verdades mediatas o deducidas y a los postulados, que no son de suyo evidentes. La dignidad humana significa el valor interno e insustituible que le corresponde al hombre en razón de su ser, no por ciertos rendimientos que prestara ni por otros fines distintos del mismo. También se puede expresar, por tanto, aplicándole la noción de fin en sí. Por contraposición a fin en el sentido de objetivo o meta, que sólo es tal en la medida en que alguien se lo propone, el fin en sí lo es por su propia naturaleza, respaldando la legitimidad de los fines variables pretendidos y evitando, por tanto, su arbitrariedad. La dignidad humana como fin en sí misma ofrece un primer criterio de contrastacion para la valoración ética de las finalidades particulares perseguidas. Su más célebre expresión aparece en una de las formulaciones del imperativo categórico kantiano: “Actúa de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona del otro, no como un mero medio, sino siempre y al mismo tiempo como fin”. Así entendida, la dignidad se presenta como un principio negativo que no se debe traspasar, exigiendo respeto, más bien que como un principio positivo o motor para acciones particulares debidas. Mientras las máximas prescriben modos variables de actuación para su sujeto, el imperativo categórico es una ley que tiene validez objetiva y que, al impedir que los hombres sean instrumentalizados unos a otros como puros y simples medios, lleva a la noción de la humanidad en su conjunto como reino de los fines o conjunto en el que cada hombre es fin objetivo para sí mismo y para los demás. He aquí una primera comparecencia de la dignidad humana.
Pero también la dignidad recae sobre aquellos actos personales que tienen carácter de fin objetivo. A este respecto la filosofía kantiana no nos presta ayuda, por cuanto escinde la disposición interna (Gesinnung) de respeto a la ley moral tanto de sus realizaciones externas como de sus móviles psicológicos. La noción tradicional de finis operis alude, en cambio, a la categoría de fin que poseen de suyo ciertas acciones y que se la comunican al sujeto que las realiza, con tal que no las subordine a un fin distinto, sino que se apropie el fin correspondiente a la acción convirtiéndolo en finis operantis. Por ejemplo, prestar una ayuda es un fin en sí mismo digno y hace digno al sujeto que lo asume; pero si se presta la ayuda para sobornar, se está haciendo pasar lo que es un fin por naturaleza por un mero material, por sí mismo indiferente, del que se usa para otro fin principal, que es el que confiere en tal caso la cualificación a la acción, por ser lo que la guía en su realización.
Si bien se mira, no se trata de dos acepciones separadas de la dignidad, ya que una y otra están estrechamente emparentadas a partir de su fundamento inmediato. Basta con que nos preguntemos por lo que otorga respectivamente el carácter digno a la persona y a sus actos. La persona es digna, dada la capacidad que tiene de dirigirse por sí misma hacia el bien: sin la intimidad precisa para poder dirigir sus actos (aunque de hecho no los esté dirigiendo ahora ni siquiera sea consciente de este poder) no habría dignidad, pero tampoco la habría si no pudiese poner en relación con el bien aquello que decide; basta con advertir que las características morales, como la responsabilidad o la conciencia de mérito, en las que se manifiesta su dignidad, se desvanecerían sin los dos rasgos señalados. La Axiología contemporánea ha señalado esta proximidad entre los dos aspectos de la dignidad al decir que la persona es toda ella en cada uno de sus actos. Traducido a nuestra terminología: la dignidad que poseen los actos buenos es la misma dignidad de la persona, ya que son actos que la manifiestan en lo que es y que refluyen sobre ella misma. La reciprocidad señalada se hace patente también en la medida en que el fundamento inmediato de la dignidad de la persona está en su aptitud para autodeterminarse hacia el bien y el fundamento inmediato de la dignidad de los actos buenos reside en que con ellos la persona incrementa en sí misma el bien por el que se autodetermina. Resulta, pues, que en su fundamento ambas dimensiones de la dignidad se implican.
Importa, no obstante, recalcar que no se reducen la una a la otra estas dos expresiones de la dignidad, ya que tampoco la persona humana se confunde con sus actos. Para dilucidarlo reparemos en las dos exigencias, aparentemente antinómicas, pero igualmente básicas en ella, que son la incomunicabilidad o clausura y la relación o apertura. En el primer sentido, la persona es lo maximamente individuo, separada de cuanto no es ella y en posesión de sí por la autoconciencia y el autodominio. En el segundo sentido, la persona objetiva lo demás, en vez de referirlo a su entorno propio, y esto tanto si se trata de las realidades ajenas como también en el caso de los propios estados de conciencia, intereses o actitudes. Esta necesidad de objetivación, presente en un ser personal y que por tanto se posee a sí mismo, se explica porque la persona humana sólo subsiste en una naturaleza específica, que le viene ya dada desde el inicio y a la que se opone todo aquello que objetiva. Es por lo que concurren en su ser la eficacia del actuar y la pasividad del ocurrir, la autodeterminación y la determinación ya tenida, el trascendimiento y el horizonte limitador de las posibilidades… Sólo en una persona que fuera Acto puro, para quien no hubiera nuevas posibilidades que actualizar, coincidirían el ser y el actuar. Pero en el hombre la dignidad de su ser potencial es anterior a la dignidad de sus actos. Calderón de la Barca expresó en unos versos inmortales la dignidad natural del hombre, entendida como su patrimonio inalienable, irreductible a sus actos y a sus posesiones. “Al rey la vida y la hacienda se ha de dar, pero el honor el patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios” (El Alcalde de Zalamea).
Aun cuando en el marco de la actuación quepa distinguir entre lo que procede sólo de la naturaleza y lo que posee estrictamente estructura personal, en el ego sujeto, uno e idéntico, ambos comportamientos se integran. El momento natural de la tendencialidad y de la capacidad psicomotora y el momento personal activo de la autodeterminacin confluyen en el único dinamismo del sujeto uno y diferenciado. Mientras la naturaleza se corresponde con la especificación necesaria de las operaciones, la persona se hace manifiesta para sí en la autodeterminacin, no de un modo cognoscitivo-reflejo, sino a través del trascenderle o ser en vista de lo que aún no es. En el “yo quiero”, en efecto, el sí mismo es objetivado indirectamente como aquél para quien se quiere tal o cual determinacin; la voluntad patentiza, así, doblemente, la identidad del sujeto singular -que se hace explícito como un yo- y la unidad tendencial, expresiva de la naturaleza, que se reagrupa en torno al término del querer.
En el seno de este componente natural inseparable de la persona se inscribe la condición corpórea del hombre. Tal como ha resaltado la Filosofía contemporánea, el hombre es “íªtre-au-monde” (G. Marcel) o “sein-in-der-Welt” (M. Heidegger). La mundaneidad no es una característica externa, que se limite a advenirle, sino que forma parte de su propia condición humana a través del cuerpo. Por medio de ella se hace posible el estar situado, como base de las significaciones variables y esencialmente ocasionales que en cada caso adjudico a las correlaciones “derecha-izquierda”, “delante-detrás”, “encima-debajo”… Más aún: incluso la atribución de estos mismos predicados a los objetos mundanales acaba remitiendo a la posición corpóreo-mundana de uno mismo. Pues es claro que las remitencias significativas entre los diversos utensilios se apoya en último término en su uso y situación respecto del sujeto corpóreo. Tengo el martillo, que sirve para sujetar el clavo para colgar el cuadro para ponerlo en tal o cual posición en función de mi habitáculo vital. 0 bien: La habitación tiene la mesa, la mesa tiene a la bandeja, que a su vez tiene el vaso de agua…. pero son todas ellas expresiones traslaticias del tener, que se apoyan en las relaciones que yo mismo sostengo por medio del habitar. La condición de habitable que corresponde al ser humano corpóreo es previa a las diversas formas de tener.
Una consecuencia se desprende de aquí: no dispongo de mi cuerpo como de una cosa tenida, sino que soy corpóreo, de lo cual deriva inmediatamente el habitar y mediatamente las tenencias, tanto las que me corresponden como sujeto como aquellas otras por las que refiero unos instrumentos a otros. Mientras para el animal el organismo que él es ejerce a la vez como instrumento para sus diversas relaciones con el entorno, el hombre confía la instrumentalidad a los diversos objetos mundanos que él mismo prepara, y reserva para el cuerpo la condición de medio expresivo de su propio ser. Sucede, de este modo, que vemos la cólera en los gestos faciales, vemos la habilidad expresada en los movimientos de las manos, o presenciamos el discurrir en la posición de la mano sobre la mejilla.
La dignidad de la persona lo es indisociablemente de su cuerpo. La persona se incorpora cada vez que toma una u otra decisión. Entabla las distintas relaciones con el medio social y político desde su situación corpórea. E, igual que antes, estas relaciones no le son meramente adventicias, sino que la muestran en sus aplicaciones y permiten su despliegue. Los lazos sociales, en efecto, a la vez que son índice de las dependencias y menesterosidades de la persona, le hacen posible también la mayor diferenciación y consolidación de su ego. Por esto, damos constancia de la identidad de un sujeto relacionalmente, como “hijo de”, “de tal nacionalidad”, “con tales capacidades para”…, tanto más inconfundible cuanto mas arraigadas sean las relaciones descritas.
La dignidad de la vida es la dignidad de la persona y de sus actos. La vida merece ser vivida por serlo de un sujeto digno, tanto en su ser como en los actos mediante los que orienta su tendencialidad natural hacia el bien. La vida suministra las energías necesarias para que la persona, ya digna, pueda plasmar esa dignidad en las diversas manifestaciones y pueda acrecentarla con la dignidad moral que recibe de sus acciones rectas. El individualismo y contractualismo modernos separan al yo de las diversas formas de relación social a las que él llega luego en virtud de un cálculo de conveniencia, por el que abdicaría de esa condición exenta, carente de vínculos, que inicialmente le caracteriza. Así se advierte en las primeras proclamaciones de derechos universales, que tienen por sujeto a un yo abstracto, desarraigado. Pero en estos planteamientos la dignidad personal no tiene cabida en todo su alcance porque el individuo ha depuesto sus prerrogativas en una instancia superior a él, sea el Estado, el grupo social o la voluntad colectiva, con la función de salvaguardarse y de responder por él. El entendimiento clásico de la persona difiere del yo de la Modernidad, entre otras cosas, por connotar el “personaje” que duraderamente identifica a alguien, es decir, la persona como encarnada en un personaje o tipo socialmente reconocido desde el principio al fin. Las señas de identidad social no son ajenas, por tanto, a la individuación que ella misma recaba para sí. La mundaneidad común debida a la corporeidad singular es lo que hace de punto de unión entre la sustantividad de la persona y el personaje social que cada cual desempeña.
Del hecho de que los actos externos sean mundanos deriva la existencia de unas consecuencias de mayor o menor alcance, por las que el agente contrae responsabilidad. No basta, por tanto, con la intención para medir la cualificación moral de las acciones, ya que, si la disociamos de sus repercusiones, cabe el peligro de la arbitrariedad en la intención, ante la posibilidad de que el sujeto elija una u otra al margen de lo que de hecho esté provocando con sus realizaciones. Pero también subsiste el peligro opuesto: una atención exclusiva a las consecuencias que no tomara en cuenta la tipificación de las acciones de acuerdo con su finalidad específica y cualesquiera que fueren los efectos marginales. Proviene de Max Weber la diferencia entre Gesinnungsethik o Etica de la convicción y Verantwortungsethik o Etica de la responsabilidad, también llamada de las consecuencias. Sin duda, la secuela de efectos no pretendidos que resultan de la actuación en uno u otro marco ha dado una mayor actualidad a esta controversia. Entre los efectos negativos más significativos se encuentran la degradación del medio ambiente, ciertos daños para las generaciones venideras o la destrucción de formas de vida más humanizadas, acarreados todos ellos a un plazo más o menos largo por acciones que a una consideración inmediata aparecen como beneficiosas.
Para la Etica consecuencialista son las consecuencias de las acciones individuales o bien de seguir ciertas reglas de conductas -en la versión del utilitarismo de reglas- el único criterio para la cualificación de unas y otras. Sólo tras la mutua compensación de los beneficios y perjuicios que en el contexto del conjunto del Universo son preves las como consecuencia de nuestro comportamiento, cabría decidir cuál es la acción correcta, es decir, aquella de la que se va a seguir un mal menor. Nuestra pregunta es: ¿En qué medida un concepto adecuado de la dignidad humana incluye la ponderación de las anteriores consecuencias, entre otras múltiples? Es posible encontrar un medio equilibrado entre las dos posturas extremas mencionadas?
La responsabilidad aparece como el puente entre lo social, concerniente a las consecuencias de la acción “por las que” se es responsable, y la condición personal del sujeto “capaz de” responder. Baste advertir que la sociedad no es un compuesto estático de partes, sino una actividad que tiene por motor principios de reciprocidad debidos a la dinámica de los sujetos. Pero no es simplemente por tener efectos por lo que una acción hace responsable a su agente, sino en la medida en que éstos se encuadran en un marco lógico-institucional por referencia al cual hay que interpretar los comportamientos en interacción. Los efectos del robo, por ejemplo, se entienden en coherencia con el significado previamente aceptado de la pertenencia legítima de unos bienes a alguien, como fin que reivindica respeto. Los efectos sociales de la acción implican el carácter dialógico de ésta. De este modo, el concepto de consecuencias de la actuación se entrecruza con el de finalidad cuando se trata de fijar la responsabilidad de sus promotores. Habrá que centrar la atención, por tanto, en el fin de la actuación.
En primer lugar, a diferencia de las consecuencias, los fines no forman serie en el sentido del tiempo cósmico, sino que anteceden y rebasan las condiciones externas de su realización, insertándose los más particulares en el horizonte representativo de los más comprensivos. Los fines no se acoplan, en efecto, en virtud de su sucesión, sino por su contenido interno, más o menos particularizado en relación con la noción general de bien. Ciertamente, las consecuencias dependen para su efectividad de los otros acaeceres naturales que conectan con ellas, y el hombre las puede calcular desde fuera, como un observador neutral. El fin, en cambio, es directamente propuesto por la voluntad en razón de la apetibilidad que en él encuentra y, por tanto, connotando implícitamente el bien en general cada vez que se dirige a un bien determinado. Resulta, así, que en la finalidad se expresa la voluntad en su naturaleza. También la temporalidad característica del proceso deliberativo en conexión con un fin difiere del tiempo cósmico lineal, en la medida en que conoce interrupciones, regresa del fin a los medios y vuelve de los medios al fin, compara cada uno de los medios con unos u otros fines posibles, etc.
En segundo lugar, actuar por un fin consciente implica simultáneamente la particularidad de la situación correspondiente y el punto de vista de la totalidad, presente en la idea general de fin. En otros términos: se proyecta el fin tanto en relación con una actuación que es determinada como desde un centro indeterminado al que los distintos sujetos se abren en común. La referencia a este centro genérico, que rebasa la situación de partida, es lo que permite al sujeto distanciarse de sus necesidades e intereses más inmediatos, así como asumir en el fin de su actuación la consideración universal de la dignidad de todo hombre. De este modo, se halla la perspectiva de la dignidad en el término de la finalidad por la que se orienta la acción: lo cual no es extraño, ya que su noción coincide con la de fin en si, según veíamos al comienzo. Pero, la pregunta que inmediatamente sugiere este recorrido es de qué manera desde las consecuencias se llega a sorprender también la dignidad en la acción.
Por lo pronto, los bienes en los que está involucrada la dignidad no se pueden sopesar según medidas cuantitativas, justamente porque, al no ser homogéneos, no son adicionables ni relativizables entre sí. Carece de sentido englobar un bien digno en otro más digno cuando la diferencia en la dignidad no se puede medir. Por ejemplo, sería un planteamiento consecuencialista discordante con las exigencias inconmensurables de la dignidad que un juez permitiera dar muerte a un hombre negro con objeto de evitar una revancha que conduciría a un mayor número de víctimas del mismo color, según se le planteó al sheriff del poblado norteamericano. Cada caso de justicia prescribe sus exigencias como si existiera él solo, no por atención al carácter beneficioso o nocivo de sus consecuencias. ¿Qué consecuencias son, entonces, las que engloba la dignidad interna al acto?
Propiamente, la dignidad recae sobre las consecuencias sólo en tanto que forman parte de la estructura de la acción, no si se las advierte aisladamente, ya se trate de acciones positivas, ya de omisiones que cooperan con situaciones indignas. Por consiguiente, ha de hacerse una clasificación de las consecuencias antes de valorarlas: las hay azarosas, las hay asimismo previsibles, aunque ajenas a la intención objetiva que define a la acción, y pueden, asimismo, representar el trmino natural de la acción. Convendrá que consideremos por separado cada una de estas posibilidades.
Las primeras y segundas coinciden en ser incidentales, sin conexión necesaria con los actos voluntarios. Pero mientras las primeras escapan al control del agente, en el caso de las segundas la prudencia le exige contar con ellas, aplicando el principio de doble efecto para su permisión o no. Una de las aplicaciones de la dignidad de la persona como principio incondicionado a este caso reside en que hay acciones que son incompatibles con ella, cualquiera que sea el balance de los costes y beneficios que se llegue a originar en el todo del Universo. Por poner dos significativos ejemplos, la esterilización de los deficientes o la abreviacin de la vida pretendida directamente equivaldrían a poner en primer plano las consecuencias de unas acciones con vistas a reducir la suma de mal físico y psíquico y sin atender a la cualificación de esas acciones. Si, según vimos, la dignidad humana no se integra en un cálculo de conjunto, queda lesionada -por seguir con los ejemplos anteriores- cada vez que no se respeta la integridad de un ser, sacrificándola a un contexto de circunstancias (merecedoras, por otra parte, de ser tenidas en cuenta y atajadas por otros medios), o cuando se antepone la supresión de incomodidades propias y ajenas al bien moral de suyo que es la intangibilidad de la vida de la persona.
Es el mismo principio de la dignidad de la persona el que nos permite orientanos en la eventualidad antes aludida de que de la naturaleza de la acción -no por su cruce con otras acciones y sucesos- deriven unos efectos perjudiciales, aun cuando el fin que mueva a su agente sea distinto. Pensemos en quien para obtener unos beneficios sustrae a su titular ciertos bienes o en quien monta una central térmica en las proximidades de un río adonde se habrán de verter los deshechos. No es posible en estos casos separar la actuación de sus efectos, ya que es en virtud de ellos por lo que el agente puede planificar los bienes que persigue. Si anteriormente nos hemos referido a las consecuencias positivas de ciertas acciones contrarias a la dignidad, ahora se plantea la combinación inversa, pues se trata de las consecuencias negativas de ciertas acciones queridas. No obstante, las situaciones no son enteramente simétricas, pues en la segunda las consecuencias a evitar no pueden abstraerse de la acción correspondiente, ya que desemboca en ellas más proximamente incluso que en la realización de la intención subjetiva, mientras que la otra alternativa se refería a consecuencias positivas no ligadas a la naturaleza de ciertas acciones de cualificación moral negativa.
El mayor peso de las consecuencias sobre el entorno en detrimento de los fines individuales se ha dejado sentir sin duda en la civilizacin postindustrial contemporánea, en que la acumulación de los efectos a largo alcance torna insignificantes con frecuencia las acciones singulares. Es más difícil marcar la diferencia entre los efectos no pretendidos y los fines definitorios de la acción cuando ésta queda integrada en sistemas caracterizados por la complejidad y que obedecen a unas leyes que implican diversas variables para su mantenimiento. Desde el punto de vista funcionalista las personalidades de los sujetos cuentan como subsistemas motivacionales que han de ajustarse a los otros subsistemas de la sociedad y de la cultura para surtir su efecto en el sistema total. La transformación de la naturaleza y la aceleración de la historia siguen teniendo su principio en las actuaciones responsables, y, sin embargo, los sujetos carecen de influencia sobre el sentido del proceso al que sus actuaciones revierten, el cual sólo se hace manifiesto al final, cuando ya se han integrado en él todas las cadenas de acontecimientos. Recuperar la responsabilidad por los efectos de la acción implica articular las consecuencias con los fines y advertir aquéllas desde éstos, pues de lo contrario se equiparan las acciones con los sucesos, haciendo responsables a todos de todo, o, lo que es equivalente, diluyendo la propia responsabilidad. Para que pueda exigirse responsabilidad se requiere una definición o limitación de su ámbito, ya venga marcado por la naturaleza de la acción, ya resulte convenido institucionalmente, si lo anterior no es posible. Precisamente la categoría de sentido es lo que más nítidamente hace posible contraponer las acciones intencionales a los sucesos externos. A ella se dedicará la segunda parte de esta exposición, buscando desembocar en el sentido de la vida, que es correlativo de su dignidad recién expuesta.
II.- La noción de sentido procede primigeniamente de las Ciencias humanas tal como se cultivaron en el Siglo XIX, cuando ensayaron un método que las contrapusiera a la explicación funcional propia de las Ciencias empíricas de la Naturaleza. Se encontró, así, un concepto no verificacional de sentido, que encuentra aplicación en las unidades significativas, tales como los fines, intenciones, motivos y cuantos factores internos contribuyen a hacer inteligible los acaeceres psíquicos e históricos. Mientras las magnitudes físicas se enlazan entre sí conforme a la ley matemática, el sentido puede ser comprendido por adentramiento en él, en la medida en que posee una configuración o inteligibilidad propia. La explicación es el procedimiento válido para los hechos brutos u opacos, que sólo se tornan inteligibles cuando los ponemos en relación entre sí: por ejemplo, la velocidad se entiende una vez que la confronto funcionalmente con el espacio y el tiempo. En cambio, la comprensión descifra inmediatamente los móviles que dan sentido a una conducta individual, social o histórica. Entre otros autores, Max Weber hace del sentido el componente característico de la acción social: por ejemplo, el saludo significa reconocimiento hacia alguien, el ademán complaciente puede significar agradecimiento, la expresión airada querría decir disconformidad, etc.; una vez que el interlocutor interpreta esos gestos en el mismo sentido que el agente da a su acción, se hace posible la interacción y la explicación posterior de los efectos que de ahí resulten. El sentido de los hechos humanos es vectorial. Por esto, su verdad no está en función de una verificación subsiguiente, sino que es, al revés, la verdad de los comportamientos correspondientes la que se entiende en función del sentido que los agentes otorgan a sus acciones. Contrástese una expresión como “él manifestaba asentimiento con su conducta”, donde el asentimiento es lo que otorga su autenticidad o sentido verdadero a esa conducta, con un enunciado observacional, del tipo de “hay vida en el planeta Saturno”, cuya verdad o falsedad sólo puede conocerse tras la verificacin empírica. El sentido en las acciones humanas es lo que les dota de verdad, sin que para ello haya que contrastarlas con algún dato de observación externo a ellas.
Pues bien, el sentido con el que operan las distintas Ciencias humanas es constitutivamente parcial, en tanto que está referido a algo otro en lo cual se integra. Vamos a comprobarlo con algunos ejemplos. Si se trata de una acción, su sentido hace referencia a un fin que no es temático en su totalidad: por ejemplo, estudio por un deseo de saber que está latente en el sentido de esta acción, o me alimento dando por supuesto que quiero seguir viviendo, o en el sentido de visitar una ciudad está implícito el afán de admirar la arquitectura… Si pasamos al sentido de las palabras, sólo se despliega plenamente en contextos significativos y vitales mas amplios, a los que las palabras aisladas prestan su contribución. Es por lo que la delimitación de los significados de los términos comunes, fuera de contexto, no puede por menos de comportar cierta vaguedad. En tercer lugar, los sujetos y los objetos dados a la percepción sólo se me presentan a través de sentidos parciales, a los que congrega su pertenencia a una misma realidad: por ejemplo, el vencido en Waterloo o el vencedor de Jena son sentidos diferentes con que representarme al único sujeto que es Napoleón, o bien los escorzos o perspectivas de los objetos de percepción son sus diferentes modos de hacérseme presentes.
A diferencia de estos casos, el sentido de la vida es el que concierne a ésta como un todo y en el cual se inscriben, por tanto, en último término los sentidos mencionados. El sentido de mis acciones singulares, el sentido con que empleo el lenguaje o el sentido mediante el cual percibo los objetos son sólo provisionales y fragmentarios mientras no los refiera al sentido unitario de la vida al cual contribuyen cada uno a su manera. Más aún: se desvanecerían como sentidos si no hubiera un sentido más englobante; en tal caso el todo sería una masa viscosa, como indica Sartre gráficamente, y los sentidos particulares quedarían reducidos a ficciones. Cualquiera de estos sentidos parciales ofrece la vía para acceder al sentido de la vida, en la medida en que se ponga de manifiesto mediante una pregunta su parcialidad. Así, es posible preguntar de nuevo para qué actúo una vez que he tomado una resolución, o bien cuál es el contexto más amplio en que situar las expresiones significativas, o bien qué sentido tiene el sujeto gramatical al que provisionalmente delimito mediante los diversos predicados. Cualquier respuesta aparentemente definitiva que diera podría ser de nuevo horadada con otra pregunta mientras no se llegue a poner aquélla en relación con la existencia humana singular en su totalidad. El sentido de la vida comparece, así, desde la insuficiencia de los sentidos más próximos en tanto que respuestas adecuadas a la pregunta por el sentido último mediante el que dar unidad a la vida.
Uno de los motivos que más persistentemente han oscurecido esta pregunta fue puesto por Husserl en el éxito de la Ciencia postgalileana de la Naturaleza. Al ofrecer respuesta aparentemente a todo con una exactitud matemática admirable, ha actuado como retícula para la observación del mundo, dejando en la sombra todo aquellos aspectos del mundo de la vida que no cupieran en sus moldes. El mundo de la vida es la base o subsuelo para el mundo homogneo e idealizado de las magnitudes, pero, de puro darlo por supuesto una vez que se ha interpuesto la técnica, no se ha planteado la pregunta por el sentido de lo que se hace en él. Esta pregunta pondría en evidencia la referencia necesaria del mundo, en su significado inmediato, a la vida humana.
Lo peculiar de la vida humana es ser estrictamente biográfica, según la caracterizó Ortega, en su sentido más literal de escrita y relatada por el propio sujeto que la vive, por contraposición al vivir meramente biológico. Pero no se puede componer la propia biografía si no hay un sentido proyectivo que la acompaña de continuo, es decir, una anticipación sobre sí misma. Este estar vertida hacia adelante hace que la vida propia sea por constitución indefinida, inagotable, no quedando, por tanto, cumplida en su condición biográfica cuando sobreviene el desenlace orgánico. El sentido que se pone en lo que se está haciendo apunta siempre hacia más allá de sí, hacia lo que por ahora no se es en plenitud.
Un ejemplo en el que se muestra esta infinitud de la vida es la forma como se hace presente el otro, estudiada con detalle por E. Lévinas. Se advierte que, partiendo del rostro, el otro nunca me es dado en su integridad, sino que siempre está más allá de lo que expresa; en vez de tratarse de alguien observable en su ser presente y agotado en ello, más bien acontece, sobreviene desde fuera de mí. El inacabamiento del rostro expresivo reside en que nunca se congela en su momentáneo presentarse, sin por ello estar oculto detrás de sus manifestaciones. Si el otro no puede ser objetivado, es porque nunca está terminado; objetivarlo sería hacer de él un cadáver, lo que es imposible.
Aplicando este mismo inacabamiento a la vida propia, se encuentra la anticipación que continuamente hace de sí misma como su rasgo mas característico. Pero para anticiparse o proyectarse hacia adelante necesita interpretarse, saber en cada momento a qué atenerse respecto de sí. Ahora se entiende que los sentidos sean los jalones precisos para llevar a cabo esta interpretación. Sin embargo, lo que a cada momento es anticipado como sentido termina por revelarse frágil, necesitado de una posterior confirmación, que a su vez llega a ser también pronto rebasada. De este modo, se pone en evidencia la pregunta por el sentido como tal, al no cumplirse íntegramente en los referentes parciales que momentáneamente la sostienen.
¿Cómo hacerse cargo del sentido en su integridad en esta vida finita? Sólo lo incondicionado, puesto en contraste con la ilación condicional entre las diversas etapas biográficas, puede proporcionar una estabilidad duradera y permanente al sentido. Sin acudir por el momento a Dios, que es el único fundamento último proporcionado a esta vocación de plenitud, podemos remitirnos a la dignidad de la persona, de la cual derivan derechos incondicionados o irrenunciables; ella cumple con esta exigencia de incondicionalidad relativa al sentido de la vida en su conjunto. Y de un modo más genérico, cualquiera de los valores que se hacen presentes a la estructura referencial de la vida como lo no-relativo que reclama acogida patentiza el sentido último unitario de la vida.
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