keywords: dignidad humana, dignidad natural, dignidad biológica, valores, concepto dignidad, persona y cuerpo El concepto de dignidad humana suele emplearse en la reflexión moral acerca del hombre, y especialmente en la Bioética, como punto de partida de la argumentación o, equivalentemente, como último criterio al que se remite la discusión: …
keywords: dignidad humana, dignidad natural, dignidad biológica, valores, concepto dignidad, persona y cuerpo
El concepto de dignidad humana suele emplearse en la reflexión moral acerca del hombre, y especialmente en la Bioética, como punto de partida de la argumentación o, equivalentemente, como último criterio al que se remite la discusión: las acciones que respetan la dignidad humana son lícitas, e inmorales las que la vulneran.
Lo que no es tan frecuente, sin embargo, es la toma de conciencia de este carácter de dato último o principio primero de la dignidad. Precisamente porque toda argumentación ética referida al hombre termina en ella resulta imposible ir más allá de la misma. En efecto, que el hombre posee una muy especial dignidad, por un lado, y que ésta ha de ser respetada en todo caso, por otro, son dos aserciones de las que no cabe demostración ni fundamentación, pues de ellas parte o en ellas se apoya cualquier demostración o fundamentación de principios éticos referidos al hombre. La dignidad, como dato último que es, simplemente se nos da, la captamos o intuimos, sin que podamos demostrarla ni deducirla o definirla a partir de otro dato o intuición más alto o primordial.
Que la dignidad no se pueda fundamentar o demostrar no implica, sin embargo, que no quepa hablar sobre ella e intentar perfilar con la mayor exactitud y profundidad posibles su significado propio y las exigencias que de él se siguen para nuestra conducta. En el presente trabajo nos proponemos una tarea de ese tipo que seguirá una dirección concreta; trataremos de examinar la dimensión natural de la dignidad, dando al término natural un doble significado: por un lado, la dignidad es “natural” en cuanto no positiva o no puesta en su origen por voluntad alguna, y, por otro, en cuanto es biológica en su reconocimiento y transmisión. El estudio y justificación de estas dos aserciones es lo que nos va a ocupar a continuación
Ya desde un punto de vista etimológico se advierte que el origen de la dignidad no es “positivo” por cuanto su índole misma implica que no es algo “puesto”, sino algo que existe y subsiste con independencia de y previamente a cualquier intento de “ponerlo” o darle origen por parte de una voluntad. Si se pudiese “poner”, con la misma razón se podría “quitar”, y la especial relevancia de la dignidad consiste precisamente en no poder ser suprimida por voluntad alguna.
La independencia respecto de cualquier voluntad es en efecto una de las propiedades más características de la dignidad . En virtud de ella podemos y debemos decir que la dignidad es “natural” en el sentido de que existe y subsiste en y por sí misma. Lo que tiene dignidad la posee de suyo, al margen y antes de que cualquier voluntad se la confiera o la apruebe; si a algo le otorgo dignidad es que no la tiene; la dignidad no se puede dar o conceder, sino sólo respetar o reconocer. De lo contrario, si el origen de la dignidad residiese en una voluntad en el sentido de que para darse estuviese basada en o precisase de su aceptación por parte de esa voluntad, la negativa por parte de esta última a aceptarla supondría su efectiva supresión.
Tenemos, por tanto, que la dignidad es natural en el sentido de que no es relativa a la voluntad, y ello a su vez quiere decir que su valor no es relativo a la valoración que del mismo se haga. No es relativo, como hemos dicho, a la voluntad de otros sujetos, pero tampoco lo es respecto de la voluntad del propio sujeto cuyo valor o dignidad se está considerando en cada momento: lo que me hace digno, lo que hace valiosa y respetable mi existencia, no es mi voluntad o mi deseo de que mi existencia sea respetada o posea valor, pues si así fuese con la eliminación fáctica o física de mi existencia quedaría eliminado el valor y la dignidad misma, que son lo que la hacían respetable, y en ese caso mi asesinato -y, por el mismo motivo todo asesinato- podría quedar justificado a posteriori.
Así, si mi existencia tiene valor porque yo la deseo, o porque alguien la desea -e, igual que la mía, cualquier otra existencia es valiosa no absolutamente sino sólo subjetiva o relativamente, es decir, con referencia a la opinión, deseo o interés de un sujeto, sea éste el propio portador de la existencia, sea otro u otros- es justificable no sólo el suicidio, sino también el asesinato inesperado e indoloro de alguien que duerme y no tiene familia ni amigos ni en general no hay nadie que vaya a lamentar o siquiera conocer su muerte. Por los mismos motivos llevados hasta el extremo, es justificable la supresión o aniquilación de la humanidad como un todo: en general, si el único valor de la existencia de un hombre o de la humanidad es el que esta o aquel tienen para sí, suprimidos uno u otra dejan de tener valor. Llegaríamos así, por la fuerza interna de la argumentación, a una situación en la que todo atentado contra un valor queda justificado a posteriori si es suficientemente grave para eliminar la existencia del sujeto valorador, pues éste era el que en cada caso, en virtud de esa valoración misma, confería valor: en la hipótesis que estamos estudiando, si no hay valoración, no hay valor, por lo que suprimida la primera queda suprimido el segundo.
Hemos de afirmar, a la vista de lo anterior, que al igual que los valores propiamente dichos no son relativos a su valoración en el sentido de dependientes de ésta para existir, la dignidad no es algo “relativo” o “relacional”, sino que es absoluta, y ello no en un sentido especialmente “metafísico” del término “absoluto”, sino en el sentido etimológico del mismo: no es su relación con este o aquel sujeto o con todos ellos lo que hace ser digno a lo que lo es, sino que si posee dignidad lo hace con independencia de cualquier clase de relación, ab-soluto o ab-suelto de todas ellas, en sí mismo y no por su relación, sea la que sea, con algo o alguien externo.
La afirmación de que los valores -y con ellos la dignidad- son “subjetivos” en el sentido de que lo que los hace valiosos es su aceptación, reconocimiento o deseo por parte de un sujeto, queda descartada, a la vista de lo anterior, por los mismos motivos que hacen inaceptable la tesis de que los valores son “relativos”. En efecto, si los valores son sólo subjetivos, si todo lo importante o valioso es sólo subjetivamente importante, suprimido ese o esos sujetos sólo en relación con el cual o los cuales algo tiene importancia o valor, quedan suprimidos la importancia o el valor. Es más, suprimidos todos los sujetos valorantes quedan suprimidos no tanto todos los valores cuanto toda posibilidad de hablar con sentido de valores y de su ausencia, por lo que no tendría sentido decir por ejemplo que un mundo sin hombres carecería de valor o sería menos valioso que un mundo en el que la humanidad no hubiese perecido, y si un planeta con hombres no es más valioso que un planeta sin hombres no parece posible oponer ninguna objeción ética fundamental o de principio a los actos que condujesen a la desaparición de la humanidad.
En virtud de su índole de natural en el sentido de absoluta u objetiva, la dignidad se presenta ante mi voluntad, a través del sentimiento de respeto que me infunde, como algo que la ata desde fuera y ejerce respecto de ella la función de una barrera infranqueable, que no sería tal si pudiese ser establecida o eliminada a voluntad por aquél cuyas acciones son por ella limitadas. Por lo mismo, la dignidad no se da a mi voluntad, en modo alguno, como algo que dependa de ésta o como un objeto que ella pueda o tenga que producir, sino más bien como algo que ya está ahí y que mi voluntad ante todo ha de respetar.
Ello implica, a su vez, que los principios éticos que regulen la conducta que afecte a la dignidad habrán de ser preferentemente negativos, es decir, se tratarán de prohibiciones de atentar contra ella más que de mandatos de producirla -lo que, en rigor, sería imposible- o fomentarla. Según comenta Robert Spaemann, “la exigencia incondicionada de respeto a la dignidad humana es incompatible con la exigencia de su máxima promoción activa; la dignidad no es propiamente un ‘fin’ que deba ser promovido o ‘realizado’ de algún modo. Este carácter indica más bien una condición mínima bajo la cual deben estar todas nuestras actividades intencionales <…> En cuanto tal, vale también como condición mínima incluso para aquellas acciones que quieren servir al bien del hombre”.
Hemos considerado cómo la dignidad es natural en el sentido de independiente de su valoración por nuestra parte; en lo que sigue trataremos de mostrar que esa propiedad de natural ha de caracterizarla también por lo que hace a su reconocimiento: al igual que las causas de la posesión de dignidad por parte de un hombre son independientes de cualquier voluntad, también habrán de ser igualmente independientes del arbitrio y preferencias del sujeto -esto es, en el sentido aquí utilizado, habrán de ser “absolutos” o “naturales”- los criterios del reconocimiento de esa dignidad.
En efecto, lo que tiene dignidad la posee de suyo, con independencia de y antes que alguien se la reconozca; si se olvida esto, se está ya atentando contra la dignidad formalmente, en el terreno de los principios, y se está facilitando el paso a atentados materiales, expresados en actos, contra la misma. Parece claro, así, que “sólo cuando el hombre es reconocido como persona con base en lo que es por naturaleza se dirige ese reconocimiento a él mismo, y no a él en su calidad de alguien que satisface un criterio que otros han establecido para su reconocimiento”.
Precisamos, en consecuencia, de un criterio o conjunto de criterios para el reconocimiento de qué seres poseen dignidad, y a cuáles y cómo se transmite ésta, que estén por su índole propia situados al margen de conflictos de intereses y sustraídos al cambiante e inseguro terreno de las discusiones entre opiniones o conjeturas acerca de propiedades más o menos “metafísicas”, poco claras en su definición y difíciles de concretar y reconocer. Habremos de buscar esos criterios, por tanto, en el modo de conocimiento en el que la asepsia y la neutralidad sean máximas, y ese modo de conocimiento no es otro que la ciencia, concretamente en nuestro caso la Biología.
A qué o a quién hemos de atribuir dignidad es una cuestión dirimir la cual debe quedar confiado a la Biología, y no a instancia alguna personal o impersonal distinta de ella. Debemos, así, buscar una pauta o criterio para determinar qué seres poseen dignidad y cuáles no que sea no menos “natural” -en el sentido del término que venimos utilizando- que esa dignidad en sí misma considerada. Tal criterio estriba en la pertenencia biológica a la especie homo sapiens y puede formularse así: tienen dignidad todos y sólo los seres vivos resultantes de la unión sexual fecunda y no malograda de un hombre y una mujer; más concretamente, posee esa dignidad todo ser vivo formado por la unión de un óvulo y un espermatozoo humanos.
Puede resultar extraño poner en tan estrecha relación la dimensión moral, en la que se inscribe la dignidad, con fenómenos al parecer meramente biológicos. Ante la posible objeción de que tal relación es infundada se puede replicar que al establecerla -afirmando, como estamos haciendo, que el respeto ante la persona humana puede expresarse sólo, y debe expresarse siempre, como respeto ante todo lo engendrado por hombres– se está viendo en lo biológico no tanto la causa o fundamento último (la ratio essendi) de la dignidad cuanto un criterio (la ratio cognoscendi), ciertamente externo, pero claro, útil y poco sospechoso, para el reconocimiento de su posesión.
Por otra parte, el estudio de la “naturalidad” de la dignidad nos lleva a ver como central la noción de hombre más bien que la de persona: ciertamente la segunda noción es de mayor hondura metafísica que la primera, pero por lo mismo más alejada de la experiencia y menos concreta, y, por ello, menos apta para suministrar criterios de reconocimiento y principios de conducta concretos y a todos accesibles.
Pero el principal motivo que hace conveniente una cierta “naturalización” de la persona alcanzada gracias a la noción de hombre es que de ese modo se puede contrarrestar eficazmente el peligro de que la “espiritualización” de la persona lleve a hacer las barreras éticas más vagas y porosas, de modo que permitan ciertos atentados contra seres ante los cuales puede resultar dudoso si son personas (por faltarles la posibilidad de ejecutar acciones libres, desarrollar capacidades intelectuales, ejercitar la autoconciencia o la conciencia del yo, etc.), pero sobre cuya índole de hombres -esto es, sobre su pertenencia a la especie humana- no cabe duda alguna.
En efecto, persona lo es el hombre mismo, no estado alguno de él; por ello, al ser la noción de hombre más cósica y menos evanescente que la de persona es más fácil resistir desde la primera que desde la segunda a los intentos de ver la dignidad o las causas de poseerla en unos “estados” (por ejemplo en unos estados de conciencia, en la conciencia del yo, etc.) y a la consiguiente tentación de considerar que en ciertos estados no hay personalidad, y por lo tanto tampoco dignidad, por lo que el sujeto en cuestión ha perdido sus derechos y puede ser sometido a cualquier tipo de manipulación o incluso ser eliminado.
De esta manera, la noción de hombre es más apta que la de persona para percibir que no son los estados en que acierte a encontrarse un ser, sino el sustrato o sujeto de los mismos, los que constituyen el objeto de respeto, poseedor de dignidad mientras exista, sean cuales sean los estados en que se encuentre o por los que atraviese a lo largo de su vida: mientras que en algunos de los estados del hombre la personalidad es difícilmente detectable, por lo que podría pensarse, en una visión superficial, que ha desaparecido o todavía no se ha presentado, ningún estado del hombre le hace dejar de ser hombre, por lo que ninguno de sus estados le priva de dignidad y en ninguno de ellos deja de merecer el máximo respeto.
Asimismo, la noción de hombre es preferible a la de persona a la hora de valorar la dignidad de nuestro cuerpo, el cual de ningún modo puede ser considerado un ente físico más, y percatarse en consecuencia de que se da algo así como una corporalidad de la dignidad y una dignidad de la corporalidad. A la noción misma de hombre pertenece la de cuerpo, de la que la primera es inseparable, por lo que los atentados a la dignidad del primero han de ser vistos como atentados a la dignidad específicamente humana; en cambio, tal no es el caso con la noción de persona en general.
Otra razón para preferir la noción de hombre a la de persona en el estudio de la dignidad es que apoyándonos en la primera resulta más fácil que si lo hacemos en la segunda asignar un punto concreto en el tiempo para el comienzo de la existencia de un ser poseedor de dignidad y merecedor por tanto, a partir de ese instante, de absoluto respeto. Tal punto temporal no es otro que el de la fecundación de un óvulo humano por un espermatozoo humano, cuya exacta determinación puede ser efectuada por la ciencia de un modo tan fácil y claro como independiente de discusiones más o menos cargadas ideológicamente o sometidas a unos u otros intereses, lo cual le otorga grandes ventajas operativas y es congruente con la índole de absoluto -en el sentido de independiente para su existencia y reconocimiento de cualquier valoración o criterio externo- propia del valor correspondiente a la dignidad.
Ahora bien, con relación a lo anterior podría plantearse la siguiente dificultad. La personalidad no es ningún estado, ni el conjunto de todos ellos, ni tampoco se agota en o puede reducirse a ninguna de sus manifestaciones exteriores ni al conjunto de todas ellas, por lo cual, dado que los datos accesibles a la ciencia natural son sólo estados, y no los sujetos o sustratos correspondientes, la personalidad no se puede detectar empíricamente, por signos exteriores, ni por tanto científicamente. En consecuencia, parecería que no está justificado dar tanta primacía de cara al reconocimiento de la dignidad a un hecho exterior, concreto y determinable por la ciencia, como es la fecundación: ¿dónde está la “persona” en el hecho biológico de la unión de los dos gametos?
A esa posible objeción podemos replicar que su planteamiento supone partir de la noción de persona en lugar de la de hombre, por lo que si, como hemos hecho y nos parece correcto, damos primacía a la segunda de esas dos nociones, la objeción en cuestión pierde gran parte de su fuerza. Es de notar, por otra parte, que la fecundación no puede ser considerada un estado más de los muchos por los que atraviesa un ser vivo e igual de insuficiente que cualquiera de ellos para conferir existencia a la dignidad o al menos permitir su reconocimiento, sino que posee una muy especial relevancia respecto de otros hechos y fenómenos externos o biológicos: marca o señala una frontera bien precisa, un cierto “punto cero”, y no es tanto una nueva manifestación de algo ya preexistente cuanto el comienzo de una nueva existencia. El hecho de la fecundación, así, establece una neta diferencia, un corte o cesura inequívocos o, más bien, un comienzo radical: el de la existencia de un hombre y por tanto el de la dignidad y la obligatoriedad de su respeto en toda circunstancia.
En el peor de los casos, se puede argumentar en favor de la relevancia que estamos otorgando a la fecundación -viendo en ella en primer plano no tanto el comienzo de la existencia de una persona cuanto el de la existencia de un hombre- como criterio para el reconocimiento de la dignidad considerándola la señal menos confusa, en rigor la única disponible, de que nos encontramos ante un nuevo ser del que cuando menos sabemos, a la hora de determinar cuál es su naturaleza y qué trato que se le puede o debe dispensar, qué eran -a qué especie pertenecían- sus padres. Desde este punto de vista, nos encontramos en la fecundación no sólo ante el instante del comienzo sino también ante el punto de partida de una realidad, la vida de un hombre, que se extiende en el tiempo: posee dignidad todo lo engendrado por hombres y la posee, por cierto, mientras viva, pero siempre con base -en el nivel de la ratio cognoscendi– en su pertenencia biológica a la especie humana, la cual a su vez arranca del hecho de la unión de dos gametos humanos. Por ello, si, en un caso verdaderamente extremo, ante un ser vivo engendrado por hombres consideramos que no disponemos de los datos suficientes para tenerlo por persona, y por ello dotado de dignidad y acreedor de respeto, hemos de reconocer al menos que no sabemos qué es, pero sí que son o eran sus progenitores, y en consecuencia hemos de otorgarle cuando menos el beneficio de la duda y darle el mismo trato que reservamos a las personas perfectamente reconocibles como tales. La fecundación nos pone así de nuevo sobre la pista de que la pertenencia o no a la especie humana, más que la posesión de personalidad, ha de ser tenida por el mejor criterio disponible para la atribución de dignidad.
Vemos, de este modo, cómo la taxonomía nos brinda un punto de apoyo para el reconocimiento y la atribución de dignidad. En efecto, a la hora de estudiar biológicamente un ser vivo sólo alcanzamos una cierta comprensión de sus propiedades, sólo llegamos a saber siquiera limitadamente qué es, en la medida en que lo clasificamos en una u otra especie. Para proceder a esa clasificación no disponemos de otro criterio, además del ya mencionado de la observación de qué son -a qué especie pertenecen- los progenitores del ser que queremos clasificar, que el proporcionado por el estudio de las notas que constituyen la “normalidad” correspondiente a cada especie biológica: pertenecerán a esa especie todos y sólo los seres vivos que o bien poseen las propiedades exhibidas por los individuos normales de esa especie o bien son definibles o describibles sólo con referencia a esos individuos.
Concretamente, sólo en un hombre normal adulto podemos ver lo que es el hombre, tal es el único punto de referencia de que disponemos. Hemos de considerar, en consecuencia, que pertenece a la especie humana -es decir, es hombre, y posee los derechos correspondientes- todo ser vivo definible o al menos describible sólo por referencia a un hombre normal adulto, sea cual sea el resultado de esa referencia o comparación, es decir, ya arroje el resultado de que en efecto el ser vivo en cuestión cumple los requisitos o se ajusta a las condiciones de la normalidad humana, ya obtengamos como principal resultado de esa comparación, como lo que más salta a la vista al efectuarla, el de que a ese ser vivo le falta algo (quizá mucho) para poder ser considerado un hombre normal, pero sin que pueda ser considerado ninguna otra cosa normal.
En este segundo caso -el de un ser vivo que comparado con un hombre normal adulto se ve no como perteneciente a una especie distinta de la humana, es decir, no como un ser que exhibe una “normalidad” distinta de la humana, sino como deficiente o anormal- no podemos dejar de pensar, precisamente en virtud de la observación de esa deficiencia o anormalidad, que, al encontrarse su normalidad sólo en un hombre normal adulto, el ser en cuestión pertenece a la especie humana, por mucho que sea en calidad de miembro deficiente o anormal de la misma, y le corresponden por tanto, cuando menos en virtud de la aplicación del beneficio de la duda, los mismos derechos fundamentales que a los hombres normales adultos, pues no posee la índole de humano en menor medida que cualquiera de éstos.
(Comunicación presentada en el I Simposium Europeo de Bioética, Santiago de Compostela, V-1993)