La metamorfosis del activismo pro eutanasia

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En el último número de MEDICAL ECONOMICS se publican las opiniones de los lectores que han querido responder a la pregunta ¿qué harí­a usted si tuviera que decidir cómo va a morir su paciente? Una pregunta, impresionante y comprometedora, que hay que contestar a la luz del episodio dramatizado por …

En el último número de MEDICAL ECONOMICS se publican las opiniones de los lectores que han querido responder a la pregunta ¿qué harí­a usted si tuviera que decidir cómo va a morir su paciente? Una pregunta, impresionante y comprometedora, que hay que contestar a la luz del episodio dramatizado por el Dr. Hali-day y la familia Mayhew.

El editor de la revista nos aclara que estamos ante un relato sintético, hecho de piezas sueltas pero reales, construido para hacer pensar a los lectores. Así­ se explica su alta intensidad ética y su abundancia de datos y matices, que obligan a interrogarse sobre muchas cosas: la presunta sabidurí­a de las decisiones anticipa-das, la competencia del médico en el tratamiento experto del dolor, los requisitos éticos para practicar la sedación terminal, el modo de resolver los desacuerdos sobre lo que haya de hacerse, los riesgos de iniciar un tratamiento fútil, lo ambiguo de lo que unos y otros entienden por compasión o por mejores intereses de la paciente. Y todo eso, dentro de una familia en la que todos se quieren de verdad y ante un médico pletórico de humanidad.

No se trata ahora de comentar ese caso, sino de hablar sobre la eutanasia. Como médico, mi opinión profesional sobre la eutanasia es negativa. Estoy con-vencido de que la eutanasia no es conforme con el ethos de la medicina. Es in-compatible: no puedo imaginar a un médico investido por ley del paradójico y discrecional privilegio de dar muerte a algunos de sus pacientes. Reconozco que la eutanasia puede ser a veces como una tentación casi irresistible. Pero con plena lucidez veo que si un médico sucumbe a la idea de que es profesional y éticamente correcto poner fin a la vida de alguno de sus enfermos, ya no podrá dejar de ofrecer ese “remedio” a más pacientes cada vez y con más anticipación. La eutanasia no es medicina, porque no la completa: la sustituye.

La eutanasia nos interpela a todos

La inquietante pregunta “¿qué harí­a usted si tuviera que decidir?” no tiene un pelo de retórica. Se nos dirige casi a diario: en las noticias de la prensa y en los debates televisivos, en encuestas promovidas por casos dramáticos o tras el es-treno de filmes de gran éxito, en las deliberaciones de los comités de ética de los hospitales o en estudios demoscópicos que pulsan la opinión pública ante pro-puestas legislativas.

La respuesta del público depende en buena medida de los mensajes que le enví­an los promotores de la eutanasia y, en medida mucho menor, los detractores de ella. Merece la pena considerarlos con circunspección. Es patente que, en mu-chas cosas, todos estamos de acuerdo: estamos todos a favor de la buena muerte, del morir sereno y digno, en el que se cuide con competencia técnica y humana del bienestar fí­sico del moribundo, se alivien sus sí­ntomas, se atiendan sus legí­-timos deseos, acompañado del afecto de los suyos, confortado con el consuelo espiritual. Es patente también que, en otras cosas, estamos profundamente divi-didos: sobre si hay, o no, vidas humanas tan empobrecidas de calidad, biológica o existencial, tan carentes de sentido, que serí­a digno ponerles fin.

Los promotores de la eutanasia llevan ya muchos años enviándonos sus persuasivos eslóganes, que buscan nuestro apoyo para que se despenalice la eutana-sia y se instale en la sociedad la idea de que es éticamente correcto terminar las vidas carentes de calidad. Se habla poco de que ese es un mensaje que ha ido cambiando para adaptarlo a las mudables circunstancias de ideas, lugar y tiempo. Conviene conocer y evaluar esos cambios.

La metamorfosis de los mensajes

Cuando, por los años 20 del pasado siglo, nacieron las sociedades para la eutanasia voluntaria, éstas se presentaron como abogadas de la muerte compasiva: la eutanasia era un recurso final y extraordinario para acabar con el sufrimiento atroz, extenuante, de enfermos terminales a los que el médico no podí­a aliviar. Más tarde, por los años 60, con el advenimiento de las tecnologí­as de apoyo vital, se reivindicó el derecho a rechazar tratamientos, invocando el temor de ser ví­c-timas del ensañamiento médico y asistir impotentes a la prolongación, dolorosa e inútil, de una vida precaria y sin salida. Un poco tarde y lentamente fueron com-prendiendo los médicos lo aberrante de la medicina encarnizada y falsamente heroica, y la necesidad de crear la medicina paliativa. Cuando lo lograron, deja-ron prácticamente sin contenido la justificación compasiva de la eutanasia. Los promotores de ésta hubieron de cambiar entonces el tí­tulo de sus aspiraciones y de sus movimientos.

Pasaron entonces a hablar del derecho a morir con dignidad, un derecho que asiste a ciertos seres humanos muy desgraciados, que ya no quieren seguir viviendo porque su existencia está degradada, no por el sufrimiento, sino por la decrepitud biológica, la invalidez dependiente, la demencia insensible, la soledad sin consuelo. No se trata ya de librarse del dolor, sino de una vida que se juzga indigna. En el fondo de la nueva demanda late la idea de que el hombre es señor absoluto de su vida y dueño de su propia muerte, árbitro inapelable de la calidad de su propia existencia, dotado del derecho a decidir autónomamente el momen-to, lugar y modo de ponerle fin.

Esa es la imagen de eutanasia que en los últimos años ha dominado en las publicaciones de las asociaciones en favor de la eutanasia y en sus páginas de Internet. Una imagen que refleja algunos rasgos de nuestra sociedad hedonista actual, hecha en buena parte de individuos obsesionados por la eficacia, que desean ser significativos y autónomos, que han perdido la fe en Dios, y para quienes la muer-te, reducida a mero desplome biológico, ha dejado de ser misterio. La vida inútil, la vejez avanzada o la enfermedad incapacitante se convierten en cargas de las que sólo la eutanasia puede liberar.

Las estrategias que vienen

El activismo pro-eutanasia no renuncia a emplear todos los recursos para ga-nar adeptos. Le interesa hacernos creer que cuenta con un apoyo social mayorita-rio y para ello nos presenta datos de muchas encuestas, de esas que se hacen de sopetón a los transeúntes, con preguntas de respuesta inducida, usando un len-guaje manipulado.

La manipulación del lenguaje es necesaria para cambiar el modo de pensar de la gente, pues sólo con palabras nuevas se pueden borrar los lí­mites entre lo aceptable y lo repugnante. El eufemismo ha sido un recurso fijo en la promoción de la eutanasia. A las expresiones ya clásicas de muerte compasiva, muerte con dignidad, o derecho a morir, se han añadido fórmulas de apariencia atractiva e inocente, que convierten la eutanasia en autoliberación, terapia terminal, sus-pensión benigna de la terapéutica, sobredosis legalmente prescrita, deshidratación como cura paliativa, y muchas otras a las que se ha puesto la etiqueta de decisiones médicas en torno a la muerte. La eutanasia involuntaria, esto es, dar muerte sin su consentimiento a pacientes adultos y conscientes, se han disfraza-do de “acciones médicas sin petición explí­cita del paciente”.

Recientemente, la Real Sociedad Holandesa de Médicos ha cambiado su estra-tegia. Ha recomendado a sus miembros que no practiquen la eutanasia mediante procedimientos “rápidos”, que provocan la muerte en cosa de pocos minutos o pocas horas. Aconseja, en su lugar, la sedación terminal, que induce la muerte en tres o cuatro dí­as, ya que, de acuerdo con la legislación local, no se considera eutanasia. Así­, la eutanasia se ve libre de implicaciones legales. Todas estas tácticas no parecen haber ganado el corazón ni la cabeza de los médicos. El rechazo de la eutanasia por parte de las asociaciones médicas naciona-les, con la excepción de las de Holanda y Bélgica, es muy enérgico y parece que destinado a durar mucho tiempo. Pero, para que haya eutanasia, hay que hacer cambiar a los médicos, se necesita su colaboración. Y, en efecto, los promotores de la eutanasia empiezan ya a aplicar estrategias dirigidas a ciertos puntos sensi-bles de la profesión médica. Dicho sea de paso, son casi idénticas a las que años atrás se aplicaron para despenalizar el aborto.

Se dice, pero nadie lo ha demostrado con datos ni denuncias, que en todas partes se practican muchas eutanasias ocultas. La expresión criptanasia designa esa actividad clandestina. Se añade que la eutanasia sumergida es una plaga que hay que remediar mediante una legislación que busque el equilibrio entre los dos extremos de la falta de regulación o la ineficaz regulación punitiva que ahora existe. Para mover la opinión pública se dramatizan casos, se habla del turismo en pos del suicidio asistido, se da mucha publicidad a los casos de médicos o grupos de médicos que se inculpan de haber cometido, movidos por ideales profesio-nales, un número discreto de eutanasias.

Sobre todo, y esto es lo más reciente y alarmante, se empieza a utilizar el argumento que más pesó en la legalización del aborto: que, por haber caí­do la práctica de la eutanasia en manos de gentes incompetentes y desalmadas, es ne-cesario ponerla bajo la responsabilidad de los médicos. En un libro reciente, titu-lado “Angels of death: exploring the euthanasia underground”, el profesor aus-traliano Roger S. Magnusson revela sus pesquisas sobre esa eutanasia marginal. Se trata de una antologí­a de horrores que revuelven el estómago y entristecen el alma. No son historias de compasión. Son, de una parte, relatos sobre la frivoli-dad ligera de algunos médicos o enfermeras, para quienes eliminar psicópatas o pacientes de SIDA y cáncer es un deporte profesional, pero brutal. Y, de otra, narrativas de la cultura de mentira y engaño, de incompetencia macabra, que describen la actuación de los “amateurs” en su aprendizaje del difí­cil arte de matar.

“Jamás daré a nadie un veneno mortal, aunque me lo pida”. Esta cláusula del Juramento de Hipócrates ha salvado a la medicina de la amenaza permanente de su deshumanización. El futuro está, para los médicos, en aceptar el desafí­o de construir una eficaz, cientí­fica y avanzada medicina paliativa. Y está, en los en-fermos, en la vuelta a reconocer su condición humana, en la que mortalidad y esperanza son elementos inseparables.

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