Resumen
La aprobación legal de la eutanasia en algunos países ha abierto la puerta a un razonamiento lógico en ese contexto: si muchos de los pacientes que van a morir por eutanasia tienen órganos sanos, aptos para trasplante, entonces:
¿Por qué no programar la eutanasia de modo que los órganos puedan trasplantarse con un tiempo mínimo de espera y un mejor resultado para los receptores?
Por otra parte, recientemente se ha vuelto a poner en tela de juicio que el diagnóstico neurológico de muerte implique que los donantes sean cadáveres, cuestión que impediría casi completamente la realización de trasplantes por su choque con la regla del donante muerto. La eutanasia programada es la figura que se ha dado en llamar muerte por donación. Y, tanto ésta como la consideración de que el diagnóstico neurológico de muerte no es tal, chocan frontalmente con la actual regla ética del donante muerto, a saber: un donante de órgano impar debe haber fallecido. En este trabajo se ofrecen algunas reflexiones que permiten salir de esta aporía: corregir una versión demasiado “material” de la ética, y una visión excesivamente “mecánica” del organismo vivo.
La muerte por donación
Tras la aprobación legal de la eutanasia a comienzos de siglo en Holanda (tras una historia que se remonta a los años 70), otros países han seguido su ejemplo: Bélgica, Luxemburgo, Canadá y Colombia (estos dos últimos con una maniobra judicial no democrática). Y otros han aprobado la despenalización de la ayuda médica al suicidio (habitualmente denominada de suicidio asistido): Suiza, donde lleva en vigor muchos años, y algunos estados de Estados Unidos, como Oregón, Washington, Distrito de Columbia, Maine, etc.
Estas normativas llevan vigentes en general poco tiempo. Esto hace que, alrededor de ellas, todavía predomine la retórica de la compasión y de evitar el sufrimiento del paciente que sirvió para implantarlas políticamente. Todavía no se considera lo normal acabar con la vida del paciente en algunas circunstancias, sin más miramientos, aunque el anecdotario que rodea la práctica de la eutanasia y la ayuda al suicidio va mostrando poco a poco la tendencia a la brutalización de su práctica.
En este contexto de avance progresivo de los razonamientos a partir de su nuevo estatus legal, se ha planteado recientemente en revistas de bioética el tema de la muerte por donación.
Es fácil comprender la lógica subyacente. En el caso de la donación de órganos post mortem, su calidad deja muchas veces que desear, por el tiempo que transcurre entre el deceso y la extracción del órgano y su implantación en el receptor, que produce un deterioro en los tejidos trasplantados; esto hace fracasar con cierta frecuencia el intento terapéutico. Se han desarrollado para algunos casos técnicas que permiten una mejor conservación o incluso cierta recuperación del órgano, mediante perfusión controlada de nutrientes, oxigenación, etc. Pero el problema sigue existiendo.
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