keywords: pdd, píldora postcoital, pds, embarazo, aborto, píldora día después, concepción, objeción conciencia sanitaria, Por Pedro A. Talavera Fernández y Vicente Bellver Capella Profesores Titulares de Filosofía del Derecho. Universitat de València En marzo de 2001 la Agencia Española del Medicamento autorizó la comercialización en España de la píldora para …
keywords: pdd, píldora postcoital, pds, embarazo, aborto, píldora día después, concepción, objeción conciencia sanitaria,
Por Pedro A. Talavera Fernández y Vicente Bellver Capella
Profesores Titulares de Filosofía del Derecho.
Universitat de València
En marzo de 2001 la Agencia Española del Medicamento autorizó la comercialización en España de la píldora para la anticoncepción postcoital, más conocida como píldora del día siguiente (PDS). Inmediatamente después de esta decisión, los gobiernos autonómicos de Andalucía y de la Comunidad Madrileña pusieron en marcha los mecanismos necesarios para que esa píldora fuera dispensada en los servicios sanitarios públicos de forma gratuita. Estas decisiones han generado una interesante polémica en la opinión pública, centrada principalmente en dos aspectos: por un lado, el carácter abortifaciente o no de la píldora; y por otro, qué valoración merece la resistencia que han manifestado algunos farmacéuticos a dispensar ese fármaco por razones de conciencia. Este artículo se propone analizar ambas cuestiones. En primer lugar, haremos referencia al mecanismo de actuación de la píldora postcoital y, a continuación, expondremos las coordenadas fundamentales del derecho a la objeción de conciencia sanitaria, estudiaremos las condiciones en las que el profesional farmacéutico puede ser titular de ese derecho, las consecuencias que se derivan de su ejercicio y otras vías de resistencia al cumplimiento de deberes sanitarios.
1.- ¿Es abortifaciente la píldora del día siguiente (PDS)?
En las horas siguientes a una relación sexual entre personas fértiles en la que no se han empleado o han fallado los medios anticonceptivos pueden darse tres situaciones: que la mujer todavía no haya ovulado; que haya ovulado pero todavía no se haya producido la fusión entre el óvulo y el espermatozoide; o que ya se haya producido la fecundación y el cigoto esté en camino hacia su implantación en el útero. La píldora del día siguiente (pds) está pensada para actuar ante cualquiera de estas tres situaciones: a) evitando que llegue a ovular la mujer, si todavía no lo ha hecho; b) impidiendo la fusión entre el espermatozoide y el óvulo, en el caso de que se haya producido la ovulación; y c) haciendo imposible la implantación en el caso de que se haya producido la fecundación. En los supuestos a) y b), la píldora actúa como un mecanismo anticonceptivo de emergencia, porque evita que se produzca la concepción. Sin embargo, en el supuesto c) –cuando ya se ha producido la concepción- su mecanismo de actuación es antiimplantatorio, es decir, evita que el cigoto llegue al útero y anide en él. La PDS no tiene ningún efecto si se ha producido la concepción y el cigoto ya se ha implantado en el útero, por ello debe tomarse dentro de las 72 horas siguientes a la relación sexual. En consecuencia, hay que partir del presupuesto de que la PDS actúa en algunos casos eliminando la vida de un embrión humano antes de que finalice su viaje desde las trompas de Falopio hasta el útero.
En los medios de comunicación se ha difundido la idea de que, en ningún caso, el efecto de la PDSes abortifaciente. El razonamiento empleado es bastante sencillo: el aborto es la interrupción de un embarazo y el embarazo, según la Organización Mundial de la Salud, comienza con la implantación del cigoto en el útero; situación completamente ajena al efecto de la PDS. De aquí se derivaría también el amparo jurídico de este fármaco, puesto que no haría falta verificar su encaje en alguna de las tres únicas indicaciones que justifican la práctica abortiva en nuestro ordenamiento (art. 417 bis CP-73).
Ahora bien, la cuestión semántica no resulta tan convincente si se analiza con algo más de profundidad. Nuestro Diccionario de la Real Academia Española coincide con la OMS en asociar la acción de abortar con el proceso del embarazo. Así, para la RAE abortar es “interrumpir la hembra, de forma natural o provocada, el desarrollo del feto durante el embarazo”. Sin embargo, el término embarazo es definido como “estado en que se halla la hembra gestante”, lo cual nos remite a los términos gestación (“1.- Acción o efecto de gestar o gestarse. 2.- Embarazo o preñez”) y gestar (“Llevar y sustentar la madre en sus entrañas el fruto vivo de la concepción hasta el momento del parto”). Del significado de ambos se deduce con claridad que la noción de “gestación” abarca necesariamente todo el proceso que se inicia con la concepción y concluye con el parto, a lo largo del cual la madre lleva y sustenta al nasciturus. Si esto no fuera así, habría que inventar una palabra específica –porque no existe– para denominar a una concreta fase de ese proceso: la que se inicia con la fecundación en la trompas de Falopio y concluye, a los pocos días, con la implantación del embrión en el útero. No hay razones para pensar que esa fase deba excluirse de la gestación. El Tribunal Constitucional (TC), en la Sentencia 53/1985 que resolvió el recurso de inconstitucionalidad contra la despenalización el aborto, avala esta interpretación al afirmar que “la vida humana es un devenir, un proceso que comienza con la gestación, en el curso de la cual una realidad biológica va tomando corpórea y sensitivamente configuración humana, y que termina con la muerte; es un continuo sometido por efecto del tiempo a cambios cualitativos de naturaleza somática psíquica que tienen un reflejo en el status jurídico público y privado del sujeto vital” (FJ 5º).
En todo caso, lo relevante no es la denominación que demos a cada una de las fases de ese proceso unitario, en el que no hay soluciones de continuidad, sino el hecho de que ese proceso se inicia con la aparición de una nueva vida humana y ésta es un bien jurídico máximamente protegido por el Derecho. Así lo confirma la mencionada sentencia 53/85 del TC: desde el comienzo de la vida humana –aunque se trate de una vida incipiente, en la que todo su desarrollo corpóreo y sensitivo esté por hacer–, existe el deber constitucional de protegerla. Más aún, según esa misma sentencia, la protección del nasciturus “implica para el Estado, con carácter general, dos obligaciones: la de abstenerse de interrumpir o de obstaculizar el proceso natural de gestación, y la de establecer un sistema de defensa de la vida que suponga una protección efectiva de la misma y que, dado el carácter fundamental de la vida, incluya también, como última garantía, las normas penales” (FJ 7º).
En definitiva, la vida humana aparece con la concepción y lo más razonable sería hablar de embarazo a partir de ese momento. Pero, aunque se quisiera reservar esa noción para el momento de la implantación, lo que no puede obviarse en ningún caso es que esa vida humana existe y se trata de un bien constitucionalmente protegido. Por tanto, si excluir del proceso del embarazo los primeros días de la vida del cigoto humano en las entrañas de una mujer es bastante discutible, lo que resulta completamente improcedente es que la PDS reciba el nombre de píldora anticonceptiva postcoital o de emergencia. Ciertamente, en algunos casos actúa como anticonceptiva pero, en otros, lo hace impidiendo la implantación del cigoto ya concebido y ese efecto es, sin duda, abortifaciente. No parece exagerado afirmar, pues, que esa denominación de la PDS supone una manipulación del lenguaje que oculta una parte importante de su mecanismo de actuación.
A la vista de lo anterior, podemos extraer algunas conclusiones relevantes:
1.- La Constitución Española –así lo afirmó la sentencia 53/85– no reconoce al nasciturus como sujeto de derechos, pero lo considera un bien protegible desde el momento de la concepción.
2.- La PDS actúa en algunos supuestos como un mecanismo antiimplantatorio del cigoto, es decir, como abortifaciente.
3.- Existen elementos para pensar que la protección constitucional conferida al embrión humano desde su concepción no es respetada por la decisión gubernamental de autorizar la venta de la PDS, ya que ésta da lugar a una completa desprotección de la vida del embrión en la fase anterior a su implantación en el útero.
Es indudable que muchas personas, con independencia de sus creencias religiosas, consideran contrario a sus convicciones la eliminación de cualquier vida humana desde el primer momento de su concepción. Puesto que la PDS actúa, en ocasiones, eliminando embriones humanos no implantados, parece imprescindible determinar si existe un fundamento para que aquellos profesionales de la sanidad que encuentren reparos éticos en la dispensación de este fármaco, puedan acogerse a la objeción de conciencia.
2.- El marco general del derecho de objeción de conciencia sanitaria
Existe un amplio acuerdo doctrinal en considerar la objeción de conciencia como un ejercicio de la libertad ideológica, reconocida como derecho fundamental en el art. 16.1 de la Constitución: “Se reconoce la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y de las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”.
Se entiende por objeción de conciencia la negativa del individuo a someterse, por convicciones éticas, a una conducta que, en principio, le sería jurídicamente exigible, bien porque la obligación proviene de una norma, bien porque se deriva de un contrato, bien de una resolución judicial o administrativa. En un sentido más general podría definirse como la pretensión de desobedecer una ley, motivada por razones axiológicas (no meramente psicológicas), de contenido primordialmente religioso o ideológico, intentando eludir la sanción prevista por el incumplimiento.
El único desarrollo legislativo que el derecho español ha brindado a la libertad de conciencia del art. 16.1 es la Ley Orgánica de Libertad Religiosa (LO 5/1980 de 5 de julio). En su art. 2.1 establece el derecho de toda persona a: “profesar creencias religiosas que libremente elija o no profesar ninguna; cambiar de confesión o abandonar la que tenía; manifestar libremente sus propias creencias religiosas o la ausencia de las mismas, o abstenerse de declarar sobre ellas (…)”. El precepto no indica expresamente que el derecho a profesar o manifestar las creencias religiosas comprenda la posibilidad de incumplir obligaciones jurídicas incompatibles con la conciencia, pero el uso del término “manifestar” ha sido mayoritariamente interpretado como comprensivo de todos aquellos actos que expresan un comportamiento conforme con las creencias de la persona; algo que necesariamente incluiría la objeción de conciencia.
Casi todos los autores se inclinan por considerar la objeción de conciencia como un auténtico derecho fundamental, puesto que la única diferencia apreciable entre la libertad ideológica y religiosa del art. 16.1 CE y la objeción de conciencia reside en un aspecto puramente formal: la objeción es el ejercicio de la libertad ideológica, en presencia de un mandato jurídico incompatible con las propias convicciones; de ahí que pueda afirmarse con claridad que estamos ante un auténtico derecho fundamental. El sustrato material de este derecho reside en que el ser humano debe poder comportarse conforme a los imperativos de su conciencia, esto es, ajustar su conducta a los dictados de su instancia moral más íntima, puesto que en ello estriba conservar íntegra su dignidad o perderla en cierta medida.
Considerar la objeción como un derecho fundamental supone partir de un doble presupuesto: de un lado, puesto que la Constitución tiene una eficacia directa, su ejercicio no puede quedar limitado a las concretas modalidades amparadas y reguladas por la ley (sólo ha sido regulada la objeción de conciencia al servicio militar que, con su desaparición a partir de este año, ha quedado obsoleta); y de otro lado, como derecho del ciudadano, debe gozar de una presunción de legitimidad constitucional; es decir, debe despojarse de su trasfondo de “ilegalidad más o menos consentida”, presumiendo a priori su validez y debiendo demostrarse lo contrario, caso por caso, en el ámbito jurisdiccional.
A falta de un desarrollo legislativo específico, la jurisprudencia constitucional ha jugado un papel determinante en la configuración jurídica de esta categoría. Sus pronunciamientos en la materia han sido lamentablemente contradictorios por lo que no es posible presentar un cuerpo doctrinal preciso sobre la cobertura jurídica de que goza la objeción de conciencia en nuestro Derecho; no obstante, su decisión final no ha sido coherente con el planteamiento doctrinal que acabamos de exponer. No procede analizar aquí los alambicados razonamientos del alto tribunal para rectificar su propia doctrina, pero si intentamos buscar una síntesis integradora de todas sus sentencias, habría que partir de la STC 161/1987, de 27 de octubre, como regla general y considerar el resto de los pronunciamientos como exclusivamente aplicables a manifestaciones específicas de objeción de conciencia sobre determinados deberes jurídicos (servicio militar y aborto).
La STC 161/1987 determina la posición definitiva del TC. En ella se descarta, de modo sorprendente y no exento de polémica, el carácter fundamental del derecho de objeción: “La objeción de conciencia, con carácter general, es decir el derecho a ser eximido del cumplimiento de los deberes constitucionales o legales por resultar ese cumplimiento contrario a las propias convicciones, no está reconocido ni cabe imaginar que lo estuviera en nuestro derecho o en derecho alguno pues significaría la negación misma del Estado. Lo que puede ocurrir es que se admita excepcionalmente respecto a un deber concreto” (FJ 3º). Privado de su carácter fundamental, y para salvar anteriores pronunciamientos, la propia sentencia lo inserta dentro de una nueva categoría, calificándolo de “derecho constitucional autónomo”, derivado del derecho más amplio de libertad ideológica y religiosa, y necesariamente conexo con éste.
Siendo ésta la regla general, sólo encontrarían cobertura jurídica en nuestro ordenamiento aquellas formas de objeción de conciencia que el legislador (ordinario o constitucional) hubiera reconocido expresamente. La jurisprudencia constitucional ha configurado hasta ahora dos de esas formas: la objeción relativa al servicio militar y al aborto. En ambos supuestos el TC ha reconocido la existencia de este derecho con referencia a los específicos deberes legales relativos a la prestación de un servicio de armas y a la intervención en prácticas abortivas.
Fue en la sentencia 53/1985 donde el TC se pronunció con mayor contundencia en favor del carácter fundamental del derecho de objeción: “La objeción de conciencia forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el art. 16.1 de la CE y, como este Tribunal ha indicado en diversas ocasiones, la Constitución es directamente aplicable en materia de derechos fundamentales” (FJ 14º). Este pronunciamiento recoge con claridad que, al menos en este campo de los deberes sanitarios, no cabe duda alguna de que el derecho a la objeción de conciencia tiene el carácter de fundamental. Si bien la posterior doctrina constitucional matizó y delimitó el alcance de esta afirmación, lo que en ningún caso pudo –ni puede– hacer es desecharlo. Junto a esto, la propia sentencia afirma: “por lo que se refiere al derecho de objeción de conciencia [al aborto]… existe y puede ser ejercido con independencia de que se haya dictado o no tal regulación” (FJ 14º). Esto significa que dicha objeción podrá siempre ejercitarse sin necesidad de que el legislador ponga en marcha una normativa específica para tal supuesto.
En consecuencia, existe un acuerdo bastante generalizado a la hora de considerar que la STC 53/1985 configura la objeción de conciencia sanitaria frente al aborto como un derecho fundamental derivado directamente del art. 16 CE, para cuyo ejercicio no es necesaria regulación legal alguna. Ciertamente, un ejercicio en estas condiciones no deja de ser problemático, puesto que permanece sin especificar el modo concreto en el que esto puede hacerse, qué sujetos pueden invocarlo y qué tipo de cobertura jurídica debe recibir.
3.- El farmacéutico como titular del derecho de objeción de conciencia
El problema de la objeción de conciencia sanitaria por parte de los profesionales farmacéuticos no ha sido estudiado en España desde una perspectiva estrictamente jurídica. Los estudios realizados sobre la objeción se limitan a reconocer este derecho a los profesionales del ámbito médico-quirúrgico, sin abordar de modo expreso al farmacéutico que presta sus servicios en un laboratorio o en una oficina de farmacia. Por otra parte, el tratamiento jurídico de la objeción de conciencia sanitaria se ha centrado exclusivamente en la práctica del aborto, algo que, hasta la efectiva aparición y comercialización de la PDS y la consideración de sus posibles efectos abortivos, se presentaba como una realidad bastante ajena a la actividad del farmacéutico.
Tanto el “Código Deontológico Médico”, en su art. 27, como el “Código Deontológico de la Enfermería” en su art. 22, recogen el derecho a la objeción de conciencia de sus profesionales, con el consiguiente compromiso de las respectivas organizaciones colegiales de respaldar las objeciones de sus colegiados, respaldo que se ha concretado de manera visible en el apoyo recibido en los procesos judiciales que se han llevado a cabo por esta causa. El documento más reciente de estas características aprobado hasta el momento en España –con una buena dosis de polémica–, ha sido el “Código Deontológico del Colegio Oficial de Médicos de Barcelona”. También en él se hace referencia a este derecho en su artículo 54: “El metge té el dret a negar-se a aconsellar alguns dels mètodes de regulació de la reproducció i assistència a aquesta, a practicar l’esterilització o a interrompre un embaràs, però mai no podrà ni que sigui al·legant raons de consciència defugir l’objectiva i completa informació sobre la possibilitat de fer-ho, respectant la llibertat de les persones de cercar el consell d’altres metges. Ha de tenir sempre en compte que el personal que amb ell col·labora té els mateixos deures i drets que ell”.
Frente a la vigencia e importancia de esos códigos deontológicos en el ámbito de la medicina y la enfermería, se echaba en falta un documento análogo en el ámbito farmacéutico. Finalmente, después de diversos proyectos y modificaciones, el 14 de diciembre de 2000, la Asamblea de Colegios aprobó el “Código de Ética y Deontología de la Profesión Farmacéutica”. En el art. 28, se alude expresamente al derecho de objeción: “La responsabilidad y libertad personal del farmacéutico le faculta para ejercer su derecho a la objeción de conciencia respetando la libertad y el derecho a la vida y a la salud del paciente”. Junto a esto, el art. 33 del Código compromete a la Organización Colegial en el asesoramiento y la defensa de quienes hayan decidido declararse objetores: “El farmacéutico podrá comunicar al Colegio de Farmacéuticos su condición de objetor de concienca a los efectos que considere procedentes. El Colegio le prestará el asesoramiento y la ayuda necesaria”.
No podemos extendernos aquí en analizar la redacción utilizada por este art. 28 pero, en todo caso, de él y de su conjunción con el art. 33, se deducen con claridad dos cosas: a) la Corporación Farmacéutica reconoce al farmacéutico como titular del derecho de objeción de conciencia y le respalda en su libre decision de ejercitarlo; b) su ejercicio debe ser compatible con la libertad, la vida y la salud del paciente. La existencia de este texto viene a consagrar institucionalmente algo que con anterioridad sólo podía presumirse: que el ejercicio de la profesión farmacéutica está regido por los principios de libertad y responsabilidad. Ahora bien, no debemos olvidar que, al igual que en los ámbitos de la medicina y la enfermería, se trata de un simple código ético que no puede garantizar al farmacéutico la cobertura jurídica del efectivo ejercicio del derecho de objeción, algo que sólo podría garantizar una legislación específica. Sería deseable que el futuro Estatuto de la Profesión Farmacéutica, pendiente de aprobación por el Ministerio de Sanidad, recogiera este importante aspecto. De momento, donde la existencia del Código Deontológico reviste una mayor virtualidad es en el compromiso de asesoramiento y ayuda al objetor en caso de que su actuación le involucrara en un proceso judicial. Precisamente por eso, debemos dilucidar a continuación si el recurso efectivo a la objeción de conciencia en el suministro de la PDS puede considerarse amparado por nuestro ordenamiento jurídico.
El farmacéutico –en especial si presta sus servicios en una oficina de farmacia–, se encuentra sometido a normas que le obligan taxativamente a dispensar estos productos. La Ley del Medicamento (Ley 25/1990, de 20 de diciembre), es la que se ocupa de recoger la obligación de suministro y dispensación de medicamentos, en virtud de que “la regulación jurídica de los medicamentos no puede entenderse sin la correlativa regulación de aquellas personas físicas o jurídicas que intervienen en una parte importante del proceso, en virtud del cual los medicamentos producen su eficacia” (Exposición de Motivos). Como expresión de este presupuesto, el art. 3.1 prescribe lo siguiente: “Los laboratorios, importadores, mayoristas, oficinas de farmacia de hospitales, centros de salud y demás estructuras de atención a la salud están obligados a suministrar o a dispensar los medicamentos que se les soliciten en las condiciones legal o reglamentariamente establecidas”.
Esta obligación de suministro y dispensación cuenta lógicamente con un reflejo en el capítulo dedicado a infracciones y sanciones. El comportamiento del que se niega al suministro de un fármaco está tipificado entre las infracciones graves, previstas en el art. 108.2.b15 de la ley, que entiende como tales “la negativa a dispensar medicamentos sin causa justificada”. El apartado b17 del propio art. 108.2, considera también grave “cualquier otro acto u omisión encaminado a coartar la libertad del usuario en la elección de la oficina de farmacia”. Por último, si la conducta del farmacéutico fuera reiterada, su acción podría llegar a considerarse falta muy grave, de acuerdo con la previsión del art. 102.2. c5: “la reincidencia en la comisión de faltas graves en los últimos cinco años”.
Ante este panorama sancionador, cabe preguntarse: ¿el profesional farmacéutico puede legítimamente negarse a dispensar la PDS, alegando motivos de conciencia, a la vista de su efecto abortifaciente en algunos casos? ¿Cabe considerarle como titular del derecho fundamental de objeción de conciencia al aborto, no siendo un facultativo, no prestando sus servicios en un centro sanitario sino en una oficina de farmacia y no siendo clínica su intervención?
En primer lugar, parece claro que el derecho de objeción de conciencia sanitaria abarca a toda persona que, dentro del ámbito sanitario, por sus funciones, deba realizar una intervención directa o indirecta, en el proceso abortivo que choque con sus imperativos de conciencia. Y ello porque las posibles limitaciones al ejercicio del derecho no provienen de la condición de personal sanitario o colaborador, ni del tipo de vínculo laboral que ostente con las institucionales sanitarias, sino del tipo de actividad que se desempeña y del tipo de intervención que se requiere de él en el proceso abortivo. Así, por ejemplo, no podría ampararse en el derecho a la objeción de conciencia el celador encargado de transportar a una paciente al quirófano en el que se le practicará el aborto. En cambio, sí podría hacerlo la enfermera cuya intervención fuera requerida para auxiliar en un aborto.
La clave reside, pues, en dilucidar el contenido esencial del derecho de objeción de conciencia sanitaria; es decir, qué tipo de actividades comprende su esfera de protección. Los dos pronunciamientos jurisdiccionales más significativos habidos hasta el momento han expresado lo siguiente acerca de los objetores sanitarios:
“No pueden ser obligados a la realización de actos médicos, cualesquiera que sea su naturaleza, que directa o indirectamente estén encaminados a la producción del aborto, tanto cuando éste vaya a realizarse, como cuando se esté realizando la interrupción del embarazo, debiendo por el contrario prestar la asistencia para la que sean requeridos a las pacientes que se encuentren internadas con aquél objeto, en todas las otras incidencias o estados patológicos que se produzcan aunque tengan su origen en las prácticas abortivas realizadas” (Sentencia de la AT de Oviedo, de 29 de junio de 1988).
“El efecto jurídico específico que produce la objeción de conciencia reside en exonerar al sujeto de realizar un determinado acto o conducta que, de otra suerte, tendría la obligación de efectuar. La satisfacción del derecho fundamental, por lo tanto, comporta que no cabe exigir del profesional sanitario que por razones de conciencia objeta al aborto, que en el proceso de interrupción del embarazo tenga la intervención que corresponde a su esfera de competencias propia; intervención que, por hipótesis, se endereza causalmente a conseguir, sea con actos de eficacia directa, sea de colaboración finalista, según el cometido asignado a cada cual, el resultado que la conciencia del objetor rechaza, cual es la expulsión del feto sin vida” (Sentencia del TSJ de Baleares, de 13 de febrero de 1998).
En definitiva, con relación al derecho de objeción de conciencia por parte de los farmacéuticos ante el suministro de la PDS, realizando una aplicación analógica de los criterios jurisprudenciales arriba mencionados, podríamos establecer los siguientes postulados:
a. La dispensación de la PDS constituye una “acción médica” (debe ser expresamente decretada por un facultativo para ser legal), cuya peculiaridad comporta, en un significativo porcentaje de casos, que se está realizando una intervención directa en un proceso de interrupción del embarazo.
b. El profesional farmacéutico es indudablemente un “profesional sanitario”.
c. La ley del Medicamento le obliga, en principio, a dispensar ese medicamento.
d. La dispensación de la PDS, como de cualquier otro medicamento, constituye para el profesional farmacéutico el “ejercicio de su cometido” y un acto que entra dentro de su “esfera de competencia propia”.
e. Cuando el legislador ha establecido la obligación de dispensar, lo ha hecho, sin duda, intentando evitar que un farmacéutico se niegue a suministrar un determinado medicamento de modo arbitrario; pero eso no significa que pueda obligar al farmacéutico a dispensar los preparados prescindiendo por completo de su criterio profesional (LOPEZ GUZMAN, 151). En efecto, al farmacéutico se le exige ser un profesional sanitario cualificado y la oficina de farmacia no es un simple comercio. De ahí que la ley del medicamento, considere infracción grave la negativa a dispensar medicamentos “sin causa justificada”. Lo contrario, supondría la absurda posibilidad de privar al farmacéutico de desempeñar su profesión con responsabilidad e impediría su participación activa en el cuidado promoción de la salud de los ciudadanos, a lo que les obliga su condición de profesionales sanitarios. En todo caso, bajo la expresión “causa justificada” hay que incluir tanto consideraciones profesionales como los imperativos éticos.
f. El acto de dispensación de la PDS se “endereza causalmente”, como “colaboración finalística”, a evitar una gestación: bien impidiendo la concepción, si aún no se ha producido, bien impidiendo la implantación cuando ya ha habido fecundación. Aunque su finalidad no es el aborto, este se contempla como uno de los posibles efectos para eliminar las consecuencias no deseadas de una relación sexual en la que no hubo anticoncepción previa eficaz.
g. Parece claro que, en tales circunstancias, el profesional farmacéutico es titular de un derecho fundamental a la objeción de conciencia sanitaria que incluye plenamente la negativa a la dispensación de la PDS. El rango constitucional de este derecho debe prevalecer sobre la obligación legal de suministro o dispensación establecida por la ley del medicamento.
h. La eficacia directa de la Constitución en lo tocante a derechos fundamentales permite que esa objeción pueda alegarse sin necesidad de regulación específica y en el momento en que su intervención sea requerida, además de impedir que pueda ser perjudicado en ningún ámbito por el mero hecho de ejercitarla.
i. Análogo planteamiento cabe aplicar al empleado de la oficina de farmacia que debe dispensar el fármaco.
4.- Otros mecanismos de resistencia a la dispensación de la PDS
Junto a la objeción de conciencia, existen otras formas de justificar la resistencia al cumplimiento de esos deberes sin alegar motivos de conciencia. En concreto, se reconoce habitualmente tanto la objeción de ciencia como la objeción de legalidad. Veamos qué aplicación tendría cada una de ellas en el caso que estamos analizando: la negación de un farmacéutico a dispensar la PDS.
La objeción de ciencia consiste en la posibilidad de que asiste al farmacéutico, como miembro de pleno derecho del sistema público de sanidad, para cuestionar la conveniencia de determinados tratamientos, basándose en su competencia y cualificación técnica y en su autonomía científica para la prescripción de ciertos fármacos, cuando considera que pueden ser perjudiciales para la salud de un sujeto. Este tipo de objeción, sin embargo, parece difícil que pudiera ser invocada por el farmacéutico a la hora de dispensar la PDS ya que dicho acto está condicionado a la presentación de una receta médica. En ese caso, debe presuponerse que el médico ya ha ponderado los posibles daños derivados de la ingestión de la PDS y su proporcionalidad para lograr el fin que se persigue. Ante una eventual divergencia de criterios científicos entre el médico y el farmacéutico, parece claro que debe prevalecer la opinión del primero que es el facultativo especialista.
La resistencia al cumplimiento de un deber jurídico puede proceder también de la convicción razonada por parte del sujeto de que la obligación que se le impone es contraria a la legalidad vigente. En el caso de la dispensación de la PDS hay motivos suficientes para dudar de que su posible efecto abortivo esté dentro de la legalidad vigente. En principio, fuera de las tres indicaciones despenalizadoras del aborto recogidas en el Código Penal (art. 417 bis CP-73), la vida humana embrionaria es objeto de la protección constitucional. Por ello, resultaría legítimo que el profesional farmacéutico mantuviera una prudente reserva hacia el suministro de la PDS, en tanto en cuanto no quedara perfectamente aquilatada su constitucionalidad; ya que en principio hay que estar de parte de la punibilidad del aborto en la generalidad de los casos, y colaborar con la exigencia de protección de la vida del nasciturus constitucionalmente establecida.
5.- Consideraciones finales
Es indudable que la medida del Gobierno de autorizar la comercialización de la PDS tiene como principal objetivo atajar el gravísimo problema de los embarazos de adolescentes que, en la mayor parte de los casos, acaban en trágicos abortos o en problemáticas maternidades que no auguran nada bueno ni para la madre ni para el hijo. La importancia del problema y la presunta eficacia del fármaco para evitar gestaciones no deseadas, ha motivado una valoración positiva generalizada por parte de casi todos los grupos parlamentarios. Por nuestra parte, y en relación al problema que venimos tratando, estimamos imprescindible subrayar dos aspectos: a) la PDS provoca en ocasiones la eliminación de un embrión humano antes de su implantación en el útero; b) la protección constitucional de la vida humana, en una fase de la gestación, queda de este modo cercenada sin la debida justificación legal. Lo primero legitima la objeción de conciencia de los farmacéuticos a la dispensación de la PDS; lo segundo, justifica su recurso a la objeción de legalidad.
Las posiciones contrarias al reconocimiento de esta objeción de conciencia se apoyan principalmente en dos ideas: que los farmacéuticos no provocan un aborto al dispensar la PDS y, por ello, no pueden invocar esa razón para resistirse a su dispensación; y que los farmacéuticos están para proporcionar un servicio público y no pueden dejar de hacerlo por motivos de conciencia ya que nadie les obliga a ejercer de tales. La primera negaría la existencia de una razón para acogerse a la objeción de conciencia; la segunda negaría la posibilidad de invocar la objeción de conciencia a quien libremente ha elegido una profesión. Esos argumentos, sin embargo, no resultan determinantes.
Por un lado, pensar que el farmacéutico ejerce un mero papel de distribuidor de medicamentos semejante al del conductor que transporta la PDS hasta las farmacias, supone desvirtuar por completo el acto profesional de la dispensación farmacéutica. En efecto, cuando un farmacéutico pone en manos de un cliente un fármaco asume la responsabilidad de proporcionarle un medio que contribuya a su salud. Si, como sucede con la PDS, lo que el farmacéutico pone en sus manos es una sustancia que, en algunos casos, actúa como abortifaciente, él asume la responsabilidad de ese resultado. Y, por ello, es razonable que quienes son contrarios a la eliminación de vidas humanas invoquen razones de conciencia para resistirse a la dispensación de ese fármaco.
Por otro lado, es cierto que la profesión farmacéutica es libre y quien la elige debe cumplir con las exigencias que de ella se derivan. Pero lo propio de esa profesión es la dispensación de sustancias dirigidas a la curación, lo que de ninguna manera puede afirmarse de una sustancia que, eventualmente, produce la eliminación de embriones humanos todavía no implantados.
Por último, y más allá de la confrontación entre posiciones difícilmente reconciliables, creemos que lo conveniente es buscar un espacio común que permita el entendimiento recíproco y la consecución de acuerdos. En este caso, consideramos que el espacio común se encuentra en la Constitución; en particular, en los presupuestos sobre los que se sustenta el Estado social de Derecho, por un lado, y en el reconocimiento del derecho de objeción de conciencia, por otro. De acuerdo con aquellos presupuestos, el Estado ha decidido poner la PDS a disposición de quienes puedan necesitarla en un caso de emergencia y para ello quiere garantizar que, efectivamente, nadie que la desee se vea impedido de conseguirla. Pero al mismo tiempo, ese Estado debe reconocer el derecho de objeción de conciencia por parte de quienes se oponen a dispensar sustancias que incluyen efectos antiimplantatorios en su mecanismo de actuación. En principio, no tienen por qué producirse situaciones en las que o bien un farmacéutico que no quiere, se vea obligado a dispensar la PDS, o bien que la mujer que la solicita se quede sin ella y se vea obligada a sufrir las consecuencias de no haber podido acceder a ella dentro de las 72 horas siguientes a la relación sexual. Para asegurar que esas situaciones no se produzcan en los días festivos, que podrían ser quizá los más problemáticos, sería muy deseable la cooperación entre la Administración y los Colegios Oficiales de Farmacéuticos, de modo que éstos últimos facilitaran la objeción de conciencia efectiva a los colegiados que la invocaran, asegurando por otro lado que la PDS pudiera ser distribuida en un número suficientemente amplio de farmacias.
Publicado en Provida Press, n 75