LEO con tristeza que el Partido Socialista proyecta despenalizar el aborto practicado durante las primeras doce semanas de embarazo. Una vez más, la izquierda vuelve a enarbolar una bandera que refuta los postulados sobre los que se asienta su ideología. Sobre esta paradoja hiriente reflexionaba Miguel Delibes en una compilación … LEO con tristeza que el Partido Socialista proyecta despenalizar el aborto practicado durante las primeras doce semanas de embarazo. Una vez más, la izquierda vuelve a enarbolar una bandera que refuta los postulados sobre los que se asienta su ideología. Sobre esta paradoja hiriente reflexionaba Miguel Delibes en una compilación de artículos, Pegar la hebra (Destino, 1990), que me permito citar: «En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para éstos, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado, posición que, como suele decirse, deja a mucha gente socialmente avanzada con el culo al aire. Antaño el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia. Pero surgió el problema del aborto y, ante él, el progresismo vaciló. (…) Para el progresista, eran recusables la guerra, la energía nuclear, la pena de muerte, cualquier forma de violencia. En consecuencia, había que oponerse a la carrera de armamentos, a la bomba atómica y al patíbulo. El ideario progresista estaba claro y resultaba bastante sugestivo seguirlo. La vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante. Pero surgió el problema del aborto, el aborto en cadena, libre, y con él la polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante él, el progresismo vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y voto y, políticamente, era irrelevante. Entonces se empezó a ceder en unos principios que parecían inmutables: la protección del débil y la no violencia. Contra el embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una violencia indolora, científica y esterilizada».
Indolora, habría que matizar, para la mujer que se somete a anestesia mientras se elimina la vida que se gesta en sus entrañas; no para el feto o embrión a quien se arranca del claustro materno. Delibes lograba en aquel artículo meter el dedo en la llaga. Si la tarea primordial del progresismo consiste en otorgar voz a quienes carecen de ella (a quienes han sido despojados de ella), allá donde la vida es asediada o perseguida, no se entiende por qué desiste de su designio ante el crimen del aborto. Se esgrime con frecuencia que existe un derecho de la mujer a disponer de su propio cuerpo, pero se olvida el derecho del más débil, el nasciturus, a la vida. Una vida de la que la mujer embarazada es depositaria, pero en ningún caso propietaria; que la naturaleza le haya confiado su gestación no quiere decir que pueda disponer de ella y destruirla.
Quisiera introducir una reflexión última sobre el «sistema de plazos» que se incluirá como criterio despenalizador de esa reforma anunciada. La vida del feto, desde el preciso momento de su fecundación, se constituye -como cualquier biólogo podrá confirmar- en vida autónoma, pues los cromosomas del cigoto presentan desde el principio una combinación distinta a la de sus progenitores. Un aborto practicado en las primeras doce semanas de embarazo quizá resulte menos arduo y aparatoso que un aborto practicado a los siete meses de gestación, del mismo modo que asesinar a un anciano o a un tullido resulta menos arduo que asesinar a un joven en plenitud física, del mismo modo que una dosis de cianuro resulta menos aparatosa que una sierra eléctrica. Pero la facilidad quirúrgica no puede erigirse en criterio de despenalización, salvo que reconozcamos que con dicho «sistema de plazos» pretendemos lavar nuestra mala conciencia. A la hipocresía, por lo que se ve, le importa el tamaño.