Aun siendo una cuestión siempre presente en la reflexión político-jurídica, las relaciones entre ley civil y ley moral adquieren nueva actualidad en los temas relacionados con el derecho fundamental de la vida por la tendencia que existe a exigir una legitimación jurídica de los atentados contra la vida, como si fueran derechos que el Estado debe reconocer a los ciudadanos y, por tanto, asistir directamente[1]. Nos encontramos, seguramente, en la encrucijada de la cuestión, pues el derecho fundamental de la vida y su protección universal es precisamente el terreno donde típicamente la ley civil y la ley moral se encuentran.
Estas reflexiones quieren seguir el mismo itinerario que Juan Pablo II nos marca al abordar esta cuestión clave en su encíclica Evangelium Vitae (68-74). Sus enseñanzas se encuentran en sintonía esencial con el magisterio de sus antecesores, y muy especialmente con su encíclica Centessimus Annus y el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe “Donum Vitae”. La doctrina mostrada en todos estos documentos responde a lo que M. Ronheimmer califica como un planteamiento jurídico de corte constitucionalista[2].
Siguiendo los pasos de la misma encíclica, esta intervención se compone de cinco apartados.
Primera parte: contexto moral.
Segunda parte: la visión del Estado en el supuesto relativista y la línea constitucionalista de la EV.
Tercera parte: relaciones entre ley civil y ley moral.
Cuarta parte: cuestiones morales que aparecen en estas relaciones.
Quinta parte: la defensa de la vida.
Primera parte: el contexto moral
La compresión que el sistema jurídico tiene de la relaciones entre la ley civil y la ley moral y la forma en como entiende su propio papel en el entramado social están enmarcadas en un contexto ético determinado, el que nos toca vivir en estos momentos. Las tendencias más relevantes son enumeradas a continuación y su influencia supera el ámbito del tema que nos ocupa pues atraviesa todas las formas de convivencia en la sociedad. Nos corresponde ahora destacar su impacto en el deber que el Estado tenga de proteger el derecho fundamental a la vida.
En primer lugar observamos el influjo de una ética proporcionalista en la tendencia a ponderar el valor de la vida de las personas como un bien relativo a cotejar con otros valores/intereses en las acciones humanas.
La influencia de las distintas corrientes proporcionalistas en los planteamientos éticos de la sociedad ha sido inmensa en los últimos 30 años y la comunidad católica no ha quedado completamente ajena a ella. Sin duda, percibimos en el éxito de estos planteamientos una crisis de la manualística clásica, que ha caído en su forma más habitual en un racionalismo que duda de la capacidad del agente moral para percibir la originalidad de la bondad en sus actos y en un voluntarismo que ha visto la ley como mera expresión de una voluntad superior y se ha terminado convirtiendo, en algunos casos, en una ética meramente formal en el plano filosófico, que infravalora el significado de la experiencia[3]. Son posiblemente sus carencias en la justificación racional necesaria, especialmente en un contexto más plural en el que ahora nos movemos, las que han favorecido el nacimiento y extensión, incluso dentro de la Iglesia, de estas nuevas fórmulas éticas, que centran la moralidad de los actos en lo que se denomina “sentido moral”. Éstas producen una ruptura inadmisible entre lo que sería la bondad intencional, en la que residiría la justificación última de la acción y la “rectitud” de los actos, que correspondería con el acierto en el cálculo realizado, como explica la encíclica Veritatis Splendor: “la corriente proporcionalista pondera entre sí los valores de los actos y los bienes perseguidos. Se interesa más bien en la proporción que reconoce entre sus efectos buenos y sus efectos malos, en vista del bien mayor o del mal menor realmente posibles en una situación particular. En un mundo en el que el bien siempre estaría mezclado con el mal, y todo efecto bueno ligado a otros efectos malos, la moralidad del acto sería juzgada de manera diferenciada: su “bondad moral”, a partir de la intención del sujeto respecto a los bienes morales, y su “rectitud”, a partir de la consideración de los efectos o de las consecuencias previsibles y de sus proporciones”[4].
Sin duda, los planteamientos consecuencialistas son el caldo de cultivo de la extensión, siempre necesariamente minoritaria, también de la ética de la responsabilidad, como la considera Max Weber. Detrás de esta denominación tan atrayente se encuentra un ética “de clase” cuyo único objetivo es la eficacia en alcanzar los fines supuestamente morales que un grupo especialmente capaz se propone realizar a cualquier precio, incluso la violencia. Los que se adscriben a esta ética se comprenden a sí mismos situados, por así decirlo, más allá de la moral convencional, y la búsqueda de la consecución de los fines que persiguen se traduce en la práctica en una lógica de poder. Se denomina ética de la responsabilidad como si alguien pudiera hacerse plenamente responsable, con buena conciencia, de actos moralmente reprobables por su especial capacidad de predecir la obtención de un estado de cosas que constituiría un bien mayor, consintiendo así su realización.
En un territorio muy cercano se encuentran las posiciones morales, habitualmente denominadas “de situación” , que afirman que sólo es posible realizar un juicio moral en el momento en el que el agente se encuentra, de hecho, temporalmente involucrado en el acontecimiento mismo, y sólo ser él mismo el que lo realice. Este modelo no permite formular afirmaciones generales ni absolutas sobre la verdad moral más que en un nivel general, abstracto, que no será más que un punto de referencia que orientará la acción concreta. En el caso mismo, el agente podrá establecer las excepciones a la regla que estime oportunas según criterios de interés particular. Los modelos de deliberación moral de las éticas procedimentales presuponen esta concepción, cuya arbitrariedad es difícil de eludir.
También constituye una separación en niveles, la moral de la llamada opción fundamental. Según ésta, en la vida moral habría que distinguir, por una parte, la opción fundamental, que se corresponde con el acto de la voluntad que está orientado al bien o al mal y los actos cotidianos o concretos, a los que sólo se les puede calificar como correctos o incorrectos en orden a su congruencia con la opción fundamental que es la única que tiene significado moral. Desde esta posición los actos deliberados podrían ser no sólo distintos, sino estar en total disociación con la opción fundamental, sin afectar esto a la responsabilidad del agente[5].
Se entiende, por otro lado, que en este contexto, cualquier intervención del Estado y en general, de cualquier persona o institución en la acción se interpreta como una violación de lo que es un ejercicio intransferible de autonomía moral absoluta.
Esto nos coloca en lo que EV denomina la postura moral más radical, que en ocasiones se propone, que es la que postula que en una sociedad pluralista, se debería reconocer a cada persona una plena autonomía para decidir disponer de su vida y de la vida de quien aún no ha nacido. En el campo de la reflexión bioética de las últimas décadas, dominadas casi completamente por la posición principialista de origen anglosajón, se percibe una evidente tendencia autonomista.
“A la autonomía se le da, de hecho, el lugar predominante a causa de la fe en el individualismo, que comparten todos los posicionamientos políticos, que consiste en dar a las personas el máximo de libertad en perjuicio de sus propias vidas y valores”[6].
Subyace detrás de esta tendencia una nueva antropología. No se trata ya de un aumento de la consideración del principio de autonomía cuando se encuentra en conflicto con otros valores relevantes, incluso los clásicamente entendidos como superiores – al menos en un principialismo jerarquizado de aceptación mayoritaria en nuestro entorno – sino del cambio de perspectiva global de las relaciones sanitarias mismas, que toman un nuevo eje de coordenadas: el referente ético principal es la autodeterminación, “ the first among equals” como traduce R. Gillon la clásica expresión latina en su reciente apología principialista.[7] Aquí vemos también cómo una determinada visión de la moral de tendencia autonomista se da de la mano con una concepción de la vida social en la que las exigencias que la ley civil traiga a los ciudadanos no pueden exceder nunca las reglas de una lógica meramente contractual.
Segunda parte: La Visión del Estado en el supuesto relativista y la línea constitucionalista de la EV
La idea de Estado moderno se nutre de estas convicciones ampliamente extendidas en la sociedad. Se entiende que la función primordial de la autoridad no es otra que garantizar el espacio lo más amplio posible a las libertades individuales, regulando exclusivamente aquellos conflictos que se produzcan cuando los individuos tengan intereses enfrentados. La sociedad es el resultado de la gestión adecuada de una multiplicidad de intereses diversos, con el fin de garantizar los espacios máximos de libertad a cada uno, o como dice MacIntyre: “la sociedad no es más que una colección de desconocidos que persiguen su interés bajo un mínimo de limitaciones”[8].
Es evidente que esta concepción se sustenta en una idea de libertad que no se ve como la capacidad del hombre de optar por el bien que, de hecho, es capaz de percibir detrás de cada acción, aquella praxis que permite al hombre alcanzar su propia plenitud, sino como una mera emancipación de todos los impedimentos que le permitan realizar su voluntad. Es una libertad de indiferencia respecto a ninguna verdad, que se pone en práctica mediante una elección sin condicionamientos. En esta línea se situaba el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero el pasado 16 de julio del 2005, cuando afirmaba, en una escuela de verano de las juventudes socialistas de Madrid: “no es la verdad la que nos hace libres, sino la libertad la que nos hace verdaderos”.
Respecto al ordenamiento jurídico, dos principios aparecen complementarios entre sí. Por un lado el presupuesto relativista, que afirma que no es posible el conocimiento de ninguna verdad común a todos los ciudadanos y por otro lado y al mismo tiempo complementario, el principio por el que la acción de los gobernantes y, concretamente la tarea legislativa que tienen encomendada, consiste sencillamente en percibir y asumir las convicciones de la mayoría, cualquiera que estas sean, para hacerlas prevalecer por medio de la ley positiva.
Las consecuencias de este planteamiento son dos:
Por un lado los ciudadanos, piden el máximo de autonomía individual en la vida social, exigiendo que se les facilite la realización de sus decisiones independientes.
Por otro lado el político, está obligado a distinguir completamente entre lo que es su propia conciencia y lo que es el ejercicio público de su cargo. Esta separación debe extenderse a todos los funcionarios y profesionales que desempeñen funciones públicas, cuyas convicciones y valores personales deben permanecer completamente en el ámbito de su vida privada y cuya función es la de satisfacer las exigencias y requerimientos del resto de la sociedad a la que sirven. Todos estos descargan su responsabilidad moral en el mero cumplimiento de la ley vigente.
Quiero volver ahora a las aportaciones que la misma personalidad realiza a este respecto, con el fin de percibir su continuidad con lo referido anteriormente: el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, el pasado 27 de marzo, en Sevilla, con motivo de los actos de inauguración del Centro Andaluz de Biología Molecular y Medicina Regenerativa (CABIMER), defendió la investigación con células madre embrionarias al tiempo que mostraba su rechazo a que “los frenos artificiales procedentes del ámbito de la conciencia personal se impongan colectivamente para impedir el progreso”
Así se extiende también una idea meramente formal de conciencia. El Concilio Vaticano II, en su Constitución Gaudium et Spes enseña que en la conciencia resuena una ley que el hombre no se da a sí mismo, que debe obedecer[9]. Esta es una llamada a abrirse a una verdad objetiva, universal, que es igual para todos. Es precisamente en esta relación con la verdad, a la que se debe, en donde la conciencia encuentra su dignidad y justificación, como mostraba Juan Pablo II en su primera encíclica “Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de nuestra época, con las mismas palabras: Conoceréis la verdad y la verdad os librará. Estas palabras encierran una exigencia y una advertencia: la exigencia de una relación honesta con la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundice en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo”[10].
Sin embargo, otra idea de conciencia se reduce a una simple condición formal de moralidad. “Según algunos moralistas, los actos de conciencia ya no serían juicios sino decisiones adoptadas con plena autonomía”[11]. La calificación moral dependería de la autocomprensión del individuo determinada siempre cultural y circunstancialmente. Así la conciencia es la subjetividad elevada a criterio último de la acción. Por lo tanto ya no se puede mantener que la conciencia sea una instancia irrenunciable[12].
El desarrollo de la legislación moderna se ha dado en paralelo a la ampliación progresiva de las libertades individuales, que en estos momentos se extiende hasta reconocer un pretendido derecho de dar muerte a los débiles y los aún no nacidos. De esta manera una legislación centrada en la libertad se acaba convirtiendo en una amenaza para los derechos humanos fundamentales.
Esta es una tendencia que repite una historia ya pasada: la constitución de Weimar, la de la primera república alemana de 11 de agosto de 1919, es un buen ejemplo de cómo una idea de libertad y tolerancia sin límites junto con una posición relativista frente a todo valor firme es la antesala de la desaparición paulatina de la libertad. La absolutización de la tolerancia hasta llegar al relativismo total relativizó también los derechos fundamentales de tal manera que el régimen nazista no encontró ningún motivo para tener que quitar estos artículos[13].
Tras las terribles experiencias de los acontecimientos que siguieron a aquellos años, hoy nos encontramos con sociedades en las que está afianzada la confianza en la democracia. Tras la Segunda Guerra Mundial casi todos los países han ido ajustando sus legislaciones a modelos de Estado más participativos, que eviten la acumulación del poder que padecieron los regímenes totalitarios y que garantice el ejercicio de las libertades individuales respetando los derechos fundamentales. Ya León XIII mostraba la importancia de la división de poderes legislativo, ejecutivo y judicial, lo cual constituía entonces una novedad en las enseñanzas de la Iglesia, en su encíclica Rerum Novarum[14]. “Éste es el principio del Estado de derecho, en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres”[15]
También es éste precisamente el gran logro de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada en el año 1948 por la inmensa mayoría de los países del mundo, que ha servido de inspiración a buena parte de sus constituciones.
Sin embargo, en las sociedades modernas, por la influencia de esta concepción de libertad y por la máxima relativista adoptada como norma de convivencia, la democracia corre el riesgo de alejarse de los valores que la fundamentan. “Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos”[16].
Estas posiciones en el plano filosófico se alían con una sociedad tecnológica de marcado espíritu eficiencista que no encuentra razones para poner límites a las acciones que puedan resultar de utilidad, según la máxima tecnológica: “lo que se puede hacer, se debe hacer.”
Para terminar con el ejemplo referido antes, protagonizado por el Presidente del Gobierno en la inauguración del CABIMER, en el que se daba el visto bueno del gobierno para la investigación con embriones humanos, con el respaldo de la entonces anunciada reforma de la ley de reproducción asistida, él terminaba diciendo: “”Nada puede ser más moral que preservar la salud, curar la enfermedad y evitar el dolor“, dando a entender que la utilidad práctica de las acciones de investigación con embriones – aunque resulte hipotética en estos momentos – hace despreciable otras consideraciones respecto a los medios empleados, o mejor dicho, hace legítima moralmente la investigación misma.
Pero en una sociedad en la que la lógica imperante es la de la eficiencia, el consenso puede ser la estrategia del dominio de los más fuertes.
Allí donde el criterio decisivo de reconocimiento de los derechos es la mayoría, allí donde el derecho a expresar la propia libertad puede prevalecer sobre el derecho de una minoría que no tiene voz, allí la fuerza se ha convertido en el criterio del derecho, el derecho de la fuerza prevalece sobre la fuerza del derecho.
“En efecto, en los mismos regímenes participativos la regulación de los intereses se produce con frecuencia en beneficio de los más fuertes, que tienen mayor capacidad para maniobrar no sólo las palancas del poder, sino incluso la formación del consenso. En una situación así, la democracia se convierte fácilmente en una palabra vacía”. “Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar. Se desencadena así una especie de « conjura contra la vida », que afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y los Estados”[17]
El modelo eficiencista centrado en la obtención de resultados de utilidad práctica no es capaz de construir una ética que consiga hacer preservar los valores fundamentales. John Rawls ya demostró como la exigencia de justicia no puede fundarse en el cálculo de las consecuencias, porque:
1º.- Las consecuencias ventajosas para la mayoría pueden ser muy perjudiciales para alguna de las minorías restantes.
2º.- Es indiferente para la lógica de la eficiencia que las ventajas obtenidas se acompañen de formas de corrupción moral.
3º.- Nunca es posible disponer de información suficiente para decidir en función de las consecuencias. Se desconocen los efectos a largo plazo de nuestras acciones.
4º.- La lógica eficiencista consiste en una inhabilitación moral de las personas normales a favor de otras que dicen saberlo todo.
5º.- El eficiencismo es inconsecuente; el consecuencialista rechaza aceptar las consecuencias de sus decisiones.
6º.- Promueve la extorsión, pues el consecuencialista siempre está preparado para cometer un homicidio si se le amenaza con que de no hacerlo se cometerán otros diez.
7º.- Para los consecuencialistas sólo existen compromisos frente a personas individuales de modo indirecto. El auténtico objeto moral sólo sería “lo mejor” tomado genéricamente.
La realidad es que ningún hombre, ni ninguna sociedad pueden vivir a la larga con ese concepto de responsabilidad sin corromperse moralmente y sin sentirse permanentemente presionado.
Estas concepciones se encuentran en oposición con las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia que muestra una idea de Estado diversa, de corte constitucionalista. Ahora nos interesa destacar especialmente la necesidad que cualquier Estado democrático tiene de fundamentar sus actuaciones y su ordenamiento jurídico en un conjunto mínimo de valores básicos que no se encuentren sujetos a la negociación por parte de los miembros de la sociedad. Toda comunidad política, para subsistir, debe reconocer al menos un mínimo de derechos objetivamente fundados, no concordados mediante convenciones sociales, sino previos a toda reglamentación política del derecho.
Si el conjunto de los ciudadanos y sus gobernantes llegan a poner en cuestión hasta los principios morales más básicos, aquellos valores sobre los que se fundamenta la sociedad, que provienen de la misma ley moral objetiva, “el mismo ordenamiento democrático se tambalearía, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y contrapuestos[18].
“Es necesario que los pueblos que están reformando sus ordenamientos den a la democracia un auténtico y sólido fundamento, mediante el reconocimiento explícito de estos derechos. Entre los principales hay que recordar: el derecho a la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre, después de haber sido concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los seres queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad. Fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto sentido, la libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona”[19].
Tercera parte: relaciones entre ley civil y ley moral
Es por ello que la encíclica Evangelium Vitae dedica varios números a recordar la doctrina tradicional sobre cuáles deben ser las relaciones entre la ley civil y la ley moral que reconozcan la existencia y garanticen la tutela de los derechos humanos esenciales y originarios, de los que el fundamental es el de la vida. “Vivimos un nuevo contexto en el que amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias”[20]. Es en este contexto donde es necesario recordar las relaciones ley civil y ley moral.
Elementos fundamentales de las relaciones entre ley civil y Ley moral
El primero de los atributos de estas relaciones es la diferencia: la ley civil y la ley moral no obedecen a la misma lógica práctica. “El cometido de la ley civil y de la ley moral es diverso y de ámbito más limitado que el de la ley moral”[21] La ley civil posee tanto una lógica ético-práctica específica, como un ámbito de aplicación diverso. El objeto formal de la ley civil es hacer posible la vida de los hombres en comunidad. Sin embargo la ley moral no es otra cosa que la luz del intelecto o de la razón práctica, que ordena los actos de cada uno de los hombres al fin de la vida humana: la felicidad. Distingue lo que es bueno o malo en las acciones humanas. Contiene los principios que orientan el obrar humano hacia el bien que perfecciona al agente, hacia la virtud moral.
La ley moral regula el obrar mirando a la bondad de los propios actos y la ley civil regula las relaciones entre los individuos mirando el bien común. Por supuesto, la bondad de los propios actos incluye el hacer el bien a los demás. Y aunque la acción civil no se propone hacer buenos a los hombres, la acción legislativa tiene una responsabilidad en promover y favorecer las condiciones en las que esto sea posible.
“Lo que se prohíbe por la ley civil es relevante en el plano moral, pero no necesariamente al contrario. Lo que es relevante y grave para la perspectiva moral, no debe ser regulado por esa sola razón por la ley civil” “La ley civil a veces deberá tolerar, en aras del orden público, lo que no puede prohibir sin ocasionar daños más graves. Sin embargo, los derechos inalienables de la persona deben ser reconocidos y respetados por parte de la sociedad civil y de la autoridad política” [22].
La función de la ley civil está en completa conexión con la tarea de garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos: “La misión de la ley civil consiste en garantizar el bien común de las personas mediante el reconocimiento y la defensa de los derechos fundamentales, la promoción de la paz y de la moralidad”[23]. Es decir: el bien común político es la medida de valoración ético-política de las leyes civiles. Ya Juan XXIII, recogiendo múltiples intervenciones magisteriales de sus antecesores ligaba absolutamente la consecución del bien común con la necesidad de garantizar los derechos fundamentales: “En la época moderna se considera realizado el bien común cuando se han salvado los derechos y los deberes de la persona humana. De ahí que los deberes fundamentales de los poderes públicos consisten sobre todo en reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover aquellos derechos, y en contribuir por consiguiente a hacer más fácil el cumplimiento de los respectivos deberes. “Tutelar el intangible campo de los derechos de la persona humana y hacer fácil el cumplimiento de sus obligaciones, tal es el deber esencial de los poderes públicos[24].
Respecto a su naturaleza limitada, la EV, añade: “En ningún ámbito de la vida la ley civil puede sustituir a la conciencia ni dictar normas que excedan la propia competencia” [25].
El segundo de los atributos es el que se refiere a la necesaria conformidad de la ley civil con la ley moral, reconocida por otro lado por la cultura jurídica que comparte la visión de la preeminencia de los derechos humanos sobre las leyes. Como dice Centessimus Annus: “existe una fundamental congruencia entre la verdad sobre la persona humana y la cultura moderna de los derechos del hombre, especialmente evidente en el principio de subordinación de la democracia al derecho, a los derechos humanos”[26].
A este respecto M. Ronheimmer afirma que “la EV no pretende poner en duda la legitimidad de los mecanismos mayoritarios democráticos. No pretende siquiera afirmar, más sencillamente, que una ley que no esté en plena consonancia con la ley moral, resulte ipso facto ilegítima. La encíclica no establece una contraposición entre democracia o cultura de los derechos del hombre de una parte y “ley moral” por otra. Declara, por el contrario, que el derecho civil, y en particular las constituciones comprensivas de los derechos fundamentales de la persona, contiene una dimensión moralmente relevante, expresión de esa verdad sobre el hombre, que al final es también medida de legitimidad para cada decisión tomada democráticamente por mayoría”.[27]
El poder del Estado está subordinado, por tanto, al reconocimiento y a la garantía de los derechos de la persona y la mediación entre exigencias morales y orden jurídico-político se realiza a través del derecho constitucional en cuanto comprensivo de los derechos fundamentales de la persona.
Esto supone que aunque las leyes justas son siempre mejorables, al menos desde una perspectiva jurídica meramente técnica, y las leyes inicuas son inicuas también en mayor o menor medida, existe siempre una distancia insalvable entre las primeras y las segundas.
Las leyes que reconocen el derecho al aborto y a la eutanasia, implican un trato desigual de las personas que componen la sociedad puesto que no reconocen el derecho original y primario de la vida a todos sus miembros de la misma manera. Es por esto que estas leyes además de ser contrarias a la ley moral, niegan la protección civil de los derechos fundamentales de las personas y en consecuencia: son leyes injustas y por tanto, carentes de valor jurídico alguno.
“Por esta razón, aquellos magistrados que no reconozcan los derechos del hombre o los atropellen, no sólo faltan ellos mismos a su deber, sino que carece de obligatoriedad lo que ellos prescriban” [28].
También podemos destacar múltiples afirmaciones en este sentido del propio Santo Tomás de Aquino, que a su vez cita a San Agustín: “La ley humana es tal en cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto, deriva de la ley eterna. En cambio, cuando una ley está en contraste con la razón, se la denomina ley inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley y se convierte más bien en un acto de violencia”[29] y añade: “Toda ley puesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva de la ley natural. Por el contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley natural, entonces no será ley sino corrupción de la ley” [30].
Si las leyes injustas se pueden clasificar en cuatro grupos [31],
1) Leyes que pretenden regular comportamientos que no son relevantes para el bien común.
2) Leyes que lesionan o privan de la necesaria tutela bienes o derechos que pertenecen al bien común (los derechos fundamentales de la persona, el orden público, la justicia, etc).
3) Leyes no promulgadas legítimamente.
4) Leyes que no distribuyen de manera equitativa y proporcional entre los ciudadanos las cargas y beneficios que se derivan de la vida en común.
Nos encontramos en este caso ante leyes injustas por la segunda razón, al menos. A estas, como a las primeras, se impone la objeción de conciencia. Esta y otras cuestiones morales son tratadas a continuación.
Cuarta parte: cuestiones morales que aparecen en estas relaciones.
Analizamos ahora algunas cuestiones de naturaleza moral que aparecen en relación con estos principios enunciados, como son:
1.- La objeción de conciencia
2.- La participación en las mal llamadas leyes imperfectas.
3.- La Colaboración con acciones malas y los actos intrínsecamente malos
Objeción de conciencia
Podemos comenzar recogiendo el testimonio de las comadronas de los hebreos, descrito en el libro del Éxodo, que se opusieron al faraón, que había ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas “no hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños”[32].
Las mujeres de Israel muestran en esta escena una valentía admirable. Inmersas en el inmenso sufrimiento de la esclavitud, velaban por cada miembro de la familia, desafiando el mandato del Faraón que había ordenado la muerte de todo recién nacido: “Entonces Faraón dio a todo su pueblo esta orden: ‘Todo niño que nazca lo echaréis al Río; pero a las niñas las dejaréis con vida’” [33].
Shifrá y Puá se resistieron y no tardaron en ser llamadas al orden, debiendo explicar su desacato:
“Llamó el rey de Egipto a las parteras y les dijo: ‘¿Por qué habéis hecho esto y dejáis con vida a los niños?’ Respondieron las parteras a Faraón: ‘Es que las hebreas no son como las egipcias, -son más robustas- , no necesitan de parteras, hacen nacer a sus críos sin ayuda, -o quizás aman la vida y por ello hacen nacer-, y antes que llegue la partera ya han dado a luz.’”[34].
Las leyes inicuas que atentan contra los derechos fundamentales establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia.
Esta objeción pertenece a la historia de la vida de la Iglesia desde siempre, especialmente en sus comienzos cuando la comunidad cristiana vivía en un contexto social que rendía devoción al césar y, por tanto, encontraba constantemente conflicto con el culto debido a Dios mismo. La experiencia de la Iglesia es que esta objeción comporta, en ocasiones, graves consecuencias para la persona que la practica, incluso cuando este ejercicio debería siempre reconocérsele como derecho fundamental. Son muchas veces las legítimas aspiraciones de progreso personal o el deseo que conservar una posición alcanzada tras el esfuerzo de muchos años los que pueden estar en juego. Sin embargo el Magisterio reafirma su enseñanza: En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, “ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto”[35].
A este respecto, ofrece mucha luz la célebre sentencia de Séneca que recoge admirablemente la lógica de una moral que antes de nada se niega a realizar actos deshonestos: “siempre es peor para la persona cometer una injusticia que padecerla”.
Esta acción puede ser mal interpretada como una desobediencia a la autoridad legítimamente constituida, y ésa suele ser la tentación de los gobernantes. Sin embargo, hay que destacar que la persona que realiza la objeción de conciencia cuando se encuentra en una situación en la que percibe la posibilidad de la negación de algún valor fundamental, no lo hace como mera expresión de su criterio particular, sino en el convencimiento de que la vulneración de este principio es algo que ni él ni nadie nunca debería realizar: su actitud se sale de la esfera de lo privado; su acto tiene una dimensión pública. El objetor cree que existe una verdad superior, que todos deberían reconocer.
La objeción de conciencia, posee además una eficacia específica en un contexto en el que la “conjura contra la vida” [36] se manifiesta precisamente gracias a la complicidad de todos los agentes que median en las acciones contra ella. El objetor, con su resistencia a participar en esa cadena de acciones, denuncia su maldad, al tiempo que impide que éstas se sucedan impunemente.
Las mal llamadas leyes imperfectas
Este apartado de la Evangelium Vitae ha despertado un gran debate, al ser inadecuadamente entendido por muchos autores como una abusiva utilización del principio del mal menor. En algunos países, como Polonia, donde la cultura social contra el aborto ha tenido una vigencia suficiente como para no permitir su despenalización, no se termina de comprender adecuadamente el contexto que se está describiendo en estos casos.
Nos situamos en una situación determinada: un parlamentario se encuentra ante la votación de propuestas legislativas que limitarán los daños de una ley abortista en vigor, de manera que al ofrecer su apoyo, su propósito es limitar los efectos negativos que esa ley está produciendo.
Como puede observarse, la acción del parlamentario no precisa de la elección de ningún mal moral, sino que consiste en optar por eliminar todos los efectos negativos que se pueda, de una ley injusta que está ya vigente y que no es posible derogar. Entre las acciones que baraja el parlamentario no hay ningún mal por el que optar. En este caso, tanto el mal mayor como el menor lo causan otros, cuya acción no puede ser totalmente impedida por el parlamentario.
Todo esto no puede equiparse al principio del mal menor: ante males evitables, hay que elegir el menor de ellos.
A este respecto, se percibe una tendencia ascendente en la pretensión de justificar multitud de actos aplicando el principio del mal menor. Pero la utilización de este principio es sólo posible en circunstancias de excepción y en un contexto que presuponga la exigencia de una verdad moral objetiva.
“Este principio sólo es aplicable en el contexto de una ética que afirma que la diferencia entre mal moral y todos los demás males no es cuantitativa sino esencial. El mal moral es el peor de los males. No se trata de los males que se pueden incurrir por la elección sino de la elección en sí misma”[37]. En una elección mala, la persona se hace mala a sí misma, según una moral de primera persona que podemos ver recogida admirablemente en la célebre sentencia de San Gregorio de Nisa: “mediante nuestras acciones, nos convertimos en cierto modo en nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y con nuestra elección dándonos forma como queremos”. En el supuesto consecuencialista, que decide según la ponderación de los bienes y los males esperables de nuestros actos, este principio corre el riesgo de aplicarse a todos los casos, puesto que uno puede siempre ver como mal menor una elección que, obviamente, se elige no por ser un mal sino porque se estima en algún sentido como un bien, al menos por el agente, a pesar de su maldad.
San Anselmo definía el principio del mal menor como “la elección de una conciencia perpleja ante una situación que no presenta ningún resplandor de bien”. Evidentemente la posibilidad de elegir un bien elimina la opción de aplicar el principio del mal menor.
San Alfonso María de Ligorio lo resume así: “conciencia perpleja es aquella de quien, ante dos preceptos establecidos, cree pecar si elige una cosa u otra… Si puede suspender el obrar, está obligado a diferirlo, mientras consulta a los competentes. Si no puede suspenderlo, está obligado a elegir el mal menor, evitando transgredir más bien el derecho natural que el humano o el positivo divino. Si no le es posible discernir cuál sea el mal menor, haga lo que haga no peca, porque en este caso falta la libertad requerida para que haya pecado formal”[38].
Cooperación en acciones malas
Es necesario recordar ahora los principios generales sobre la cooperación en acciones moralmente malas.
En primer lugar partimos de la afirmación de que nunca es lícito desde el punto de vista moral, cooperar formalmente al mal:
A este respecto la doctrina permanente que afirma la existencia de actos intrínsecamente malos, incluso con independencia de las intenciones que se persigan, es reafirmada nuevamente en la encíclica Veritatis Splendor. El elemento fundamental para la moralidad de un acto es su objeto. Y existen objetos de la acción que son intrínsecamente no ordenables al fin del hombre mismo y su plenitud.
El mismo concilio Vaticano II, en el marco del respeto debido a la persona humana, ofrece una amplia ejemplificación de tales actos: “Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador”[39].
En esta línea se sitúa el fallo del Tribunal Supremo Federal que, en el año 1952, revocó la resolución absolutoria de la primera instancia judicial. Se juzgaba en aquella ocasión los actos que realizaron dos médicos durante el año 1941, que tomaron parte en la campaña gubernamental de eutanasia masiva para enfermos mentales. Durante el juicio los abogados defensores demostraron, de hecho, que si los médicos había colaborado, a sabiendas, en la elaboración de las listas de los pacientes que serían ejecutados, fue porque de esa manera consiguieron salvar a muchos de ellos. El fallo del Tribunal Supremo se expresaba de la siguiente manera: “Cuando están en juego vidas humanas, sostener la oportunidad de aplicar el principio del mal menor en atención a valores efectivos razonables, así como intentar hacer depender la legitimidad jurídica de la acción del resultado global de la misma desde una perspectiva social, se opone a la cultura que mantiene la enseñanza moral cristiana acerca del ser humano y su índole personal”.
Estos médicos fueron condenados, precisamente, por obedecer escrupulosamente las leyes vigentes y las órdenes de sus superiores, en el conocimiento de que de sus actos se seguían prácticas inhumanas e incluso la muerte de las personas. En definitiva, el motivo principal de la condena fue no haber practicado la objeción de conciencia, cuando ésta debía haber sido ejercida obligatoriamente.
Esto es justamente lo que en la actualidad suele describirse como fundamentalismo ético. El fundamentalista ético es quien piensa que hay algo a lo que no está dispuesto, aunque esté en juego el más noble de los fines.
Pero en verdad existen imperativos incondicionales de omisión, es decir la omisión de una acción que es obligación absoluta.
“Ese hombre es capaz de todo” es una buena tarjeta de presentación en los regímenes totalitarios y en las bandas mafiosas. Para las personas normales en una advertencia: de esta persona no te puedes fiar.[40]
Nos correspondía recordar los principios generales sobre la cooperación con acciones moralmente malas. Se entiende que esta cooperación se produce cuando “la acción realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en un contexto concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra la vida humana inocente o como participación en la intención inmoral del agente principal”[41].
Cuando estas condiciones se han dado, nunca es lícito participar en los actos intrínsecamente deshonestos.
Quinta parte: La defensa de la vida.
Se puede afirmar aquí que, incluso en la lógica utilitarista hobbesiana, no es posible escabullirse de la defensa de la vida, que constituye, de hecho, el núcleo del pacto social. No olvidemos que si el ciudadano renuncia a defenderse por la vía de la fuerza y delega en el Estado su utilización, es precisamente con el fin de que éste garantice la supervivencia a todos los miembros de la sociedad. Por eso podemos decir también que es justamente en este punto donde se encuentra el núcleo de la relación entre ley civil y ley moral. Su destrucción conlleva irremediablemente la destrucción del Estado de derecho mismo.
En otro orden de cosas es evidente que la crisis de la moral católica está lamentablemente en relación con el extrinsecismo, de marcada matriz protestante con el que se ha mostrado la moral frecuentemente en las últimas décadas, en el convencimiento de que los actos humanos son irrelevantes en orden a la salvación de la persona. Esta idea pone en tela de juicio la actualidad y validez misma de los mandamientos divinos haciéndolos meras recomendaciones o consejos a tener en cuenta.
Sin embargo la ley de Dios establece un mínimo debajo del cual no es posible caminar por el camino de la verdad y al mismo tiempo es un punto de partida para la verdadera libertad.
“La primera libertad es no tener delitos… como homicidio, adulterio, alguna inmundicia de fornicación, hurto, fraude, sacrilegio y otros parecidos. Cuando el hombre empieza a no tener tales delitos (el cristiano no debe tenerlos), comienza a levantar la cabeza hacia la libertad; pero ésta es una libertad incoada, no es perfecta”[42].
El respeto al mandato divino “no matarás” sienta las bases del anuncio del Evangelio de la Vida. La verdad y la belleza que este Evangelio trae superan con mucho los mínimos que nunca deben ser rebasados, pero al mismo tiempo encuentra en ellos su punto de partida.
“El Creador ha confiado la vida del hombre a su cuidado responsable, no para que disponga de ella de modo arbitrario, sino para que la custodie con sabiduría y la administre con amorosa fidelidad. El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida del otro”[43], pero este camino lo recorreremos en otro momento.
[1] Cfr. Evangelium Vitae, 68
[2] Rhonheimmer M. Ética de la Procreación. Ed Rialp, Madrid, 2004
[3] Cfr. Melina L, Noriega J, Pérez Soba JJ. “Proemio: Tesis y cuestiones acerca del estatuto de la teología moral fundamental”. La plenitud del obrar cristiano: dinámica de la acción y perspectiva teológica de la moral. Ed Palabra, Madrid, 2001, pp 18
[4] Veritatis Splendor, 75
[5] Cfr. Veritatis Splendor, 65
[6] Callahan D. “Principialismo y comunitarismo” J Med Ethics 2003;29:287-9
[7] Guillon R. “Ethics needs principles- tour can encompass the rest-and respect for autonomy should be “first amorg equals”” J Med Ethics 2003;29:307-312
[8] MacIntyre A. Tras la virtud. Ed. Crítica, Barcelona 2001, p 308
[9] Cfr. Gaudium et Spes, 16
[10] Redemptor Hominis, 12.3
[11] Veritatis Splendor, 55
[12] Cfr. Ratzinger J. La fe como camino. Ed. Internacionales Universitarias, Madrid, 1997
[13] Este ejemplo está tomado de la cita previa, donde se utiliza precisamente como explicación del concepto aquí tratado.
[18] Cfr. Centessimus Annus, 44
[19] Cfr. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1988: l. c., 1572-1580; Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1991: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 21 diciembre 1990; Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa 1-2
[20] Evangelium Vitae, 4
[21] Evangelium Vitae, 71
[22] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), III; AAS 80 (1988), 98
[23] Cfr. Dignitatis humanae, 7