Una vez más se vuelve a utilizar el deseo de un enfermo para defender la eutanasia. El caso de Inmaculada Echevarría, ingresada en un hospital de Granada con distrofia muscular progresiva y conectada a un respirador, ha vuelto a poner la eutanasia en el primer plano de la actualidad. …
Una vez más se vuelve a utilizar el deseo de un enfermo para defender la eutanasia. El caso de Inmaculada Echevarría, ingresada en un hospital de Granada con distrofia muscular progresiva y conectada a un respirador, ha vuelto a poner la eutanasia en el primer plano de la actualidad. Y desde mi punto de vista no creo que sea justo que quienes lo hacen intenten confundirnos con términos tan sutiles y estratégicamente empleados. La solicitud de Inmaculada, no se confundan, consiste en rechazar un tratamiento que está contemplado en la ley de autonomía del paciente, a lo que ella tiene derecho y nosotros, los profesionales sanitarios, tenemos el deber de respetar. La enferma, en este caso, tiene el derecho a que la medicina limite el esfuerzo terapéutico con ella. No está solicitando la eutanasia.
Si continúan leyendo este artículo intentaré explicar lo que significa ‘limitar el esfuerzo terapéutico’, que es lo que Inmaculada Echevarría solicita de nosotros.
La tecnología médica es capaz de intervenir cada vez con mayor potencia y agresividad en los procesos de salud y enfermedad de las personas. Esta capacidad, que en principio es deseable, tiene también sus inconvenientes. Pues bien, se entiende por la Limitación del Esfuerzo Terapéutico (LET) la decisión de restringir o cancelar algún tipo de medidas cuando se percibe una desproporción entre los fines y los medios del tratamiento, con el objetivo de no caer en la obstinación terapéutica. Es verdad que esta limitación del esfuerzo terapéutico y las decisiones clínicas sobre el mantenimiento de las de soporte vital suelen ser la vía terminal común en la que concluyen los debates en torno al final de la vida.
En nuestro país se puede morir mal por falta de cuidados paliativos, pero también hay enfermos que mueren mal por exceso de tecnologías médicas. Son muchos los pacientes en fase terminal que todavía mueren con el suero puesto y esperando una analítica, o intubados en un servicio de urgencias. En ocasiones nos obstinamos terapéuticamente cuando aplicamos tratamientos fútiles que no sólo no aportan ningún beneficio, sino que además pueden añadir sufrimiento al enfermo.
Desde la deontología médica se nos orienta a los profesionales para que nuestra actuación con el enfermo en fase terminal sea adecuada desde el punto de vista ético. Así, el Código de Ética y Deontología Médica del Consejo de Médicos hace referencia, aunque de un modo indirecto, a la limitación del esfuerzo terapéutico en su artículo 27.2 cuando dice: «El médico no deberá emprender o continuar acciones diagnósticas o terapéuticas sin esperanza, inútiles u obstinadas. Ha de tener en cuenta la voluntad explícita del paciente a rechazar el tratamiento para prolongar su vida y a morir con dignidad». Uno de los puntos de la Declaración sobre enfermedad terminal adoptada por la 35ª Asamblea Médica Mundial, en Venecia, en octubre de 1983 dice que «el médico se abstendrá de emplear cualquier medio extraordinario que no reportara beneficio alguno al paciente. En caso de enfermedad incurable y terminal, el médico debe limitarse a aliviar los dolores físicos y morales del paciente, manteniendo en todo lo posible la calidad de una vida que se agota y evitando emprender o continuar acciones terapéuticas sin esperanzas, inútiles u obstinadas».
Un acto médico puede ser útil en determinadas ocasiones, pero fútil (no útil) en muchas otras. Un tratamiento no es obligatorio cuando no ofrece beneficio para el enfermo o es fútil. No obstante, es conveniente que los médicos tengamos en cuenta que el uso de un procedimiento puede ser inapropiado en las siguientes circunstancias: a) Si es innecesario, es decir, cuando el objetivo deseado se pueda obtener con medios más sencillos. b) Si es inútil porque el paciente está en una situación demasiado avanzada para responder al tratamiento. c) Si es inseguro porque sus complicaciones sobrepasan el posible beneficio. d) Si es inclemente porque la calidad de vida ofrecida no es lo suficientemente buena para justificar la intervención. e) Si es insensato porque consume recursos de otras actividades que podrían ser más beneficiosas.
‘Parar’ sería quitar tratamientos y ‘no empezar’ sería no ponerlos. El médico nunca tiene la obligación de continuar un tratamiento cuando éste se ha comprobado que es inefectivo. Muchas veces sólo después de iniciarlo se comprueba su ineficacia. Es entonces cuando se contempla la posibilidad de detener el mecanismo de la maquinaria biomédica una vez que se ha puesto en marcha y se entiende que no es beneficiosa para el enfermo. La decisión de comenzar o terminar un tratamiento debe basarse en los derechos y bienestar del enfermo, y en el balance de beneficios y cargas que supone. Hay omisiones como la supresión de tratamientos que han dejado de estar indicados y que no estamos obligados a realizar por futilidad y contraindicación, aunque la consecuencia indirecta sea la muerte del enfermo. Es preciso que tengamos en cuenta que cuando, en estos casos, suspendemos un tratamiento es la propia enfermedad la causante principal del fallecimiento, no nuestra práctica médica.
Limitar el esfuerzo terapéutico no es ninguna forma de eutanasia sino una buena práctica médica, aunque sabemos que es más fácil poner que quitar. Es verdad que los avances técnicos de la Medicina ponen a nuestra disposición muchas posibilidades que no debemos emplear de manera arbitraria, sino valorando cuidadosamente si van a beneficiar o no al enfermo. La buena práctica médica significa aplicar medidas terapéuticas proporcionadas, evitando tanto la obstinación terapéutica como el abandono, por un lado, o como el alargamiento innecesario y el acortamiento deliberado de la vida, por otro.
Los médicos tratamos de prevenir enfermedades que puedan llevar a una muerte prematura, luchamos para que el enfermo no muera cuando la muerte es evitable porque su dolencia puede ser curada, y cuando el mal que padece es irreversible, incurable, progresiva y terminal, le procuraremos cuidados de calidad. Nuestra ayuda no deberá precipitar la muerte con la eutanasia, ni prolongar su agonía con la obstinación terapéutica, sino que le apoyará en todo lo que necesite con una actitud paliativa mientras llega su muerte, para procurarle que muera con la dignidad deseada. Ojalá la sociedad sepa entenderlo y no se deje engañar por falsos atajos.
Publicado en El Correo, 07.03.2007