En un artículo publicado el pasado mes de septiembre en la revista Elsevier, unos sociólogos estadounidenses realizaban un estudio pormenorizado de los efectos del fallecimiento de un familiar en el rendimiento académico de jóvenes y adolescentes.
En general, las conclusiones se resumen en que el duelo por un ser querido, ya sea progenitor o hermano, a temprana edad impacta negativamente en el rendimiento académico de los alumnos. Únicamente el 20% de los niños en duelo lograron obtener un título universitario (en comparación con el 32% de los niños sin muertes en el seno familiar), lo que demuestra una correlación directa entre la muerte de un familiar y unos resultados académicos más pobres.
En concreto, el estudio ha recopilado los datos estadísticos de 15000 niños y jóvenes de entre 0 y 23 años que sufrieron la muerte de un familiar próximo en los años noventa. Las franjas de edades se dividieron en 5 grupos: de 0 a 4 años, de 5 a 9 años, de 10 a 13, de 14 a 18 años y de 19 a 23 años, siendo los más perjudicados los de edades comprendidas entre 5 y 9 y entre 14 y 18 años.
Al analizar los efectos del duelo en estos grupos edad, es importante tener en cuenta factores como:
- La edad.
- Emocionales.
- Psicológicos.
- Económicos
- E incluso raciales.
No en vano, el artículo destaca que la población afroamericana y de nativos americanos es la más afectada por la muerte temprana de un progenitor dada la menor esperanza de vida de dichas comunidades por diversos factores:
- Mayores índices de enfermedades crónicas.
- Acceso limitado a la sanidad.
- Diferencias socioeconómicas.
En ambas poblaciones, la incidencia de muerte prematura es de un 24 % (afroamericanos) y un 30% (nativos americanos), respectivamente, en comparación con el 14% del resto de participantes.
El fallecimiento de un ser querido tiene un profundo impacto emocional en todos los miembros de una familia, cuya vida dará un giro radical desde ese momento. Sin embargo, el artículo acierta a enumerar las consecuencias estadísticamente tangibles de un hecho tan desolador, como aparentemente intangible e inconmensurable.
El estrecho vínculo entre fracaso escolar y duelo es más que evidente, teniendo en cuenta además que la pérdida física y emocional, viene acompañada de una pérdida económica si el familiar fallecido era el sostén del hogar, como ocurre en muchas ocasiones. En ese momento, algunos niños y adolescentes asumen cargas domésticas demasiado pesadas (cuidado de hermanos menores, hacer la comida, comprar, etc.) y no acordes a su edad, que condiciona su futuro no solo académico, sino personal.
Asimismo, el artículo también recalca la existencia de factores que ahondan más si cabe en la gravedad del duelo, tales como:
- El vínculo existente con el familiar (progenitor/abuelos/hermanos).
- La edad.
- Y el tipo de muerte, es decir, si se trata de una muerte natural, o bien, de una muerte violenta.
- El caso del suicidio sería un claro ejemplo de muerte violenta que abre un debate profundo al que la filosofía todavía no ha podido dar respuesta.
Sin embargo, la gravedad de ese tipo de duelos es innegable y su profundo impacto en las familias todavía sigue sin disponer de los recursos éticos, psicológicos y emocionales para enfrentarlo. Según el estudio realizado, los jóvenes entrevistados también refirieron síntomas físicos del duelo, tales como, insomnio, ansiedad y falta de atención. Todo ello, son efectos reales del período de duelo que redundan en un peor desempeño académico.
Por ello, el acompañamiento psicológico de estos niños y jóvenes resulta esencial para poder transitar el duelo sin prisa, pero sin pausa. De lo contrario, las consecuencias no serán solo educativas, sino psicológicas, dejando heridas emocionales profundas provocadas por duelos cronificados y depresiones incapacitantes no solo a nivel académico, sino vital.
El estudio demuestra que los determinantes sociales de la salud (DDS) entendidos por la Organización Mundial de la Salud como “las circunstancias en que las personas nacen crecen, trabajan, viven y envejecen, incluido el conjunto más amplio de fuerzas y sistemas que influyen sobre las condiciones de la vida cotidiana” también se extienden al duelo en edad temprana.
No en vano, la falta de estudios universitarios derivada es un modo más de precarizar vidas ya de por sí precarias desde su inicio.
La pandemia del COVID-19 también puso de manifiesto la distribución desigual de los DDS entre las diferentes poblaciones que coexisten en Estados Unidos.
Las comunidades afroamericanos, hispanas y de nativos americanos tuvieron tasas de muerte mucho más elevadas que la población blanca.
Este hecho se puso de manifiesto no solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo, porque como apuntaba con acierto el filósofo Byung-Chul Han, la pandemia ha hecho visibles aún más las distancias físicas, económicas y sociales a nivel global.
La necesidad de muchos trabajadores de acudir físicamente a sus lugares de trabajo generó una elevada incidencia de mortalidad en determinados colectivos. Por otra parte, la dependencia del mundo digital y sus apéndices (móviles, ordenadores) ha acrecentado la brecha no solo social y económica, sino física, ya que como dice Han, “tocamos más el móvil que a las personas”, y destruye las relaciones humanas.
La educación es un modo de poner en marcha el denominado “ascensor social”, la meritocracia, que favorece el paso de una vida precaria a un escenario con mayores posibilidades. El acceso a estudios universitarios está íntimamente relacionado con una mejor salud y una mayor esperanza de vida. La trágica irrupción de la muerte en el seno de una familia conlleva un grave perjuicio físico y psicológico a los jóvenes dolientes que deben afrontar una vida todavía en proyecto sin herramientas que les ayuden a completarla.
La bioética debe ser precisamente esa herramienta ética que ayude a poner en práctica con éxito protocolos de actuación en centros educativos (colegios, institutos y universidades) para ofrecer modos de sobrellevar los efectos del duelo. Así lo señala acertadamente el artículo de Elsevier que propone diversas medidas:
- Ofrecer períodos de descanso en el curso para sobrellevar el duelo.
- Ayudar económicamente con el pago de matrículas y tasas universitarias.
- Proporcionar ayuda psicológica gratuita para elaborar el duelo.
- Entre otros.
Si tal como decía Ortega el ser humano despliega un proyecto vital que consiste en escribir la novela de su vida, es necesario dotar de recursos concretos a los grupos más vulnerables que todavía no han podido escribir ni una línea de ese libro vital. La clave está en analizar el concepto de vulnerabilidad antropológica y social del ser humano, cuya raíz etimológica proviene del griego vulnus, que significa herida.
Las heridas pueden tener diversas ramificaciones, tanto sociales como físicas. Por este motivo, la vulnerabilidad es un concepto bioético ampliamente analizado por diversos autores que lo definen como:
- La falta de empoderamiento para contar con los elementos esenciales para vivir sea por pobreza, incapacidad de subsistir, subyugación, enfermedad o la falta de capacidades para emprender el camino de la integración social y la realización de un proyecto de vida según Miguel Kottow.
- O como vulnerabilidad en capas, es decir, diferentes capas se superponen y algunas de ellas están relacionadas con las circunstancias sociales según Florencia Luna.
El duelo en la infancia y la adolescencia aúna ambas definiciones, porque supone una falta clara de empoderamiento, así como una capa adicional de vulnerabilidad sobrevenida por una circunstancia familiar. El duelo puede convertirse en una herida no solo crónica, sino incapacitante en el desarrollo académico de los estudiantes que no dispongan del apoyo necesario.
No se trata de concretar ese apoyo en ayudas artificiales en forma de chatbots para recrear la existencia del ser querido o de crear cementerios virtuales y cuentas conmemorativas en las redes sociales, sino de habilitar una “ayuda humana” constituida por virtudes tan esenciales como la solidaridad, la justicia y la empatía. El respeto a la tristeza de las personas, el acompañamiento en los rituales y la escucha activa son elementos esenciales para paliar los efectos del duelo y no añadir más capas de vulnerabilidad al doliente.
De ese modo, será posible alcanzar una justicia distributiva, en la que los determinantes sociales de la salud no se concentren en las poblaciones más vulnerables que padecen los efectos de la bioprecariedad no solo por falta de medicamentos y productos patentados demasiado caros, sino por la imposibilidad económica de acceder a consejo psicológico y a la educación.
Solo desde la ética en general, y la bioética en particular, es posible ofrecer respuestas a situaciones de extrema vulnerabilidad que son vitalmente injustas, y que pueden exacerbar las desigualdades existentes en la sociedad actual más preocupada por cuestiones de género, supuestos problemas de transfobia y los objetivos transhumanistas para crear una humanidad poshumana más perfecta y mejorada, que por los efectos reales del duelo en la infancia y la adolescencia.
Tal como decía Aristóteles, “la razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal social (politikón ho ántropos zôon) es evidente: la naturaleza no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra”.
Es la palabra precisamente la única que puede sanar el dolor y el sufrimiento de las personas que están transitando el duelo. Artículos como el de Elsevier llaman la atención sobre temas bioéticos de primer orden: la muerte, el duelo, la vulnerabilidad, el sufrimiento, la soledad y todos los problemas reales y tangibles asociados.
Diego Gracia afirmaba que la voz es signo de dolor y de placer, es el modo que tenemos de expresar esas emociones y de manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto. Solo desde la expresión, es posible incidir en la existencia de problemas que, en ocasiones, se viven de manera oculta y silenciada en la soledad del doliente.
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