Muerte a petición: ¿caridad o crimen? (Dr. Hans Thomas)

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keywords: utilitarismo, muerte a petición, sacralidad de la vida, vida humana, valor vida, derechos humanos, especí­eí­smo, derecho al suicidio, muerte digna, Reflexiones sobre la filosofí­a de Anselm Winfried Mí¼ller*       El paciente Schmitz morirá si no se le trasplanta un corazón nuevo, lo mismo que el paciente Meyer, que necesita …


keywords: utilitarismo, muerte a petición, sacralidad de la vida, vida humana, valor vida, derechos humanos, especí­eí­smo, derecho al suicidio, muerte digna,


 

 

Reflexiones sobre la filosofí­a de Anselm Winfried Mí¼ller*

   

 

El paciente Schmitz morirá si no se le trasplanta un corazón nuevo, lo mismo que el paciente Meyer, que necesita un nuevo pulmón para sobrevivir. Sin embargo, los trasplantes necesarios todaví­a no están al alcance, a no ser que se mate al Sr. Mí¼ller, una persona sana. En todo caso, se salvarí­an dos vidas. Dos vidas contra una: un cálculo claro al servicio de la vida. John Harris, que ha introducido el caso en la discusión filosófica [1] , arguye que, al fin y al cabo, al Sr. Mí¼ller simplemente no se le puede ir a buscar por la calle, y que la elección de la ví­ctima exigirí­a, desde luego, un procedimiento imparcial y equitativo. Lo que Harris propone ha entrado en la discusión especializada bajo el nombre de “loterí­a de la supervivencia”. Sin duda alguna ““opina”“ merecerí­a todo nuestro respeto la moral de la sociedad que así­ se comportara.

La loterí­a de la supervivencia de John Harris se cuenta entre los frutos más recientes de la bioética utilitarista. La gente que solamente cuenta con su sentido común tendrí­a por absurda esta idea. Y ello lo puede comprobar el lector preguntando en su entorno. Sin embargo, en los cí­rculos especializados de la bioética, como poco el asunto resulta discutible. De otra manera no se comprende que el cálculo de John Harris sobre la vida y los valores vitales sea tan fervorosamente atendido por la literatura especializada. En todo caso, ya nos hemos acostumbrado desde hace tiempo a cálculos de este tipo, como ocurre con los arreglos legales acerca de la protección o supresión de la vida de los no nacidos. John Harris únicamente se aferra a ese principio y lo desarrolla.

Otro ejemplo: la “muerte a petición”. El sano juicio también aquí­ se resiste, por principio, a la mera insinuación de matar a alguien sólo porque el interesado lo pida. Pero, ¿acaso no es un individuo “autónomo” y con libre voluntad quien en último término sabe mejor que nadie lo que es bueno para él? Y ¿qué derecho tengo yo a impedir lo que sea bueno según su criterio?

Planteada así­ la cuestión, de un modo tan abstracto e intelectual como ambiguo, el sentido común se encuentra de pronto falto de argumentos. Objetará en seguida que no se puede matar a una persona inocente porque la vida humana es sagrada. -Mas ¿cómo sagrada?, le responderán: ¿Puede explicar esto?

John Harris ““y con él muchos otros como Peter Singer, Georg Meggle y Norbert Hoerster, que son los más conocidos en nuestro entorno”“ afirman que la vida humana no es en modo alguno sagrada, y piensan que ellos sí­ pueden fundamentar lo que dicen. La tesis de la sacralidad o de la indisponibilidad fundamental de la vida humana ““afirman”“ constituye únicamente un prejuicio carente de sentido crí­tico. La pretensión de salvaguardar la vida humana presupone que ésta posee facultades que justifican tal pretensión. En relación a qué facultades sean las que justifiquen dicha pretensión todaví­a se discute. Carecen, por ejemplo, de la condición necesaria para exigir algo similar al derecho a la vida quienes no disponen todaví­a de la autoconciencia, o los que han dejado de disponer de ella, o bien quienes carecen de la conciencia temporal, de modo que les falta interés por seguir viviendo, o quienes ya no pueden continuar teniéndola por esa razón, o incluso quienes la han perdido definitivamente. Puede ser que, a pesar de ello, todaví­a no se les pueda eliminar si, por ejemplo, matarles pudiera chocar con los intereses de las personas que aprecian al afectado o sencillamente si esto va en contra del interés público. Así­, la posibilidad de que llegue a permitirse la eliminación de los recién nacidos, que no disponen de las mencionadas condiciones para titular el derecho a la propia vida, podrí­a conducir a una situación de considerable inseguridad social. Tales juegos filosóficos de pacotilla terminan por “ilustrarnos” que matar no es, por principio, éticamente rechazable, especialmente al comienzo y al final de la vida, esto es, cuando se trata de no nacidos, pero también de recién nacidos y de dementes, personas en coma irreversible, enfermos terminales o que sufren mucho, tanto más si son ellos mismos quienes lo piden.

Entre los profesores que aducen semejantes argumentos, un grupo no fue invitado a un simposio filosófico-cientí­fico sobre í‰tica aplicada organizado por la Sociedad austrí­aca Ludwig Wittgenstein en 1998. Ello ocasionó una protesta pública por parte de la Asociación de Filosofí­a Analí­tica (GAP). En abril de 1998, seis profesores alemanes, en nombre de dicha Asociación, se dirigieron al presidente de la citada Sociedad austrí­aca en carta abierta, oponiéndose a cualquier restricción de la libertad cientí­fica, y rechazando tal “exclusión sistemática de todo un grupo de cientí­ficos”, a la vez que le imputaban “un acto de sumisión a los enemigos de la libertad cientí­fica”.

A ello respondió el presidente de la Sociedad Wittgenstein, el 13 de mayo de 1998, que no tení­a dichos argumentos como dignos de consideración. Con la protesta por el “acto de sumisión ante lo enemigos de la libertad cientí­fica” parece que la GAP sólo pretendí­a intimidar a la Sociedad Wittgenstein por el escándalo que protagonizaron las diferentes escenificaciones de Peter Singer en varias ocasiones, así­ como con motivo de las acciones de protesta de las asociaciones de inválidos (cuyo derecho de protesta, entonces, tampoco debiera rechazarse sin examen previo).

Los argumentos en la disputa entre ambas sociedades filosóficas no han sido dados a conocer; al menos no se vislumbran claramente en la correspondencia mantenida entre ellas. No obstante, el filósofo de Treveris Anselm Winfried Mí¼ller presenta en un libro suyo una adecuada argumentación que apoya a la Sociedad Wittgenstein, apelando a la responsabilidad que debe mantenerse frente a la cultura filosófica a cuya luz posiblemente se pone de manifiesto incluso de forma ingenua la protesta de la GAP. Este libro apareció poco antes de comenzar la citada discusión bajo el tí­tulo Muerte a petición: ¿Obra de caridad o crimen? [2] . Ahí­ Mí¼ller repasa y argumenta con todo detalle las cuestiones que hoy se debaten en el campo de la í‰tica aplicada en torno al comienzo y el final de la vida humana. Ya en la introducción se plantea el problema de si debe discutirse desde el punto de vista ético-filosófico algo tan evidente como la prohibición incondicional de dar muerte a alguien, así­ como si no serí­a mejor y más responsable ““incluso respecto a la cultura filosófica”“ considerar esa acción como algo tabú. ¿Acaso no es una parte evidente y sobreentendida de la cultura la prohibición fundamental de matar, algo que ni precisa ni soporta discusión? Mí¼ller se remite al significado de lo que es evidente por sí­ mismo en toda discusión que, como tal, sólo encuentra su marco preciso cuando puede recurrir a esos principios que, por evidentes, resultan indiscutibles. “Quien, en el transcurso del debate, pone en cuestión el rechazo absoluto al ‘permiso de matar’, está sacando del suelo las raí­ces de nuestra orientación moral, para verificar que están sanas” (p. 13).

El planteamiento de Mí¼ller sitúa la discusión entre las dos sociedades filosóficas en su auténtica dimensión, y de ahí­ que los miembros de la GAP que protestaban hayan de preguntarse si con su acrí­tica alabanza a la libertad cientí­fica acaso no están haciendo el papel de ingenuos jardineros. Romper el tabú ““la postura de la GAP”“ o no romperlo ““posición de la Sociedad Wittgenstein”“ constituye en sí­ mismo una cuestión verdaderamente ética. Y discutir una evidencia como la prohibición categórica de matar a los inocentes exige como poco tomar seriamente en consideración la postura contraria, e interesarse por sus reales o supuestos fundamentos. Es decir, habrí­a que calibrar la posibilidad de que, llegado el caso, se admita dar muerte a no nacidos, a ya nacidos, dementes, comatosos y terminales”¦ Con la obligada consecuencia de tener que acostumbrarnos en el futuro a considerar las cosas de este modo.

Sin duda la ruptura del tabú se consumó ya hace tiempo. Las discusiones académicas siguen su curso, ya se trate de la investigación con embriones, del aborto, de la eutanasia temprana, de la muerte a petición, o incluso de la eutanasia involuntaria e inconsciente. No sólo se discute en la torre de marfil de la pura especulación sino que, poco a poco y tema por tema, las comisiones de ética aspiran a ser los órganos de decisión y control, tanto de los proyectos de investigación biomédica como de las actividades clí­nicas.

Sin embargo, con la ruptura consumada del tabú se produce una nueva situación. Según Mí¼ller, cabe incorporarse a la discusión y no permitir que los demás puedan hacerse con ella. De ahí­ que no se limite a la defensa de dicho tabú; le habrí­an bastado veinte páginas para ello, pero él escribe un libro de doscientas. A la vista de tal abundancia de detalles, a veces se puede perder el hilo conductor que, sin embargo, permanece inalterado en apoyo de ese tabú: el valor incondicional de la vida humana. Anselm Winfried Mí¼ller aborda la cuestión de por qué el individuo mencionado al principio, hombre prudente y bienpensante para quien ““apoyado en su sentido común”“ dar muerte a un inocente siempre es rechazable, se encuentra no obstante en apuros para fundamentar argumentalmente por qué la vida humana es “sagrada” y, por tanto, resulta indisponible. Mas este aprieto retórico que el citado individuo bienpensante vive como una debilidad, la argumentación de Mí¼ller lo convierte en una auténtica fuerza contra la relativización de la prohibición de matar, ya que el interés por una justificación ““prosigue Mí¼ller”“ no constituye más que una artimaña intelectual que atrae a nuestro hombre a una trampa. La “sacralidad” o, más concretamente, el valor incondicional de la vida humana no es argumentable, ya que tal valor incondicional constituye, por el contrario, el fundamento de toda valoración ética y la medida de su rectitud. Quien niegue esa indisponibilidad, lo que hace es no aceptar precisamente el criterio ético. Quien la niega tampoco puede fundamentar que la vida humana tenga sólo un valor condicional y relativo, que permita dado el caso matar a alguien.

¿Cómo se nos muestra el valor de la vida?, se pregunta Mí¼ller. La respuesta se la proporcionan los ingleses Mary Geach y Luke Gormally, con una metáfora: igual que el significado de una expresión no puede probarse ni demostrarse, sino que únicamente se nos muestra en cómo se aplica, del mismo modo el valor de la vida humana se nos muestra a través de la manera en que se la trata y cuida. En este tema, la actitud de cada cual es anterior al discurso ético, y no constituye por tanto su objeto. De lo contrario, tal discurso serí­a imposible, como una conversación con expresiones cuyo significado no fuera conocido. De ahí­ se sigue que los discursos que carecen de tales normas o principios previos no sean realmente discursos. Es natural que, así­ las cosas, también pueda generarse discusión ““estos ejemplos los pone Mí¼ller”“ sobre si realmente debe objetarse algo a la práctica del sexo con niños, o si la prohibición general de la tortura es verdaderamente razonable y necesaria, o si no debiera permitirse la esclavitud en determinadas circunstancias (como cuando alguien se vende a sí­ mismo para liquidar deudas o para librarse de otra situación embarazosa, y lo hace apelando a su derecho a la libre autodeterminación).

Los derechos humanos han sido “declarados”, es decir, fijados como principios, porque no se pueden deducir racionalmente, a no ser recurriendo a la religión. Se formularon con base en la experiencia histórica resultante de sus respectivas violaciones. Hoy Peter Singer y Norbert Hoerster escriben libros enteros en los que presumen ficticio un derecho incondicional a la vida humana. Pero estos libros tampoco fundamentan la teorí­a de que no existe tal derecho incondicional, sino que revelan su afirmación más bien como si se tratara de un artí­culo de fe. (Que Dios haya creado el mundo es un artí­culo de fe, como lo es igualmente que el hombre se haya creado a sí­ mismo, pero eso pertenece a otro credo). De acuerdo con ello, estos autores intentan formular en sus libros, al modo de los tratados teológicos, la plausibilidad del valor relativo de la vida y de una reinterpretación de la entera realidad a esa luz. Lo bueno de sus libros, sin embargo, es que, por un lado, desenmascaran de forma muy precisa las frecuentes incongruencias éticas de muchos que hablan del derecho incondicional a la vida, pero no se lo toman en serio, traicionando sus propios principios y, de otra parte, que siguen pensando, de forma previsora y consecuente donde aquéllos acaban porque se asustarí­an si sacaran las consecuencias lógicas de sus propios postulados. En realidad, si a alguien le está permitido matar antes del nacimiento, ¿por qué no después del mismo?

Lo que se ve en una discusión sobre í‰tica aplicada entre filósofos que estiman incondicional el valor de la vida humana y otros que, como Peter Singer, piensan que el valor de la vida humana y el de la de cualquier otro animal no se diferencian sustancialmente, es una lucha entre creencias dispares, y ello con la variante de que la actual presión sociopolí­tica dominante, que empuja a la obtención de consenso, tiende a compromisos arriesgados entre algo así­ como artí­culos de fe mutuamente excluyentes que invitan una vez más al general escepticismo. La consiguiente pérdida de referencia moral y de normativa orientadora supone que el relativismo ético ““democráticamente desnivelado”“ constituye un pluralismo de representaciones axiológicas.

Peter Singer es buen amigo de los animales. La defensa de los animales tiene un gran impacto en su visión del mundo y del hombre, llevándole su preocupación por aquéllos a denunciar la pretensión de una categorí­a especial para el hombre como un tipo particular de egoí­smo que él denomina “especieí­smo”. Con este egoí­smo, el hombre discrimina a los animales de la misma forma en que lo hacen los racistas respecto a los individuos de otra raza. Así­, la vida de un chimpancé adulto y sano tiene, según él, más valor que la de un niño recién nacido, la de algunos enfermos mentales o en coma irreversible, porque en todo caso mostrarí­a más autoconciencia. Dicho más claramente: así­ se liquidan todos los derechos humanos.

Tan lejos no llega Norbert Hoerster, pero también él relativiza el derecho del hombre a la vida. Ese derecho ““afirma”“ se basa en el interés por sobrevivir del individuo concreto. Tal interés está ausente, ya en el caso de quien ha manifestado expresamente su deseo de morir, ya en el individuo carente de una conciencia de su propio futuro, como ocurre en el caso de comatosos, dementes, no nacidos e incluso recién nacidos. De ahí­ que les falte también el interés en seguir viviendo. Mas como no es fácil determinar con precisión el momento en que se despierta la expectativa de futuro y, en consecuencia, el interés por sobrevivir, por razones prácticas recomienda Hoerster que se excluya a los recién nacidos del derecho a autorizar su muerte. En general debe admitirse con criterio restrictivo.

En lo que respecta al valor de la vida, Anselm Winfried Mí¼ller señala que Hoerster nos remite a otro tipo de valoración completamente distinto. Mí¼ller deja a Hoerster que se explaye acerca de una valoración tan subjetiva como relativa: “El valor que una determinada vida humana posee, considerado de modo realista, no es más que el conjunto de valoraciones o de estimaciones que van asociadas al transcurso de ella. En este sentido puede distinguirse entre el valor extrí­nseco de una vida (valoraciones asumidas desde el punto de vista de otro o de la misma sociedad), y su valor propio (valoraciones asumidas según el propio criterio de su portador) (p. 76) [3] .

Ahora bien, en todo caso la vida del hombre no es cualquier cualidad, no es una propiedad de un “portador”, pues constituye el modo de existencia del individuo, sin el cual éste no se da. No existe equivalente alguno. Esto impulsó a Kant a hablar de la dignidad: “Lo que tiene un precio también puede encontrar en su lugar algo distinto que pueda considerarse como equivalente; por el contrario, lo que se alza por encima de cualquier precio, eso posee dignidad” (p. 78) [4] . Precio o equivalente, según Mí¼ller, no tiene que ser entendido en un sentido de valor de cambio, es decir, como algo reemplazable; puede considerarse igualmente de manera funcional, en el sentido de valor de uso. Mí¼ller aclara que, según ese criterio, hoy la vida “se da contemplada como vehí­culo de las propias vivencias”: “Si esas vivencias son deseadas ““o consiguen contrapesar las insatisfacciones con las satisfacciones, entonces el vehí­culo será provechoso: la vida merece vivirse. Por el contrario, si las vivencias insatisfactorias predominan, entonces no merece vivirse. Matar resultará, así­, prescindiendo de consecuencias indirectas, algo malo sólo en cuanto se le hurte a la ví­ctima un futuro globalmente satisfactorio” (p. 79).

Contra las valoraciones de la vida que distinguen entre la que merece y la que no merece vivirse, Mí¼ller aduce dos sólidos argumentos: primero, que las valoraciones de ese tipo suelen ocuparse exclusivamente de casos excepcionales en los cuales alguien desea la muerte en función de su extremo sufrimiento. En efecto, para querer vivir normalmente no se precisa ni de una valoración ni de recurrir a una perspectiva sobre las buenas experiencias que prevalezca en su conjunto por encima de las incertidumbres vitales que aparecen en el horizonte. Querer vivir constituye un hecho primario de nuestra vida.

Por otro lado, en el primer caso parece que el deseo de morir manifestado por un paciente con graves sufrimientos es decisivo para la valoración de su vida como “no merecedora de vivirse”. Sin embargo, su “decisión propia” sólo aparentemente posee una trascendencia relativa. Aquel deseo realmente sólo juega el papel de justificar la estimación negativa ““”carente de valor””“, ya que tal juicio presupone que otros puedan coincidir con ese deseo. Si el médico que debe auxiliar el deseo de morir no puede hacerlo suyo, entonces no le incumbirá la muerte a petición del paciente, como tampoco a un mendigo sano que se promete mejores ingresos en el futuro le amputará una pierna sana por ese simple deseo. Resulta, pues, decisivo el juicio de aquel que deberí­a de ayudar a morir a un paciente. Su juicio, sin embargo, no tiene que presuponer necesariamente el deseo de morir por parte del paciente. Cuanto más se acostumbre a esta práctica, con más probabilidad ejercitará el médico su parecer aún en el caso de que aquel deseo ni siquiera haya sido expresado y, precisamente según la siguiente pauta: si ese enfermo pudiera expresarse ahora libre y correctamente, entonces querrí­a morir. Es decir, que un hombre sano ““el médico”“ se arroga un juicio sobre el valor o disvalor de la vida de otra persona.

Este desarrollo de la cuestión es inevitable. A un médico que haya matado a un paciente puede parecerle que ha hecho algo bueno en ciertas circunstancias determinadas. Después sólo tiene dos posibilidades: o revisar su opinión y arrepentirse de haber actuado de ese modo, o seguir practicando la eutanasia en casos semejantes teniéndola, como en el primer caso, como buena, ya sea por auténtica convicción, ya como autojustificación. Esto se convertirá en norma. Si el médico se propone no practicar nunca la eutanasia contra la voluntad o sin la autorización del paciente, no se negará en todo caso porque su opinión de que en una determinada situación la eutanasia serí­a, en principio, lo acertado y bueno todaví­a depende de si el paciente lo desea [5] . Por tanto, el respeto a la voluntad de éste resulta ser una consideración secundaria y complementaria.

A partir del momento en que en Holanda comenzó a tolerarse la muerte por demanda, la cifra de casos de eutanasia no voluntaria ha aumentado considerablemente. Según un informe encargado por el Ministerio de Justicia holandés, en 1995 hubo cerca de 3600 casos de eutanasia (de los cuales sólo 1466 habí­an sido notificados). En 900 casos no se habí­a requerido la conformidad de los afectados [6] .

Respecto de la muerte a petición, tema nuclear del libro de Anselm Winfried Mí¼ller, se articulan una serie de cuestiones particulares que él examina con detenimiento. La respuesta dependerá de la orientación filosófica, es decir, de la definición de lo que realmente constituye a la persona o, por ejemplo, si el interlocutor suscribe una ética deontológica (ética de deberes y prohibiciones, como la de los Diez Mandamientos o la de los derechos humanos), o bien una ética utilitarista (en la que no interesa primariamente lo que está permitido hacer sino si es deseable o no lo que en concreto ocurre de modo impersonal). Mí¼ller señala dos puntos de disputa que son dignos de atención: en primer lugar, la diferencia entre matar y dejar morir; en segundo lugar, la relación entre la aceptación de la muerte por demanda y la valoración jurí­dico-moral del suicidio.

1. Acción y omisión. Si alguien fallece o yo le mato, lo que en ambos casos sucede es que la muerte acontece. ¿Hay alguna diferencia entre matar a alguien y dejarle morir aun pudiendo evitarlo? Si yo mato a alguien, es que quiero que muera. Si le dejo morir, también puede ocurrir que yo quiera que muera, pero igualmente puede suceder que yo sea demasiado perezoso o negligente, o cobarde para hacer algo que le impida morir. A su vez, puede que yo no vea sentido alguno en hacer algo para mantenerle con vida, teniendo en cuenta que eso ni va a curarle ni mejorará su situación. El 15 de julio de 1998 el Tribunal Superior de Frankfurt estimó lí­cito retirar la alimentación artificial por sonda intestinal implantada mediante una operación a una paciente de 85 años en coma irreversible, afectada de infarto cerebral severo, si se hubieran dado claros indicios de un presunto consentimiento de la paciente. Por tal motivo estalló una fuerte discusión en la selva periodí­stica alemana. Algunos presentí­an la primera aprobación judicial de un caso de eutanasia o, al menos, un paso en esa dirección. La sospecha parecí­a comprensible y, como consecuencia, cierta hipersensibilidad se traducí­a en condenas precipitadas. Se mostraba que no pocas personas que consideraban la mencionada sentencia como una derrota en la defensa de la vida, a la vez se unen a la acusación contra el “encarnizamiento terapéutico”, que en las unidades de cuidados intensivos impide la muerte natural de los pacientes, acusación que, si fuera justa, más bien legitima la citada resolución judicial.

Complejo tema. Sin poder entrar a analizar de manera definitiva un juicio concreto como el anterior, el libro de Mí¼ller, que habí­a aparecido un año antes, se hace eco de la cuestión fundamental de si, y en qué circunstancias, puede permitirse la omisión o suspensión de un tratamiento tendente a la prolongación de la vida, con una serenidad saludable. En oposición a la equiparación utilitarista, propone separar claramente la acción de la omisión, y distinguir de manera diáfana entre matar y dejar morir. Naturalmente, la omisión de prestación de auxilio con consecuencia de muerte puede ser a veces tan grave como una muerte por homicidio. Incluso podrí­a constituir la manera en que se consuma la intención de matar. Tenemos el caso clásico del recién nacido con una minusvalí­a a quien se niega la alimentación normal. De todas formas, con la ní­tida diferencia entre hacer y omitir queda patente en primer término mi responsabilidad inmediata por lo que hago. A su vez, de ahí­ se colige que matar es siempre rechazable por principio, y esto no seguirá siendo tan claro si finalmente no se da diferencia moral alguna entre matar y dejar morir, de suerte que los criterios adecuados en cada caso resultan reblandecidos respecto a si se puede permitir la omisión de medidas destinadas a prolongar la vida, y cuándo se pueden omitir. Hay que agradecer especialmente a Mí¼ller, en relación con su planteamiento teórico respecto de la acción humana, la referida distinción entre matar y dejar morir, y el listado de las “seis asimetrí­as” entre la acción y la omisión que justifican su diferenciación desde el punto de vista ético en estos casos: conciencia asimétrica, concreción de las alternativas asimétricas, asimetrí­a del deber de no matar y de salvar, cercaní­a o distancia asimétrica, asimetrí­a de nuestra vivencia respecto del proceder injusto y la omisión de una acción buena y, finalmente, asimetrí­a en relación con la promoción de un fin (pp. 99-102).

2. Del derecho al suicidio a la muerte por petición. A diferencia de muchos ensayos sobre la eutanasia, el libro de Anselm Winfried Mí¼ller hace hincapié en la estrecha relación entre la valoración jurí­dico-moral del suicidio y la de la muerte a petición.

La legislación alemana “desaprueba” el suicidio. Por así­ decir, lo considera contrario a la moral, aunque quede sin consecuencias legales. Establecer una sanación o condena para el suicidio carece de sentido porque la persona a la que se quisiera sancionar ya no existe. Incluso una cláusula similar a “la tentativa de suicidio punible” tampoco tiene sentido si su consecución no constituye materia sancionable. Por lo demás, quien ha intentado en vano quitarse la vida ya tiene bastante condena. Ahora bien, a la sistemática jurí­dica no le falta cierta lógica si no condena el auxilio a una acción no sancionable, por lo cual el auxilio al suicidio no es punible.

Muchos autores, sin embargo, ya no están de acuerdo con la “desaprobación” jurí­dico-moral del suicidio, ya que despedirse voluntariamente de la vida lo consideran una consecuencia legí­tima del derecho a la libre autodeterminación. Así­, curiosamente, el tolerado auxilio al suicidio se convierte en un extraño “altruismo”: un servicio a favor de la autonomí­a de quien quiera matarse. Es cierto que habrá que estar vigilantes con toda clase de reflexiones en cada caso concreto de manifestarse un deseo de suicidio: si se trata de un deseo repentino, como consecuencia de un cortocircuito mental, o un signo de que se ha enfermado psí­quicamente, o un acceso de notoriedad teatral, o simplemente un disimulado deseo de afecto, amor, entrega o comprensión. No obstante, sólo se trata de dudas que deben probarse y eliminarse con objeto de establecer la legitimidad de su consumación descubriendo la “autenticidad” del deseo. Así­, es evidente que la distinción moral entre el auxilio al suicidio (legalmente permitido) y la muerte a petición (penalmente perseguible de oficio), puede ir desapareciendo desde el punto de vista de unos lí­mites cada vez más vaporosos. De este modo, los doctores Hacketal en Alemania y Kevorkian en USA (este último popularmente conocido con el nombre de Dr. Muerte) se han preocupado, con el eficaz apoyo de algunos medios de comunicación y una casuí­stica bien escenificada, de diluir las respectivas fronteras, poniendo de relieve con bastante éxito el desamparo de la justicia.

En este tema la estrategia se orientaba y se sigue orientando regularmente desde dos posturas: el destino individual, presentado a ser posible en forma eficazmente compasiva, y la demanda, expuesta ya como legí­tima, de dejar esta vida; ambas acaban en una diferencia ficticia y absurda: me estará permitido depositar e incluso colocar en la lengua una pastilla de Zyankalit, de modo que el paciente sólo tenga que cogerla o tragarla, pero no puedo inyectar directamente la sustancia letal activa. En todo caso, cabrí­a la solución del ordenador del Dr. Kevorkian: el paciente sólo tiene que apretar la tecla para poner en marcha el mecanismo de la inyección letal. Es difí­cil imaginar que la prohibición de la muerte a petición, penalmente sancionable, pueda mantenerse si, por el contrario, el auxilio al suicidio no acaba de ser calificado como perseguible por la ví­a penal.

Está suficientemente comprobado que los porcentajes de suicidio son sensiblemente más bajos entre los cristianos practicantes en relación con el promedio general de la población [7] . Sin embargo, esto no es un punto de partida en las reflexiones filosóficas de Anselm Winfried Mí¼ller. Desde luego que los pensadores cristianos siempre rechazaron el suicidio, pero otras escuelas filosóficas, tanto de la Antigí¼edad como de la época moderna, lo permitieron, e incluso lo ensalzaron: así­ Plinio el Viejo, Séneca, Epí­cteto y principalmente los estoicos como Pomponazzi, D. Hume, E. Hemingway, etc., en nuestros dí­as. Por otra parte, la “desaprobación” legal del suicidio en nuestro ordenamiento jurí­dico no sólo tiene raí­ces cristianas. La idea de la “sacralidad”, es decir, de la indisponibilidad de la vida humana se retrotrae a la Antigí¼edad clásica. Platón ““y, por consiguiente, Sócrates”“ ve en la muerte una liberación, pero rechaza el suicidio. El moderno derecho humano a la vida, rectamente considerado, se establece como derecho fundamental a no ser eliminado. Hasta la fecha se esgrimí­a, junto a la indisponibilidad de la vida, como principio básico, la idea de que sobre mi vida tampoco yo puedo disponer arbitrariamente, convicción que como hemos visto, se ha ido evaporando en nuestra cultura.

Aquí­ tropieza Anselm Winfried Mí¼ller con una cita de Ludwig Wittgenstein en uno de sus Diarios: “Si se permite el suicidio, todo está permitido”. Este comentario lo interpreta Mí¼ller a la luz de Kant: “Darse muerte es ir contra el deber más elevado hacia sí­ mismo, pues así­ se suprime la condición para el cumplimiento de cualquier otro deber. Esto traspasa cualquier frontera del libre albedrí­o, ya que el uso de la voluntad libre sólo es posible cuando el sujeto existe (“¦) Quien consigue llegar tan lejos y supera cualquier lí­mite de modo que se convierte en dueño de su propia vida, se apodera también del dominio de la vida de cualquier otro, tiene abiertas las puertas a todos los vicios, ya que antes de que se le pidan cuentas estará dispuesto a quitarse de este mundo” [8] . Mí¼ller entiende, desde el punto de vista ético, que la licencia moral para quitarse la vida igualmente permite suprimir cualquier responsabilidad moral. Con la legitimación del suicidio, cualquier exigencia moral pierde su carácter incondicionado e independiente de mi consentimiento. Entonces no habrá ninguna moral, ya que la condición esencial de la moral estriba precisamente en su validez independiente de mí­.

La desaparición de la moral a través de la suspensión de su validez general constituye precisamente el signo de aquel “pluralismo de las representaciones axiológicas” que domina nuestros debates académicos y prácticos sobre í‰tica aplicada. Verdaderamente habrí­a que agradecer a la asociación austrí­aca Ludwig Wittgenstein que, por fidelidad al filósofo que da nombre a esa entidad, haya puesto una barrera a la anulación de la moral en nombre del entusiasmo ingenuo y acrí­tico por una supuesta libertad cientí­fica.

Por otra parte, según los resultados de una encuesta del Instituto de Demoscopia Allensbach, ya en 1987 en Alemania sólo el 13% de los encuestados pensaban que debí­a condenarse al médico que suministre un medicamento letal a su paciente. El 70% estaba en contra de la condena. Según Mí¼ller, el elevado número de términos y tópicos suavizantes juega un papel de máxima importancia en la creciente aceptación de la “muerte piadosa”. Tal aceptación se extiende gracias a expresiones como “ayudar a morir” y “eutanasia” (“¦) “en interés de los pacientes”; desde la “autodeterminación” y el “derecho a la propia muerte” hasta la más agresiva locución: “para no forzarle a seguir viviendo”. Los nazis heredaron parecidas fórmulas de una semántica disfrazada del siglo XIX (“muerte por compasión”, “muerte por gracia”). Ha sido llamativo, y continúa siéndolo, el paralelismo entre formas verbales como “humanidad” y “humanitarismo” y aquellas otras que prometen un beneficio a la comunidad hablando de “librar a la sociedad de los gravosos casos de asistencia sanitaria” (p. 23). En favor de sus negocios, estos entusiastas profesionales de la muerte suelen presentarse en forma de “asociación para una muerte digna”. El 24 de abril de 1991, la Comisión de Medio Ambiente, Salud Pública y Protección del Consumidor del Parlamento Europeo adoptó una propuesta de resolución de la señora van Hemeldonck, que logró imponerse mediante una fórmula verdaderamente artí­stica. En aquella propuesta de resolución para “el acompañamiento a la muerte de los pacientes terminales” se decí­a: “Lo que caracteriza a la vida humana es la dignidad. Si después de una larga enfermedad contra la que ha luchado valerosamente, un hombre pide al médico que acabe con su existencia, ya que para él ha perdido toda dignidad, y si el médico según su leal saber y entender se decide a ello, es decir, a ayudarle y aliviar sus últimos momentos haciéndole posible el descanso, de un modo pací­fico y para siempre, en este caso esa ayuda médica y humanitaria (que algunos denominan eutanasia) significa respeto y consideración por la vida” (p. 20).

El movimiento “Hospiz” [9] mantiene una concepción distinta en relación al respeto por la vida. De esa concepción se desprende la exigencia de convertir la medicina paliativa en un campo cientí­fico especializado de igual categorí­a que otros, en lugar de solventar los casos graves por medio de la eutanasia. Por su lado, John Keown, Director del Centre for Health Care Law de la Universidad de Leicester, informa sobre un médico holandés, defensor de la eutanasia en casos de sufrimientos insoportables (no de dolores insoportables). El citado médico afirma que él sólo mata a sus amigos. Keown le pregunta: ¿Negarí­a Vd la eutanasia a alguien que la desea porque entiende que para sus allegados resulta fastidioso esperar la herencia de su patrimonio, y dice que sufre insoportablemente por ello? Respuesta: “Pienso que, al fin y al cabo, yo no se la negarí­a, pues tal influencia ““hay hijos que desean ya el dinero”“ es una forma del poder del pasado (“¦) que sencillamente nosotros no podemos soslayar” [10] .

La cuestión de cuáles son los motivos que llevan a la opinión pública a aceptar la eutanasia, el libro de Mí¼ller la concreta en tres principales, a saber, compasión, decisión autónoma y evitación de la carga para terceros. Mí¼ller pone de relieve el hecho de que se ha impuesto ya como algo normal la muerte antes del nacimiento precisamente con la misma mezcla de motivos. La única diferencia es que en el debate sobre el aborto, por “decisión autónoma” no se entiende la de quien va a ser eliminado, sino únicamente la de la mujer. Además, tuvo su papel especial el “argumento” de que en materia de aborto los hombres querí­an decidir sobre asuntos de mujeres. Esto suscita la cuestión análoga ““añade inteligentemente Mí¼ller”“ de si también sobre la legalidad de transacciones financieras dudosas sólo los lí­deres de la economí­a pueden emitir un fallo competente (p. 33).

Por lo que se refiere al debate sobre la eutanasia ““resume Mí¼ller”“ en la opinión pública alemana se ha consumado la ruptura del tabú, precisamente a consecuencia de la ruptura del tabú en la praxis de aborto, comenzando por libros tan divulgados como “Morir con dignidad humana”, de Walter Jens y Hans Kí¼ng [11] , así­ como a través de revistas públicas y de talks shows (p. 15).

Compasión, decisión autónoma, desviación de la carga de terceros: una mezcla de motivos reales que se expone públicamente en una atmósfera de “hipocresí­a colectiva y mendacidad”. Uno de los capí­tulos del libro de Mí¼ller se titula: “No ver, no oir, no hablar”. En la época de las discusiones sobre el aborto se impidió por la fuerza que en la Universidad de Colonia se proyectara una pelí­cula que mostraba lo que sucede en un aborto. Las imágenes del desarrollo embrionario humano fueron denunciadas como terror psicológico. Ahora resultan molestas a la conciencia de los sanos las imágenes que muestran que los discapacitados pueden ser felices, como recuerda Mí¼ller citando la carta de un lector sensiblero del periódico inglés The Guardian. Dicho lector, Polly Toynbee, considera “antisocial el hecho de que periódicos o televisiones muestren en sus imágenes niños con invalidez por talidomiol que rí­en” (p. 38).



 

* Tí­tulo original: “Euthanasie. Wohltat oder Untat? Anmerkungen zur Philosophie von Anselm Winfried Mí¼ller”, en Die Neue Ordnung, Vol. 53, Nr. 5, Oktober 1999, pp. 363-374.

[1] John Harris: “The Survival Lottery”, en Philosophy 50 (1975); publicado también en Peter Singer: Applied Ethics, New York, 1986, pp. 87-98.

[2] Verlag Kohlhammer, Stuttgart, 1997.

[3] Norbert Hoerster: Neugeborene und das Recht auf Leben, Frankfurt/M., 1995, p. 117.

[4] Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, hrsg. von W. Weischedel, Bd. 6, Darmstadt 1981, p. 68.

[5] Gonzalo Herranz documenta el carácter inevitable de esta consecuencia con una anécdota tomada del Journal of the American Medical Association (JAMA), citada en Hans Thomas (Hrsg.): Menschlichkeit der Medizin, Lindenthal-Institut Kí¶ln, 1993, p. 252.

[6] Katholische Nachrichten Agentur: KNA 21230 Ausland, 28.XI.1996.

[7] Vid. como ejemplo Anton Ziegenaus: “Selbstmord: Fakten und Hintergrí¼nde”, en Forum Katholische Theologie, 1995, pp. 81-89.

[8] Vorlesung í¼ber Ethik, Hrsg. von Gerd Gerhard, Frankfurt/M., 1990, p. 161.

[9] El movimiento y la Fundación Hospiz promueven y mantienen casas y servicios ambulantes de medicina paliativa y de acompañamiento personal a pacientes terminales hasta su muerte natural.

[10] Cita tomada de una conferencia de Luke Gormally, en Hans Thomas (Hrsg.): Menschlichkeit der Medizin, o.c., pp. 246 y ss.

[11] Mí¼nchen, 1995.

 

(Traducción del alemán: José Marí­a Barrio Maestre)

 

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