Resumen
El cerebro (o el sistema nervioso) es la parte más importante del cuerpo humano. No es propiamente la «sede» o el «correlato» de las operaciones y estados mentales, sino un órgano esencial y necesario (como causa material compleja) que controla las funciones vegetativas del cuerpo, las operaciones y estados sensoriales. Es un órgano sistémico pluripotencial complejo que nunca está completamente terminado, dotado de una causalidad compleja en relación con sus partes, con todo el cuerpo humano y con el entorno. Las operaciones intelectuales y voluntarias (espirituales) trascienden la dimensión corpórea, pero sólo pueden actuarse cuando se activa la sensibilidad superior. La espiritualidad personal humana está encarnada. El cerebro es una parte esencial de la encarnación del espíritu humano. El cerebro no es la persona, pero puede ser considerado como personal (cognitivo, intencional, afectivo).
1. Planteamiento
El cerebro como parte del cuerpo del animal y del ser humano es estudiado por la neurociencia. Sus funciones son tan importantes que cabe hablar de una visión filosófica del cerebro, es más, ésta parece necesaria. No tendría sentido hablar de una filosofía del pulmón, pero sí del cerebro, en el contexto de una filosofía del cuerpo y, más ampliamente, de la persona corpórea que somos.
Hoy poseemos un conocimiento científico muy amplio del sistema nervioso desde el punto de vista neurobiológico y resulta obvio que el cerebro es la parte más importante del cuerpo humano, una parte que de algún modo define lo que somos, quizás con el riesgo, en una visión materialista, de identificarlo con la persona misma.
Los problemas filosóficos –antropológicos, éticos– que surgen del estudio del cerebro son bien conocidos en la filosofía de la mente y de la neurociencia, como la cuestión de las relaciones entre la identidad cerebral y la identidad personal, entre los procesos mentales y neurales, y otros como la relación entre el cerebro, el yo, el espíritu, o su función en los actos voluntarios y libres. En este escrito voy a presentar una breve reflexión sobre las características y funciones del cerebro humano que parezcan más relevantes para la antropología filosófica.
2. Breve nota histórica
Veamos primero una breve presentación histórica de este tema. En la visión clásica aristotélica el ser humano era concebido como constituido por cuerpo y alma. El alma era el principio formal primario que explicaba la totalidad funcional del cuerpo orgánico, una totalidad fisiológica y sensitiva, pero que al mismo tiempo contenía una dimensión más alta, la inteligencia o razón, vista como algo que trascendía el ámbito de lo corpóreo. El individuo humano, en su unidad intrínseca e irrepetible, será calificado como persona por la tradición cristiana, una persona esencialmente corpórea y espiritual a la vez.
El cuerpo aparecía en esta perspectiva como el “instrumento” (esto significa la palabra órgano) físico intrínseco que hacía posible la realización de todas las operaciones y funciones del individuo de la especie humana. Incluso a nivel fenomenológico, de un modo independiente de la ciencia, se podía pensar fácilmente en el papel central del cerebro, al menos fijándonos en la relevancia tan obvia de la cabeza en el conjunto del cuerpo, hasta tal punto de que en el lenguaje corriente se habla de la función capital de ciertos elementos o de “hacer cabeza” en el sentido de mandar. El término latino caput es semánticamente muy rico en este sentido. En teología hablamos de Cristo como Cabeza del cuerpo de la Iglesia.
En la antigua medicina se descubrió muy pronto la importancia primaria del cerebro en el cuadro de una visión jerárquica del cuerpo, donde algunos miembros son funcionales respecto a otros, mientras que dos de ellos, el corazón y cerebro, aparecían como fundamentales. El corazón lo era con respecto al mantenimiento de la vida y también con relación a la afectividad y al amor. Así era en ciertas antiguas teorías médicas cardiocéntricas, a las que pertenecía el mismo Aristóteles. De aquí viene la semántica antropológica de la palabra corazón. Por eso usamos las expresiones de cordial, con todo el corazón, el Corazón de Jesús, por no hablar de la gran importancia de este término en Biblia. En la medicina encefalocéntrica (Hipócrates, los médicos alejandrinos, Galeno), en cambio, se vio con claridad la función del cerebro como sede de las funciones cognitivas (sensibilidad, imaginación, memoria, estimativa, racionalidad práctica o cogitativa) y de control motor, y lo mismo en Avicena y Tomás de Aquino.
La neurociencia moderna descubrió el papel fisiológico (no sólo cognitivo y motor) central del cerebro, sin quitar por esto importancia a otros órganos y funciones, como las cardíacas, funciones todas reguladas por los centros encefálicos. Por este motivo la muerte del cerebro determina la destrucción de todo el cuerpo, es decir, causa la muerte personal. En consecuencia, en una visión jerárquica del cuerpo correlativa a una visión también jerárquica de la personalidad, podemos decir que el cerebro es el órgano central del cuerpo humano, del que depende en conjunto el funcionamiento de todo el cuerpo, tanto de sus funciones vegetativas (respiratorias, cardiovasculares, etc.), como sensoriales, emotivas, mnemónicas, motoras, lingüísticas, ejecutivas, racionales. De alguna manera el cerebro controla todo lo que hace y padece la persona.
Entre la concepción clásica y la moderna del cerebro hay alguna continuidad. Los clásicos, digamos que desde la antigüedad hasta los siglos XVII-XVIII, concebían al cerebro como sede de las funciones psíquicas, con ciertas localizaciones precisas (aunque equivocadas) y algún funcionamiento en forma de circuitos. Pero nada sabían de las funciones neurofisiológicas vegetativas centralizadas del cerebro, naturalmente en conexión con todo el sistema nervioso, incluyendo el sistema nervioso autónomo y el papel de los neurotransmisores, ni tampoco conocían su papel en la regulación de la afectividad y en las funciones nutritiva y sexual.
La visión científica moderna del cerebro, a diferencia de la antigua, es cualitativamente nueva no sólo por los descubrimientos anatómicos y fisiológicos, como el de las neuronas como unidades fisiológicas del tejido neural y sus conexiones sinápticas, sino sobre todo porque introdujo: 1) una comprensión bioquímica, o más exactamente electrobioquímica del cerebro y su comunicación con el cuerpo (los impulsos nerviosos son ondas electroquímicas); 2) el conocimiento del cerebro como órgano de control de la información que llega del cuerpo y del ambiente, se conserva, se elabora y se retransmite a todo el organismo para generar las respuestas adecuadas.
3. Cerebro y cuerpo fenomenológico
Si queremos hacer una “filosofía del cerebro” relevante para la antropología, es útil distinguir entre lo que podríamos llamar el cuerpo fenomenológico, es decir, el cuerpo humano vivido, accesible a nuestra experiencia, y el cuerpo fisiológico subyacente, que hace posibles las operaciones corpóreas vividas. Se puede establecer, así, una relación entre la fenomenología como parte de la filosofía y la visión científica del cerebro. Por supuesto que no son realmente “dos” cuerpos, sino uno solo, visto desde dos dimensiones diversas, si bien la segunda, más inconsciente, está en función de la primera. El cuerpo fenomenológico es lo que se presenta a nuestra experiencia de tener a disposición el cuerpo propio y de sentirlo, y es también el que se manifiesta en nuestro encuentro con las demás personas.
Tres son los aspectos de esta dimensión fenomenológica de la vivencia del cuerpo propio, que pertenece a nuestro yo, y del cuerpo del otro, que se califica como persona corpórea y con la cual establecemos una relación intencional. Primero, tenemos el aspecto expresivo o manifestativo –cuerpo manifiesto-, como es principalmente el rostro y sus expresiones, por ejemplo la mirada, el lenguaje y en conjunto todas las actitudes significativas del cuerpo, de las manos, las posturas, etc., aspectos que se completan con la indumentaria y su valor simbólico (cuerpo vestido). Segundo, tenemos lo que podríamos llamar cuerpo sensitivo, el cuerpo proprio en cuanto sentido pasivamente (dolor, placer, sed, hambre, cansancio, sensaciones, etc.). Tercero, está el aspecto que llamaría cuerpo voluntario, constituido por la disponibilidad que experimentamos de poder mover el cuerpo como queremos para comunicarnos, para trasladarnos de un sitio a otro o para accionar causalmente sobre las cosas del mundo.
Detrás del cuerpo fenomenológico así entendido, está el cuerpo fisiológico, controlado por el cerebro, un cuerpo que funciona sin que lo notemos en su mayor parte y que es accesible científicamente. Podemos controlar el conjunto de nuestro cuerpo de modo voluntario, aunque sólo dentro de ciertos límites. La corporalidad fisiológica se queda como en la sombra, o al menos no es normalmente el centro de nuestra atención, porque su función es la de ser un soporte material. Es más, el cerebro no comparece para nada cuando efectuamos operaciones psíquicas, y es bueno que sea así. Activamos nuestro cerebro cuando pensamos, recordamos, hablamos, sin advertirlo, y así se entiende por qué pasó tanto tiempo hasta que se descubrió su papel causal respecto a los actos psíquicos (mentales, como suele decirse). Podemos mover el cuerpo voluntariamente gracias a comandos cerebrales que pasan inobservados, así como vemos objetos con la vista sin ser conscientes de la base neural subyacente al proceso psicológico visual.
Para comprender la personalidad de los demás no nos sirve conocer el estado de su cerebro, aunque este conocimiento podría explicarnos algunos aspectos de su modo de ser y de obrar. La persona del otro se comprende en la medida en que se manifiesta a través de su cuerpo fenomenológico y así es como podemos interactuar personalmente con los demás. Es obvio, entonces, que el cerebro está al servicio de estas funciones antropológicas. Sin el cuerpo personal –la mirada, la boca, la sonrisa, el modo de andar– un cerebro aislado sería monstruoso.
4. Arquitectura cerebral
El conocimiento científico del cerebro, tomado en su conjunto, es una guía para entender mejor sus funciones con relación al obrar personal. El cerebro es una entidad orgánica unitaria, con una unidad integrativa que se caracteriza por su complejidad y una cierta jerarquía funcional e incluso anatómica. Como organismo complejo, manifiesta una configuración funcional unitaria, dotada de una relativa modularidad (división funcional en módulos), más evidente en los estratos básicos (vista, oído, etc.) y más flexible y adaptable en los estratos superiores. Su complejidad biológica comprende un funcionamiento en red capaz de auto-organizarse en diversos niveles, con una notable flexibilidad. Esta flexibilidad, obviamente no absoluta, responde a su plasticidad biológica, que es la base del aprendizaje, la memoria, las integraciones y compensaciones, aunque es también ocasión de sus posibles disfunciones y patologías.
La extrema complejidad del cerebro constituye la base material que permite su continuo trabajo de integración a diversos niveles y etapas. El cerebro integra o unifica al cuerpo y se integra a sí mismo, dentro de sus divisiones especializadas (lateralización, pluralidad de niveles que parten del tronco y llegan a la corteza, áreas y circuitos).
Estas características, pasando a un plano más filosófico, hacen del cerebro un órgano abierto o pluripotencial, no super-especializado, es más, relativamente indeterminado, capaz por tanto de especializarse hasta cierto punto en su continuo dinamismo, en tanto la enfermedad o el envejecimiento no lo aminoren y restrinjan sus potencialidades. Querría insistir en este punto: el cerebro no es un órgano acabado, porque es máximamente potencial. Es un órgano dotado de una complejidad extraordinaria, un sistema adaptativo que está siempre auto-organizándose. Está dotado de innumerables potencialidades que permanecen siempre abiertas y que por tanto no llegan nunca a un completamiento cerrado. De aquí surge la singularidad del cerebro en cada individuo, coextensiva con la riqueza de sus experiencias y del ámbito de todo lo que ha aprendido o puede aún aprender auto-corrigiéndose.
Estas características biológicas altas demuestran hasta qué punto el cerebro contiene notas en apariencia opuestas, como son la unidad y la multiplicidad, el determinismo y la indeterminación, el centralismo y la descentralización, la especialización y la des-especialización, el funcionamiento en red y la jerarquía. Es notable el hecho de que no haya ninguna región cerebral fija que sea competente para la función de hacer auto-consciente el yo que somos. La conciencia está distribuida en muchas áreas y circuitos cerebrales. Además, no existe un solo nivel o forma de conciencia, sino muchos, lo que no va en desmedro de la identidad personal. Todo esto está al servicio de la función específica fundamental del cerebro, que es la de controlar –recibir, elaborar, transmitir– la información útil para el organismo que está llegando continuamente del ambiente, a la que se ha responder en tiempos útiles, obviamente en el cuadro de las condiciones dictadas por la base genética y por la consiguiente evolución temporal del organismo.
El dinamismo cerebral ostenta, además, una forma complejísima de causalidad, no fácil de encuadrar en los esquemas clásicos de la física. Se trata de una causalidad recíproca entre los elementos sistémicos del cerebro, con un elevado índice de optimización que permite el desempeño de funciones más altas de un modo más sencillo, cuando se crean circuitos estables que forman la base de lo que en antropología son los hábitos, es decir, formas de memoria procedimental adquiridas que intervienen en el dinamismo causal cerebral y que lo hacen así más funcional y más disponible para sucesivas integraciones.
Esta prodigiosa arquitectura cerebral nos permite ahora plantear una pregunta que viene a estar en el núcleo de la filosofía del cerebro: ¿Qué tipo de órgano es el cerebro?
¿En qué sentido y al servicio de qué el cerebro es un “instrumento” orgánico? ¿Cuál es la causalidad “propia” del cerebro con relación al comportamiento humano tomado en su globalidad? Para esta respuesta me inspiro, con cierta libertad, en la visión hilemórfica de Aristóteles y Tomás de Aquino.
5. El cerebro es un órgano y una causa material compleja
Tradicionalmente se habla de las partes anatómicas o funcionales del cerebro como la sede de los actos mentales o psíquicos. Otro término usado con frecuencia es el de base neural o correlato neural. El encuadre de esta terminología es el dualismo entre los actos psíquicos y los neurales, al menos en la forma débil del dualismo de propiedades (no necesariamente el dualismo de sustancias). Este dualismo, además, justifica el concepto de “superveniencia” o covariancia (correspondencia dinámica) entre los dos niveles, el neural y el mental. La terminología mencionada es congruente con la posición dualista de la filosofía de la mente, o con la paralelista, siendo esta última mantenida muchas veces incluso por autores materialistas. La terminología podría ser filosóficamente neutra si se usa como un modo de hablar, sin implicaciones ontológicas.
Para una visión filosófica no dualista, me parece mejor la terminología aristotélica de órgano, más que de sede, base o correlato. La noción de órgano sugiere una causalidad intrínseca unitaria y a la vez material. Es decir, presupone una distinción entre una base material, competente para la ejecución de una tarea de la que es responsable primaria una instancia dinámica y formal más alta. En este sentido, decimos que los ojos son los “órganos” de la vista y que el cerebro, en general, es órgano de funciones diversas, sobre las cuales ahora veremos algún punto.
El carácter orgánico, aunque la palabra deriva de una causalidad instrumental que podría ser extrínseca (el lápiz como instrumento que ayuda a escribir), connota más bien una unidad funcional intrínseca y vital, en el cuadro de una división del trabajo biológico. Es un término con un significado típicamente biológico, aunque se transfiere al plano social y jurídico (“organismos internacionales”, “órganos de gobierno”, etc.).
En la filosofía aristotélica esa palabra está ligada al hilemorfismo aplicado a los fenómenos vitales. El órgano cumple una función especial, aportando una causalidad intrínseca de tipo material. La cumple en subordinación a aquello de lo que es órgano, donde está la causalidad principal. El resultado, por tanto, se debe al influjo tanto del órgano como de aquello que formaliza y de algún modo guía al órgano (la función formal). Pero en el hilemorfismo -forma, materia, acción y fin unidos- la “guía” formal no es una actividad distinta de la orgánica, sino que es el aspecto formal-dinámico de una única causalidad material/formal.
No considero que con lo dicho se resuelvan sin más los conocidos problemas de mente/cerebro, mente/cuerpo. Habría muchos más matices que añadir. Sólo intento sugerir la conveniencia de ver al cerebro como el órgano de las actividades vitales y psíquicas de la persona, y no simplemente como una sede o correlato. A veces se dice que el cerebro, visto materialmente, sería como el hardware de un software que sería la mente. Pero esto es sólo una metáfora, porque el cerebro no es una computadora, ni se parece a una computadora. El cerebro procesa información biológicamente, en un cuadro vital inmanente, no como una máquina informática que sólo ofrece resultados, pero no ejerce verdaderas operaciones vitales.
En la historia de la reflexión sobre estos temas (mente/cerebro) ha sido frecuente el recurso a metáforas. El alma o la mente fue comparada al jinete, al timonel, al cochero (Platón), al citarista (Aristóteles), al gobierno de una ciudad (de nuevo Platón), al hidráulico (Descartes), al programa de una computadora (funcionalismo computacional), a una sociedad de agencias (Minsky), a un grupos de unidades llamadas “memes” (Dennett). Estas dos últimas analogías pierden la unidad del yo, que no sería más que una creación ficticia del cerebro, una especie de unidad que sería el resultado de un competir darwiniano entre varias instancias, como si cada una fuera una pequeña mente o un homunculus.
La sola mención de estas metáforas, detrás de las cuales se esconden diversas posiciones de la filosofía de la mente –dualismo, funcionalismo, monismo, etc.–, demuestra la dificultad filosófica para comprender la función y la precisa causalidad de los procesos cerebrales y del cerebro global de cara a las funciones cognitivas, afectivas y comportamentales de las personas (también de los animales).
Por este motivo me parece más oportuno plantear la temática aquí propuesta en torno a la noción de causalidad orgánica compleja. En definitiva, en una primera aproximación que naturalmente no resuelve todo, el cerebro, en unión con la totalidad del cuerpo y en su complejidad, podría verse como el órgano primario –en cuanto organizador dinámico e integrador– del cuerpo personal.
6. El cerebro como órgano de funciones vegetativas, sensitivas y personales
En un primer nivel, como vimos, el cerebro es órgano de control de la información que sirve de sostén a las funciones vegetativas fundamentales, capaces de mantener en vida al organismo, obviamente en dependencia de la identidad genética del organismo.
Si consideramos al organismo como un cuerpo viviente que se auto-organiza, crece, se mantiene y reproduce, el genoma, en unión con aspectos epigenéticos básicos, de alguna manera desempeña la función primaria que Aristóteles asignaba al alma como principio activo vegetativo, responsable de la identidad de especie y también individual del viviente, también de la persona humana corpórea. Esta función unitaria no hace inútil la exigencia de un principio formal activo “animante”, el alma en su función vegetativa (es más, lo pide, si seguimos las exigencias de la causa formal). Por tanto, en dependencia de la constitución genética/epigenética del organismo, el cerebro controla el funcionamiento unitario del cuerpo en su dimensión básica vegetativa.
En un segundo nivel, el cerebro aparece como el órgano de la sensibilidad emergente en la vida animal (y humana). Esta sensibilidad, en un primer subnivel, se refiere a la condición vegetativa del cuerpo, por ejemplo a sentir dolor por los daños en los tejidos o placer en la nutrición y sexualidad. Pero en un segundo subnivel se refiere a las representaciones y afectos relativos a las relaciones intencionales del sujeto con el ambiente, en especial con otros sujetos cognitivos, de donde deriva también una conciencia no sólo del cuerpo vegetativo, sino como cuerpo “intencional” (conciencia psicológica animal de sus estados de ánimo, pasiones, etc.).
El “cerebro sensitivo”, entonces, permite la comparecencia de la conciencia sensitiva del cuerpo propio, añadiendo las representaciones que objetivizan el mundo circundante, para así permitir el comportamiento animal (y humano) significativo en un ambiente dado. El conjunto de estas representaciones es lo que se llama mente, vida psíquica.
Pero la mente sensitiva y “su” cerebro no son dos sustancias, sino una sola realidad dual, de donde surgen las operaciones sensitivas (ver, percibir, tener emociones), operaciones del mismo cerebro sensitivo. El cerebro aparece aquí como caracterizado como un órgano material unitario y formalizado por la sensibilidad externa y por la conciencia sensitiva (“subjetivizado”). De aquí resulta la unidad subjetiva individual del animal. El principio animante o “estructurante” del cuerpo ahora resulta que es también principio de su sensibilidad. El bloqueo del nivel sensitivo no hace morir al cuerpo animal (o humano). Lo que lo hace morir es la destrucción de las funciones vegetativas básicas radicadas en el cerebro.
La identidad del sujeto animal tiene, entonces, dos aspectos. Una es la identidad viviente, que puede seguir activa incluso en ausencia de las activaciones sensoriales, y que se pierde sólo con la muerte, que en sí misma es un fenómeno vegetativo. Otra es la identidad fenomenológica del sujeto en cuanto se siente a sí mismo -conciencia sensitiva-, una identidad que se hace más intensa cuando la vida psíquica es más rica.
El tercer nivel corresponde a la racionalidad, a la auto-conciencia humana y a la libertad del querer y el obrar. Este nivel es propio y exclusivo del ser humano. Es espiritual, pero está también “cerebralizado” por su relación intrínseca con las activaciones de la sensibilidad (sensaciones, imágenes, recuerdos, impulsos). Si no fuera así, se quedaría a un nivel potencial, como sucede cuando aun no se ha desarrollado (en los embriones), o cuando ha perdido la posibilidad de actualizar sus operaciones (personas en coma, etc.).
Se puede argumentar la trascendencia de la dimensión espiritual o racional sobre la organicidad (espiritualidad), algo compatible con su radicación intrínseca en el cerebro como órgano complejo y sensibilizado. En consecuencia, el cerebro viene a ser un órgano fundamental de la persona, pero a título diverso por lo que se refiere a su actividad intelectual, libre, voluntaria (espiritual). Respecto a esta dimensión alta, el cerebro aparece como un órgano esencial, necesario (no podemos pensar sin un cerebro activo de un modo muy específico), pero a la vez no proporcionado, es decir, como causa material esencial, necesaria pero no suficiente (el pensamiento no es causado por una conexión cerebral; al revés, un pensamiento suscita una conexión cerebral). Con este planteamiento evitamos tanto el dualismo drástico (platónico, cartesiano), como el monismo materialista.
El tema de este artículo es esa “pequeña filosofía del cerebro” que permita explicar su papel en la persona humana y en sus actos1. La identidad personal procede de la conjunción del alma espiritual con el cuerpo, pero no cualquier tipo de cuerpo, sino un cuerpo orgánico específico y con un cerebro especial. Por eso no somos nuestro cerebro, ni nuestra alma, sino que la persona que somos es la unidad singularizada de espíritu/cuerpo, la cual cuando está consciente se experimenta subjetivamente como un yo (identidad fenomenológica), con una historia (identidad narrativa), pero que siempre es persona corpórea mientras viva (identidad ontológica). No entro aquí en el tema de la identidad personal del alma separada del cuerpo después de la muerte.
El cerebro, en conclusión, en unión con todo el cuerpo, es causa material de conjunto de las actividades de la persona humana viviente, pero teniendo en cuenta la existencia de niveles, al menos uno vegetativo, otro sensitivo y otro racional. Estos niveles se superponen, se compenetran, se integran naturalmente, y a la vez cada uno mantiene una autonomía relativa.
Esta visión integrativa es necesaria en filosofía para no perder de vista la unidad de la persona humana. La neurociencia, en su aproximación biológica, mira al cerebro sólo en su nivel material, presuponiendo los niveles superiores. Si desde abajo se pretende explicar la dimensión alta, se cae en reduccionismo. En psicología y en antropología filosófica se puede ver al cerebro, como a todo el cuerpo humano, como compenetrado por sus dimensiones altas, que son las que le dan sentido.
1 Encuentro una propuesta interesante de visión filosófica del cerebro en dos autores: L. Polo, Obras completas, Curso de teoría del conocimiento, tomo II, Eunsa, Pamplona 2016, pp. 15- 44, y Th. Fuchs, Ecology of the Brain, Oxford University Press, Oxford 2018. Fuchs la plantea desde una perspectiva fenomenológica.