1. Principios éticos de la relación sanitaria 2. Las dificultades del consenso ético 3. La racionalidad de la naturaleza humana 4. La personalidad del ser humano 1. Principios éticos de la relación sanitaria En la sociedad actual, que se considera a sí misma como plural, en cuanto que sus miembros tienen posiciones distintas, y pluralista, …
1. Principios éticos de la relación sanitaria
En la sociedad actual, que se considera a sí misma como plural, en cuanto que sus miembros tienen posiciones distintas, y pluralista, en cuanto que respetan las de todos los demás, parece que, por haber llegado esta mentalidad política moderna también a la medicina, sea necesario el consenso en la ética médica. Incluso se considera que ya se ha conseguido en tres principios fundamentales, los llamados: principio de autonomía, principio de beneficencia y principio de justicia.
Se descubren y justifican en el examen de la esencia de la relación médica. “En la relación sanitaria pueden intervenir, además del médico y el paciente, la enfermera, la dirección del hospital, la seguridad social, la familia, el juez, etc. Todos estos agentes o factores de la relación médico-paciente pueden reducirse a tres, el médico, el enfermo y la sociedad. Cada uno de ellos tiene una significación moral específica. El enfermo actúa guiado por el principio moral de ‘autonomía’; el médico, por el de ‘beneficencia’, y la sociedad, por el de justicia”.
El paciente se rige por el principio de autonomía; los médicos y las enfermeras, y la misma familia del enfermo, actúan según el principio de beneficencia; la dirección del hospital, los gestores del seguro de enfermedad, el Estado y los jueces tienen que seguir el de la justicia. “Los tres factores son esenciales. Lo cual no significa que siempre hayan de resultar complementarios entre sí, y por tanto no conflictivos. La realidad es más bien la opuesta. Nunca es posible respetar completamente la autonomía sin que sufra la beneficencia, respetar ésta sin que se resienta la justicia, etc. De ahí la necesidad de tener siempre presentes los tres principios, ponderando su peso en cada situación concreta”.
El principio de autonomía, fundamental y básico, aunque meramente formal, supone: “Primero, el de considerar a cualquier miembro de la especie humana, de acuerdo con la conocida expresión kantiana, como un fin, jamás como un medio”. Se considera miembro de la especie humana al individuo de la misma en cualquier momento de su desarrollo, y cualquiera que sea el grado de las cualidades propias de la especie. Segundo: “El derecho que todo miembro de la especie humana tiene a ser respetado como agente libre, aunque no en todo acto actué como tal, y al deber que tenemos todos de respetar la autonomía de los demás en la determinación del curso de la acción de acuerdo con el proyecto elegido por el propio agente”.
En el hombre: “La autonomía puede ser considerada una facultad o condición sustantiva de la realidad humana; pero puede también ser vista, de modo más simple, como un acto, el acto de elección autónoma (…) las acciones son autónomas cuando cumplen tres condiciones: ‘intencionalidad’, ‘conocimiento’ y ‘ausencia de control externo’ (…) De estas tres condiciones del acto autónomo, una, la primera, no admite grados, en tanto que las otras dos sí. La intencionalidad se tiene o no se tiene, de modo que los actos no pueden ser más que intencionales o no intencionales. El conocimiento, sin embargo, admite grados, y el control también. En consecuencia, parece que las acciones pueden ser más o menos autónomas, según una escala de grados”.
El Principio de beneficencia, que es directamente orientador de la acción: “Es una expresión más del principio universal subyacente a cualquier sistema ético: ‘se debe hacer el bien, se debe evitar el mal’ (…) al margen de cualquier apreciación filosófica, es universalmente admitido y sólo afecta su discusión a la determinación de lo que sea el bien o el mal”. Ciertamente: “En esa determinación, parece más claro qué sea el mal y más oscuro el concepto del bien, por lo menos cuando se refiere a acciones que tienen como objeto inmediato al prójimo (…) Por esa mayor evidencia de lo que sea el mal podríamos definir la no-maleficencia como una subclase de la beneficencia, en la cual se pueden distinguir cuatro grados en preferencia: a) no se debe hacer el mal; b) se debe impedir el mal; c) se debe eliminar el mal; d) se debe hacer y promover el bien”.
Ambos se encuentran ya formulados en Hipócrates, en su principio ético: “Favorecer o al menos no perjudicar“. El diferenciar el “principio de no-maleficencia” del “principio de beneficencia es muy importante. “El primero nos obliga a todos de modo primario, y por tanto es anterior a cualquier tipo de información o de consentimiento. El principio de no maleficencia no tiene nada que ver con el consentimiento. El principio de no maleficencia no tiene nada que ver con el consentimiento informado, en tanto que el de beneficencia sí. Nunca es lícito hacer el mal, pero a veces no es lícito hacer el bien. En cualquier caso, ambos principios pueden reunirse en uno solo, que mande no hacer mal a nadie y promover el bien. Así entendido el principio de beneficencia, no hay duda de que ha sido y seguirá siendo el santo y seña de la ética médica”.
En cuanto al principio de justicia, puede decirse que: “Este principio es reconocido como básico en cualquier sociedad sea el que fuere su contenido concreto y se fundamenta en la igualdad de todos los seres humanos (…) La justicia funciona como la medida de la distribución equitativa de derechos y deberes, ventajas y desventajas, créditos activos y pasivos entre todos los miembros de la sociedad”.
En la relación sanitaria, es necesario, además de los principios de autonomía y de beneficencia, el de justicia, que exige el bien común. Todos los miembros de la sociedad tienen el deber de procurar el bien común, que puede entenderse como el conjunto de condiciones de la vida social, que permiten que los individuos y grupos, que la realizan, consigan más fácil y con mayor plenitud su perfección propia. Toda las autoridades están obligadas a procurar el bien común, objeto propio de justicia social.
De ahí que: “Nadie duda que el responsable de la política sanitaria de un país tiene el derecho y también la obligación, de canalizar los limitados recursos con que cuenta, de modo que produzcan el máximo beneficio sanitario en la comunidad (…) El enfermo, como es lógico, acude al médico porque tiene una necesidad, y por tanto, se halla tan apremiado por la búsqueda de us ‘bien individual’, que difícilmente puede exigírsele el que renuncie a él voluntariamente en favor del ‘bien común’ (…) al médico no se le debe convertir en juez ni en responsable de la justicia distributiva. su principio moral más propio, el que se halla en toda su tradición, es el de beneficencia, no el de justicia”.
2. Las dificultades del consenso ético
El acuerdo, al que parece haberse llegado, sobre estos principios rectores de la relación médico-enfermo, lo es en realidad sobre la concreción del bien común en esta relación interpersonal y social. Si el bien común está esencialmente constituido por tres bienes, el respeto a los derechos fundamentales e inalienables del ser humano, la exigencia del bienestar, -es decir de los bienes materiales, al que pertenecería la salud, culturales y espirituales-, y la paz, el principio de autonomía, en cuanto derecho humano, formaría parte del primero, el principio de beneficencia, del segundo, y el principio de justicia, del tercero, porque la paz es obra de la justicia. Se habría llegado, por tanto, la consenso sobre el bien común de la vida social sanitaria.
Sin embargo, como es sabido, este resultado, que parecen haber conseguido las corrientes de la llamada a veces “bioética secular” o “bioética civil” -para distinguirla de otras corrientes, cuyo punto de partida es religioso-, ha sido muy discutido. En primer lugar, se ha criticado su mismo punto de partida. Por una parte, su método: el pluralismo ético. “Para la ética secular, pluralismo significa la existencia de múltiples posturas irreconciliables entre sí acerca de lo que es bueno. En estas circunstancias, a lo más que se podría llegar -siempre que se intente un acuerdo- es a afirmar que no existe tal a acuerdo”.
Por otra, se critica el procedimiento. “Para poder ofrecer una ética coherente a la actual sociedad pluralista, la ética secular aporta como único remedio una solución política: intentar armonizar las distintas posturas discordantes. Para llevar a cabo esta armonización, el procedimiento más apto sería el democrático. Por medio de la votación llegaríamos a un acuerdo sobre los mínimos éticos que deberían regir en la sociedad, a la hora de decidir medidas de política pública. De este modo, se da una solución política a un problema ético”.
En segundo lugar, se censuran sus resultados. Por un lado, su insuficiencia. “Como es lógico, dada la discordancia de opiniones éticas, siempre se tratará de una ética minimalista, pues el común denominador entre posturas muy discordantes es necesariamente muy reducido”. Se encuentran a faltar muchos valores, porque: “La ausencia de criterios objetivos para elegir entre los diversos valores que se proponen, hace que los debates en el ámbito de la bioética secular sean algo penosos y muy pobres los resultados”.
Por otro, su particularismo. Las tesis consensuadas: “No podrían albergar la pretensión de ser universales, pues, dentro del mecanismo democrático, no se puede atribuir a una postura más peso que a otra. A excepción del mayor número de votos, no hay nada en un mecanismo de votación que permita hablar de verdad o falsedad de una postura ética. Por tanto, el relativismo, con el consiguiente subjetivismo, aparece como un elemento intrínseco de la ética secular. Por otra parte, este relativismo y subjetivismo se adaptan sin problemas al utilitarismo que late en la sociedad occidental”.
En tercer lugar, se ponen muchos reparos a la sistematización de los tres principios. Se les objeta: “Que son incapaces de explicar muchas de las conductas que son comunes en la experiencia clínica cotidiana. El cuidado de los enfermos en estado de coma, de los ancianos dementes o de los enfermos mentales es algo inexplicable desde estos principios, pues estos enfermos no pueden satisfacer su necesidad de autonomía (…) Llevando el argumento hasta el extremo, los principios de la bioética secular no pueden fundamentar ni siquiera el respeto a las personas dormidas”.
Quizá una objeción más grave es que con tales principios no permite la distinción entre los seres humanos y los animales. Ha escrito Peter Singer, padre del movimiento de “Liberación animal”, que: “Para formular un juicio ético se ha de ir más allá de los intereses personales o de sector, y tener en cuenta los de todos los afectados. Esto significa que sopesamos los intereses considerados simplemente como intereses, no como mis intereses, o los intereses de los australianos o de los blancos. Esto nos proporciona un principio básico de igualdad: el principio de igual consideración de los intereses. La esencia del principio de igual consideración de los intereses consiste en que en nuestras deliberaciones morales asignamos igual peso a los intereses semejantes de todos aquellos a quienes nuestras acciones afectan”.
Este principio de igualdad de intereses es fundamental, porque es el que permite establecer la igualdad entre todos los seres humanos. “íšnicamente un principio moral de esta clase puede autorizarnos a defender una forma de igualdad que abarque a todos los seres humanos, con todas las diferencias que entre ellos existen”. En el racismo no se sigue, porque se da primacía a los intereses de una raza. En el “sexismo”, se da a los intereses del propio sexo. Se viola también en el “especismo”, que consiste en permitir que los intereses de la propia especie primen y hasta anulen los grandes intereses de las otras especies.
Sostiene, por consiguiente, que: “Si bien, ese principio ofrece efectivamente una base adecuada para la igualdad humana, se trata de una base que no puede limitarse a los seres humanos”. Aunque parece una tesis muy chocante, hay una razón para sostenerla: “Tras haber aceptado el principio de igualdad como sólida base moral para las relaciones con otros miembros de nuestra propia especie, nos vemos ante el compromiso de aceptarlo como sólida base moral para las relaciones con aquellos seres que no pertenecen a nuestra propia especie, es decir, con los animales no humanos”.
El principio de igualdad supone que: “Nuestra preocupación por los demás no debe depender de cómo sean ni de las capacidades que posean”. También que: “El hecho de que un ser no sea miembro de nuestra especie no nos da derecho a explotarlo, y -de manera similar- que el hecho de que otros animales sean menos inteligentes que nosotros no significa que sus intereses puedan ser ignorados”.
Según esta argumentación: “De la misma manera que la antropología cultural ha sustituido los paradigmas etnocentristas por el relativismo cultural, la ética habría de reemplazar el especiesismo humano por un relatismo biológico. Es interesante observar ya que la denuncia del especiesismo se coloca habitualmente en la dirección marcada por la universalización de la moral. Se mantiene que el progreso moral viene determinado por un movimiento de universalización: si al principio se considera como objeto de preocupación moral sólo al próximo y al igual, al miembro de la propia familia, raza o cultura, al final del proceso de universalización se considera que la única propiedad moralmente relevante es ser humano, y no ser judío o gentil, griego o bárbaro, varón o mujer. Todo el proceso es una dinámica de superación de particularismos, un ir alcanzando progresivamente la imparcialidad y la objetividad”.
Toda esta explicación conduce al resultado de que el principio de justicia y el de beneficiencia no parece que puedan limitarse a los humanos. Ni tampoco, el de autosuficiencia. Si se pusiera en ella, el límite entre la especie humana y las otras especies animales, por una parte se podría argumentar: ” Los seres humanos podemos hablar de conceptos como los de ‘vida’, ‘muerte’, ‘conciencia de sí mismo’, etc., pero esto, por sí mismo no demuestra que seamos más reales para nosotros de lo que es un animal para sí, pues el último se halla orientado hacia el futuro tanto como lo estamos nosotros. El animal no puede, que sepamos, verbalizar acerca de su propio futuro, pero todos sus procesos fisiológicos se hallan lo mismo que los nuestros, orientados hacia el futuro. El hecho de que veamos nuestro futuro en términos de preferencias, deseos, etc., y de que el animal viva ‘hacia el futuro’ de un modo específico suyo, dominado acaso por los instintos, no equivale a decir que su futuro cuente para él menos”.
Por otra, que independientemente de: “si algunos animales no humanos son o no son autoconscientes y autónomos (…) Tenemos derecho a preguntar por qué se ha de considerar más valiosos a los seres autoconscientes, y en particular, por qué el supuesto mayor valor de un ser consciente de sí mismo debe dar como resultado que se prefiera los intereses secundarios de un ser autoconsciente a los intereses primarios de un ser meramente sensible, aun cuando no esté en juego la autoconciencia del primero de ellos”. No tiene nada que ver la conciencia de sí mismo o la autonomía para distinguir realmente a los animales humanos de los que no lo son. “Los intereses son intereses, y se les debe otorgar igual consideración sin tener en cuenta si son intereses de animales humanos o no humanos, dotados o no de autoconciencia”.
Una vez sustituida la racionalidad, tan criticada en nuestra época posmoderna, por la sensibilidad, que permite ampliar el campo de lo ético hasta las especies de animales capaces de experimentar el dolor, se pueden llegar a extremos como el de sostener que: “No acordemos a la vida de un feto mayor valor que a la vida de un animal no humano situado en un nivel similar de racionalidad, autoconiencia, percatación, capacidad para sentir, etc. (…) De hecho, es difícil condenar un aborto practicado por las razones más triviales, incluso bien avanzado el embarazo, en una sociedad que hace una carnicería de formas de vida mucho más evolucionadas por el simple sabor de su carne”.
Ni la autonomía, ni ninguno de los otros dos principios, permiten, en definitiva, la demarcación de la ética. “Recuérdese -escribe Singer- que hay seres humanos mentalmente retardados que tienen menos derecho a la pretensión de autoconciencia o de autonomía que muchos animales no humanos. Si usamos estas características para abrir una brecha entre los humanos y otros animales, colocamos a esos desdichados seres humanos del otro lado de la brecha; y si se considera que ésta delimita una diferencia en el status moral, entonces esos seres tendrían más bien el status moral de animales que el de humanos”.
3. La racionalidad de la naturaleza humana
Todas estas objeciones revelan, como ha indicado Diego Gracia, que: “La pura ética civil de consenso es relativista y convencionalista, porque carece de verdadera fundamentación”. Sin embargo, precisa que: “Los procedimientos democráticos y de consenso son no sólo importantes sino necesarios, pero no se hallan auténticamente legitimados más que cuando respetan unas ciertas reglas de juego y unos mínimos morales. Lo demás acaba siempre en maquiavelismo (…) La ética de mínimos considera que el consenso y la democracia no son posibles sin la aceptación de unos mínimos objetivos, entre los que se encuentran los llamados mínimos morales”.
Las mismas objeciones a los tres principios, que parecían posibilitar el asentimiento de todas las corrientes bioéticas, muestran que para que puedan aceptarse hay que admitir como un “mínimo moral”, en primer lugar, la racionalidad de la naturaleza humana. El hombre manifiesta la posesión de una naturaleza racional, cualidad que le caracteriza y diferencia de los otros seres vivientes corpóreos.
La razón humana funciona espontáneamente y, encontramos, por ello, manifestaciones de pensamiento en el hombre primitivo. Puede decirse con toda seguridad que, desde el momento que el hombre aparece sobre la Tierra, ejercita su facultad de pensar, intentando con ella dar solución a los problemas que le plantea la realidad. Aunque su modo de pensar sea primario y sus soluciones muy rudimentarias y expresadas en forma mitológica, no. por ello, deja de ser pensamiento, el resultado de una elaboración y coordinación de conceptos universales.
Ya Platón y Aristóteles indicaron que el principio de todo conocimiento científico está en el afán de saber, suscitado por el conocimiento peculiar del hombre. También Santo Tomás, uno de los autores que mejor ha asimilado la filosofía griega, insistió muchísimo en la importancia de la razón y su orden para toda la vida humana, tanto en la dimensión teórica como práctica, ya que constituye su regla propia.
Como ha indicado un tomista contemporáneo: “Si el asombro es el comienzo de la filosofía, puede decirse que este fue, por el contrario, para Santo Tomás el primer y fundamental asombro, origen de todos los demás, aquel del que es literalmente verdad decir que nunca salió. Que haya seres inteligentes y, como él dice, intelectos, esto fue siempre, para él, un motivo de admiración (…) Que el intelecto pertenezca al individuo que lo posee, y que este conozca a través de él, es casi demasiado bello para ser verdad. Debe haber ahí un misterio”.
El conocimiento intelectual en cuanto tal trasciende la singularidad, y el “misterio” está en que no cancela al mismo hombre concreto singular como sujeto cognoscente. Existe precisamente para perfeccionarlo en su particularidad. De ahí que el hombre conciba su propio conocimiento racional como una actividad humana El conocimiento es así algo que le conviene por ser hombre.
A pesar de la innegable y patente apertura universal del conocimiento intelectual en cuanto tal, el hombre singular, cada uno de nosotros los hombres, es el sujeto de la actividad cognoscente. “El hombre no es una inteligencia que piensa, sino un ser que conoce otros seres en cuanto verdaderos, los ama en cuanto buenos y los goza en cuanto bellos“. Quien conoce es el individuo humano y, precisamente, con la universalidad e infinitud del conocimiento, supera y trasciende su misma singularidad.
El entendimiento le es útil al hombre para reparar su deficiencia en cuanto parte del todo, porque: “Una cosa puede ser perfecta de dos modos. De uno, en cuanto a la perfección de su ser, que le compete según su propia especie. Sin embargo, puesto que el ser específico de una cosa es distinto del ser específico de otra, por ello, a la perfección tenida de este modo, por cualquier cosa creada, tanto le falta de perfección absoluta cuanto más perfecta se encuentra en otras especies, de suerte que la perfección de una cosa, en sí misma considerada, es imperfecta, como parte que es de la perfección de todo el universo, la cual surge de las perfecciones de todas las cosas singulares unidas entre sí”.
Por ser parte del todo, el hombre posee esta clase de perfección, que, en realidad, es una perfección imperfecta. No obstante, tiene otra perfección que compensa esta limitación. “Para que hubiese algún remedio a esta imperfección, se encuentra otro modo de perfección en las cosas creadas, según el cual la perfección, que es propia de una cosa, se encuentra en otra; y esta es la perfección del cognoscente en cuanto tal, porque, según esto, al ser conocido algo por el cognoscente, el mismo conocido de algún modo está en el cognoscente; y, por esto, dice Aristóteles, en III De Anima que ‘el alma es en cierto modo todo’, porque está hecha para conocerlo todo. Y según este modo, es posible que en una cosa exista toda la perfección del universo. De donde ésta es la última perfección a que podría llegar el alma, según los filósofos, que en ella se describiese todo el orden del universo y sus causas, en lo que pusieron el fin último del hombre”.
El hombre remedia su particularidad con su entendimiento, ya que le permite la apertura a lo universal. Podría decirse que con esta posibilidad supera el ámbito de su singularidad, en cuanto, por una parte, puede ser objetivo, o situar el valor de las cosas en el orden del todo, y, por otra, querer el bien universal, por encima de sus intereses singulares. El conocimiento es, por tanto, perfeccionante del sujeto singular.
Esta peculiar situación del hombre en el mundo la expresaba el pensamiento griego con la expresión “microkosmos“, un mundo menor. El hombre sería la síntesis de todo el universo, de todo lo que se encuentra cuanto se encuentra disgregado en el cosmos. En esta imagen, que fue asumida por Aristóteles, el hombre aparece no sólo estando en el mundo, sino formando parte de el, de un modo completo, como su compendio. Después Santo Tomás, la expresó como la imagen del mar, al que van a parar todos los ríos .El hombre es como el mar en el que desembocan los ríos de las demás seres.
La existencia y estas características generales de la facultad intelectiva son evidentes y parece que es el mínimo aceptable por todo hombre. Con una reflexión más profunda, se intentará después explicar su origen, su causa y su funcionamiento, y a medida que se vayan logrando resultados más concretos, puede que aumenten las discrepancias entre los autores. Sin embargo, la existencia del conocimiento intelectual y la infinitud que proporciona al sujeto individual de esta actividad cognoscitiva se muestra como patente en sí mismo y como presupuesto de toda ltuerior aclaración conceptual.
Una consecuencia, que se presenta también con idéntica certeza indubitable, es que por tener una naturaleza racional, el hombre posee una dignidad superior a la de todos los otros seres materiales, inertes y vivientes. Con su naturaleza racional está abierto a la comunicación en la verdad y el bien y a la solidaridad humana. Sus facultades superiores tienen un alcance universal que le hacen distinto de los otros seres individuales infrahumanos, como son las plantas y los animales irracionales.
Igualmente es diferente de ellos por sus facultades inferiores, y todo su obrar humano, incluso el que posee en común con todos estos grados inferiores de vida, y hasta con los seres inertes, ya quedan penetradas por la racionalidad, quedando así cualificadas y dignificadas. Lo animal y corpóreo del hombre, por consiguiente, no es idéntico a los otros cuerpos y animales. Es superior por la presencia de la racionalidad en su misma naturaleza y actividades. Todo en el hombre participa de su eminente dignidad racional.
4. La personalidad del ser humano
Los principios de beneficencia y de justicia no se pueden justificar definitivamente, ni, por tanto, admitir su certeza en sentido estricto, sin la afirmación más profunda de la racionalidad humana. Si no se entiende que significa hacer el bien o el procurar la igualdad, no es posible cumplir estos principios éticos universales. Igualmente, el primer principio de la autonomía, más fundamental que los otros dos, se fundamenta en otra tesis más básica, incluso que la de la racionalidad. Este segundo “mínimo moral”, también evidente por sí mismo, y que se impone como indubitable con anterioridad de toda ulterior aclaración conceptual y discursiva, es el del carácter personal del ser humano.
Ya la gramática revela el estatuto especial de “persona”. El nombre “persona” a diferencia de los demás nombres, tanto comunes como propios, no significa primeramente la naturaleza, en este caso la naturaleza humana, que es común o universal a todos los hombres, y, por ello, predicable de cada uno de los hombres, porque lo son realmente. El término persona nombra directamente lo individual, lo propio y singular de cada hombre.
Persona significa directamente el ser personal propio de cada hombre, su nivel más profundo y misterioso. La persona no es algo, sino alguien. No es nombre de naturaleza sino del ser personal. La persona nombra a cada individuo personal, lo propio y singular de cada hombre, su estrato más hondo y básico, que no cambia en el transcurso de cada vida humana. Se refiere a lo que significamos con el término “yo”, “tu” “nosotros”, “el”, “alguien”, es decir, una realidad consistente, estable y autónoma.
La realidad personal se encuentra en todos los hombres. Ser persona es lo más común. Está en cada hombre. Todos los hombres y en cualquier situación de su vida, independientemente de toda cualidad, relación, o determinación accidental y de toda circunstancia biológica, psicológica, cultural, social, etc., son siempre personas en acto. En cambio, todos los atributos de la naturaleza humana cambian en sí mismos, o en diferentes aspectos, en el transcurso de cada vida humana. Pueden incluso considerarse en algún momento en potencia, o en hábito.
Además, las características del hombre son poseídas en distintos grados, según los individuos y sus diferentes circunstancias. Por el contrario, todo hombre es persona en el mismo grado. En cuanto personas todos los hombres son iguales entre sí, aún con las mayores diferencias en su naturaleza individual, y, por ello, tienen idénticos derechos inviolables.
La persona es siempre singular y concreta Las cosas no personales, son estimables por la naturaleza que poseen. En ellas, todo se ordena, incluida su singularidad, a las propiedades y operaciones específicas de sus naturalezas. De ahí que los individuos únicamente interesan en cuanto son portadores de ellas. Todos los de una misma especie son, por ello, intercambiables. No ocurre así con las personas, porque interesa su individualidad, su manera de ser propia. A diferencia de todos los demás, la persona humana es un individuo único, irrepetible e insustituible.
La singularidad más plena de la persona se advierte, en primer lugar, por su autoposesión. La persona se posee a sí misma por su entendimiento. Aunque en un grado limitado, como corresponde a su nivel de racionalidad, la persona se posee intelectivamente a sí misma. La posesión propia de la persona se lleva a cabo también por su facultad volitiva. Con esta autoposesión de la voluntad, la persona se quiere a sí misma. Por su autoposesión, o por ser dueña de sí misma -con sus facultades superiores, aunque en el grado indicado, como corresponde a la limitación de la inteligencia y de la voluntad del ser humano-, la persona es lo más individual.
En segundo lugar, se nota que la persona es lo menos común o más propio, por su vida personal. Entre todos los seres vivientes, únicamente las personas tienen una vida personal, una vida biográficamente descriptiva, que tiene interés por sí misma. Son las únicas que tienen biografía, porque tienen una vida individual y única. Tienen una vida como proceso unitario que no se explica únicamente por las características o propiedades de la naturaleza humana en general. En efecto, en las biografías no se determinan características o propiedades universales del hombre, sino que se intenta explicar de alguna manera la vida del hombre individual, la vida de una persona. La existencia de biografías patentiza que la persona trasciende su condición de individuo de la especie y aparece como ser inédito y original del que merece la pena ocuparse en su unicidad.
Con el nombre de persona se alude también al máximo nivel de perfección, dignidad, nobleza y perfectividad, muy superiores a las de su naturaleza. Tanto por esta última como por su persona, el hombre posee perfecciones, pero su mayor perfección y la más básica es la que le confiere su ser personal. La persona indica lo más digno y lo más perfecto. La persona significa inmediatamente una perfección suprema, básica y fundamental y no genérica.. Con el término persona no es significada directamente ninguna naturaleza, ni nada que pertenezca a ella, tal como, sin embargo, ocurre con todos los demás nombres.
Puede decirse, por ello, que la dignidad de cada hombre es doble, por su naturaleza racional y por ser persona. Está segunda dignidad, que es superior a la de naturaleza, es permanente e inalterable. La dignidad natural admite una cierta variación en los individuos e implica cambios en el transcurso temporal de la vida humana. En cambio, la dignidad personal siempre permanece en acto y en el mismo grado.
La dignidad de la persona tiene una primacía absoluta sobre todas las demás. Santo Tomás, al inicio de una de sus obras, la expresaba del modo siguiente: “Todas las ciencias y las artes se ordenan a una sola cosa, a la perfección del hombre, que es su felicidad”. La primacía de la persona se da no sólo en el orden natural, sino también en el cultural o humano. Si las más geniales creaciones culturales, científico-técnicas, artísticas, o de cualquier otro no tendiesen a la perfección -especulativa, moral, estética, o de otra dimensión-, al bien, de las personas en su singularidad, que son solamente las que pueden ser auténticamente felices, carecerían de todo sentido y de interés alguno.Todas las realidades son siempre relativas a la persona.
No hay nada, en este mundo, que sea un absoluto, todo esta siempre referido a la felicidad de las personas, el único absoluto en el mundo. Lo que justifica el dominio del hombre sobre él. La persona humana se puede servir de todo lo demás, aunque no de una manera arbitraria y sin límites, porque siempre ha de estar medida por el bien de la persona, de cada hombre individualmente considerado.
Todas estas consideraciones sobre la persona, implícitas en su significado común y usual, mueven a buscar su causa, a determinar el principio personificador, lo que hace que el hombre sea persona y posea esta eminente dignidad. A lo largo de la historia, se han dado distintas soluciones, que han provocado discusiones. No se ha conseguido un acuerdo unánime sobre lo que constituye al hombre en persona, lo que es la personalidad.
Sin embargo, al igual que la tesis anterior de la racionalidad, la de que el hombre es persona puede considerarse como un principio de la recta razón natural. Santo Tomás califica de “posiciones extrañas” al mismo saber a las tesis contrarias al entendimiento natural espontáneo, al sentido común. “Las opiniones de este tipo, que destruyen los principios de alguna parte de la Filosofía, se llaman posiciones extrañas, como la negación del movimiento, que destruye los principios de la Filosofía de la naturaleza. A la afirmación de tales tesis son llevados algunos hombres, en parte ciertamente por protervia, y en parte por argumentaciones sofísticas, que no son capaces de superar”. Estas posiciones extrínsecas al mismo saber racional obedecen a defectos del entendimiento y de la voluntad. Por consiguiente, el “mínimo moral”, al que deben consentir todas las corrientes bioéticas, es, en definitiva, el sentido común.
(Publicado en Cuadernos de Bioética, 35, 3º 1998, PP. 492-503)