Sinhogarismo

131
VIEWS

El filósofo José Ortega Gasset decía que “mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el ser humano vive en constante riesgo de deshumanizarse”.

Sin duda, esta afirmación es cierta y sigue vigente en una sociedad cada vez más deshumanizada, en la que muchas personas se ven obligadas a vivir en los márgenes de la misma. El fenómeno del “sinhogarismo” así lo confirma.

Tal como apuntó Esteban Sánchez Moreno, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, en el marco del I Congreso de Bioética de la Orden de San Juan de Dios, el sinhograrismo ya no puede tildarse únicamente de problema social, sino que es un problema ético. Por lo tanto, es una apelación ética que interpela a la sociedad en su conjunto.

El perfil habitual de persona sin hogar era fácil de definir hasta hace poco tiempo: hombre de mediana edad (mayor de 50 años), con una vida azotada por graves adicciones, problemas salud mental y exclusión social. Se trataba de personas que se habían alejado de la vida típica de la sociedad y se encontraban en la marginación debido a un perfil de la desgracia.

En la actualidad, ese perfil de la desgracia se ha transformado a causa del avance de nuevas desigualdades sociales más complejas (incertidumbre, precarización de las relaciones personales, del trabajo o el impacto de las revoluciones tecnocientíficas) y se ha ampliado a jóvenes y mujeres, muchos de ellos migrantes, pero también a personas que han perdido su empleo o que cobran pensiones tan precarias que no les permiten ni siguiera vivir con dignidad. En el caso de las mujeres, el sinhogarismo está relacionado con la violencia de género y desemboca en su gran mayoría en violencia sexual en último término.

El perfil de la persona sin hogar joven ha sido toda una sorpresa con la que, según el profesor Sánchez, nadie contaba y parece que no se está preparado para darle respuesta. Entre el 60 y el 80% de ellos proceden del sistema de protección de menores. Con estas cifras, quizás debería hablarse más bien de “desprotección de menores”.

La extrema vulnerabilidad asociada a todos estos colectivos es manifiesta, dado que sufren, por una parte, la vulnerabilidad ontológica inherente al ser humano siempre en peligro de ser dañado, pero también la social o contextual propias de la situación económica y social. De hecho, cualquiera puede caer en desgracia en la vida por diversos motivos, lo que puede provocar una situación de vulnerabilidad y fragilidad extremas que tienen como consecuencia la pérdida de una vida “normal”, ya sea de manera permanente o transitoria, como en el reciente caso de Valencia.

Asimismo, una sociedad marcada por la incertidumbre socioeconómica que tiene como uno de sus principales problemas el difícil acceso a la vivienda ha aportado complejidad al fenómeno del sinhogarismo. Los elevados precios de la vivienda, sobre todo de alquiler (casa entera o habitaciones), ha provocado la marginalización de muchas personas que, en el pasado, podían llevar una existencia relativamente cómoda.

Un buen ejemplo de ello es el caso de Joan-Ignasi Ortuño, un periodista con una carrera de 48 años, que al jubilarse se ha quedado literalmente en la calle. Con 68 años y una pensión de 830 euros tuvo que abandonar su piso de alquiler, porque no podía asumir el precio de 700 euros. Por otra parte, sin garantías, tampoco le ha sido posible obtener una habitación en la ciudad de Barcelona.

La desgraciada consecuencia es que Joan-Ignasi se ha visto obligado a dormir en la calle varias noches al no disponer del apoyo necesario de su círculo más cercano. Según su testimonio: “vivir en la calle es morir”, es duro vivir, es duro levantarse, es imposible dormir ni pensar, es una experiencia traumática que deja secuelas físicas y mentales en forma de profunda depresión, falta de concentración y fatiga.

Para evitar estas situaciones, el profesor Sánchez Moreno aludía a la necesidad de aplicar una suerte de “derecho a la comunidad”. Este derecho no está recogido en la regulación vigente, sino que está vinculado a los derecho humanos y permitiría a estas personas disfrutar de redes sociales familiares o informales (amigos, conocidos), así como de redes sociales formales con servicios tan básicos como la sanidad, la educación, los servicios sociales y la oportunidad de cobrar algún tipo de prestación para afrontar la exclusión social.

Las personas sin hogar no pueden disfrutar de esta participación efectiva en la sociedad, lo cual profundiza en su marginalidad y en su invisibilización. Por ello, el derecho a la comunidad es una apelación ética que se debería incorporar en las políticas públicas para luchar contra la pobreza, la exclusión social y el sinhogarismo.

Lamentablemente, los datos no acompañan, ya que más del 80% de personas sin hogar nunca han solicitado ningún tipo de ayuda, ni rentas de inclusión o ingreso mínimo vital, lo que confirma su falta de participación efectiva en la comunidad. Este hecho está íntimamente vinculado a la aporofobia, término que acuñó en su día Adela Cortina y que la Real Academia Española ha incluido en su corpus lingüístico.

Se define como “la fobia a las personas pobres o desfavorecidas” y fue elegida palabra del año 2017. Según Cortina, quienes producen verdadera fobia no son tanto los extranjeros como los pobres, porque parece que no pueden ofrecer nada bueno y no tienen recursos que aportar. En su libro homónimo, Cortina propone caminos de superación de esta fobia a través de la educación, la eliminación de las desigualdades sociales y la promoción de la democracia.

Por otra parte, la existencia y promoción de redes sociales, no informáticas, sino humanas es un punto clave para la integración y recuperación de estas personas. Muchas de ellas carecen de vínculos sociales, afectivos y por supuesto, laborales. En este sentido, algunas asociaciones trabajan para apoyar a este colectivo olvidado e invisibilizado.

Entre ellas, destaca la fundación Arrels que opera en la ciudad de Barcelona. Una de sus iniciativas más encomiables es el recuerdo de las personas sin hogar que han fallecido en los últimos años mediante placas conmemorativas por toda la ciudad. Este año 2024 se han colocado más de 550 placas de cartón en las calles de Barcelona con los nombres de todas estas personas para recordarlas. Como ellos mismos dicen, es un recuerdo sencillo pero poderoso.

Otra de sus iniciativas es el acompañamiento en la muerte de las personas sin hogar, que según los datos mueren más jóvenes, con aproximadamente 60 años, 27 años menos que el resto de ciudadanos. Uno de cada cuatro, de hecho, acabo muriendo en la vía pública.

En la fundación, procuran que tres personas se coordinen con los servicios funerarios del ayuntamiento de Barcelona para preparar el sepelio, elaboran un recordatorio y avisan del fallecimiento a los miembros de la entidad, así como a posibles familiares. Todo ello con el fin de proporcionar un último adiós desde la humanidad, en compañía y con la entidad y dignidad que merece el final de cualquier ser humano. Asimismo, se acompaña el féretro hasta un nicho del Ayuntamiento en el que se pronuncian unas palabras de despedida y se coloca una placa conmemorativa con los datos de la persona.

La escritora de este artículo da fe de que estas pequeñas lápidas ya son numerosas en el cementerio de Montjuïc, uno de los más grandes de la ciudad de Barcelona. La impresión al verlas es de tranquilidad y alivio, al saber que estas personas pese a que hayan vivido en la calle, no mueren en soledad, no se las despide de manera impersonal, sino que se intenta llenar ese vacío emocional con algo de humanidad y sobre todo, con los rituales que les son propios. Como muestra, se reproduce una imagen del Cementerio de Montjuïc que certifica la presencia de estas placas conmemorativas de personas sin hogar, con nombre, apellidos, edad y un pequeño recordatorio.

Es importante conservar los rituales, ya que es una de las grandes aportaciones humanas y el acompañamiento en el final de la vida, ya sea antes o después de la muerte, es uno de los momentos más definitorios. El filósofo Byung-Chul Han ya avisaba en su libro La desaparición de los rituales de que los rituales son acciones simbólicas que crean comunidad sin necesidad de palabras, que unen a las personas con hilos invisibles de solidaridad, sensibilidad y humanidad.

En una sociedad cada vez más fría y tecnificada, los rituales llenan esas carencias diarias y ayudan a olvidar la obsolescencia que el ser humano padece sin remedio. El acompañamiento en la muerte de las personas sin hogar es un signo de esperanza que permite reconocer y poner nombre al rostro humano que en la calle parece haberlo perdido.

La soledad es indudablemente otro de los grandes problemas que conlleva no solo el sinhogarismo, sino la situación de otros colectivos como el de los ancianos que viven solos o las personas dependientes con problemas cognitivos y de salud metal.

La sensación de que existe un ranking de personas más útiles para la sociedad, con una mayor aportación y, por tanto, que deben ser más protegidas que otras está cada vez más presente. Las diversas leyes de eutanasia y suicidio asistido que están operando en todo el mundo dan fe de ello.

Eso implica que la sociedad actual se apoya en una ética de corte utilitarista, en la que algunos “individuos obsoletos” quedan descartados por razón de su edad, discapacidad física o cognitiva, recursos económicos, preparación educativa y un largo etcétera. La soledad que acompaña a estos grupos es según la Organización Mundial de la Salud un problema de salud pública que junto con el suicidio se han convertido en las dos grandes epidemias de los últimos tiempos.

Una soledad que se hace patente no solo en la calle con las personas sin hogar, sino también en los hospitales, en los sociosanitarios, en las residencias de ancianos y en todos los lugares en los que se dan cita, sin desearlo, personas que viven en soledad. Todas esas personas ansían la visita de un rostro conocido que nunca llega, ya sea por carencia de vínculos familiares y afectivos, o por falta de vivienda o recursos económicos.

Al final, la soledad es una problemática multifactorial. Se produce dentro del marco de una profunda tristeza y fatiga vital, de las que es difícil escapar. La falta de sensibilidad, empatía, solidaridad, compañía, compresión y, en definitiva, de humanidad son sus principales causas.

Decía Ortega que el hombre corre el peligro de deshumanizarse. El sinhogarismo y sus fatales consecuencias confirma que su predicción se ha convertido en una desgraciada realidad.

 

Publicada por Sonia Jimeno | 04 de diciembre de 2024 | Sinhogarismo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Curso de Iniciación a la Bioética

Podrás hacerlo a tu ritmo

Mi Manual de Bioética

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies