Juan Manuel Burgos 1. Introducción El objetivo de este texto es intentar determinar la noción de naturaleza que usa la filosofía personalista[1]. El objetivo es ciertamente ambicioso porque este concepto es central en la filosofía y, por tanto, incorpora en su misma estructura una enorme tradición de pensamiento. …
Juan Manuel Burgos
1. Introducción
El objetivo de este texto es intentar determinar la noción de naturaleza que usa la filosofía personalista[1]. El objetivo es ciertamente ambicioso porque este concepto es central en la filosofía y, por tanto, incorpora en su misma estructura una enorme tradición de pensamiento. Además, dada la alergia que la filosofía tiene a la univocidad, existen numerosísimos conceptos de naturaleza[2], dificultad que no se resuelve acudiendo al lenguaje común sino que más bien se agiganta. Pensemos, por ejemplo, en expresiones como “es natural que sea así”, “la naturaleza humana”, “naturaleza y gracia”, “es de buena naturaleza”, “un producto natural”, “de naturaleza material”, “hay que proteger la naturaleza” que, dentro de una cierta comunidad de significado, apuntan a realidades bastante diversas. Resulta imprescindible, por tanto, delimitar más estrictamente el objetivo de estas páginas para no pecar de pretenciosos y, puesto que no es posible definir unívocamente el concepto de naturaleza, parece que lo más adecuado es identificar sus sentidos principales y establecer la posición del personalismo con respecto a ellos.
Este es el camino que vamos a seguir centrándonos en las tres concepciones fundamentales de naturaleza[3]: 1) la naturaleza como conjunto de las cosas naturales; 2) la naturaleza como principio metafísico en el marco de la tradición aristotélico-tomista, y 3) el concepto moderno de naturaleza como lo biológico, institintivo y, por tanto, opuesto a lo específicamente humano. Procederemos del modo siguiente: primero describiremos estos conceptos; señalaremos después la confrontación que surge entre ellos y, posteriormente, precisaremos la posición del personalismo tanto en relación al debate como especialmente a la concepción tomista de naturaleza, porque si bien el personalismo toma algún elemento de la modernidad, en esta cuestión se encuentra muy cercano, con los matices que diremos, al tomismo[4].
2. Tres conceptos de naturaleza y un problema
1) La naturaleza como conjunto de las cosas naturales
Hay un primer concepto de naturaleza, el que se emplea de manera más generalizada en el lenguaje común, que responde al conjunto de las cosas naturales, es decir, al cosmos, las plantas y los animales, o, dicho de otro modo, a todo aquello que no es humano. Este concepto sugiere generalmente perfección, belleza, espontaneidad, armonía, pureza, antigüedad no violada, situación originaria. Contiene la idea de que ese mundo tiene principios o leyes que el hombre no puede alterar ni controlar internamente. Sólo puede acceder a ellos desde fuera, utilizándolos, protegiéndolos y favoreciendo su desarrollo (la actual mentalidad ecológica) o bien alterándolos o suprimiéndolos. Afirmar de algo que es natural en este primer sentido remite, por tanto, a alguna de las ideas que se acaban de mencionar. Los “productos naturales” están elaborados según las reglas propias de la naturaleza y con mínima intervención humana; se dice que alguien se “comporta de manera natural” cuando actúa de manera espontánea y sin recovecos; “un parque natural” es un territorio en el que se conserva la naturaleza tal como es originariamente sin la intervención humana, etc.
No se trata, de todos modos, de un concepto simple. Hay acontecimientos “naturales” que se presentan como “antinaturales” -un monstruo, un terremoto, fuegos, fenómenos de desertización, etc.- y parecen requerir la intervención humana (antinatural o no natural) para reponer el orden “natural”. Por otro lado, la concepción de “lo natural” varía con el tiempo. Según el grado en que el hombre domine la naturaleza esta puede parecer más amable o más hostil; ha habido épocas en las que el hombre atribuía a la naturaleza un carácter sagrado o semi-sagrado, etc[5]. De todos modos, y a pesar de estos matices y dificultades, parece que puede aislarse aquí de manera bastante definida un núcleo de significado del término naturaleza.
2) La naturaleza como principio metafísico
El segundo significado básico de naturaleza lo proporciona el concepto filosófico y, más en general, metafísico, desarrollado por Aristóteles[6] y recogido y ampliado por la tradición escolástica y, principalmente, por Santo Tomás.
Resumiendo muy sintéticamente la riqueza de matices que comprende esta noción en esta tradición cabe señalar que implica básicamente dos ideas distintas:
1) lo que las cosas son, el qué de las cosas. La naturaleza de una cosa indica su modo de ser y en este sentido es un concepto muy cercano a la esencia;
2) el principio intrínseco de movimiento de las cosas que les hace tender hacia sus fines; la naturaleza desde este punto de vista es un principio dinámico, activo.
Estos dos elementos se unen para dar el concepto general y clásico de naturaleza desde el punto de vista de la tradición metafísica: la naturaleza es la esencia en cuanto principio de operaciones, el principio de cada realidad que le lleva a comportarse de la manera adecuada a lo que ella es[7].
El concepto de naturaleza así concebido trae en causa también a otras dos importantes nociones. La primera es la de sustancia que, desde cierto punto de vista, se asemeja a la esencia[8]. La segunda, quizá mas importante que la primera para los razonamientos que vendrán a continuación, es la de causa. La naturaleza es causa del movimiento de la cosa desde dos puntos de vista. Ante todo es causa eficiente porque produce de hecho el movimiento; el ser se mueve gracias a la fuerza que se cela en su naturaleza; pero es también y sobre todo causa final. La naturaleza determina los fines de los entes y, como sabemos, estos determinan a su vez el movimiento[9]. Por tanto la naturaleza es causa final. Ejemplificar estas nociones es sencillo. La naturaleza de los animales es el modo de ser que les impele a conseguir y obtener aquello a lo que aspiran (fines) y que viene determinado por su mismo modo de ser. Y lo mismo ocurre con el hombre. Su naturaleza le hace actuar para conseguir y obtener aquello que es propio del modo de ser del hombre.
Cabría ahora preguntarse, hecha esta sumarísima exposición, si la noción de naturaleza así entendida guarda alguna relación con la de naturaleza entendida como conjunto de las cosas naturales. Y la respuesta es que, aunque presentadas de este modo puedan parecer muy alejadas una de otras, tienen numerosos puntos en común ya que, de hecho, cuando Aristóteles elabora su noción de naturaleza está pensando fundamentalmente, aunque no exclusivamente, en el mundo natural[10]. Esos elementos de contacto se encuentran, en primer lugar, en que la naturaleza se concibe en ambos caso como un principio de dinamismo intrínseco. Y, en segundo lugar, en que la naturaleza parece presentar en ambos casos un carácter “dado” y “estable”, independiente y ajeno a la acción humana. Las leyes de los seres naturales, en efecto, no son un producto ni una construcción del hombre. Están ahí y el hombre, como mucho, puede descubrirlas o emplearlas mientras que al individuo en el que habitan en cierto sentido se le imponen (y le definen) desde su carácter de causa final[11]. También esto es válido para el hombre pero con una salvedad decisiva: la irrupción de la libertad. Los demás seres siguen las leyes de su naturaleza de manera obligatoria y prácticamente automática o instintiva; el hombre, por el contrario, lo hace de manera libre, lo que significa que puede no seguirlas y actuar así en contra de su propia naturaleza, algo inconcebible en el mundo natural.
Este carácter de datidad fue visto por Aristóteles básicamente como un hecho, como un dato que la experiencia transmitía al hombre: el mundo natural estaba ahí y era así, pero no le dio una significación teológica. Y tampoco se la dio Platón para quien el demiurgo encontraba, pero no creaba, la materia que debía transformar. El cristianismo, sin embargo, y especialmente el medioevo, al disponer de la idea de creación, vio aquí la mano de Dios. La datidad de la naturaleza, incluida la humana, remite necesariamente en última instancia a un agente inteligente capaz de crear esa hermosísima constelación de causas finales. Un agente que sólo puede ser Dios. Esta asunción de las tesis griegas en la cosmovisión cristiana dio lugar, según Glacken, a “una concepción del mundo habitable de tal fuerza, poder de persuasión y flexibilidad, que podría mantenerse como una interpretación de la vida, la naturaleza y la tierra aceptables para la gran mayoría de los pueblos del mundo occidental hasta el sexto decenio del siglo XIX”[12].
3) El concepto moderno de naturaleza: lo natural como biológico y, por consiguiente, como contrapuesto a lo esencialmente humano: libertad, historia, cultura, arte, espíritu
El pensamiento moderno es tremendamente rico, dispar y, por lo tanto, no generalizable, pero dentro de esa diversidad existe una poderosa corriente de significación común, presente en muchos filósofos (Hume, Kant, Hegel, Ortega) que se puede considerar la “visión moderna” de la naturaleza. Consiste en concebir lo natural como lo perteneciente o derivado del mundo biológico y, por tanto, instintivo, determinista y mecánico. La naturaleza y lo natural es, justamente, lo propio del mundo natural (cosmológico) y, precisamente por eso, se contrapone de manera inevitable y necesaria a las características más propias de lo humano. Para la posición moderna la naturaleza es fija y ahistórica, frente a los cambios consustanciales con la existencia humana; es necesaria, frente a la ineludible presencia de la libertad en cualquier hechura del hombre; es a-cultural y representa el reino de lo material frente a la marca de la espiritualidad inevitable en cualquier obra humana.
Ortega, haciéndose portavoz de esa tradición de pensamiento, lo ha expresado de manera brillante y perentoria: “Podéis llamar a la Naturaleza como gustéis; es la diosa que acude a una evocación de mil nombres: naturaleza es la materia, es lo fisiológico, es lo espontáneo. En una sinfonía de Beethoven pone la Naturaleza las tripas de cabra sobre el puente de los rubios violines, da la madera para los oboes, el metal para los clarines, el aire vibrátil para las ondas sonoras. Y todo lo que en una sinfonía de Beethoven no es tripas de cabra, ni madera, ni metal, ni aire inquieto, es cultura”[13].
4. El problema
El problema al que aludíamos en la introducción se advierte con suma claridad en la presentación de conceptos que acabamos de hacer. El primero, la naturaleza entendida como conjunto de las realidades no humanas, no presenta particulares dificultades pues se asume pacíficamente tanto por la comunidad científica como por el lenguaje común. Eso no significa que no requiera profundizaciones y revisiones como las que ha planteado el movimiento ecológico. Pero sí es posible asumir que no es un concepto intrínsecamente problemático y que, en sus líneas esenciales, es acogido y recogido por las posiciones 2 y 3. Esta común aceptación es, sin embargo, probablemente el único punto de coincidencia entre ambas pues, en el resto ,se oponen de manera bastante radical, hecho, por otra parte, en nada sorprendente teniendo en cuenta que responden a dos concepciones filosóficas bastante alejadas entre sí.
¿En qué puntos se establece esa contraposición? Se podría decir que, prácticamente, en todos pues, en cierto sentido, la concepción moderna de naturaleza procede de una determinada interpretación o comprensión de la noción aristotélica (especialmente en su aplicación al hombre) que se ve como negativa y se rechaza. Para los modernos, en efecto, la concepción aristotélica de naturaleza establece un marco teleológico excesivamente estricto que, si ya presenta fisuras en el mundo propiamente natural, impide de manera decisiva la posibilidad de existencia de las categorías específicamente humanas como la libertad, la cultura, el arte o el espíritu[14]. Lo propio de la naturaleza es la determinación mientras que lo propio del hombre es la libertad. Por eso, para los modernos, la indagación y comprensión de lo específico humano debe hacerse oponiéndose, más aún, liberándose de la concepción clásica de naturaleza[15].
Para la postura clásica, por el contrario, el rechazo del concepto de naturaleza, además de estar intelectualmente injustificado, genera muchos problemas, entre ellos el de propiciar un deletéreo relativismo antropológico. La experiencia nos muestra que todo ser, incluido el hombre, tiene una naturaleza, un modo de ser esencial. Y si rechazamos ese concepto caemos tanto en un profundo error intelectual como en una grave confusión antropológica y ética. Porque, si el hombre no tiene naturaleza, es decir, un modo de ser determinado, ¿de qué hablamos cuando hablamos del hombre? ¿A qué ser nos referimos? Como todas las plantas y animales tienen su naturaleza específica, los podemos conocer y reconocer, pero si el hombre no tiene naturaleza, si es sólo cultura, arte y libertad: ¿qué es el hombre, si es que existe? ¿Cómo podemos establecer un mínimo común denominador –que habría que llamar naturaleza- entre los hombres del siglo XXI, los medievales, los romanos o los primeros pobladores del planeta? ¿Estaríamos hablando del mismo ser o, simplemente, de una realidad indiferenciada que evoluciona y que, por comodidad, denominamos hombre? ¿Qué posibilidades quedarían entonces para una ética colectiva más allá de un mero relativismo moral? El problema, además, no se plantea sólo a nivel diacrónico, sino también sincrónico: ¿Qué nos permite afirmar que todos los hombres que hoy existen en el planeta son auténticamente e igualmente hombres? ¿Y qué nos permite afirmar, en consecuencia, la validez universal de los derechos humanos?
3. La solución tomista y el planteamiento personalista
Los intentos de compaginar o armonizar ambas soluciones a lo largo del último siglo han sido muy numerosos, sobre todo por parte de pensadores de la corriente clásica, que consideran que no se puede ni se debe renunciar a la noción de naturaleza. En este sentido, una de las argumentaciones más básicas y recurrentes que se han dado consiste en señalar que la concepción que la modernidad tiene de la noción metafísica de naturaleza es errónea y reductiva, por lo cual, al menos una parte de este debate no consistiría en un conflicto intelectual poderoso sino en un conflicto aparente, uno de los pseudo-conflictos filosóficos que se ha complacido en denunciar la filosofía analítica. Los tomistas y los modernos (caracterizándolos de esta manera tan genérica) estarían apuntando a realidades diferentes al utilizar el concepto de naturaleza, y esa equivocación de partida es la que daría origen a la confusión.
Wojtyla ha desarrollado específicamente esta idea del conflicto aparente en un artículo, por lo que seguiremos su argumentación: “Si comparamos estas dos realidades, por un lado, la noción de persona y, por otra, la noción de naturaleza, debemos darnos cuenta de que hay al menos dos significados de la noción de ‘naturaleza’. En la escuela tomista, en la escuela de la ‘filosofía perenne’, estamos acostumbrados a entender exclusivamente la naturaleza en sentido metafísico, es decir, como sustancia de una cosa tomada como principio de toda actualización de la misma cosa. Subrayo toda, porque esta acentuación más adelante se nos revelará útil. Nos será particularmente útil cuando procuremos darnos cuenta de que ‘naturaleza’ puede tener otro significado. Sin duda será el significado que atribuyen a esta noción los fenomenalistas, pero quizá también los fenomenólogos. Se puede decir que, desde su punto de vista, la naturaleza es como el sujeto de una actualización instintiva. Tiene, por tanto, un significado más estricto y limitado. Si decimos que algo sucede por naturaleza, subrayamos inmediatamente que eso ‘ocurre’, que se ‘actualiza’ y no que alguien realiza un acto, que alguien actúa. En un cierto sentido, la naturaleza según este último significado excluye a la persona como sujeto activo”[16].
Wojtyla muestra aquí con claridad los conceptos moderno y clásico de naturaleza y, con ello, apunta a la solución del problema: la modernidad rechaza para la persona un concepto de naturaleza limitado al mundo de lo biológico e instintivo. Y en esto tiene razón; lo que ocurre es que el concepto clásico de naturaleza no se limita a poner en juego esas dimensiones, es un concepto metafísico y, por eso, se refiere a toda la persona, como subraya Wojtyla, e incorpora tanto los aspectos somáticos como los psíquicos y espirituales con sus rasgos ineludibles e inseparables de inteligencia y libertad. Que el hombre tenga naturaleza, por tanto, no significa en absoluto que tenga que comportarse de modo instintivo, mecánico o biológico, como si se tratara de un animal; significa ciertamente que, al igual que las plantas o los animales, tiene un modo de ser específico, una esencia en cuanto principio de operaciones, pero a esa igualdad fundamental hay que añadir una profunda diferencia, que la misma naturaleza del hombre es inteligente y libre. Por eso, cuando se dice que la persona se comporta o se debe comportar según su naturaleza no se está haciendo una cesión al mecanicismo ni se está describiendo a la persona con una instrumentación conceptual que la priva de dimensiones esenciales; se está, simplemente, expresando de manera verdadera y completa –aunque quizás de modo implícito- la realidad humana: que el hombre tiene una naturaleza, que debe comportarse de acuerdo con esa naturaleza, pero que esa naturaleza es libre.
Cabría objetar que, en realidad, la dimensión espiritual y libre de la naturaleza humana es una consideración externa a ese concepto, a la que se recurre para resolver el problema que la historia del pensamiento ha acabado planteando: la confrontación entre naturaleza y libertad, entre naturaleza y espiritualidad. Pero, desde dentro del tomismo, esta acusación resulta infundada. El tomismo siempre ha reivindicado la racionalidad y, consecuentemente, la espiritualidad de la naturaleza humana, reivindicación que se encuentra en multitud de textos comenzando por la conocidísima definición Boeciana de la persona: substancia individual de naturaleza racional. Racional, es decir, voluntaria y libre puesto que, como sabemos, para Tomás de Aquino, la voluntad es un apetito racional.
Por lo tanto, el rechazo moderno de la noción clásica de naturaleza se basaría fundamentalmente en un malentendido lingüístico, ligado quizás a una diferente ponderación de las cualidades de la persona en las diferentes tradiciones filosóficas. La tomista, centrada en las estructuras esenciales y permanentes, insistiría en esos rasgos al referirse a la naturaleza de la persona, mientras que la modernidad, enamorada de la libertad, resaltaría los aspectos de creatividad e irrepetibilidad propios de cada sujeto humano. Ahora bien, como la naturaleza de la que habla el tomismo es una naturaleza libre no tendría por qué plantearse una oposición sustancial entre ambas a menos que la posición moderna quisiera negar la realidad de un núcleo común y universal para todas las personas. Ahí sí que nos encontraríamos frente a un problema real y, por lo tanto a una ruptura y oposición radical entre ambas concepciones. En la medida en que la posición moderna negase la estabilidad de un núcleo personal y nos deslizásemos hacia un concepto completamente evolutivo o historicista de la naturaleza o hacia un mero rechazo frontal del concepto, la confrontación con la posición tomista sería total e insuperable. Y esta posición se ha dado, efectivamente, en numerosos pensadores modernos. No se ha planteado simplemente el rechazo de tal o cual concepto de naturaleza sino un refutación global del concepto quizás, al menos en algunos casos, para liberarse de las referencias externas al hombre que ese concepto supone de manera implícita pero inevitable.
No hay que olvidar, en efecto, que el concepto metafísico de naturaleza lleva implícita la dimensión de “datidad”, el hecho de que el hombre no forja su naturaleza, si no que se la encuentra dada, recibida. Ahora bien, si el hombre no ha forjado esa naturaleza, ¿quién lo ha hecho? Los griegos, que no poseían un concepto radical de trascendencia, podían operar con la carga pasiva que supone el concepto de naturaleza sin resolver explícitamente esta pregunta, pero, en un mundo cristiano, esto ya no es posible. La cuestión debe resolverse de uno u otro modo porque la pregunta radical por el origen de la naturaleza ha sido enunciada y ya no es posible ignorarla. Y, ante esta situación, determinadas posiciones ateas o agnósticas pueden considerar imprescindible la eliminación del concepto de naturaleza que apela de manera natural a Dios como su fundamento. Wojtyla ha expresado el problema con claridad: “la coherencia entre la persona humana y el derecho natural es posible sólo cuando se admite una cierta metafísica de la persona humana y, por consiguiente, también una cierta subordinación con relación a Dios, subordinación, por lo demás, muy honorable. Si, por el contrario, no admitimos tal concepción del hombre, entonces el conflicto es inevitable y real”[17].
En definitiva, desde la posición tomista el conflicto entre los dos conceptos de naturaleza esconde un problema aparente y un problema real. Sólo hay problema aparente cuando se malinterpreta el concepto clásico de naturaleza identificándolo con una visión biologicista y naturalista. Se piensa entonces que el tomismo propone una visión mecanicista del hombre y se rechaza el concepto de naturaleza, pero sin motivo porque se trata de un concepto metafísico. Sin embargo, este conflicto aparente puede ir acompañado de un conflicto real: el rechazo del concepto clásico como consecuencia inevitable de la negación de cualquier tipo de dependencia de la estructura ética y antropológica humana de una instancia superior; en otras palabras, el rechazo de cualquier tipo de subordinación a Dios.
Hasta aquí la posición tomista. La pregunta que debemos hacernos ahora es la siguiente: ¿está cerrada la cuestión y completamente resuelta o, en realidad, estamos ante una solución no completamente satisfactoria que, a pesar de su aparente solidez, deja cabos sueltos? El personalismo apunta precisamente en esta dirección. Es absolutamente cierto que el recurso a la dimensión espiritual de la naturaleza resuelve una parte sustanciosa del contencioso que se había planteado, incluso la parte más importante, pero no todo. Deja flecos pendientes, preguntas abiertas. Ante todo, el mero planteamiento del problema. En efecto, ¿por qué se ha producido esta controversia, este rechazo de la noción de naturaleza o, para ser más preciso, esta identificación por parte de la modernidad con las dimensiones instintivas o biológicas? Cuestión que abre a su vez un abanico de interrogantes. ¿Se podría haber producido esa identificación si hubiera estado patente siempre con claridad que el concepto de naturaleza implica necesariamente la historicidad, la cultura, la libertad y la creatividad o, por el contrario, no se ha ido afianzando esta posición al no subrayar la posición tomista estos factores con una intensidad satisfactoria? Es más, ¿no quedaría confirmada esta tesis por la escasa presencia de la dimensión creativa en el pensamiento tomista, tanto por lo que se refiere al tratamiento específico del tema como al desarrollo de las áreas que lo configuran: la estética o la cultura, por ejemplo? En definitiva, y este es el punto esencial: el rechazo moderno al concepto de naturaleza, ¿es fruto sólo de un malentendido –dejando de lado a quienes sostienen una visión relativista del ser humano- o está basado en argumentos más sólidos, en un fondo de realidad, en una intuición o constatación de una rigidez y determinismo excesivo en el concepto tomista de naturaleza?
El personalismo es de esta opinión. Acepta plenamente la solución tomista al problema, tanto por lo que se refiere al conflicto aparente (visión reduccionista de la naturaleza) como al conflicto real (rechazo de la naturaleza como consecuencia inevitable de la hostilidad a cualquier tipo de subordinación). Pero añade un punto más. El concepto metafísico de naturaleza tal y como se ha presentado habitualmente no ha subrayado con la suficiente decisión la dimensión creativa y libre de la persona -incluso en relación consigo misma (autodeterminación limitada frente a mera libertad de elección)-, no ha sabido articular de forma suficientemente satisfactoria la relación entre estructuras antropológicas humanas dadas y cultura y libertad, y esta carencia es la que ha impulsado o, al menos, potenciado el paulatino rechazo de un término que privilegiaba lo fáctico frente a la libertad. Y como la cultura occidental ha mostrado de manera cada vez más patente el creciente poderío de la inteligencia y de la libertad humana, ese rechazo se ha ido generalizando y fortaleciendo.
4. Los límites del concepto tomista de naturaleza en su aplicación al hombre
La justificación de la tesis que acabamos de enunciar pasa por un análisis del concepto tomista de naturaleza que deje patentes sus presuntos límites y sus dificultades para articularse con una concepción poderosa de la libertad. Y, en nuestra opinión, la mejor manera de conducir este análisis consiste en indagar en el origen del concepto porque rápidamente sale a la luz un dato muy significativo. El concepto de naturaleza en el pensamiento aristotélico no fue pensado básicamente para las personas, sino para el mundo vegetal y animal, es decir, para la naturaleza en sentido cosmológico (concepto 1). Sólo en segundo lugar, y de manera secundaria, fue aplicado al hombre, aplicación que se extendería y difundiría en el medioevo. Es más, Aristóteles no sólo concibió la idea de naturaleza inicialmente para describir el mundo natural sino que la opuso directamente a lo artificial[18], es decir, a lo producido por el hombre, de manera que parece que esa oposición que descubre el mundo moderno en relación al concepto de naturaleza se encontraría ya en el mismísimo Aristóteles.
La tradición tomista, en parte consciente de esta dificultad, intentó resolver esa oposición pero, ¿lo logró de modo completo? Esa es la cuestión[19]. Me voy a permitir aquí referir una larga cita de un manual de filosofía de la naturaleza porque sintetiza de manera muy clara este dificultad. El manual define primero la naturaleza de los entes corpóreos como la esencia corpórea en cuanto principio de operaciones o pasiones y, después, amplía este mismo concepto a la naturaleza humana. Pero, el problema es que, como el mismo manual indica, desde su misma definición, “la naturaleza se distingue de lo que es espiritual y de lo que es artificial. Veamos como:
a) Respecto al ser espiritual: la noción física de naturaleza incluye materia, y, por tanto, todo lo que de alguna manera es suprafísico o supramaterial no es natural. Natural es lo espontáneo que no procede de la razón.
Los hechos naturales se repiten siempre del mismo modo –salvo los eventos casuales-, pues obedecen a la necessitas materiae, al condicionamiento unívoco que impone la materia; en cambio, los fenómenos de la vida del espíritu son variadísimos y libres (por ejemplo, que un individuo dé una conferencia no se considera un fenómeno de la naturaleza).
b) Respecto de lo artificial: objetos artificiales son los producidos por el trabajo o ingenio humano (que lo antiguos denominaban ars, arte). El arte es un principio racional de hacer cosas externas, que la naturaleza no hace. Estos objetos se mueven totalmente ab extrínseco, como una silla, un martillo, o una computadora, aunque, evidentemente, estos entes poseen fuerzas naturales que el hombre aprovecha para que produzcan efectos no previstos por la naturaleza”[20].
Esto significa, en definitiva, que el concepto originario aristotélico-tomista de naturaleza, al tomarse del mundo físico, importa las siguientes características: carácter no espiritual, no racional, determinación unívoca hacia el fin impuesto por la naturaleza y oposición a lo artificial que se define por proceder de la razón o de la intervención humana. La determinatio ad unum surge porque la naturaleza apunta y tiene sentido en relación a un telos o fin que determina de manera necesaria el comportamiento y que no varía sustancialmente porque los fines que establece la naturaleza son invariables y, desde luego, no dependen del sujeto en el que están inscritos. Ahora bien, está claro que esta descripción se opone de manera profunda a las características más específicas del hombre: libertad, creatividad, racionabilidad y, por lo tanto, no podría aplicarse a él. Y el tomismo ciertamente, no lo hace; aplica un concepto ampliado que toma los elementos básicos que acabamos de describir, pero prescinde de sus limitaciones de tipo físico y material. También aquí Artigas y Sanguineti han sido muy precisos: “el concepto de naturaleza puede perder su connotación material, y extenderse así a todo ente. Desde esta perspectiva, naturaleza es la esencia en cuanto principio de operaciones”[21].
En efecto, al prescindir de las connotaciones reductivas de la materia el concepto de naturaleza, entendido exclusivamente como principio de operaciones, se adapta a las características específicas de cualquier tipo de ente. Y, puesto que el modo de ser del hombre es libre, su principio de operaciones también incluye la libertad. El hombre, como cualquier ente, tiene una naturaleza, pero puede adherirse o no libremente a ella; puede obrar según lo que ella le dicte u oponerse a esos dictados. Aquí está la gran diferencia con los animales; la diferencia que, por otra parte, permite salvar la noción de naturaleza en relación con el hombre, o, en otros términos, permite aplicarle una noción que, inicialmente, no había sido forjada para él.
Todo esto resulta claro y no ofrece particulares problemas pero queda una pregunta pendiente que es decisiva: ¿respeta completamente la noción tomista de naturaleza la realidad de la persona humana?; o, en otros términos, ¿consigue salvar la aplicación a la persona humana del concepto de naturaleza los problemas que presentaba en su formulación inicial? Pues bien, la respuesta del personalismo es la siguiente: no de modo completamente satisfactorio. Es cierto que la noción tomista de naturaleza, al incluir la libertad, adquiere los requisitos imprescindibles para que pueda aplicarse de forma no contradictoria al hombre, pero no se modifica de manera suficientemente profunda para ser plenamente satisfactoria. Se realiza solo una modificación relativamente externa porque, si bien se prescinde del carácter material y se añade la libertad, no ha habido -y aquí está el punto decisivo- una modificación profunda de la estructura conceptual, no ha habido un repensamiento radical del concepto de naturaleza que tenga en cuenta que no se está considerando realidades físicas o biológicas, sino algo tan diferente como el hombre. Hay, más bien, un cierto maquillaje que, manteniendo la estructura teleológica básica, aplica los retoques imprescindibles para que pueda servir al hombre. ¿Es esto incorrecto? No. ¿Es insuficiente? Al menos en determinadas empleos del concepto de naturaleza sí, e intentaremos mostrar el porqué[22].
No es incorrecto porque es cierto que el hombre posee una sustancia o esencia en cuanto principio de operaciones que rige su manera de actuar o, en otros términos, tiene un modo de ser determinado que lo caracteriza como tal hombre, que lo acomuna con el resto de hombres y que lo distingue del resto de los seres vivientes. Ahora bien, la posición tomista no sólo afirma esto, con lo cual concordaríamos plenamente. Afirma mucho más porque indica cuáles son las características específicas de esos rasgos comunes a todos los hombres o, en otras palabras, propone un determinado concepto de naturaleza humana. No sólo dice que el hombre tiene una naturaleza sino que aplica al hombre un específico concepto de naturaleza que es, básicamente, el aristotélico. Y justamente aquí es donde se generan los problemas porque ya hemos visto que el concepto aristotélico, con todas sus virtualidades, está diseñado directamente para el mundo natural, no para los hombres e, inevitablemente, resalta las cualidades, por así decir, “animales” del hombre y vela los aspectos más específicamente humanos que no cuadran tan adecuadamente con ese concepto de naturaleza[23].
¿Cuáles son los límites en la comprensión de la persona que impone el aparato conceptual teleológico? Son, desde luego, cercanos a los que ha advertido el pensamiento moderno. Una escasa sensibilidad para las dimensiones históricas, creativas y culturales y, quizás y sobre todo, y como fundamento de las anteriores, una escasa sensibilidad ante la radicalidad de la libertad. Voy a detenerme en este punto porque me parece bastante iluminador.
La concepción ampliada de naturaleza, la naturaleza humana tomista, incluye, por supuesto, la libertad. Ahora bien, con esto no afirmamos nada sustancioso puesto que no albergamos dudas de que el tomismo responde de manera básicamente correcta a la esencia del hombre. La cuestión no es pues si incluye o no la libertad, sino cuál es el concepto de libertad que utiliza, si ese concepto responde de manera plena al modo de ser del hombre y, en caso de que no sea sí, por qué resulta insatisfactorio. Pues bien, el concepto de libertad que utiliza el esquema tomista consiste básicamente en la capacidad de no tener por qué seguir de manera necesaria a la naturaleza. El hombre, como los animales, tiene una naturaleza determinada que establece los fines que conforman su perfección pero, a diferencia de ellos no está obligado a seguirla instintivamente porque dispone de una voluntad libre. Puede actuar de acuerdo con los principios de su naturaleza y alcanzar su telos, o puede rebelarse contra ella, es decir, contra sí mismo, y realizar acciones que vayan en contra de esos fines.
Esta visión de la libertad es, por supuesto, verdadera, pero ya hemos dicho que no es esta es la cuestión. La pregunta clave es otra: ¿es este concepto de la libertad plenamente satisfactorio?, ¿responde a todo lo que es la libertad en el ser humano o se queda corto? Para el personalismo esta concepción supone una visión del hombre excesivamente rígida y pasiva pues general la impresión de que el camino del ser humano en la tierra está determinado de una manera esencial por los fines de su naturaleza hasta el punto de que a él sólo le queda la libertad de asumir ese destino o rechazarlo[24]. Pero esta perspectiva, aunque no es falsa, es excesivamente pobre. Es cierto que el hombre no puede cambiar estructuralmente su modo de ser, pero también lo es que forjamos de manera muy profunda nuestro propio destino individual y que, como colectividad, como humanidad, progresamos y transformamos de manera también profunda nuestra identidad.
¿Por qué el tomismo no ve esto de manera tan clara, por qué no insiste en ello, por qué deja de lado la creatividad y la libertad? Puede haber diversos factores que expliquen y justifiquen esta postura, pero desde luego uno de ellos es su excesiva dependencia de la noción de naturaleza física, en la que esto efectivamente es así[25]. Los animales se guían de manera instintiva por su naturaleza que determina con gran detalle toda su actividad. Para los individuos quedan márgenes de autonomía muy escasos que, si bien aumentan en los animales superiores, siempre son muy limitado. Si no esperamos ninguna originalidad del comportamiento de un cangrejo, tampoco lo esperamos de los leones o los elefantes, que se comportan exactamente igual que sus predecesores. Pero esto no sucede con el hombre. Hay, por supuesto, rasgos comunes, pero también hay una gran variabilidad tanto entre las diversas culturas como entre los mismos hombres. ¿Podemos definir qué es lo que debe hacer en concreto un hombre para alcanzar su perfección? Es totalmente imposible más allá de algunas ideas muy generales, porque la plenitud humana depende de las épocas, de las culturas y de aquello que desee el mismo hombre, que no sólo es libre de elegir conforme a su naturaleza sino de autodeterminarse, es decir, de elegir en cierta medida su propio modo de ser. Y esto es lo que el concepto de naturaleza física no sólo no logra entrever sino que apenas es capaz de reflejar por su excesivo nivel de rigidez. La naturaleza implica la existencia de unos fines determinados y un movimiento hacia esos fines. ¿Cómo compaginar ese concepto con el de un ser que se da a sí mismo en cierta medida su propia naturaleza puesto que tiene un cierto grado de autodeterminación? No es algo sencillo; el tomismo no lo vio o no lo supo resolver y las formulaciones escolásticas leales con el tomismo también han tropezado en este obstáculo[26].
El oscurecimiento de la dimensión cultural en la persona, a la que también hemos hecho referencia, no es en realidad más que otra cara del mismo problema. Ya hemos visto que el concepto de naturaleza física se contrapone explícitamente y por definición a lo artificial, es decir, a la intervención creativa del hombre (cultura, arte, invención). ¿Qué pasa con el concepto ampliado de naturaleza, el que se aplica a la persona humana? ¿Sigue oponiéndose a esos conceptos o logra superar esa confrontación? En principio, y en términos generales, la oposición desaparece puesto que, una vez incluida la inteligencia y la libertad, esa oposición, desde el punto de vista de los principios, no tiene sentido. Ahora bien, de hecho esa oposición ha seguido existiendo o, para ser más precisos, se ha traducido en un oscurecimiento o en una desatención hacia la dimensión cultural[27]. Y la razón es exactamente la misma que antes: el peso de la estructura teleológica naturaleza-tendencia-fin. Esa estructura, que es valiosa desde muchos puntos de vista, si no se flexibiliza adecuadamente, de la misma manera que ha impedido ver la radicalidad de la libertad, puede impedir el acceso al valor y a la importancia de la cultura o de la historia. Si lo esencial y definitivo, lo que establece los fines de la persona, ya está determinado e inscrito en su naturaleza: ¿qué importancia puede tener la cultura o la historia? Como mucho sólo secundaria: un pequeño complemento que ayude a discernir o a conocer el distinto modo de conseguir los mismos fines en sociedades o épocas diversas. Pero un complemento nunca tiene el valor de lo esencial y, a aquello que no es esencial, lógicamente no tiene sentido dedicarle excesiva atención.
5. El problema en una cuestión tomista: I-II, q. 10, a. 1: “Utrum voluntas ad aliquid naturaliter moveatur”
Dando una vuelta de tuerca más a la cuestión, la última, vamos a estudiar el problema directamente en un texto tomista. Y encontramos que el mismo Santo Tomás se plantea con franqueza y directamente estas dificultades en la cuestión 10, a. 1 de la I-II: “Utrum voluntas ad aliquid naturaliter moveatur”. La primera objeción con la que se abre el artículo va directamente al grano. Es la siguiente: “El agente natural se divide contra el agente voluntario, como se muestra al inicio de II Physic. La voluntad, por lo tanto, no se mueve naturalmente hacia algo”[28]. La objeción segunda indica que lo que es natural tiene lugar siempre mientras que ningún movimiento se da siempre en la voluntad y, por lo tanto, ningún movimiento se da naturalmente en la voluntad. Por último, la tercera objeción, señala que la “naturaleza está determinada ad unum mientras que la voluntad se dirige (se habet) a los opuestos. Por lo tanto, la voluntad no quiere nada naturalmente”.
La contestación de Santo Tomás comienza por distinguir los dos sentidos posibles de naturaleza: el concepto de naturaleza física y el concepto ampliado o general. Distinción que resulta totalmente imprescindible para poder salir del difícil atolladero que plantean las objeciones. “Respondo, indica, diciendo que, como Boecio dice en el libro De duabus naturae y el Filósofo en V Metaph., la naturaleza se dice de muchos modos. Algunas veces se dice como el principio intrínseco en las cosas móviles. Y tal naturaleza es o materia o forma material, como se muestra en II Physic. De otro modo naturaleza se dice de cualquier substancia o de cualquier ente. Y en este sentido se dice ser naturaleza de la cosa lo que le conviene según su substancia. (…). Y, por lo tanto, es necesario que, tomando a la naturaleza de este modo, siempre el principio de aquello que conviene a la cosa, sea natural. Y esto resulta manifiesto en el intelecto, pues los principios del conocimiento intelectual son conocidos naturalmente. Del mismo modo, el principio del movimiento voluntario conviene que sea algo querido naturalmente”[29].
El concepto de naturaleza físico es claramente incompatible con el movimiento voluntario y, por eso, Santo Tomás (siguiendo a Boecio y Aristóteles) extiende o modifica el concepto de naturaleza para que sea lo conveniente a la substancia. De este modo se puede afirmar sin dificultad que el hombre tiene una naturaleza o que la voluntad tiene una dimensión natural. Estamos aquí ante lo que hemos denominado la solución tomista al conflicto: la oposición entre naturaleza y voluntad solo existe en la medida en que se limita el concepto de naturaleza a su versión física, pero desaparece en cuanto se toma el concepto de naturaleza en un sentido estrictamente metafísico y no ligado al universo material.
Ahora bien, volvemos a preguntamos, ahora en el contexto del análisis de un texto tomista, ¿resuelve esta respuesta de modo radical el conflicto o se trata, como señalamos en su momento, de un cierto cierre en falso, de una solución insatisfactoria? La dificultad ya la conocemos. Si bien el concepto metafísico resuelve de manera fundamental la dificultad, ¿queda libre de todas las adherencias deterministas propias del mundo de la naturaleza? Examinemos, para determinarlo, las respuestas de Santo Tomás a las objeciones 1 y 3.
A la objeción 1, que opone decididamente el agente voluntario al agente natural, Santo Tomás responde lo siguiente: “la voluntad se divide contra la naturaleza, como una causa contra otra; algunas cosas se hacen naturalmente y otras voluntariamente. Uno es el modo de causar propio de la voluntad, que es dueña de sus actos y otro el modo que conviene a la naturaleza que está determinada ad unum. Pero como la voluntad se fundamenta en alguna naturaleza, es necesario que el movimiento propio de la naturaleza, en relación a algo, participe en la voluntad, pues lo que es anterior en la causa se participa en lo posterior. En cualquier cosa es primero el ser, que es por naturaleza, que el querer, que es por voluntad. Y, por lo tanto, resulta que la voluntad naturalmente quiere algo”[30].
La argumentación de Santo Tomás es bastante profunda y, añadiríamos, bastante sutil, pero ¿responde realmente a la objeción? Parece que no porque la objeción, en el marco de la física aristotélica, es inapelable. El agente natural se define contra el agente voluntario y, por lo tanto, parece absurdo decir que la voluntad se mueve de modo natural. Santo Tomás basa su argumentación en la afirmación de que “la voluntad se fundamenta en alguna naturaleza” que, por otra parte, acaba siendo el ser. Ahora bien, ¿no es justamente esto lo que está en discusión? ¿no queremos precisamente saber si hay compatibilidad entre naturaleza y voluntad? La solución, ciertamente, no puede consistir en afirmarlo sin más o en indicar que el ser es por naturaleza y que, por lo tanto, la voluntad es natural. De este modo todo sería natural, pero entonces el concepto dejaría de tener sentido.
Pasemos a la tercera objeción que planteaba la dicotomía entre la naturaleza, que opera de modo determinado y la voluntad, que puede operar hacia los opuestos. ¿Es posible compaginar ambos elementos? La respuesta de Santo Tomás es la siguiente: “la naturaleza siempre responde a una cosa (unum), pero proporcionada a su naturaleza. La naturaleza en general, responde a algo unitario en general, la naturaleza en una especie determinada responde a algo unitario en especie, y la naturaleza individuada responde a un uno individual. Como la voluntad es una fuerza inmaterial, como el intelecto, responde naturalmente a un algo común, es decir, el bien: como el intelecto lo hace a algo común, es decir a lo verdadero, al ente o a lo que es. Bajo el bien común se contienen muchos bienes particulares, a los que la voluntad no está determinada”[31].
¿Cómo salva Santo Tomás aquí la dificultad que se le plantea? Generalizando el concepto de uno; el uno concreto y determinado de los entes naturales se convierte para el hombre en un uno meramente formal capaz de contener dentro de sí una pluralidad de entes variados. El hombre quiere necesariamente el bien, pero este bien no es más que un principio formal que acoge bajo sí la infinita gama de bienes que han sido creados, ninguno de los cuales responde perfectamente a la noción de bien.
¿Cuál es el valor de esta respuesta? Nos parece que aquí se manifiesta con mucha claridad el problema que estamos planteando a lo largo de estas páginas. Santo Tomás resuelve la controversia, pero solo de modo parcial porque queda ligada a rasgos del concepto físico de naturaleza y, en concreto, a su carácter necesario, dependencia que le va a crear problemas de gran entidad en la concepción de la libertad. El motivo es evidente. Santo Tomás acepta que la voluntad se fundamenta en una necesidad sólo que de tipo formal y es en esta formalización donde abre el espacio para la libertad. Ahora bien, ¿resulta lógico, o mejor, resulta intelectualmente satisfactorio fundamentar la libertad en una necesidad de tipo formal? ¿no habría que justificar más bien la libertad por la libertad y no por la necesidad? ¿No topamos aquí tanto con uno de los motivos del escaso valor que se le ha dado a la libertad tradicionalmente en la escuela tomista como a la presencia de carencias significativas o paradojas de difícil solución?
Mencionaremos brevemente una carencia y una paradoja para concluir este apartado. La libertad, en la tradición tomista, se ha entendido siempre fundamentalmente en relación al objeto del acto, pero no en relación a la persona [32]. Se subraya con acierto que la persona es libre de elegir, de asumir o no el fin, pero no se afirma, ni por supuesto se insiste, en que esa libertad afecta al mismo hombre. En otras palabras, la tradición tomista ha entendido básicamente la libertad como indeterminación frente al acto, pero no como autodeterminación, y esto significa que el hombre es principalmente dueño de su libertad pero no dueño de sí mismo[33]. Consideremos ahora la paradoja. La posición tomista afirma que el hombre es libre frente a todo, excepto frente a Dios. ¿Por qué? Porque el Sumo bien colma todos los aspectos formales posibles del bien y, por lo tanto, activa el mecanismo de la necesidad. La libertad tomista, recordémoslo, está fundada en la necesidad y no se transforma en necesidad exclusivamente por una limitación del bien terrestre, porque este nunca es suficientemente perfecto; pero cuando se supera la condición terrenal y se presenta el Bien Sumo, la libertad se convierte inevitablemente en necesidad[34]. Ahora bien, esto significa, y ahí está la paradoja, que en el cielo, donde estamos cara a cara con el Sumo bien, no puede haber libertad. Pero ¿qué es entonces la libertad si debe desaparecer en el cielo: un don o un defecto? Puede ser complicado –lo es, ciertamente- explicar cómo se puede compaginar en el cielo la no pecabilidad con la existencia de la libertad pero lo que parece evidente es que la solución no debe ir por la transformación de la libertad en necesidad porque se paga un precio excesivamente alto: la destrucción, entre otras cosas, del concepto cristiano de cielo. Un hombre no libre no es un hombre, y, además, no puede amar, por lo que el cielo deja de tener sentido.
6. Estableciendo conclusiones, estableciendo posiciones
Recapitulemos. Hemos analizado tres conceptos de naturaleza. El primero, tomado básicamente del lenguaje común, lo identifica con el conjunto del cosmos; el metafísico desarrolla una primera visión limitada al mundo material, en el que la naturaleza se entiende como la esencia corpórea en cuanto principio de operaciones, pero después prescinde del carácter material y se amplia a todos los entes, definiéndose sin más como la esencia en cuanto principio de operaciones; el concepto moderno, por su parte, vuelve prácticamente a la concepción primera y, al insistir en los rasgos físico-biológicos, la acaba oponiendo a las características mas específicas del hombre: libertad, cultura, creatividad. Se establece así una oposición frontal entre el concepto moderno y el metafísico, una de cuyas consecuencias es la clásica confrontación entre naturaleza y cultura.
El análisis de estas posiciones nos ha conducido a los siguientes resultados: 1) el tomismo señala que su confrontación con la concepción moderna es, en muchas ocasiones, un conflicto aparente porque el concepto de naturaleza que se emplea en ambas tradiciones es distinto; el tomismo incorpora una dimensión espiritual y, por eso, no es incompatible con las dimensiones creativas de la persona; 2) en otras ocasiones, sin embargo, el conflicto es real porque con el rechazo del concepto de naturaleza lo que la modernidad pretende es eliminar cualquier rasgo de dependencia o subordinación a Dios; 3) el personalismo acepta estas dos tesis, pero añade otra más: el concepto de naturaleza tomista, aunque es sustancialmente válido, en ocasiones está excesivamente marcado por su origen físico-biológico y esto hace que no siempre permita una comprensión suficientemente plena de los aspectos creativos de la persona. Esta explicación permitiría comprender, además, por qué la modernidad ha visto con recelo este concepto y lo ha acabado identificando exclusivamente con la dimensión biológica.
Sobre este entramado conceptual se puede establecer el siguiente cuadro de posiciones intelectuales:
El tomismo más tradicional insiste en los aspectos más propios de la estructura teleológica: dirección hacia el fin, determinación por la naturaleza, etc. reduciendo el papel de la libertad prácticamente a la asunción de los fines ya establecidos. Quedan así oscurecidos o infravalorados aspectos humanos esenciales como la libertad y la cultura.
Lo que hemos denominado concepto moderno se apoya tanto en la visión cosmológica de la naturaleza como en el concepto tomista en su versión más fisicista, y los rechaza. El hombre sólo podrá ser hombre en la medida en que se distinga o incluso se libere de la naturaleza, en la medida en que emerja de ella a través de su espíritu y de su libertad. Este rechazo, parcialmente justificado en estos términos, se convierte, sin embargo, en algunos casos en una oposición radical al concepto de naturaleza como símbolo de la existencia de cualquier tipo de dependencia externa (Dios) del hombre. En los casos más extremos (Sartre) el hombre sería básicamente solo libertad y se daría a sí mismo su propia naturaleza al autoforjarse completamente mediante las propias decisiones
Algunos tomistas (por las críticas de la modernidad, por la influencia del personalismo o por otros motivos) han revisado y repensado el concepto de naturaleza dándose cuenta de que una insistencia excesiva en un teleologismo rígido y extrínsecista puede conducir a una antropología igualmente rígida y estática. Para resolver este problema se ha insistido en la diferenciación profunda que existe entre el concepto de naturaleza física y el concepto de naturaleza ampliado y se ha remarcado el carácter espiritual y creativo que posee este último intrínsecamente[35].
El personalismo se encuentra ideológicamente mucho más ligado al tomismo abierto que a la concepción moderna pero le separan del primero dos puntos. En primer lugar es mucho más consciente de las carencias que presenta la concepción ampliada de naturaleza. Y, en segundo lugar, tiene la convicción de que esas carencias no se pueden superar, como cree el tomismo avanzado, con una mera insistencia en el carácter espiritual de la naturaleza. El personalismo estima que la concepción técnica que emplea el tomismo nunca va a poder superar del todo su origen físico-biológico y que, por lo tanto, va a haber siempre un lastre (más o menos acentuando según las tendencias) de rigidez, infravaloración de la libertad, etc.
Por eso, la solución que se postula y se adopta generalmente es la siguiente:
1) una asunción plena del concepto de naturaleza ampliado entendido o concebido como la afirmación de que existe un modo esencial del ser y del obrar humano básicamente similar en todos los hombres. En este sentido afirma Mounier: “una cosa es rehusar la tiranía de las definiciones formales y otra cosa es negar al hombre, como a menudo hace el existencialismo, toda esencia y toda estructura. Si cada hombre no es sino lo que él se hace, no hay ni humanidad, ni historia, ni comunidad”[36].
2) una cierta reticencia a un uso acrítico del término naturaleza, es decir, no consciente de los problemas que puede presentar y, como consecuencia, una tendencia a no utilizarlo con excesiva frecuencia (o a usar términos equivalentes que prescindan en concreto de la palabra “natural” que resalta de una manera especial el carácter biologicista), particularmente en contextos teleológicos, ya que en estos marcos conceptuales las adherencias deterministas se agigantan y se hacen especialmente onerosas[37]. Así, por ejemplo, el personalismo tenderá a no hablar de “ley natural” sino más bien de ley moral o de moralidad de la persona con el fin de evitar las connotaciones naturalistas y la difícil compaginación con la dimensión cultural e histórica de la persona que la primera expresión lleva consigo. De igual modo, ante un problema ético, aún admitiendo la plena licitud de esta posición, no tenderá a resolverlo planteándose formalmente la siguiente pregunta: “¿Corresponde esta acción a la naturaleza humana?”, porque ese tipo de pregunta genera un mecanismo intelectual que tiende a conducir a la despersonalización del sujeto concomitantemente con la búsqueda de un núcleo atemporal y acultural en la persona que es muy difícil de determinar y que, por otro lado, separa artificialmente del mundo en el que se vive, que posee una historia y una cultura determinada. Se planteará el mismo problema de otro modo, a través de interrogantes del tipo: ¿es esta acción buena para el hombre, para la persona? que no generan ese proceso de abstracción, atemporalización y aculturización que puede (aunque no necesariamente) generar el concepto de naturaleza si no se emplea con flexibilidad[38].
Por último, y para concluir, cabe señalar que existe una notable cercanía entre las posiciones tomistas abiertas o avanzadas y las personalistas, que se distinguen por la mayor o menor sensibilidad con respecto a temas como la libertad, la creatividad o la cultura. Una sensibilidad mayor para los elementos estables y esenciales de la persona lleva de manera natural a una posición tomista, mientras que una mayor sensibilidad hacia posturas creativas conduce a una posición personalista más abierta hacia ese tipo de dimensiones y más apasionada por la libertad. La posición tomista de corte tradicionalista puede ser, sin embargo, muy hostil al personalismo al entender que las reticencias o los matices que éste hace al uso del concepto de naturaleza suponen concesiones al relativismo o la negación de la existencia de una estructura esencial básica permanente en los hombres y en las mujeres.
[1] Sobre la concepción del personalismo que utilizamos ver J. M. Burgos, El personalismo (2ª ed.), Palabra, Madrid 2003 y Antropología: una guía para la existencia, Palabra, Madrid 2003.
[2] Ferrrater-Mora, por ejemplo, afirma que “se han dado centenares de definiciones del término ‘naturaleza’, y ello, además, en diversos terrenos: en las ciencias positivas, en la jurisprudencia, en la ética, en la teología, en la estética, etc. Parece ser, pues, lo más razonable concluir que no hay en la modernidad ningún concepto común de naturaleza” (Voz “Naturaleza” en J. Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, Ariel, Barcelona 2004). Pannikar, por su parte, en un detallado estudio de carácter metafísico, señala hasta 20 significados distintos del concepto de naturaleza, aunque subraya que el rasgo fundamental es el de principio. Lo que sucede es que según aquello que se tome por principio se obtiene uno
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