Some authors sustain that one of the fundamental characteristics of bioethics has to be laity. In the first part of the article I analyze what some of those authors define as “lay bioethics” and how religious discusses have to be consider in the public arena. I conclude that this concept is ambiguous and could be use to justify the public exclusion of those positions lay authors do not share. In the second part I remind some ideas on the social utility of religion (Tocqueville) and on the great importance of freedom of thought and speech for democracy (Mill), because these ideas can contribute to define more precisely the place of religions on public debates about bioethics.
En las siguientes páginas trataré de exponer lo que entienden por laicidad algunos de los autores que sostienen que esa característica es exigible a cualquier discurso bioético que aspire a ser tenido en consideración[1]. No pretendo hacer un análisis exhaustivo ni de lo que significa exactamente el término laicidad, ni de los argumentos que se han ofrecido para defender la exigencia de laicidad para la bioética. Me limitaré a discutir tres propuestas, una procedente de Italia y dos de España, países en los que se ha debatido con especial apasionamiento sobre esta cuestión a propósito del papel de la Iglesia católica en los debates bioéticos. En la segunda parte del artículo recordaré algunas ideas bien conocidas de dos autores clásicos que pueden aportar luz sobre el puesto que corresponde a los discursos religiosos en los debates públicos de bioética. Me refiero a la idea de la utilidad social de la religión (Tocqueville) y al carácter fundamental de la libertad de pensamiento y expresión para construir una sociedad justa (Mill). Son propuestas que, a mi entender, son más acertadas para determinar el puesto de los puntos de vista religiosos en la bioética que las procedentes de la autodenominada bioética laica.
1.- ¿En qué consiste la bioética laica? Propuestas y críticas.
a.- El manifiesto por una bioética laica.
En junio de 1996, un importante diario económico italiano, Il Sole 24 Ore, publicó un Manifesto di Bioetica Laica firmado por Carlo Flamigni, Profesor de Ginecología de la Universidad de Bolonia, el periodista de Il Sole Armando Massarenti, el director de la Revista italiana Bioetica, Maurizio Mori, y el profesor de Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Calabria y director de la revista Biblioteca della libertà, Angelo Petroni. A lo largo de los meses de junio y julio de ese año el periódico acogió una viva discusión sobre el manifiesto en la que participaron muchos expertos en bioética.
El manifiesto se estructura entorno a tres principios y a cuatro postulados prácticos. Los principios “laicos” o de la llamada laicidad están enunciados en los siguientes términos: 1º el progreso del conocimiento es en sí un valor ético fundamental; 2º el hombre es parte de la naturaleza, y no alguien que se opone a ella; y 3º el progreso del conocimiento es la fuente principal del progreso de la humanidad, porque con ello se disminuye el sufrimiento humano[2]. Con estos tres principios se establecen los siguientes postulados prácticos: 1º el principio de la autonomía moral, según el cual todo hombre es igualmente digno, y ninguna autoridad sobre él puede decidir acerca de su salud y de su vida; 2º el respeto de las convicciones religiosas de cada individuo; 3º la garantía a todos los individuos de una calidad de vida tan alta como sea posible; y 4º la garantía de un acceso a la asistencia sanitaria del nivel más alto posible. Después de proclamar estos principios y postulados, ofrecen una reflexión sobre la importancia de que la moral y el Derecho no se confundan sino que se mantengan en planos distintos.
Si no fuera por algunos de los ejemplos que salpican el manifiesto, nos encontraríamos ante un texto que probablemente podría ser respaldado por una amplia mayoría de ciudadanos, también católicos. Esos ejemplos aportan al mismo tiempo claridad y confusión: claridad porque ponen de manifiesto cómo interpretan los autores del manifiesto los principios que proclaman; pero confusión porque incorporan planteamientos que están muy discutidos incluso entre los que se tienen a sí mismos por “laicos”. Así, cuando se proclama el principio de autonomía se dice que debería extenderse a campos como la eutanasia, la suministración de fármacos o la experimentación de nuevas terapias. Se trata de tres campos complejos, en los que existe una fuerte discusión sobre los límites de la autonomía personal. Los autores del manifiesto parecen resolver todas las dificultades a favor de la autonomía, sin mayores explicaciones y en contra de otros que -sintiéndose “laicos” como ellos- entienden que es imprescindible fijar límites a la autonomía en estos campos para proteger a las personas.
Tras la exposición de los mencionados principios, deliberadamente ambiguos, llegamos a la conclusión del manifiesto con la esperanza de que ahí se fije el criterio identificador de la bioética laica. Pero no sucede así. Concretamente el manifiesto acaba con las siguientes palabras: “la visión laica se diferencia de la parte preponderante de las visiones religiosas en cuanto que no quiere imponerse a aquellos que se adhieren a valores o visiones distintas. Allí donde el contraste es inevitable, trata de no transformarlo en conflicto, busca el acuerdo “local” evitando las generalizaciones. Pero la aceptación del pluralismo no se identifica con el relativismo, como tantas veces han sostenido los críticos. La libertad de investigación, la autonomía de la persona y la equidad son para los laicos valores irrenunciables. Y son valores suficientemente fuertes para constituir la base de reglas de comportamiento que sean al mismo tiempo justas y eficaces”. De nuevo nos encontramos con que lo que se echa en cara a las visiones religiosas es injusto por falso, salvo que se acredite con datos y argumentos; y que lo que se afirma sobre el modo de proceder de la bioética laica no siempre se da en ellas y está presente en algunos discursos procedentes del mundo religioso.
Por lo demás, la referencia a ciertos valores resulta, a mi entender, insuficiente porque, por ejemplo, no deja claro que la libertad de investigación deba ser respetuosa con los derechos de los individuos (como han establecido de forma unánime los principales textos legales sobre bioética de alcance internacional); ni dice que el principio de equidad deba complementarse con el de solidaridad; ni habla de los derechos de las futuras generaciones, de la atención preferente a los colectivos más vulnerables o del respeto al medio ambiente, por mencionar sólo tres principios consagrados en la posterior Declaración Universal sobre Derechos Humanos y Bioética (2005) de la UNESCO, que con seguridad compartirán muchos “laicos” y cuya mención parece imprescindible para una interpretación ponderada de los tres valores con que concluye el manifiesto.
Ya que el manifiesto de la bioética laica no aporta elementos definitivos para su identificación, me ocuparé a continuación de dos destacados filósofos españoles que han defendido que la bioética tiene que ser laica. Me refiero a Javier Sádaba y a Victoria Camps.
b.- La bioética laica de Javier Sádaba.
En 2003 Javier Sádaba publicó una breve monografía titulada Principios de bioética laica[3]. El contenido no se ajusta del todo al título ya que uno no encuentra esos principios de bioética laica que se anuncian sino una presentación de las posiciones del autor en algunas de las cuestiones bioéticas más controvertidas en la actualidad como el aborto, la investigación con embriones, la eutanasia, etc. confrontándolas con su particular visión de ciertas posiciones confesionales. Sádaba se presenta como portavoz de una bioética laica que se enfrenta a una bioética teológica.
Según él existen dos sentidos del término laicismo: “el ataque radical a todo tipo de religión y a sus estructuras eclesiásticas” y simplemente “la oposición a las interferencias, en el espacio público, de las instituciones religiosas; de aquellas instituciones religiosas que intenten obtener situaciones de ventaja o de privilegio”[4]. Aunque no lo llega a decir expresamente, rechaza la primera forma de laicismo y se alinea con la segunda. Y, en consecuencia con ella, afirma que “los creyentes tienen derecho a ser escuchados en una sociedad laica si los argumentos que aportan están basados en la razón, independientemente de cuáles sean sus convicciones íntimas o el origen de tales argumentos”[5].
Esta posición, sin embargo, no se compadece con los prejuicios que el autor mantiene a lo largo del libro frente a la religión (y concretamente frente a quienes defienden las posiciones de la Iglesia católica). El autor califica a las personas de orientación cristiana de conservadoras o incluso fundamentalistas[6]. Y una vez y otra insiste en su incapacidad para modificar sus posiciones religiosas por más contundentes que sean las razones que se les ofrezcan[7]. En un par de páginas trata de desacreditar la fundamentación religiosa de la dignidad humana[8] y afirma sin pestañear que las Iglesias tienen miedo del espectacular incremento del dominio del hombre sobre la naturaleza y sobre sí mismo[9]. No es fácil llegar a esa conclusión si uno lee los escritos de los últimos Papas o los documentos del Concilio Vaticano II. Así, por ejemplo, la encíclica Pacem in Terris, de Juan XXIII, prácticamente arranca con las siguientes palabras: “2. El progreso científico y los adelantos técnicos enseñan claramente que en los seres vivos y en las fuerzas de la naturaleza impera un orden maravilloso y que, al mismo tiempo, el hombre posee una intrínseca dignidad, por virtud de la cual puede descubrir ese orden y forjar los instrumentos adecuados para adueñarse de esas mismas fuerzas y ponerlas a su servicio. 3. Pero el progreso científico y los adelantos técnicos lo primero que demuestran es la grandeza infinita de Dios, creador del universo y del propio hombre”[10]. Sin embargo, Sádaba no tiene problemas en afirmar con contundencia que “dentro de las iglesias cristianas, católicas o protestantes, enseguida lo veremos, se ha ido formando un conjunto de expertos que trata, por todos los medios, de frenar el influjo negativo que las biotecnociencias puedan tener en la dogmática cristiana”[11]. Se trata de una acusación muy dura porque supone poner bajo sospecha cualquier argumento propuesto desde las filas cristianas, presumiendo que no son más que argucias para defender el dogma cristiano frente a los esfuerzos que hace el conocimiento científico por iluminar lo que la Iglesia se empeña en mantener en tinieblas. Esta petición de principio[12], que no está acreditada en el libro, constituye el argumento más eficaz para no tener que entrar en el cuerpo a cuerpo de la confrontación de razones. Pero quizá no sea la mejor forma de buscar lo verdadero y razonable.
A la vista de esta actitud es lógico que Sádaba no se tome demasiado en serio lo de escuchar a los creyentes en una sociedad laica y, por el contrario, mantenga “siempre la sospecha de que, a pesar de que usen como apoyo argumentos racionales, en el fondo están condicionados por la creencia religiosa, mirando más a Roma que a Atenas”[13]. El problema es que si todos empezamos a sospechar que las razones que ofrecen los demás son, en realidad, un camuflaje más o menos logrado de sus prejuicios -religiosos o de otro tipo- pronto concluiremos que el diálogo es imposible, puesto que la razón no cumple entonces más función que la de dar cobertura a los respectivos impulsos viscerales o afanes de dominio.
Desde luego, la acusación que hace Sábada se la podría hacer a sí mismo respecto de unos cuantos pasajes de su libro. Él no mira a Roma, por supuesto, pero tampoco a Atenas; más bien, parece que simplemente trate de arrimar el ascua de la verdad a la sardina de su prejuicio. Pondré sólo dos ejemplos. En un momento determinado habla de la clonación terapéutica o parcial y de que la medicina habría dado un paso de gigante con el aislamiento en el laboratorio de células troncales embrionarias. ¿Por qué habla Sádaba de clonación terapéutica cuando sabe que la clonación de embriones humanos -que cuatro años después de la publicación de su libro sigue siendo una hipótesis- se está intentando para experimentar con los embriones así creados y no para curar a nadie (por lo menos en unos cuantos años)? ¿Y por qué habla de pasos de gigante en la medicina si las únicas células troncales que, cuatro años después de la publicación de su libro, han sido objeto de usos clínicos son las procedentes de adulto[14]? Ese entusiasmo por la ciencia tiene un carácter más religioso -si por tal entendemos falto de evidencias- que puramente racional[15].
Otro ejemplo lo encontramos en la referencia a Tertuliano que hace a propósito de la posición de la Iglesia católica sobre el aborto. Por un lado, reconoce que Tertuliano defendió expresamente el respeto de la vida humana desde la concepción. Pero se apresura a afirmar que, por su condición de hereje, no ha podido ser tenido en cuenta como “padre de la Iglesia”. En efecto, la Iglesia sólo reconoce como Padres de la Iglesia a aquellos teólogos que se mantuvieron fieles al Magisterio en toda su obra, pero eso no quita para que Tertuliano haya sido tenido por la Iglesia como uno de los más influyentes teólogos en los primeros siglos del cristianismo. Y así nos encontramos con que en un documento tan poco sospechoso de heterodoxia como es el Catecismo de la Iglesia Católica es mencionado como autoridad al tratar del respeto debido a la vida humana por nacer[16].
Al constatar la presentación inexacta de ciertas informaciones[17] o el desproporcionado entusiasmo por determinadas hipótesis científicas, caben dos opciones. La primera sería pensar que el autor que comete esos errores está ofuscado por ciertos prejuicios o al servicio de intereses ocultos y que, en consecuencia, carece de la capacidad necesaria para argumentar con rigor e imparcialmente. Nos encontraríamos ante un interlocutor que, de forma consciente o no, pero real, estaría tratando de imponernos su prejuicio o su mito y, para evitarlo, lo más aconsejable sería excluirlo del debate o etiquetarlo como persona que trata de dominar sobre la conciencia de los demás. Eso es lo que con frecuencia se propone para quienes defienden ciertos planteamientos coincidentes con los de la iglesia católica y de algunas otras religiones. La segunda alternativa sería pensar que todos padecemos limitaciones de juicio y cargamos con prejuicios semejantes y que, más que apresurarse a excluir a posibles interlocutores de los debates públicos, lo recomendable es no excluir a nadie y, eso sí, no bajar la guardia en el ejercicio de la crítica. Sádaba parece defender la segunda opción pero, de hecho, aplica la primera para quienes coincidan con determinadas posiciones de la Iglesia católica. En lugar de discutir sobre la (ir)razonabilidad de determinados argumentos se limita a tachar a quienes los sostienen de sujetos incapaces de debatir en base a razones[18].
c.- La bioética laica de Victoria Camps.
En su última monografía sobre bioética Victoria Camps también se ha ocupado de la cuestión. Según ella, para que una bioética resulte aceptable ha de cumplir con dos condiciones: “que sea interdisciplinar y que sea laica”[19]. Esa condición de laicidad, que se caracteriza por prescindir de doctrinas y dogmas religiosos, permite llegar a la universalidad[20]: “hay que evitar todas aquellas posturas que no puedan ser aceptadas por todos… Sólo así podremos pretender un discurso universal”. En consecuencia, “la bioética aspira a aplicar una “moral mínima”, esto es, los mínimos morales que todos podemos y debemos compartir independientemente de nuestras historias y creencias respectivas”[21].
Aunque aparente ser una propuesta clara y persuasiva, plantea más dudas que certezas. En primer lugar, no son pocas las posiciones filosóficas que niegan hoy en día cualquier propuesta ética universalista. ¿Cómo hablar de un mínimo moral universal en estos tiempos en los que, sobre todo, se subraya la importancia, e incluso la inconmensurabilidad, de la diversidad cultural -y moral- existente en el mundo? Pero dejando de lado la espinosa cuestión acerca de la existencia de una ética universal (puesto que en este punto la autora y la Iglesia coinciden en la posibilidad de llegar a ella), ¿cómo se determinan esos mínimos morales que “todos podemos y debemos compartir”? Porque si el mínimo moral fundamental es el primado absoluto de la autonomía, como ella propone a lo largo del libro, un buen número de culturas del mundo lo rechazarán. Entonces, ¿podemos decir que está defendiendo unos mínimos morales universales o una propuesta filosófica que tiene una localización espacio temporal muy determinada?
Por lo demás, no es lo mismo hablar de los mínimos que todos podemos compartir que los que todos debemos compartir. En el primer caso, la cuestión no es difícil de resolver pero el resultado será insatisfactorio para casi todos, porque nos encontraremos con que lo que todos compartimos suele ser menos que lo que cada uno cree que todos deberíamos compartir. En el segundo caso, nos encontramos ante un difícil problema: ¿quién determina y con arreglo a qué criterios los mínimos morales que todos debemos compartir? No es fácil la respuesta porque la experiencia demuestra que por cada vez que la fórmula del consenso ofrece un resultado aceptable, son muchas más aquellas en las que el consenso es puramente estratégico o incluso da lugar a decisiones directamente lesivas para la dignidad de la (algunas) persona(s).
El último capítulo de su libro lo dedica específicamente a la religión y en él desarrolla lo que entiende por bioética laica. Empieza diciendo que es necesario “despojar al discurso bioético de los vestigios religiosos que frecuentemente muestra y convertirlo, en su lugar, en un discurso moral laico”[22]. ¿Por qué esa premura por acabar con lo que denomina “los vestigios religiosos”? Porque, según ella, las religiones derivan su moral de un supuesto orden natural inalterable, imposible de combatir con argumentos racionales[23]. Esa moral fundada en un orden natural es siempre la misma, inamovible y cerrada a cualquier evolución. En las morales religiosas “nada es opinable: es blanco o negro, no hay grises”[24]. Ante unas morales, las religiosas, con estos fundamentos y actitudes no queda más alternativa que excluirlas del debate ético cívico. La alternativa sería permitir que una determinada moral religiosa, inamovible y cerrada a cualquier evolución, se erigiera como moral canónica para toda una sociedad, y eso es inadmisible en sociedades pluralistas y democráticas. Concebidas las morales religiosas en esos términos, es lógico que se proponga su exclusión de los debates sobre el orden de la polis. No hacerlo sería arriesgarse a intolerables recortes en la libertad de conciencia de los ciudadanos.
Ahora bien, la duda es si esta concepción de las morales religiosas se compadece o no con la realidad. En primer lugar, conviene recordar que no todas las religiones pretenden influir en los debates ciudadanos. Y, de entre aquellas religiones que sí aspiran a ello, cabe distinguir dos tipos. Por un lado, las religiones que entienden que no sólo deben orientar las conciencias de los individuos que libremente se incorporan a ellas sino también imponer la regulación acerca de todos los aspectos de la vida social. Serían las religiones fundamentalistas, cuyos seguidores serían fanáticos enemigos de las libertades individuales[25]. Por otro lado, tenemos las religiones comprometidas con la sociedad de su tiempo: aquellas que no sólo aspiran a orientar la conciencia de sus fieles sino también a participar en la ordenación justa de la sociedad, aportando sus puntos de vista, pero en ningún caso tratando de suplantar o manipular el papel de las instituciones políticas y mucho menos de coaccionar el comportamiento o la conciencia de los ciudadanos. En contra de la posición de Victoria Camps, para quien la Iglesia católica -o, al menos, sus representantes jerárquicos actuales- estaría entre las religiones fundamentalistas, creo que habría que considerarla simplemente como una religión comprometida con su tiempo[26]. Frente a las religiones fundamentalistas, reconoce la autonomía de las realidades terrestres[27], de un lado; y de otro, la sacralidad de la conciencia individual a la que nunca se la puede forzar a creer[28].
Con respecto al concepto de naturaleza moral que atribuye a las morales religiosas, entiendo que poco tiene que ver con el sostienen las confesiones religiosas que lo han desarrollado, por lo menos, con el que más desarrollo ha tenido por parte de la filosofía y la teología pasada y contemporánea[29]. Para esta, la naturaleza moral del ser humano es histórica, como histórico es el propio ser humano. Por tanto, las exigencias éticas están moduladas por el tiempo en que vive el ser humano y sólo se esclarecen en cada situación concreta[30]. La ética cristiana es, por tanto, una ética plagada de grises. Ese reconocimiento del carácter histórico de la naturaleza moral del ser humano no es incompatible con la afirmación de unos principios éticos universales -la misma autora aboga por ellos, aunque discrepa de la Iglesia en cuáles deberían ser- que incluso puedan llegar a tener el rango de absolutos morales.
Por lo demás, no sólo ciertas confesiones religiosas sino muchas corrientes filosóficas fundamentan el orden ético en la existencia de una naturaleza moral de carácter teleológico. Si, como propone Camps, hay que descartar aquellas posiciones morales que se fundan en una idea de naturaleza, porque resulta imposible el diálogo con ellas, no sólo habrá que descartar las posiciones religiosas sino también muchas corrientes filosóficas que afirman la existencia y posibilidad de guiarse por una naturaleza moral. La bioética laica se convierte entonces en la expendedora del título de interlocutor válido en los debates bioéticos públicos, y el espíritu inquisitorial que denuncia en las confesiones religiosas que aspiran a participar en los debates ciudadanos es el que ahora ejerce ella.
Llama aún más la atención la otra razón esgrimida por Camps para proponer la exclusión de las posiciones religiosas del debate bioético: “la fe en otra vida desprovista de cadenas, dominaciones y servidumbres de la vida en la tierra conduce lógicamente a despreciar cualquier intento de mejorar este mundo. Siendo nuestra vida un simple paso hacia otra vida mejor, carece de interés e incluso de sentido la preocupación o la esperanza por transformarla”[31]. Me parece osado hacer esa afirmación, que es radicalmente falsa para muchas religiones y particularmente para la que ella tiene en su punto de mira, que es la católica. Dice la Constitución Gaudium et Spes: “la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios” (n. 39). Pero es que además resulta contradictorio que, por un lado, se acuse a las religiones en general y a la Iglesia católica en particular de volver la espalda al mundo y, al mismo tiempo, se las critique por pretender influir en la ordenación de la sociedad.
En otro momento de la Constitución Apostólica Gaudium et Spes se dice: “Los cristianos todos deben tener conciencia de la vocación particular y propia que tienen en la comunidad política; en virtud de esta vocación están obligados a dar ejemplo de sentido de responsabilidad y de servicio al bien común, así demostrarán también con los hechos cómo pueden armonizarse la autoridad y la libertad, la iniciativa personal y la necesaria solidaridad del cuerpo social, las ventajas de la unidad combinada con la provechosa diversidad. El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, aun agrupados, defienden lealmente su manera de ver” (n. 75). Se insiste, pues, en el deber de los cristianos de comprometerse con la sociedad en la que viven; y, al mismo tiempo, se les recuerda el deber de respetar las opiniones distintas de las suyas. Como consecuencia de esa llamada al compromiso con la sociedad al que invitan algunas religiones, nos encontramos con que algunas de las figuras más destacadas de este siglo en la lucha por la igualdad de las personas han sido creyentes, que actuaban impulsados precisamente por esa convicción religiosa: Martin Luther King Jr., Mahatma Gandhi, Desmond Tutu, Teresa de Calculta, Ximenez Belo, etc.
Camps está convencida de que “la voluntad de comprender las razones del otro y que podamos encontrar unos mínimos morales que todos podamos compartir no forma parte del proyecto de ninguna ortodoxia religiosa, sea ésta cristiana o islámica”[32]. Me parece que se trata, de nuevo, de una acusación tan contundente como falsa. Las religiones, y también algunas de las que ella califica como “ortodoxias religiosas”, han manifestado reiteradamente su voluntad de contribuir a encontrar unos mínimos morales en los que fundar cualquier sociedad. Así, por ejemplo, en la Declaración Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa, también del Concilio Vaticano II, se dice: “la verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante una libre investigación, sirviéndose del magisterio o de la educación, de la comunicación y del diálogo, por medio de los cuales unos exponen a otros la verdad que han encontrado o creen haber encontrado, para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad” (n. 3)[33].
Llama la atención que deslice comentarios que no dan muestra precisamente de un talante abierto a comprender las razones del otro, como ella misma exige a quienes critica. Dice Camps: “Las creencias religiosas obviamente son un aspecto del derecho de todo individuo a pensar libremente. Pero un estado aconfesional o laico ha de interesarse por construir un discurso moral válido para todos. Un discurso que, concretamente en nuestro país, se ve continuamente interrumpido por la beligerancia y animosidad de la ortodoxia católica más reaccionaria”[34]. ¿Realmente se puede decir que la ortodoxia católica interrumpe el discurso moral válido para todos o, más bien, que aspira a incorporarse a ese discurso para dar su punto de vista? Si es así -porque no veo cómo puede hoy en día una instancia religiosa impedir que las gentes se manifiesten con libertad en un Estado de Derecho- me parece que tratar de apartarla de los debates éticos ciudadanos es un ejercicio de sectarismo. Por eso, me pregunto si su propuesta de bioética no incurre en el laicismo que ella misma define y denuncia como “la voluntad de convertirse en algo así como una confesión más, la única confesión verdadera, cuya característica sería la oposición militante a cualquier otra moral que no fuese laica”[35].
d) Recapitulando.
Sádaba y Camps tienen importantes coincidencias a la hora de presentar su punto de vista sobre la bioética laica. Ambos entienden que es una ética universal; que esa ética se basa en la idea de la dignidad humana y se manifiesta en los derechos humanos; y que es una ética deliberativa, pues no resulta de la aplicación mecánica de unas reglas generales e inmutables a los casos concretos, sino del ejercicio de la prudencia ante cada situación en la que la persona tiene que actuar. También coinciden en distinguir un laicismo excluyente, que rechazarían, y una laicidad inclusiva (ellos no utilizan exactamente estos términos) que es la que defienden. En estos puntos de vista coinciden, a su vez, con la Iglesia católica. Pero existen otros puntos en los que los mencionados autores siguen coincidiendo, pero ya en abierta discrepancia con la Iglesia católica. Tienden a identificar la idea de dignidad humana con la de autonomía, lo que nos lleva a preguntarnos entonces qué sentido tiene hablar de dignidad si lo que se quiere es hablar únicamente de autonomía[36]. Niegan la existencia de absolutos morales, lo que se compadece mal con el reconocimiento de unos principios éticos universales. Critican un concepto de naturaleza humana como instancia de apelación moral, que no tiene nada que ver con el que hoy en día se maneja en el ámbito de la teología católica, del magisterio de la Iglesia y de las corrientes filosóficas contemporáneas que reivindican la existencia de una ley natural[37]. Y finalmente coinciden en el recelo y rechazo de cualquier pronunciamiento de la jerarquía eclesiástica sobre cuestiones éticas.
La bioética laica que defienden estos autores es una bioética en cuya elaboración participan todos menos aquellos que hablen desde concepciones religiosas que tengan por inamovibles. Pero entonces, ¿podrán participar colectivos que defiendan el nacionalismo, el ecologismo, los derechos de los discapacitados, de las minorías raciales, lingüísticas o religiosas, de los homosexuales, de las mujeres,… como cuestiones no negociables por tenerlas por inamovibles? Todos tenemos puntos de vista que consideramos no negociables. En ocasiones cuentan con un respaldo más racional y en otras no. ¿Por qué aceptan que todos puedan ir al debate público con ese núcleo no negociable salvo a los “religiosos ortodoxos”? Y si no aceptan que otros individuos, colectivos u organizaciones puedan defender públicamente posiciones que tienen por absolutas, ¿por qué no las denuncian? ¿Puede que sea porque el recelo hacia el discurso presuntamente inspirado por la(s) religión(es), especialmente por la Iglesia católica, resulte ser el último prejuicio socialmente aceptado[38]?
La bioética laica expuesta se encuentra influida, a mi parecer, por un modelo de relación entre el Estado y la religión que es heredero de la tradición francesa ilustrada. Pero los modelos de relación son muy variados. Reino Unido, los países escandinavos, Alemania, Grecia, Estados Unidos, Grecia, Israel, Líbano, Jordania, etc. ofrecen cada uno de ellos un modelo de relación entre religión y Estado adaptado a las circunstancias histórico sociales del país. Probablemente todos ellos sean aceptables en el marco de los derechos humanos, y concretamente de la libertad religiosa, ya que no he mencionado ningún Estado en el que la religión venga impuesta desde los poderes públicos o en el que se prohíba la práctica de una determinada confesión. ¿Por qué se sacraliza un modelo en particular, presentándolo como el único respetuoso con la dignidad humana y capaz de generar una ética cívica universal? ¿No sé estará incurriendo desde esa bioética laica en la imposición de un punto de vista particular acerca de cómo deben plantearse las relaciones entre el Estado y la religión, acerca del papel público de las religiones?
La sospecha de que algo así pudiera suceder se refuerza cuando vemos cómo defienden estos autores determinadas posiciones bioéticas. Ambos, por ejemplo, son partidarios de legalizar la eutanasia y la clonación de embriones humanos con fines de investigación. Pero no se conforman con exponer las razones por las cuales llegan a esas conclusiones sino que insisten en decir que esas (sus) posiciones son las de una bioética laica, universal, seria, en la que todas las personas pueden y deben estar de acuerdo. No es el momento de analizar la calidad de los argumentos invocados para sostener esas posiciones. Sólo quiero recordar ahora que tanto la eutanasia como la clonación de embriones están castigadas en la mayoría de los países del mundo y que, aunque dejaran de estarlo, seguirían siendo cuestiones sumamente discutidas en las sociedades y, desde luego, no sólo por el influjo oscurantista de la Iglesia católica sino, más bien, por lo difícil que resulta delimitar en ellas (como en tantas otras) el núcleo moral que debe ser también protegido por el Derecho.
A la vista de esa realidad jurídica y social, a quienes dicen que la despenalización de la eutanasia y de la clonación experimental forma parte de la bioética laica y universal, habrá que contestarles que están llamando bioética laica y universal simplemente a su particular punto de vista. Y, en ese sentido, están bastante próximos al discurso de las religiones (en especial de la Iglesia católica) que también entiende que sus propuestas relacionadas con el bien común tienen validez universal. Por ello, en mi opinión, lo más razonable es no excluir ninguna propuesta bioética (tampoco a las religiosas) pero tampoco atribuir a ninguna la condición de fuente exclusiva de la moralidad social (tampoco a las autodenominadas bioéticas laicas).
En última instancia quienes hablan de bioética laica entienden que los discursos religiosos son aceptables para las gentes que quieran creerlos pero no para construir las condiciones fundamentales de justicia en una sociedad. Dar cauce a estos discursos en la vida pública sería atentar contra la libertad religiosa de quienes no comulgan con esas posiciones. Precisamente para que los católicos (o los budistas, musulmanes o baptistas) puedan seguir viviendo de acuerdo con su fe sin que nadie les violente por ello, es decir, para que puedan ejercer su libertad religiosa, es fundamental que también ellos -por elementales razones de reciprocidad- respeten la libertad religiosa de los demás y no traten de imponerles su fe particular. Pero este planteamiento contiene, al menos tres errores.
Primero, es un planteamiento doblemente falso. Por un lado, porque da por supuesto que todas las propuestas procedentes de las religiones (o de las personas que defienden en público posiciones coincidentes con su fe religiosa) se anclan en la fe y en absoluto en la razón. Si eso fuera así, sus partidarios sólo podrían defenderlas acudiendo a la fe. Pero nos encontramos con que no siempre es así. Muchas posiciones defendidas desde instancias religiosas se hacen mediante argumentos de razón, que aspiran a que sean comprendidos y, en su caso, compartidos por todos. Por otro lado, porque muchos que defienden posiciones tenidas por religiosas no pretenden imponerlas por la fuerza. Aspiran a que las leyes, que sólo aceptan que puedan ser aprobadas por procedimientos democráticos, protejan determinados bienes de las personas que estiman como fundamentales.
Segundo, es un planteamiento inconsistente. No es infrecuente que quienes deslegitiman a las iglesias como interlocutores en los debates públicos acudan a esta denuncia cuando les interesa. Así, por ejemplo, cuando desde las religiones se combate la segregación racial, la opresión política, la pena de muerte o la tortura, las guerras injustas, etc. nos encontramos con que mientras algunos aplauden esas tomas de posición otros niegan a las iglesias la legitimidad para pronunciarse sobre esas cuestiones porque, dicen, se deben ocupar de la salud espiritual de sus fieles y no de las cuestiones políticas. Cuando, en cambio, esas mismas instancias religiosas se oponen al aborto, la eutanasia, la clonación de embriones humanos con fines de investigación o las intervenciones genéticas en la línea germinal, es frecuente que se inviertan las actitudes: quienes antes criticaban ahora frecuentemente aplauden y quienes aplaudían ahora se oponen al reconocimiento público de los pronunciamientos religiosos. Unos y otros colectivos utilizan, de manera selectiva y contradictoria, el mismo argumento de desacreditar al interlocutor en lugar de criticar las razones en las que se basa para sostener su posición[39].
Tercero, es un planteamiento empobrecedor. Desde un punto de vista estrictamente racional determinadas propuestas procedentes de los ámbitos religiosos resultan chocantes para la opinión pública. No obstante, en ocasiones, la apertura a las mismas proporciona un notable enriquecimiento cultural y moral a la sociedad[40]. Pondré dos ejemplos. Primero, el budismo defiende una relación más respetuosa hacia el medio ambiente que la que ha caracterizado a occidente en los últimos dos siglos[41]. La apertura de occidente a este planteamiento, más allá de que comparta el fundamento religioso último del mismo, puede tener (y de hecho ha tenido) efectos positivos en el replanteamiento de las relaciones entre el ser humano y la naturaleza. Segundo, en la entraña del cristianismo está la idea del perdón. Aunque sea difícil acceder a la comprensión y adhesión a esa actitud mediante ciertos usos de la razón, es plausible pensar que la extensión de esta actitud entre los individuos y los grupos tenga efectos sociales positivos[42].
Para reforzar un talante menos receloso hacia discursos religiosos o coincidentes con determinadas posiciones religiosas, tan necesario en el debate bioético contemporáneo, es oportuno recordar a dos autores que defendieron, respectivamente, la utilidad social de la religión (Tocqueville) y la primacía de la libertad de pensamiento y expresión para garantizar la existencia de sociedades libres (Mill).
2.- Religión, libertad de expresión y bioética hegemónica.
En 1831 Alexis de Tocqueville realizó un viaje de nueve meses por los Estados Unidos. Las observaciones de aquel viaje se contienen en su obra más conocida, La democracia en América[43], un ejercicio extraordinario de sociología y teoría política, en el que el autor sintetiza algunos de los rasgos definitorios de las emergentes sociedades burguesas. Uno de los capítulos más excitantes, que mantiene una renovada vigencia en la actualidad, es el dedicado a los efectos que produce la omnipotencia de la mayoría[44]. Me permito volver ahora sobre este autor porque creo que desenmascara una situación que sospecho que se pueda estar dando en la bioética. Me refiero a la falta de libertad de pensamiento por causa de lo que Tocqueville llama la tiranía de la mayoría.
Tocqueville parte de que el mayor peligro de las democracias es la omnipotencia que ejerce la mayoría. Especial preocupación muestra por el efecto que ejercen esas mayorías sobre el pensamiento. Así como los monarcas absolutos tienen un poder material sobre los actos de los súbditos pero no puede alcanzar a sus voluntades, en cambio “la mayoría está revestida de una fuerza material y moral a un tiempo, que obra sobre la voluntad tanto como sobre los actos, y que al mismo tiempo impide el hecho y el deseo de hacer”[45].
Esa fuerza de la mayoría actúa de manera implacable sobre la libertad de pensamiento en los Estados Unidos que visitó, hasta el punto de que Tocqueville llega a decir “no conozco país alguno donde reine, en general, menos independencia de espíritu y verdadera libertad de discusión que en América”[46]. Y, a continuación, traza un dibujo tan estremecedor como riguroso del modo en que la mayoría sofoca la libertad de pensamiento en aquel país que no me resisto a reproducirlo por lo que pueda tener de vigente en la actualidad: “En América la mayoría traza un cerco formidable alrededor del pensamiento. Dentro de esos límites el escritor (ahora podríamos añadir al profesor universitario, al experto en bioética, etc.) es libre, pero ¡Ay de aquel que se atreva a salir de ellos! No es que tenga que temer un auto de fe, pero está expuesto a disgustos de toda clase y a persecuciones diarias. La carrera política se le cierra porque ha ofendido al único poder que tiene la facultad de abrirla. Se le niega todo, hasta la gloria. Antes de publicar sus opiniones, el escritor creía tener sus partidarios; ahora que se ha descubierto ante todos, le parece no tener ninguno, pues aquellos que le condenan se manifiestan en voz alta, y los que piensan como él, no teniendo su coraje, se callan y se alejan. El escritor cede, se doblega por último bajo el esfuerzo diario, y vuelve al silencio, como si se sintiera arrepentido de haber dicho la verdad”[47].
Tocqueville insiste en que el poder de la mayoría es más insidioso que el de las monarquías absolutas. “Bajo el gobierno absoluto de uno solo, el despotismo, para llegar al alma, hería groseramente el cuerpo, y el alma, escapando a esos golpes, se elevaba gloriosa sobre él. Pero en las repúblicas democráticas no actúa así la tiranía: deja el cuerpo y va derecha al alma. El amo ya no dice “o pensáis como yo o moriréis”, sino: “sois libres de no pensar como yo; vuestras vidas, vuestros bienes, todo lo conservaréis; pero desde hoy, sois extraños entre nosotros… Seguiréis viviendo entre los hombres pero perderéis vuestros derechos de humanidad”[48].
Como consecuencia de la eficacia de ese mecanismo de control social muchos se resignan a no pensar por su cuenta y a dar por bueno lo que la mayoría ha sancionado. El miedo a perder posiciones de reconocimiento social, que ya señalaba Tocqueville, y el ansia de notoriedad mediática y de ganancia económica constituyen hoy, como en el pasado, poderosos estímulos para cambiar el pensamiento propio por el pensamiento único.
Frente a este estado de cosas, conviene recordar que (1) la libertad de pensamiento es imprescindible para buscar la verdad y para crear sociedades libres; y que (2) son imprescindibles los contrapesos para que el libre ejercicio del pensamiento no sucumba a la tiranía de la mayoría. Para justificar lo primero acudiremos a otro autor clásico, John Stuart Mill, y para lo segundo continuaremos con Tocqueville.
(1) En una de sus obras más conocidas, Sobre la libertad, Mill hace una encendida defensa de la libertad de pensamiento. Al principio del capítulo que dedica a esta cuestión, se refiere a la posibilidad de que el gobierno, de acuerdo con la opinión pública, ejerza la coacción contra opiniones disidentes. Rechaza de plano la legitimidad de esta actuación en los siguientes términos. “Permítasenos suponer que el Gobierno está enteramente identificado con el pueblo y que jamás intenta ejercer ningún poder de coacción a no ser de acuerdo con lo que él considera que es opinión de éste. Pues yo niego el derecho del pueblo a ejercer tal coacción, sea por sí mismo, sea por su Gobierno. El poder mismo es ilegítimo. El mejor Gobierno no tiene más títulos para ello que el peor. Es tan nocivo, o más, cuando se ejerce de acuerdo con la opinión pública que cuando se ejerce contra ella. Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad. Si fuera la opinión una posesión personal, que sólo tuviera valor para su dueño; si el impedir su disfrute fuera simplemente un perjuicio particular, habría alguna diferencia entre que el perjuicio se infligiera a pocas o a muchas personas. Pero la peculiaridad del mal que consiste en impedir la expresión de una opinión es que se comete un robo a la raza humana; a la posteridad tanto como a la generación actual; a aquellos que disienten de esa opinión, más todavía que a aquellos que participan de ella. Si la opinión es verdadera se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si errónea pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error”[49].
Mill rechaza la legitimidad tanto de la opinión pública como del gobierno que la representa para ejercer cualquier tipo de control sobre la libertad de opinión. Se sorprende de que “los hombres admitan la validez de los argumentos en pro de la libertad de discusión y les repugne llevarlos a sus últimas consecuencias”[50]. Al igual que Tocqueville, denuncia la fuerza que tiene el estigma social a la hora de cercenar la libertad de pensamiento[51]. Sostien