Suicidio médicamente asistido (SMA)

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Es la acción que lleva a cabo una persona para acabar con su propia vida sirviéndose de los medios que le ha proporcionado un médico (fundamentalmente sustancias letales) para lograrlo sin graves padecimientos. Se distingue del suicidio en que el suicida lo lleva a cabo sin contar con el auxilio de nadie, y del suicidio asistido en general porque quien proporciona los medios para que una persona se suicide no es un profesional de la medicina. Esta voz se divide en cinco epígrafes: Suicidio y filosofía; el suicidio médicamente asistido (SMA);  el SMA y otras acciones próximas: el rechazo al tratamiento y la eutanasia pasiva; el SMA y el Derecho; el SMA y la deontología médica.

1.- Suicidio y filosofía.
Antes de entrar en los problemas concretos que plantea el SMA, es necesario referirse al suicidio en general. A lo largo de la historia ha sido un tema de frecuente reflexión por parte de los filósofos. A mediados del siglo XX Albert Camus, representante de la filosofía existencialista, llegó a escribir: “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: es el suicidio” (El mito de Sísifo).
En la Antigüedad no fue infrecuente aceptar el suicidio como una forma lícita, e incluso noble, de acabar con la propia vida. A partir del cristianismo, sin embargo, se extendió la idea de la vida como don de Dios, que el ser humano recibía para hacer fructificar, pero de la que no podía disponer.
Durante la Ilustración, dos de los más grandes filósofos de la historia, Hume y Kant, se manifestaron sobre el suicidio. El primero, empirista, niega la existencia de ley divina o natural alguna que lo prohíba. Sólo acepta como realidad lo que se pueda constatar mediante los sentidos: “Si el disponer de la vida humana fuera algo reservado exclusivamente al Todopoderoso, y fuese un infringimiento del derecho divino el que los hombres dispusieran de sus propias vidas, tan criminal sería que un hombre actuara para conservar la vida, como el que decidiese destruirla. Si yo rechazo una piedra que va a caer sobre mi cabeza, estoy alterando el curso de la naturaleza, y estoy invadiendo una región que sólo pertenece al Todopoderoso, al prolongar mi vida más allá del periodo que, según las leyes de la materia y el movimiento, Él había asignado” (Sobre el suicidio). Niega que la naturaleza humana sea algo más que el conjunto de fenómenos empíricamente percibidos y, en consecuencia, también la posibilidad de descubrir unos principios éticos a partir de la comprensión de la naturaleza humana. Para él es imposible ir más allá de lo que nos muestran los sentidos, pero ¿es aceptable este planteamiento? En cualquier caso, el razonamiento trascrito de Hume es inconsistente porque la religión a las que hace referencia, el cristianismo, parte precisamente de la negación de que las leyes de la materia y el movimiento sean leyes divinas en cuanto que exijan el sometimiento del ser humano.
Kant, al construir su ética sobre el principio de la dignidad de la persona, sostiene que el ser humano debe ser tratado siempre como un fin y nunca sólo como un medio, tanto en la persona de los demás como en la propia. Como acabar con la propia vida es una forma de tratarse uno a sí mismo como simple instrumento, rechaza la licitud del suicidio: “Según el concepto de deber necesario para consigo mismo, habrá de preguntarse quien ande pensando en el suicidio, si su acción puede compadecerse con la idea de la humanidad como fin en sí. Si, para escapar a una situación dolorosa, hace uso de una persona como mero medio para conservar una situación tolerable hasta el fin de la vida. Mas el hombre no es una cosa; no es, pues, algo que pueda usarse como un simple medio; debe ser considerado, en todas las acciones, como fin en sí. No puedo, pues, disponer, del hombre en mi persona, para mutilarle, estropearle, matarle” (Fundamentación de la metafísica de las costumbres).
En este punto Kant coincide con la filosofía personalista, para la cual el ser humano está constituido por una serie de bienes fundamentales -la vida, la salud, la integridad física, psíquica y moral, la libertad, la intimidad y algunos más- de los que nadie puede privarle, ni aun con su consentimiento. Y tampoco el propio titular de esos bienes puede renunciar a los mismos de manera directa y absoluta. Hacerlo es atentar directamente contra la persona.
Pero el que esas acciones sean contrarias a la ética no significa que el Derecho siempre tenga que comparecer para castigarlas. El Derecho sólo actúa cuando la acción ilícita tiene un importante impacto social porque lesiona bien los derechos fundamentales de la persona o bien algún aspecto importante del bien común. Así, por ejemplo, encontramos personas que venden su intimidad, o su cuerpo durante un tiempo, o atentan contra su propia salud o incluso su vida, y el Derecho no reacciona. Es difícil determinar cuándo tiene que actuar o no en estos casos. En ocasiones, parece claro que no tiene ningún sentido que lo haga (p. ej. no se plantea, en la actualidad, castigar a una persona que se entrega sexualmente a otra por dinero; o a una persona que se suicida o que lo intenta sin éxito); en otras, será la prudencia la que aconseje si conviene o no la intervención (p. ej. prohibir, como se hace ahora en muchos ordenamientos jurídicos, o no la renuncia a las vacaciones laborales); por fin, en otras, será una grave irresponsabilidad eliminar la intervención por parte del Derecho (p. ej. permitir, con su consentimiento, experimentos en seres humanos que les ocasionen secuelas muy graves e irreversibles; o permitir la renuncia definitiva a la propia libertad o a la propia intimidad).
En lo que respecta a la protección de la vida del individuo, la posición generalizada del Derecho en la actualidad es la de no castigar los atentados contra la propia vida: se entiende que, en muchos casos, se producen sin que la persona tenga plena capacidad sobre sus acciones; o que son fruto de decisiones íntimas muy difíciles sobre las que nadie debe entrar a juzgar. Ahora bien, sí persigue a quienes ayudan a morir a otro, bien facilitándole los medios para que lo haga (suicidio asistido) o provocándole la muerte (homicidio consentido, eutanasia). Se niega la existencia de un presunto derecho a disponer de la propia vida y se entiende que quienes participan en esas muertes “consentidas” atentan contra bienes esenciales de la persona y contra la sociedad en su conjunto.  
Este parecer no está unánimemente compartido. De hecho, se ha defendido que la disponibilidad sobre la propia vida es un aspecto esencial de la libertad individual y, en consecuencia, de la dignidad. Desde este planteamiento, se habla de un derecho a la vida que incluye el derecho a disponer de ella, el derecho al suicidio. Según estas posiciones liberales, el derecho a la vida no tendría más contenido que la no interferencia del Estado en las decisiones de la persona sobre su propia vida (y, en su caso, de quienes le ayuden a morir o ejecuten su muerte). Algunos autores van más lejos y llegan a defender que el Estado tiene el deber de asegurar a quien lo solicite la ayuda necesaria para acabar con su vida sin grandes sufrimientos.
Si aceptamos que la vida es un bien esencial de la persona, y que disponer de ella supone atentar directamente contra la propia persona, estamos reconociendo que el derecho a la vida es indisponible, inalienable y que, de ninguna manera, incluye el derecho a disponer de la propia vida.
Desde una perspectiva que tiende a reducir a lo imprescindible la intervención del Derecho, se sostiene que expresiones como “el deber de conservar la propia vida” o, en sentido contrario, “el derecho al suicidio” no son pertinentes desde el punto de vista jurídico porque el Derecho no puede entrar en la intimidad del individuo. Ahora bien, ante las acciones suicidas se afirma que el Derecho tiene el deber de establecer dos presunciones “iuris et de iure” (presunciones que no admiten prueba en contrario): en primer lugar, que cualquier persona que auxilia a otro al suicidio le está causando un daño y debe responder por ello; y, en segundo lugar, que cualquier persona que intenta suicidarse se encuentra en una situación de necesidad que genera un deber ineludible de ayuda.

2.- El suicidio médicamente asistido (SMA).
Pero el principal debate sobre el suicidio asistido que se ha suscitado desde la segunda mitad del siglo XX no se ha planteado en los términos abstractos arriba descritos. Se ha centrado en un supuesto concreto -el de aquellas personas que se encuentran en unas condiciones de salud muy penosas e irreversibles- y en una forma de asistencia al suicidio muy determinada -la de los médicos. Veamos cada uno de esos dos aspectos.
¿Cuál es esa condición tan gravosa para la propia existencia que justificaría el recurso al SMA? Se han hecho muchas propuestas, de las que selecciono tres: que la persona padezca una enfermedad terminal, con un pronóstico de vida inferior a seis meses (ese es el único supuesto autorizado en un Estado del mundo, concretamente en Oregón, EEUU); que se trate de una enfermedad terminal o incurable acompañada de grandes dolores (aquí se podrían incluir, por ejemplo, las personas terapléjicas o que sufren de parálisis cerebral); que se trate de una enfermedad o condición incurable que la persona experimente como radicalmente incompatible con sus valores fundamentales. Estas dos últimas son mucho más coherentes si se toma como punto de partida el derecho de la persona a disponer de su vida. Si uno tiene derecho a disponer de su vida, ¿por qué sólo aceptar que se le puedan facilitar los medios para acabar con ella cuando está ya en una fase terminal de su vida y no cuando se encuentre en un estado de salud irreversible, que subjetivamente le resulte difícil de sobrellevar?
El problema del suicidio deja de ser un problema básicamente moral y se convierte en jurídico desde el momento en que se pide la autorización para que un tercero nos proporcione los medios para acabar con nuestra vida. Para que esos sean eficaces y, en la medida de lo posible, no ocasionen sufrimientos, se requiere el concurso de alguien que pueda tener este tipo de conocimientos, es decir, de un profesional de la salud.  Ahora bien, ¿son los médicos los únicos que pueden llevar a cabo este tipo de asistencia? Evidentemente no. Se puede adquirir un conocimiento adecuado para prescribir medios letales sin necesidad de tener la condición de médico. Ahora bien, ¿tiene sentido formarse para procurar medios de muerte indolora a los que lo soliciten? Pero lo más importante es que, en el momento mismo en que se adjudicara a la clase médica este trabajo, se estaría desfigurando el carácter de la profesión médica tal como se ha definido desde Hipócrates. Medicina viene del latín “mederi” que quiere decir “curar”. Esa ha sido la finalidad de la medicina hasta el presente. Por eso, en el famoso juramento hipocrático se dice: “A nadie, aunque me lo pidiera, daré un veneno ni a nadie le sugeriré que lo tome”. Esa misión, que tiene como objeto un bien fundamental de la persona, se confió en exclusiva a una corporación: la de los médicos. Mediante una alianza entre la sociedad y los médicos, aquella confiaba en exclusiva a estos el cuidado de la salud de las personas; los médicos, por su parte, se comprometían a procurar ese bien -los cuidados para la salud de las personas- incluso por encima de sus propios intereses. ¿Tiene sentido pedir ahora a los médicos que hagan justo lo contrario de aquello para lo que se formaron y en lo que consiste su ejercicio profesional?
Dos argumentos conducen a un rechazo categórico del SMA. En primer lugar, la indisponibilidad de la propia vida, que deslegitima a cualquiera para pedir los medios con los que acabar con su vida; y prohíbe a cualquiera suministrar o prescribir esos medios letales. En segundo lugar, el sentido de la profesión médica impide que estos profesionales puedan utilizar sus conocimientos para facilitar los medios con los que acabar con la vida de otro. Con el primer argumento se cierra el paso a cualquier autorización del suicidio asistido. Con el segundo se rechaza el SMA, pero no necesariamente cualquier forma de asistencia al suicidio.
Estos dos argumentos no son unánimemente compartidos, o porque se niega que la vida sea un bien indisponible, o porque se rechaza que la profesión médica tenga un contenido que no pueda ser moldeado a petición del paciente. Incluso así, el rechazo al SMA sigue estando muy extendido por razones de tipo prudencial, entre las que destacan las siguientes.
En primer lugar, está generalizada la idea de que mientras no esté totalmente garantizado el acceso a unos cuidados paliativos practicados con competencia no tiene sentido hablar de SMA. Se insiste en que los cuidados paliativos acabarían con muchas peticiones de suicidio asistido, puesto que detrás de las mismas se agazapa bien el temor de quien no quiere pasar por lo que vio en parientes que ya fallecieron, o bien la sensación de pérdida de dignidad o de autoestima cuando la persona se enfrenta a un final vacío de sentido y lleno de dolor. Precisamente los cuidados paliativos están para combatir eficazmente el dolor y ayudar a la persona, en la medida de lo posible, a que encuentre sentido a la etapa final de su vida. Por ejemplo, sería muy importante que el enfermo comprobara que no es más que una grave carga para su familia. Para lograrlo, los cuidados paliativos deberían integrarse con servicios sociales que proporcionaran a las familias las ayudas necesarias.
En segundo lugar, se plantea una cuestión muy práctica, que conduce a recelar del SMA: ¿es fácil determinar la voluntad libre e informada de una persona de acabar con su propia vida? Desde luego que no lo es, y mucho menos aún cuando la persona que la manifiesta se encuentra en un estado de debilidad, sufrimiento y quizá incluso de soledad o abandono. Ante esa duda, ¿qué es más razonable: permitir que algunas personas se puedan dar muerte a ellas mismas, por las difíciles circunstancias por las que atraviesan y no porque ellas lo hayan querido libremente y con plena capacidad; o impedir que algunas personas que querían morir sabiendo perfectamente lo que hacían y por qué lo hacían, lo puedan hacer? Parece que habrá que inclinarse por la segunda opción, ya que alguien que continúa viviendo puede que llegue a encontrar sentido a su vida, mientras que el que se suicida sin que en el fondo lo quisiera, sufre una pérdida absoluta e irreparable.
En tercer lugar, se hace referencia a la pendiente resbaladiza. Si empezamos asistiendo al suicidio de los enfermos terminales, es prácticamente inevitable que terminemos atendiendo a cualquier persona que manifieste su deseo de no seguir viviendo. Y en relación con ello, y más grave aún, existe un enorme riesgo de incurrir en abusos; en especial sugiriendo a los enfermos, de modos sutiles pero eficaces por la debilidad en la que se encuentran, que darse muerte a sí mismos es una buena opción. Ese riesgo de incurrir en abusos no es en absoluto descabellado puesto que la cultura dominante tiende a despreciar toda vida que no sea productiva y el sistema sanitario se desenvuelve en un ambiente de escasez de recursos y voluntad de optimizar su asignanción.

3.- El SMA y otras acciones próximas: el rechazo al tratamiento y la eutanasia pasiva.
Es sencillo distinguir el SMA de la eutanasia activa. En el primero, el médico se limita  a prescribir y, en algunos casos, facilitar sustancias letales a la persona que quiere morir, pero nunca actúa sobre el paciente. En la eutanasia, en cambio, el médico es el agente de la muerte de la persona, quien puede haber consentido o no.
El SMA se diferencia también de otras dos prácticas, la eutanasia pasiva y el rechazo al tratamiento, aunque no siempre resulta sencillo trazar la línea que define la extensión de cada una de esas acciones. La eutanasia pasiva consiste en provocar la muerte de una persona -con o sin su consentimiento- omitiendo unas atenciones médicas o humanas que son las adecuadas a su estado y sin las cuales necesariamente morirá. El rechazo del tratamiento, en cambio, es una decisión del paciente de renunciar a los medios médicos que le podrían sanar o mantener con vida. Mientras que la primera es una acción éticamente ilícita y está castigada como delito por la mayor parte de los ordenamientos jurídicos del mundo, la segunda es considerada como un derecho de todo paciente aunque no están siempre claros los límites de ese derecho. Por ejemplo, nadie duda de que la persona tiene derecho a renunciar a un tratamiento que no va a curarle sino únicamente a prolongar su vida en condiciones extremadamente precarias y dolorosas. Ahora bien, si una persona renuncia a un tratamiento médico ordinario o a la alimentación e hidratación y pide que, hasta que llegue el momento de su muerte, se le faciliten los fármacos necesarios para no sufrir ¿nos encontramos ante un rechazo del tratamiento, ante una eutanasia pasiva voluntaria o ante un suicidio médicamente asistido? Para determinar la valoración ética de la acción es imprescindible atender a las circunstancias del caso concreto.

4.- El Derecho ante el SMA.
A lo largo de la historia, tanto el suicidio como el suicidio asistido han recibido tratamientos muy distintos por parte del Derecho. Muchas legislaciones han prohibido ambas modalidades en el pasado pero, en estos momentos, sólo se mantiene con carácter general la prohibición del suicidio asistido. Es frecuente que cuando una persona solicita la asistencia al suicidio en determinadas condiciones -mediante una petición capaz, libre e informada, y encontrándose en una situación de falta de salud muy grave- los Códigos penales rebajen la pena a quienes les proporcionen los medios para satisfacer su voluntad suicida. Así sucede, por ejemplo, en el Código penal español, cuyo artículo 143 dice:

“1. El que induzca al suicidio de otro será castigado con la pena de prisión de cuatro a ocho años.
2. Se impondrá la pena de prisión de dos a cinco años al que coopere con actos necesarios al suicidio de una persona.
3. Será castigado con la pena de prisión de seis a diez años si la cooperación llegara hasta el punto de ejecutar la muerte.
4. El que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar, será castigado con la pena inferior en uno o dos grados a las señaladas en los números 2 y 3 de este artículo”.

Ya  hemos dicho que uno de los pocos lugares del mundo en que está permitido el SMA es en el Estado de Oregón (Estados Unidos), donde en 1997 se aprobó The Oregon Death with Dignity Act. Se puede decir que es una experiencia pionera en el mundo y, por ello, ha sido objeto de especial atención por el resto del mundo. Desde la aprobación de la ley hasta 2004, unas doscientas personas se han servido de ella para acabar con sus vidas.
La ley exige que la persona que quiera acogerse a esta posibilidad tenga más de 18 años, sea residente de Oregon, padezca una enfermedad terminal (que previsiblemente le vaya a ocasionar la muerte en menos de 6 meses), sea capaz, y actúe voluntariamente después de haber tomado una decisión informada “de acabar con su vida de una manera humanitaria y digna”. La ley exige que el interesado reitere su voluntad de morir, por escrito, quince días después de su primera manifestación. Un segundo médico deberá confirmar tanto el diagnóstico como la capacidad del enfermo para tomar la decisión. Si alguno de los dos médicos tiene dudas acerca de la capacidad, deberán pedir un informe al especialista (psicólogo o psiquiatra). En la información que dé el médico al paciente habrá de incluir las alternativas asequibles (control del dolor, cuidados en un hospicio, etc.) a la solicitada del suicidio. El médico que prescriba la sustancia letal (el medicamento, dice la ley) aconsejará al enfermo que la injiera en presencia de otra persona pero no en un lugar público. También aconsejará que avise a su familia de su decisión, aunque el enfermo no tiene obligación de hacerlo. Antes de prescribir la medicación, el médico le ofrecerá al enfermo la posibilidad de renunciar a su solicitud. La ley no puede aplicarse a personas sólo por razón de su edad o de su discapacidad. La ley, en fin, permite que cualquier médico se pueda negar a prescribir los fármacos y castiga a los particulares, asociaciones o corporaciones que recriminen a un médico tanto por prestarse como por negarse a intervenir.
Es probable que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos tenga que pronunciarse en un futuro próximo sobre la constitucionalidad de esta norma, como consecuencia de las iniciativas que el gobierno de George W. Bush está llevando a cabo por considerarla inconstitucional. Mientras tanto, otros Estados -como por ejemplo California- han intentado aprobar leyes semejantes a la de Oregón, aunque sin éxito por el momento.
La ley de Oregon denomina en todo momento a las sustancias que prescribe el médico para procurar el suicidio como medicamentos. Más allá de la valoración ética y jurídica de la acción de facilitar esas sustancias, parece imprescindible exigir un rigor mínimo en el uso de las palabras. Y si lo hacemos, de ninguna manera se puede hablar de esas sustancias como de medicamentos: ¿se puede llamar así a una sustancia que se prescribe con la finalidad de causar la muerte, es decir, de producir el efecto contrario al de los medicamentos?
En la ley también se dice que la finalidad de la misma es facilitar al individuo los medios para que pueda morir de “una manera humanitaria y digna”. Volviendo a dejar de lado la valoración ética de la acción suicida y de las que ayudan a procurarlo, ¿se puede calificar como digna y humanitaria una muerte en la que se deja solo al enfermo para que acabe con su vida utilizando los medios que le ha facilitado el médico? Desde una concepción individualista radical, quizá sí. Pero desde una visión antropológica mínimamente interdependiente, en absoluto.
En aquellos países que cuentan con una tradición cultural individualista, como son los anglosajones, el Estado tiende a intervenir en la vida de los ciudadanos sólo cuando resulta imprescindible. En los países en los que la solidaridad tiene mayor arraigo cultural, el Estado suele intervenir en muchos aspectos de la vida ciudadana: educación, cultura, sanidad, servicios sociales, etc. Surgen así dos modelos de Estado de Derecho: uno liberal, y otro social.
Cada uno de estos modelos de Estado ha atendido de manera distinta las demandas de muerte de los interesados. Desde el Estado liberal se sostiene que si una persona quiere acabar con su vida y otra está dispuesto a facilitarle los medios, el Estado no tiene nada que decir. Desde el Estado social de Derecho, por el contrario, se defiende que las personas que quieran dejar de vivir tienen que contar con todos los recursos sanitarios necesarios para que lo puedan hacer con efectividad y sin sufrimiento. En un caso, se defiende el SMA mientras que en el otro la eutanasia. La cuestión se plantea en términos análogos con el aborto: los estados liberales lo despenalizan sin más; los estados sociales no sólo lo despenalizan sino que lo procuran gratuitamente a la mujer que lo requiera.
Ambas maneras de actuar son reprobables porque contemplan la vida de la persona como una propiedad de la misma, de la que el titular puede disponer como le parezca, hasta incluso acabar con ella. Pero, además, cada una de ellas merece un reproche específico: la primera porque no es correcto dejar a una persona sola en una situación de necesidad; la segunda porque el Estado no debe utilizar recursos públicos en acciones que son rechazadas por un importante sector de la sociedad, que las considera contrarias a la dignidad y los derechos humanos.

4.- La deontología médica ante el SMA.
Ya hemos indicado que la finalidad de la medicina no se compadece ni con las acciones de dar muerte a alguien (eutanasia) ni con la de proporcionar los medios para que la persona pueda acabar con su vida (SMA). Desde el Juramento Hipocrático, los códigos deontológicos de los colegios de médicos de todo el mundo han sido más o menos explícitos a este respecto. En 1948, la entonces recién constituida Asociación Médica Mundial aprobó la Declaración de Ginebra, que viene a ser una versión moderna y con vigencia universal del Juramento hipocrático, en la que se afirma que el médico debe velar ante todo por la salud de su paciente y velar también con el máximo respeto por la vida humana desde su comienzo, incluso bajo amenaza.
Por si los principios expresados en la Declaración de Ginebra no eran suficientemente explícitos, la Asamblea General de la Asociación Médica Mundial aprobó en 1992 una Declaración sobre el suicidio con ayuda médica, en la que se dice: “El suicidio con ayuda médica, como la eutanasia, es contrario a la ética y debe ser condenado por la profesión médica. Cuando el médico ayuda intencional y deliberadamente a la persona a poner fin a su vida, entonces el médico actúa contra la ética. Sin embargo, el derecho de rechazar tratamiento médico es un derecho básico del paciente y el médico actúa éticamente, incluso si al respetar ese deseo el paciente muere”.
En España, la última versión del Código de Ética y Deontología Médica de la Organización Médica Colegial no se ocupa expresamente del SMA, pero sí de la eutanasia. Al hacerlo, establece unos criterios que no dejan margen para permitir el SMA. Concretamente el artículo 28 dice: “1-El médico nunca provocará intencionadamente la muerte de un paciente ni por propia decisión, ni cuando el enfermo o sus allegados soliciten, ni por ninguna otra exigencia. La eutanasia u "homicidio por compasión" es contraria a la ética médica.
2- En caso de enfermedad incurable y terminal, el médico debe limitarse a aliviar los dolores físicos y morales del paciente, manteniendo en todo lo posible la calidad de una vida que se agota y evitando emprender o continuar acciones terapéuticas sin esperanza, inútiles u obstinadas. Asistirá al enfermo hasta el final, con el respeto que merece la dignidad del hombre”.
A pesar de la extensión de este criterio a lo largo del tiempo y del espacio, en la actualidad se ha suscitado en el seno de la propia profesión médica un debate acerca de la idoneidad de mantener su continuidad. La inmensa mayoría de la profesión rechaza el SMA, pero empiezan a surgir algunas declaraciones que se manifiestan en unos términos ambiguos, que permiten interpretaciones muy diversas. Así, por ejemplo, el artículo 12 de la Guía de ética médica europea, aprobada por la Conferencia Internacional de Órdenes Médicas en 1987, en el que se inspira parcialmente el artículo que acabamos de citar, dice: “La medicina implica en toda ocasión el respeto constante por la vida y por la autonomía moral y la libre elección del paciente.
En caso de enfermedad incurable y terminal, el médico puede limitarse a aliviar los sufrimientos físicos y morales del paciente, administrándole los tratamientos apropiados y manteniendo, mientras sea posible, la calidad de una vida que se acaba. Es imperativo atender al moribundo hasta el final y actuar de modo que le permita conservar su dignidad” (Artículo 12°).

5.- Conclusiones.

El suicidio ha sido objeto de reflexión por la filosofía a lo largo de todos los tiempos y la cuestión acerca de su licitud o ilicitud ha recibido todo tipo de respuestas. A lo largo del siglo XX se desarrolla un intenso debate acerca de la licitud o no de la ayuda médica en el suicidio. Se llega a defender la idea de que, bajo ciertas circunstancias, el médico puede e incluso debe facilitar los medios para procurar un suicidio indoloro. Junto a una gran variedad de argumentos prudenciales favorables a rechazar esta posibilidad, existen dos argumentos categóricos en contra del SMA: el carácter indisponible de la propia vida y la finalidad de la profesión médica de dedicarse siempre a curar y nunca a acabar con la vida humana. En base a estas razones, tanto los ordenamientos jurídicos de prácticamente todo el mundo, como los códigos deontológicos de la profesión médica rechazan completamente el SMA.


Bibliografía: Jesús Ballesteros, “Ortotanasia: el carácter inalienable del derecho a la vida”, en AAVV, Problemas de la eutanasia, Dykinson, Madrid, 1999; Adriano Bompiani, Bioetica dalla parte dei deboli, Roma, 1993; Francesco D’Agostino, Bioetica, Giappichelli, Turín, 1996; Gonzalo Herranz, Comentarios al Código de Ética y Deontología Médica, EUNSA, Pamplona, 1994; David Hume, Sobre el suicidio y otros ensayos, Alianza, Madrid, 1986; Inmanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Espasa-Calpe, Madrid, 1956; Ana María Marcos, Eutanasia: estudio filosófico-jurídico, Marcial Pons, Madrid, 1999; Andrés Ollero, Derecho a la vida y derecho a la muerte, Rialp, Madrid, 1994; Edmund E. Pellegrino, “Doctors must not kill”, en Journal of Clinical Ethics, 3 (1992); José Miguel Serrano Ruiz-Calderón, Eutanasia y vida dependiente, EUNSA, Pamplona, 2001; Elio Sgreccia, Manuale di Bioetica, Vita e Pensiero, Roma, 1994

 

Publicado en Carlos Simón Vázquez (ed.), Diccionario de Bioética, Monte Carmelo, Burgos, 2006.

 

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