Abigail Shrier. Un daño irreversible La locura transgénero que seduce a nuestras hijas. Ed. Deusto. isbn: 978-8423432790
Hasta hace apenas unos años, el trastorno de identidad de género ―la sensación de grave incomodidad en el sexo biológico propio― era muy infrecuente. Se daba en menos del 0,01 por ciento de la población, aparecía durante los primeros años de infancia y afectaba de manera casi exclusiva a los hombres.
Pero hoy en día, en las universidades, los institutos e incluso las escuelas primarias grupos enteros de amigas afirman ser «transgénero». Son niñas que nunca han experimentado incomodidad alguna con su sexo biológico hasta que alguien da una conferencia en su escuela sobre su experiencia trans, descubren la comunidad de influencers trans en internet o alguien les dice que serán más populares entre sus amigos y en sus redes sociales si se declaran transexuales.
Padres que hasta entonces no habían sospechado nada descubren que sus hijas están enganchadas a estrellas trans de YouTube. Y educadores y terapeutas «afirmadores de género» empujan a chicas que aún no han llegado a la edad adulta a adoptar cambios irreversibles que les afectarán de por vida, como dobles mastectomías y bloqueadores de la pubertad que pueden causar infertilidad permanente.
Abigai Shrier, periodista del Wall Street Journal, ha investigado la moda trans, hablado con las chicas, con sus angustiados padres y los consejeros y médicos que llevan a cabo las transiciones de género, así como con las jóvenes que, al acercarse a la edad adulta, se arrepienten amargamente de haberse sometido a ese proceso en su adolescencia.
Y con ello ha generado una enorme polémica, recibiendo acusaciones de transfobia y peticiones públicas de que se censure el libro. Algo que, afortunadamente, no han conseguido.
LIBRO DEL AÑO POR THE TIMES Y THE ECONOMIST
Índice
Nota de la autora …………………………………………………………… 11
Prólogo………………………………………………………………………… 13
Introducción. El contagio ……………………………………………… 21
- Las chicas …………………………………………………………….. 31
- El puzle ………………………………………………………………… 59
- Influencers…………………………………………………………….. 80
- Las escuelas…………………………………………………………. 100
- Madres y padres……………………………………………………. 124
- Los terapeutas………………………………………………………. 143
- Los disidentes……………………………………………………….. 173
- Los ascendidos y los degradado……………………………… 197
- La transformación………………………………………………….. 221
- El arrepentimiento…………………………………………………. 250
- El camino de vuelta……………………………………………….. 272
Epílogo. Actualización……………………………………………………. 291
Agradecimientos………………………………………………………….. 297
Bibliografía seleccionada……………………………………………… 301
Las chicas
Si eres estadounidense y naciste antes de 1990 es probable que las palabras chicas adolescentes evoquen a un puñado de mujeres jóvenes riéndose en el centro comercial. O tumbadas con el pelo desparramado sobre la peluda alfombra de algún dormitorio, escuchando sin parar la misma canción mientras la conversación sigue un circuito similar en torno a alguna ambigua interacción con un chico o chica. Innumerables horas desperdiciadas que de alguna manera contribuyen a construir la más auténtica de las amistades. Contar un primer beso, la primera vez que te rompen el corazón, o anhelar ambas cosas y ninguna, mientras el quitaesmalte de uñas enrarece el ambiente como la trementina.
Para entender la epidemia trans contemporánea entre las adolescentes, tendremos que analizar hasta qué punto las jóvenes se han alejado de esta representación. No se trata simplemente de que la imagen requiere una actualización de los dispositivos: Spotify por CD, intercambio de mensajes de texto en lugar de llamadas telefónicas. Es que la adolescencia de hoy en día contiene muchas menos comodidades, tormentos y con- suelos presenciales que una vez llenaron la vida cotidiana de los jóvenes. Que te pidieran para salir, te rechazaran, besaran o magrearan; y llorar y celebrarlo y reírse de ello con tu mejor amiga, su voz y expresiones, no sólo sus palabras, que prometían que no estabas sola.
Recuerdo mi primer beso, con Joel, a la hora del almuerzo, detrás de la escuela judía en la que ambos estudiábamos. Sus ojos eran marrón oscuro. Su aliento olía a chicle de canela. Un shock de lengua y respiración jadeante. El mareante y empalago- so olor de su perfume Drakkar Noir me dejó fuera de combate y atontada.
Cuando todo terminó, me propuse volver al interior del colegio como si nada hubiera pasado. ¿Me veía diferente, cambiada? Es- taba segura de que sí. Cada molécula del mundo parecía sutilmente reorganizada. Tenía ganas de correr, gritar y reír, y también, por extraño que parezca, atenazada como estaba por la preocupación de haber hecho algo malo, de que no hubiera pasado. Pero por la lógica de la escuela primaria de los noventa, someterme al beso orquestado era lo mínimo que podía hacer. Después de todo, era la novia de Joel.
Hasta dos semanas después, cuando dejé de serlo. Le dijo a una de mis amigas que yo no «besaba bien». Me parece justo, sólo tenía doce años. Había querido dejarme antes, pero tuvo que espe- rar a que se diese la oportunidad de pillarme a solas, en persona. Mi amiga Yael me contó los detalles que había conseguido sacar a sus amigos, una letanía de mis deméritos como novia. Volví con mis otros amigos: Aaron, que me había echado de me- nos durante mi breve retirada; Jill, que nunca había pensado que Joel fuera tan genial; Ariel, que aprovechó la oportunidad para castigarme por mi efímero triunfo romántico, señalando que todo el mundo sabía que Joel prefería a Jennifer. Ni los mejores amigos sobresalen a la hora de brindar consuelo.
Pero por muy imperfecto que fuera su apoyo, ahí estaba: Joel, dando la noticia; Yael, proporcionando contexto y comentarios; Aaron, ajeno a todo trauma; Jill, poniendo los ojos en blanco y rogándome que le diera una patada a un balón de fútbol; Ariel, regañándome antes de volver a ser mi amiga. La fibrosa humani- dad del abandono medio. Cada pizca de dolor o consuelo aporta- do por alguien que me miraba directamente a los ojos; alguien a quien podía acudir y abrazar, si quería.
En el caso de las jóvenes nacidas en los noventa, los ochenta y los setenta, quizá hasta la década de los cuarenta, la naturaleza comunitaria de las vergüenzas adolescentes en persona es más o menos válida. Para esas mujeres nacidas en 1978, como yo —que alcanzamos la mayoría de edad cuando las adolescentes estadounidenses éramos como partículas de carga, siempre chocando unas con otras—, es difícil imaginar el aislamiento de las adolescentes de hoy en día.
En Estados Unidos, las adolescentes de mi época, que llegaban a la mayoría de edad a principios de la década de los noventa, establecieron el nivel más alto de embarazo adolescente. Desde entonces ha caído en picado —igual que los índices de sexo adolescente—, alcanzando recientemente el valor más bajo en varias décadas. Al menos en parte, esto es resultado de la falta de oportunidades. Las adolescentes de hoy pasan mucho menos tiempo en persona con sus amigos —hasta una hora menos al día— que los miembros de la generación X. Y por Dios que están solas. Reportan mayor soledad que cualquier generación de la que hay registro.
Pero resistamos la trampa de la nostalgia. Según el psicólogo académico Jean Twenge, experto en la generación nacida a partir de 2000 («gen Z» o «iGen»), en la actualidad las jóvenes son más tolerantes. Los índices de aborto entre las adolescentes han caído en picado. Han pasado décadas desde que un aluvión de felaciones en los baños escolares fue motivo de alarma social generalizada.
Para comprender cómo algunas de las jóvenes más brillantes y capaces de esta época pueden ser víctimas de una locura transgénero, debemos empezar por señalar que las adolescentes de hoy en día sufren mucho.
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