I. INTRODUCCIÓN Recepción de la Encíclica «Humanae Vitae» 1. Cuando se van a cumplir veinticinco años de la promulgación de la Encíclica «Humanae Vitae» (= HV) debemos reconocer que, entre nosotros, este documento de Pablo VI, al que se ha calificado de «profético», no ha sido todavía plena y cordialmente …
I. INTRODUCCIÓN
Recepción de la Encíclica «Humanae Vitae»
1. Cuando se van a cumplir veinticinco años de la promulgación de la Encíclica «Humanae Vitae» (= HV) debemos reconocer que, entre nosotros, este documento de Pablo VI, al que se ha calificado de «profético», no ha sido todavía plena y cordialmente asumido. Surgen aquí y allá dudas sobre su exacta interpretación y aplicación y también temores de que la Iglesia, al urgir esa enseñanza, pierda plausibilidad ante la conciencia crítica del hombre de hoy e incluso ante los creyentes.
2. La realidad es que, entretanto, la formación de nuestros fieles en todo el campo de la moral sexual y, en particular, de la moral conyugal es muy deficiente. Es significativo que, en el sacramento de la Penitencia, se silencie, de una manera muy generalizada, cuanto se refiere a la moral sexual y a la vida matrimonial. Hay que unir a esto la ignorancia que muestran los fieles en materias morales fundamentales: relaciones de conciencia y norma, valoración correcta de las normas éticas, conexión entre profesión de fe y vida cristiana, etc. Todo ello contribuye a una deformación amplia y profunda de la conciencia moral cristiana.
Contexto socioeconómico y cultural en que se inscribe la «Humanae Vitae»
3. La insuficiente atención prestada a las enseñanzas de la HV enlaza con un conjunto de factores que han ido erosionando y deformando las conciencias. No todos esos factores, muchos de diversa índole, pueden ser señalados aquí. Digamos que provienen unos del contexto socioeconómico que ha presionado y forzado a abordar los temas de la fecundidad y de los nuevos nacimientos preferentemente con categorías y cálculos económicos. La decisión de disminuir el número de hijos ha dependido, en buena medida, de la velocidad del progreso económico y de los cambios de las condiciones de vida que ese progreso ha traído consigo: disminución de la mortalidad infantil debida a los avances de la medicina moderna; mejora de la educación de los hijos con vistas a su inserción laboral en la sociedades desarrolladas, etc. Proceden otros factores del contexto sociocultural: de una excesiva confianza en la tecnología, aplicada a la manipulación del mismo hombre, o de una exaltación desmesurada de la subjetividad autónoma del hombre y de su libertad. Especial acentuación requieren los fuertes fermentos de indiferencia religiosa y de increencia que, desde hace años, pero de modo más agudo en la última década, se han esparcido en nuestra sociedad.
4. Es en este ambiente donde han surgido y se han afianzado un difuso permisivismo sexual y una mentalidad antinatalista. Estos fenómenos han generado el deterioro de la experiencia de la sexualidad y de los comportamientos subsiguientes; o, dicho de otro modo, han desembocado en la degeneración lúdica de la sexualidad que ha tomado cuerpo en un marco social hedonista.
5. El placer sexual, en efecto, se ha desconectado del amor, de la responsabilidad, del señorío de los valores sobre los impulsos, de la competencia de las instancias sociales y eclesiales en relación con aspectos de la vida humana que tienen grave repercusión individual y social. Esta desconexión ha modificado criterios, actitudes y comportamientos que han arrastrado a una banalización deplorable de la sexualidad.
6. La actual crisis de la sexualidad, además, no es algo aislado respecto a otros campos de la vida humana. En realidad, muchos de los factores negativos que se dan en el ámbito sexual aparecen como factores perturbadores en otros terrenos de la realización del hombre de nuestros días; así, en la explotación económica, en la acción violenta frente a la naturaleza, en la manipulación de los medios de comunicación, etc. En muchos casos, estos distintos factores se refuerzan mutuamente, como ocurre en la industria del sexo; piénsese en la pornografía, que trae consigo pingües rendimientos económicos.
7. En último término, en la raíz de todos estos fenómenos está latente una concepción del hombre que considera a éste dueño sin condiciones de su propio cuerpo y de la realidad que le rodea. Por lo que atañe a la trivial instrumentalización del sexo, aquella concepción del hombre quiere hacer creer «que se puede usar del cuerpo como instrumento de goce exclusivo, cual si se tratase de una prótesis añadida al Yo. Desprendido del núcleo de la persona, y a efectos del juego erótico, el cuerpo es declarado zona de libre cambio sexual, exenta de toda normativa ética; nada de lo que ahí sucede es regulable moralmente ni afecta a la conciencia del Yo, más de lo que pudiera afectarle la elección de este o de aquel pasatiempo inofensivo»1. Es patente que esta concepción antropológica es radicalmente diferente a la que presenta la fe cristiana, para la que las relaciones del hombre respecto a sí mismo y a la creación están regidas por la sumisión de toda su persona y actividades al Creador, a su mandato y a sus designios.
8. Todo el tema de la contracepción, que ocupa un lugar central en la HV, debe ser abordado y tratado tanto en el marco de los cambios socioeconómicos, culturales y religiosos como en el contexto de la señalada degradación sexual, de la que los comportamientos anticonceptivos son un síntoma.
II. LA ENCÍCLICA «HUMANAE VITAE»
Actitudes críticas frente a la «Humanae Vitae» y sus consecuencias
9. La mentalidad y comportamientos descritos explican, en gran medida, las reticencias, reacciones críticas y hasta abierta oposición que ha desencadenado HV y también las consecuencias que de ellas se han seguido en el interior de la misma Iglesia.
10. La publicación de HV coincide con la explosión de la revolución sexual. A través de ella, el individuo reivindica no sólo el derecho al placer, sino también el derecho a situarse a sí mismo como último criterio de juicio, haciendo frente a todas las reglas objetivas ordenadoras de la convivencia social. Es claro que estas reivindicaciones no podían conducir más que al debilitamiento y, a la larga, a la abolición de la personalidad consciente: liberados sus instintos, el hombre de la revolución sexual acabada por ser totalmente manipulable. Pues bien, HV no fue sólo la respuesta concreta a una cuestión particular de ética sexual, sino que significó en su momento, y sigue significando, una negativa de la Iglesia, clara y explícita, a plegarse a las propuestas y reclamaciones de la revolución sexual, que, como más adelante se comprobaría, pone en juego muchos y vitales aspectos de la moral cristiana y de la ética humana. La encíclica HV mostró una gran libertad y previsión de futuro al señalar las consecuencias que iban a seguirse de la extensión masiva de los métodos para la contracepción: «Los hombres rectos podrán convencerse todavía más de la consistencia de la doctrina de la Iglesia en este campo si reflexionan sobre las consecuencias de los métodos de la regulación artificial de la natalidad. Consideren, antes que nada, el camino fácil y amplio que se abriría a la infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad. No se necesita mucha experiencia para conocer la debilidad humana y para comprender que los hombres, especialmente los jóvenes, tan vulnerables en este punto, tienen necesidad de aliento para ser fieles a la ley moral y no se les debe ofrecer cualquier medio fácil para burlar su observancia. Podría también temerse que el hombre, habituándose al uso de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y, sin preocuparse más de su equilibrio físico y fisiológico, llegase a considerarla como simple instrumento de goce egoístico y no como a compañera, respetada y amada» (HV, 17).
Una vez declarado legítimo escindir el uso de la sexualidad de la procreación, resulta problemático justificar la afirmación de que el uso de la sexualidad sólo es lícito entre los cónyuges, abriéndose así el camino a la posibilidad de separar legítimamente el uso de la sexualidad del matrimonio; el paso ulterior será separarlo también del amor y, finalmente, de la exigencia, a estas alturas ya no sostenible, de la diferencia sexual de los dos componentes de la pareja. Resulta entonces legítimo y lógico afirmar que cualquier tipo de actividad sexual nada tiene que ver con la moral. Estos juicios se ven confirmados por la promiscuidad sexual extendida por todas partes y por las nuevas enfermedades de transmisión sexual.
11. Significó también HV un juicio moral severo de ciertas interpretaciones del Concilio Vaticano II en sus tomas de posición acerca de la apertura de la Iglesia al mundo. Grupos de teólogos y otros sectores importantes de la opinión pública, extrapolando el pensamiento conciliar, difundieron una visión exageradamente optimista del devenir de la historia humana haciendo del «progreso histórico» una categoría trascendente, de algún modo sintonizada y acorde con la historia de la salvación. Según esta «metafísica» del progreso inmanente de la historia, la Iglesia no debe repetir nunca más en el futuro una postura de oposición a la conciencia del tiempo. Dentro de estas coordenadas, incluso la nueva mentalidad hedonista podía ser «comprendida» y encontrar justificación. Fue también HV la que interpretó autorizadamente el sentido de la apertura conciliar al mundo. Esta apertura no significa, en modo alguno, que la Iglesia renuncie a ejercitar su función crítica respecto al dinamismo y desenvolvimiento de la historia humana.
12. Con la promulgación de HV, Pablo VI mostró su total libertad ante un giro histórico radical de mentalidad y cultura y, a través de sus palabras, la Iglesia no dudó en pronunciar un juicio moral tajante, reafirmando su misión de ser maestra de moralidad.
13. En los últimos años, HV ha estado en el centro del debate teológico que, más allá de la discusión teórica, ha tenido múltiples y diversas resonancias en la vida de la Iglesia. En el campo de la teología moral, la contestación a HV ha removido los principios básicos de la moral fundamental. Es sintomático que, después de HV, no han faltado teólogos partidarios de que no se dan acciones por sí mismas y en sí mismas malas y que, por lo tanto, tales acciones no pueden legitimarse como un medio para alcanzar un fin bueno. De donde concluyen que las acciones serán buenas o malas según sean buenas o malas sus consecuencias prácticas (consecuencialismo). Pero, además, el rechazo, en mayor o menor grado, de la doctrina papal sobre la contracepción ha contribuido a aflojar la comunión eclesial; ha introducido recelos y aun desprecio respecto al Magisterio de la Iglesia, sobre todo en materias morales, y ha generado desconfianza ante la jerarquía.
14. En este contexto, hay que destacar las dudas y la confusión que, intraeclesialmente, se han difundido entre sacerdotes y laicos. Desconcertados por la inestabilidad y divergencia de las opiniones teológicas, los sacerdotes se cohíben ante el deber de transmitir con integridad las enseñanzas de la Iglesia sobre la moral conyugal y se encuentran perplejos e indecisos al tener que formar rectamente la conciencia de los casados. Todo esto influye, sin duda, en el silenciamiento que, acerca de estas cuestiones, se ha extendido ampliamente en nuestras comunidades cristianas.
15. Estas reflexiones doctrinales y pastorales, al tiempo que recuerdan los principales puntos morales de HV, pretenden, sobre todo, ofrecer a los sacerdotes unas orientaciones para enfocar estos asuntos en los ministerios de predicar y de orientar la conciencia moral de los creyentes. Al presentar estas reflexiones, hay que ser muy conscientes de que, en el fondo, no sólo se trata de abordar un punto parcial y aislado de la esfera de la sexualidad, sino todo el problema antropológico de la sexualidad, problema que exigiría abordar, además, el marco del orden socioeconómico con el fin de que este orden estuviese al servicio de unas relaciones humanas no instrumentalizadas y más acorde con los imperativos morales.
16. Se trata, en fin, de educar en la sexualidad «contra corriente» con una competencia más afinada que en viejos tiempos pasados y con mayor insistencia y rigor sistemático, tal vez subestimados en épocas más recientes. En todo caso, la moral cristiana sobre la sexualidad habrá de ser expresada con claridad y con pedagogía y apertura dialogales. El logro de estos objetivos depende, en gran manera, de que todos los pastores compartamos unos criterios morales y pastorales uniformes y, sin vacilaciones, hablemos un lenguaje claro y común (Cfr. HV, 28; FC, 34).
Valor teológico de la doctrina de la «Humanae Vitae»
17. No han faltado quienes hayan negado al Magisterio de la Iglesia la competencia para pronunciarse sobre los aspectos morales de la contracepción, fundándose en que el sujeto es autónomo para emitir un juicio sobre esta cuestión moral y otras cuestiones afines. Sin embargo, la tradición y praxis eclesiales testimonian que «lo concerniente a lo moral puede ser objeto del Magisterio auténtico»2. Compete ciertamente a los Obispos y al Sucesor de Pedro, maestros autorizados, es decir, depositarios de la autoridad de Cristo, aplicar las exigencias de la fe a las situaciones concretas y comunes de la vida real discerniendo «mediante juicios normativos para la conciencia de los fieles» la moralidad o inmoralidad de determinadas acciones humanas3.
18. Aunque el Magisterio, al enseñar una doctrina, no tenga intención de declararla como enseñanza definitiva, sus afirmaciones exigen por parte de los creyentes «un asentimiento religioso de la voluntad y la inteligencia» (LG, 25), que ha de insertarse en la lógica de la obediencia de la fe. Es cierto que hay que prestar atención al carácter propio de cada intervención del Magisterio, pero también lo es que se ha de valorar positivamente «el hecho de que todas ellas derivan de la misma fuente; o sea, de Cristo que quiere que su Pueblo camine en la verdad plena»4. Por lo que se refiere al Magisterio auténtico del Papa, la intención y el alcance teológico de sus enseñanzas habrán de deducirse, entre otras cosas, de la «insistencia con que repite una misma doctrina y también de las fórmulas empleadas» (LG, 25).
19. Este último criterio ha de sopesarse debidamente al enjuiciar el magisterio papal sobre la moral conyugal y, en particular, sobre la norma moral de HV. Son, en efecto, casi innumerables los pronunciamientos del actual papa Juan Pablo II donde se reitera y reafirma la doctrina propuesta en su encíclica por Pablo VI. Este hecho confiere un peculiar grado de certeza a esa enseñanza moral. El tenor de algunos pronunciamientos de Juan Pablo II, en términos no puramente teológicos o pastorales, sino propiamente magisteriales, han aclarado más todavía la intención de la HV. Basta analizar, por ejemplo, el pensamiento del Papa al expresar que cuanto enseña la Iglesia acerca de la contracepción no puede ser materia de libre discusión pública entre los teólogos: enseñar lo contrario equivale a inducir a error a la conciencia moral de los esposos5.
20. Conviene, además, discernir con cuidado la naturaleza típica de la enseñanza oficial de la Iglesia. Sería anticientífico e imprudente juzgarla con los mismos módulos con que se juzgan los hallazgos y logros de las ciencias humanas o tratarla según meros criterios socioculturales, como la mayor o menor plausibilidad y adhesión que pueda suscitar en sus destinatarios. El magisterio de la Iglesia sólo puede encontrar adecuada comprensión y plena aceptación a la luz de la fe, ya que el Magisterio es un don del Espíritu de Jesucristo a su Iglesia para el servicio de la fe6. El lugar propio y presupuesto imprescindible para aceptar y llevar a la práctica las enseñanzas morales del Magisterio es la comunión cordial con la Iglesia. Esto exige la conversión de la mente y del corazón al Evangelio de Jesucristo.
21. Hay que hacer notar, no obstante, que las enseñanzas morales del Magisterio desbordan el ámbito intraeclesial, ya que pretenden iluminar también aspectos de la ética natural. Pero sería un error sostener que, en estos casos, el Magisterio exige una adhesión ciega a unas proposiciones de las que no da razón suficiente. El Magisterio, a este respecto, ofrece una doctrina cuyo carácter razonable podría ser accesible a cualquier hombre si, de hecho, no estuviera distorsionada su mirada por muchos factores de diverso tipo; entre ellos, principalmente, la no aceptación de Dios como fuente y origen de todo sentido y orden en la realidad de la creación y la falsa convicción de la autonomía personal respecto al propio cuerpo y a su sexualidad. El Magisterio de la Iglesia, pues, es un «suplemento» que a quienes se incorporan a su dinámica les hace ver justificaciones de su doctrina que, en un primer momento, pudieron ser no descubiertas. En última instancia, la doctrina de la HV se funda en exigencias inscritas en la naturaleza personal del hombre.
Continuidad de la doctrina de «Humanae Vitae» con las enseñanzas del Vaticano II sobre la sexualidad y el matrimonio
22. Entre las críticas más graves dirigidas contra HV, destaca la acusación de haberse apartado de la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el amor conyugal y la paternidad responsable. Se ha reprochado, sobre todo, a HV el haber asumido una visión biologista de la sexualidad, apartándose de la visión personalista adoptada por el Concilio.
23. Esta acusación va contra las explícitas afirmaciones de Pablo VI que, más de una vez y claramente, expresó su convencimiento de que, en HV, había propuesto y precisado la enseñanza conciliar. Así, por ejemplo, en las palabras siguientes:
«Estábamos obligados a hacer nuestra la enseñanza del Concilio, promulgado por Nos mismo… Hemos reflexionado sobre los elementos estables de la doctrina tradicional y vigente de la Iglesia y, en especial, sobre las enseñanzas del reciente Concilio»7.
24. Pero es en la misma encíclica donde se puede observar la continuidad entre la doctrina del Concilio y HV. El concepto de «naturaleza» de que hace uso HV para deducir de él la licitud o ilicitud de los actos conyugales no es biologista, sino que se inscribe en el orden de los significados originarios de esos actos. Natural es la intervención humana que respeta la estructura nativa del objeto y le ayuda a perfeccionarse. La distinción entre natural y antinatural no se coloca, por tanto, en un nivel biológico, sino en un nivel hermenéutico; no es lícito, pues, atribuir arbitrariamente a estos fenómenos biológicos significados que no les corresponden. En consecuencia, respetar la naturaleza significa hablar correctamente su lenguaje y comprenderlo. La norma natural a la que se refiere HV es, pues, una norma de la persona y, consiguientemente, una norma personalista. Las intervenciones de Juan Pablo II acerca de esta materia han puesto de relieve cada vez más los aspectos personalistas de HV.
25. Entre la doctrina del Concilio y HV, por otra parte, se da una patente correspondencia en lo que atañe al tema central de la paternidad responsable, a su conexión con el amor conyugal y a su concreta realización mediante la regulación natural de la fecundidad.
26. «Gaudium et Spes» y HV no sólo no se contradicen, sino que se aclaran recíprocamente. La encíclica, partiendo del concepto conciliar de «paternidad responsable», profundiza en su compresión y lo hace subrayando la apertura a la vida de los actos conyugales. Pero, a su vez, la constitución conciliar enriquece a la encíclica. Sin olvidar la orientación de los actos conyugales a la procreación, permite valorar un punto esencial sobre el cual HV no juzgó necesario volver de forma explícita, pero que tampoco suprime: el de la responsabilidad propia de los esposos en su visión de transmitir la vida.
III. PUNTOS FUNDAMENTALES DE LA DOCTRINA MORAL DE LA «HUMANAE VITAE»
Los significados unitivo y procreador del acto conyugal
27. El Catecismo de la Iglesia Católica, tratando sobre la fecundidad del matrimonio enseña: «La fecundidad es un don, un fin del matrimonio, pues el amor conyugal tiende naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento. Por eso la Iglesia, que “está en favor de la vida” (FC, 30), enseña que todo “acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida” (HV 11)… Llamados a dar la vida, los esposos participan del poder creador y de la paternidad de Dios (Cfr. Ef 3,14; Mt 23,9)»8. La encíclica HV sitúa su juicio moral sobre la contracepción en una amplia perspectiva antropológica y moral, a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación divina (Cfr. HV, 7). Trata, en efecto, la sexualidad humana resaltando en un primer plano la vinculación entre el comportamiento sexual con los valores éticos del amor, la fidelidad y la fecundidad conyugales. La encíclica fundamenta, en última instancia, su doctrina «en la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador» (HV 12).
28. Con esta afirmación, HV se opone a una interpretación del comportamiento humano muy extendida hoy y a la que ya nos hemos referido. Según esa interpretación, el sujeto, a través de sus propias acciones, es el creador de su propio mundo y la valoración de sus actos dependerá del contexto de sus consecuencias. Aplicada esta mentalidad al campo de la sexualidad, se concluye que, en su conducta sexual, el hombre no debe limitarse a ser sujeto pasivo de las leyes del propio cuerpo. Ha de ser él mismo quien dé a su propia sexualidad un significado mediante un acto libre o intención de su propia persona; la sexualidad, en todas sus dimensiones, tendrá entonces el significado que ese acto libre le haya impreso.
29. Pablo VI llama la atención sobre el hecho de que, previamente al ejercicio de su libertad, grabados en la persona humana, preexisten unos significados cuya comprensión le es asequible al hombre. Se trata de significados que el sujeto no determina arbitrariamente, sino que le son dados como orientadores y reguladores de su comportamiento. Reconociendo esos significados e interpretándolos, el hombre realiza rectamente su existencia. Los actos humanos, consiguientemente, no tienen sólo consecuencias: tienen una estructura biológica y, al mismo tiempo, personal y, dependiendo de ésta, un significado. La lectura correcta del lenguaje de esos significados tiene una importancia capital en el terreno de la ética.
30. Los significados propios de la persona humana, como quiera que ésta tiene un cuerpo y es, al mismo tiempo, su propio cuerpo, se expresan a través de los actos corporales: el cuerpo es un lenguaje. En el lenguaje del cuerpo, el acto conyugal tiene su propio significado: en él se expresa el amor verdadero y la apertura a la generación. Ambos aspectos pertenecen, conjuntamente, a la verdad más profunda de ese acto. En el acto conyugal se da la participación plena de la sexualidad que, en otras manifestaciones del amor mutuo, tiene siempre un lugar no total. Los cónyuges, cuando quieren dar al amor su expresión más plena y lograr la total comunión en la unidad de las dos personas, encuentran su lenguaje propio en el mismo ser psicofísico del varón y de la mujer, implicando la propia sexualidad en su integridad.
31. El hecho de que ese acto sexual tenga el significado de una donación recíproca y total de un varón y una mujer es independiente del hecho de que los sujetos consideren o no consideren, simultáneamente, que tal acto es o puede ser fecundo. Su significado de apertura a la generación permanece siempre. Es decir, en el lenguaje del cuerpo, la expresión culminante y específica del amor humano coincide necesariamente con la expresión corporal, también culminante y específica, de la generación, al menos potencial, de una nueva vida. Por muy original que sea la comunión conyugal, ocurre siempre el hecho de que el punto máximo de su consumación es un acto que alcanza su lenguaje y su gozo mediante el gesto por excelencia de la función procreadora. En la práctica, este gesto no es necesariamente procreador; sin embargo, en el interior del amor conyugal que lo asume, ese gesto pertenece siempre a las estructuras biológicas y personales de la fecundidad. El bien que los cónyuges se deben entregar mutuamente no es otro que su mismo ser personal, lo que quiere decir que «nada de lo que constituye su ser persona puede ser excluido de esta donación»9. No reconocer esto es disociar el ser humano en uno de los actos en que se manifiesta su más profunda unidad.
32. Por mucho que se quiera dar de lado el aspecto biológico de la unión sexual, no puede negarse que entre el orden biológico y el orden de los significados existe una conexión. Si bien el significado unitivo del acto reelabora su valor biológico y lo eleva al nivel de la persona, el hecho de que el acto sexual sea, al menos potencialmente, fecundo dice algo también acerca de su dimensión unitiva si se tiene en cuenta que la generación y la consiguiente acogida, protección y seguimiento de un nuevo ser humano potencia y reafirma la unión amorosa del varón y la mujer.
33. La encíclica lleva a sus últimas consecuencias la conjunción de los significados unitivo y procreador del acto conyugal cuando afirma que «un acto conyugal impuesto al cónyuge… no es un verdadero acto de amor y niega, por tanto, una exigencia del recto orden moral en las relaciones de los esposos» (HV, 13). La moral clásica, insistiendo unilateralmente en la integridad física del acto conyugal, no facilitaba una toma de conciencia de la inmoralidad de este comportamiento. El caso del acto conyugal «impuesto al cónyuge», aun manteniendo su significado procreador, es juzgado inmoral por HV porque no es «un verdadero acto de amor». De esto se sigue el principio general de que todo acto conyugal que no es un verdadero acto de amor entra en conflicto con una de las exigencias fundamentales de la moral sexual conyugal. Es la primera vez que, en un documento del Magisterio, se formula de manera explícita este principio moral que ha pasado inadvertido para muchos. Estamos, pues, en presencia de una auténtica evolución de la moral, no por rechazo o cambio de los principios, sino por el desarrollo e integración de ellos en una prospectiva más amplia y concreta, derivada de la clarificación de aspectos antes ignorados o insuficientemente valorados.
34. En conclusión, puede decirse que el lenguaje del cuerpo es una mediación entre la verdad del orden biológico y la verdad antropológica de la sexualidad; mediación que hace perceptible a nivel emocional una serie compleja de significados inconscientes y de valores humanos que están en juego en el acto conyugal. Es en este marco donde se debe comprender la norma de HV que preserva el acto sexual de cualquier intervención que falsee alguna de sus dimensiones, perturbando así el lenguaje de significados y valores que confluyen en su estructura originada. El documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe «Donum Vitae» no ha hecho más que reafirmar y desarrollar esta enseñanza.
Valoración ética de la contracepción
35. La encíclica HV excluye como un desorden moral «toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, impedir la procreación» (HV, 14); esto es, hacer voluntaria y artificialmente infecundo un determinado acto conyugal (Cfr. HV, 14). La encíclica declara así la ilicitud de las prácticas contraceptivas cuya inmoralidad es calificada de «intrínseca» por «transgredir el orden moral que deriva de la propia naturaleza humana» (HV, 14).
36. Estas afirmaciones son consecuencias del principio establecido anteriormente por HV: «Nunca está permitido separar estos diversos aspectos (unitivo y procreador) hasta el punto de excluir positivamente, sea la intención procreativa, sea la relación conyugal» (HV, 12). La contracepción, en efecto, altera la íntima estructura propia del acto conyugal al suprimir la orientación a la procreación inherente a ese acto y mutila también, al mismo tiempo, el significado del acto conyugal en cuanto expresión de la plenitud de amor de los esposos.
37. La contracepción introduce en el interior de la verdad de las relaciones sexuales mutuas, personales y totalizadoras un elemento falsificador; esto es, las limita sustancialmente al negar al cónyuge la plenitud de las energías enriquecedoras de la propia sexualidad. O dicho de otro modo: «En el lenguaje que expresa naturalmente la donación recíproca y total de los esposos, la contracepción opone un lenguaje objetivamente contradictorio, según el cual ya no se trata de darse totalmente el uno al otro; de ello se deriva no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamada a ser un don de la persona entera» (FC, 32).
38. En la perspectiva de estos criterios éticos, formuló Pablo VI la norma moral que ocupa el lugar central de HV: «Cualquier acto matrimonial (“quilibet matrimonii usus”) debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (HV, 11). Esta formulación, lógicamente, no supone que la unión matrimonial haya de ser siempre fecunda, lo cual es imposible, teniendo en cuenta los ritmos naturales de la fecundidad humana. Lo que afirma es que, cuando la unión puede normalmente ser fecunda, es cuando no puede impedirse que lo sea, mediante una intervención directa física o química. En este caso, la ruptura libremente buscada de las funciones amorosa y generativa haría del hombre no el administrador del plan establecido por el Creador, sino el dueño y árbitro supremo y último de las fuentes de la vida humana (Cfr. HV, 13).
39. Para el creyente tiene una especial fuerza, en la materia que tratamos, considerar el carácter sagrado de la vida humana y de su origen: «Del mismo modo que el hombre no tiene sobre su cuerpo en general un poder ilimitado, tampoco lo tiene, y con mayor razón, sobre sus facultades generativas en cuanto tales, a causa de su ordenación intrínseca a suscitar la vida de la que Dios es principio. La vida humana es sagrada, recordaba Juan XXIII; desde su origen, ella compromete directamente la acción creadora de Dios» (HV, 13).
Estas palabras de la encíclica introducen un tema que permite descubrir la inmoralidad de la contracepción desde un ángulo propiamente teológico y religioso. Se trata de la referencia a Dios, inscrita en la misma estructura del acto conyugal. Este implica una relación con las fuentes de la vida humana y, por tanto, con Dios, creador mismo de la vida. La unión sexual de los esposos, en los períodos fecundos de su vida matrimonial, no es más que el preludio de la parte más importante de la procreación: el acto creador de Dios mismo; o sea, la intervención trascendente y puntual de Dios que, conjuntamente con el encuentro íntimo de los cónyuges, llama a la vida a un nuevo ser. Por eso, si los esposos eligen libremente interceptar artificialmente la fecundidad de sus procesos biológicos, no sólo se niegan al dinamismo de esos procesos, sino que dan un no a Dios, fuente primera del amor y de la vida.
40. Esta dimensión de la contracepción, que muestra con claridad su carácter originariamente desordenado, fue expresada así por Juan Pablo II: «Las razones de la Iglesia en esta materia son, ante todo, de orden teológico. En el origen de toda persona humana hay un acto creador de Dios; nadie viene al mundo por azar; cada persona es siempre el término del amor creador de Dios. De esta verdad fundamental de la fe y de la razón se sigue que la capacidad de procrear, inscrita en la sexualidad humana, es, en su verdad más profunda, una cooperación con el poder creador de Dios»10. Se ve, pues, que hay una cierta incompatibilidad entre la fe en el Dios vivo y Creador y la pretensión de querer decidir e intervenir artificialmente en el origen y el destino del ser humano. No cabe duda de que la intervención manipuladora en lo que concierte al origen de la vida ha despojado a ésta de su carácter sagrado; es decir, de su referencia a lo divino. Posiblemente, en esta experiencia de la concepción secularizante del origen de la vida radica una de las fuentes de la indiferencia religiosa.
Métodos naturales para la regulación de la natalidad
41. El Concilio Vaticano II afirmó que «el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole exigen que el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste ordenadamente, progrese y vaya madurando» (GS, 50). La Iglesia, además, conoce bien que las circunstancias personales, socioeconómicas y también otros factores culturales, pesan sobre las parejas en sus deberes de paternidad y maternidad. Por ello, no se inhibe ante el problema de la regulación de la natalidad y busca y ofrece a los casados soluciones rectas y justas a sus conflictos. Pablo VI, en HV, manifestó su mente con claridad al escribir: «Nuestra palabra no sería expresión adecuada del pensamiento y de las solicitudes de la Iglesia, madre y maestra de todas las gentes, si, después de haber invitado a los hombres a observar y respetar la ley divina referente al matrimonio, no los confortase en el camino de una honesta regulación de la natalidad» (HV, 19).
42. En el proceso de transmisión de la vida humana hay grabados ritmos y leyes naturales de fertilidad que, por sí mismos, distancian las concepciones. La expresión íntima del amor conyugal y la fecundación efectiva de nuevas vidas, por la naturaleza de las cosas, no siempre coinciden. Si es cierto que el hombre no puede romper, por propia iniciativa, la conexión entre los dos significados de la relación sexual, lo es también que la fecundidad efectiva no está ininterrumpidamente ligada a la unión amorosa del varón y de la mujer.
43. En su deber de transmitir responsablemente el don de la vida, los cónyuges son intérpretes inteligentes del plan de Dios: su inteligencia, en efecto, debe descubrir y conocer, en la dinámica de las fuentes de la vida, las leyes biológicas integradas en la estructura de la persona humana (Cfr. HV, 10; GS, 50). Recurriendo a los días agenésicos de los ritmos de fecundidad, los esposos no se erigen en dueños y señores del don de la vida, sino que actúan como cooperadores de Dios. Ha de señalarse claramente que entre las prácticas anticonceptivas y la elección de los «métodos naturales» se da «una diferencia bastante más amplia y profunda de lo que habitualmente se cree, que implica en resumidas cuentas dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana, irreconciliables entre sí. La elección de los ritmos naturales comporta la aceptación del tiempo de la persona; es decir, de la mujer, y con esto, la aceptación también del diálogo, del respeto recíproco, de la responsabilidad común, del dominio de sí mismo. Aceptar el tiempo y el diálogo significa reconocer el carácter espiritual y a la vez corporal de la comunión conyugal» (FC, 32). Quienes han ejercido estos métodos de regulación natural de la fertilidad han visto fortalecidos su amor y unión conyugal.
44. Entre las condiciones necesarias para comprender y vivir responsablemente el valor de la norma moral de HV está, sin duda, el conocimiento de los ritmos de fertilidad de la sexualidad humana. Con excesiva frecuencia, se desestiman los «métodos naturales» por desconfiar de su eficacia e ignorar los constantes progresos científicos que se están alcanzando en este terreno. Hay incluso un cierto interés en desacreditarlos y ocultar su eficacia. Es tarea urgente deshacer este prejuicio. Por el contrario, «conviene hacer lo posible para que el conocimiento (de esos “métodos”) se haga accesible a todos los esposos y, ante todo, a las personas jóvenes, mediante una información y una educación clara, oportuna y seria, por parte de parejas, de médicos y de expertos» FC, 33).
IV. ALGUNOS CONCEPTOS DE MORAL FUNDAMENTAL Y LA «HUMANAE VITAE»
45. Como ya se apuntó anteriormente, el debate teológico en torno a HV condujo, en algunos casos, a poner en discusión conceptos y principios básicos de la moral fundamental, Tal vez «en la raíz de la oposición a la “Humanae Vitae” existe una errónea o, al menos, una insuficiente comprensión de los fundamentos mismos sobre los que se apoya la teología moral»11. Este hecho no ha sido casual; es, más bien, un signo indudable de la magnitud de las cuestiones planteadas por la encíclica y subyacentes a ella. A continuación, se analizan algunos conceptos de la moral fundamental que ocupan un puesto principal en la interpretación y aplicación correctas de HV.
La verdad y la moralidad objetiva
46. La discusión de los últimos años llevó a algunos moralistas a subrayar la primacía de la conciencia en el orden moral. Esta posición teológica se muestra contraria a la idea de norma y destaca el lugar primordial de la intención y actitudes en el comportamiento del sujeto. En este supuesto, todo acto moral estaría constituido esencialmente, en cuanto moral, por la intención que lo anima y se vería liberado así del legalismo y de la referencia a normas externas que, vinculando la conciencia, la privan de dignidad y libertad.
47. En realidad, de acuerdo con este pensamiento, el criterio de moralidad radica en la autenticidad de los actos humanos. Los actos no serán buenos o malos por razón de su contenido. Los actos buenos o malos se sustituyen aquí por actos auténticos o no auténticos según el sujeto plasme en ellos su propia libertad o, por el contrario, se deje condicionar por normas y modelos de conducta que le vienen impuestos del exterior.
Es cierto que la autenticidad del acto, su carácter libre, es una condición para su valoración ética, pero tal condición no agota su significado moral. Todos los actos llamados no auténticos por estos moralistas no son efectivamente actos humanos, porque en ellos el hombre no hace uso de su libertad. Pero no se puede decir lo mismo de los actos auténticos que serán buenos o malos según la libertad opte por un objeto que, previo al acto libre, sea adecuado o inadecuado al bien del sujeto. El derecho de la verdad objetiva no se puede anular.
48. No se puede negar que el hombre, mediante su libertad, se crea, en un cierto sentido, a sí mismo: el hombre es hijo de sus obras. Pero no es menos verdadero que esa creación de sentido se opera sobre la base de una realidad antecedente cuyo ser y sentido tienen ya un valor y un significado objetivos. Se trata todavía de un significado incompleto que espera la obra del hombre para llegar a su madurez y plenitud. Pero la obra del hombre debe reconocer y respetar la naturaleza de las cosas que ha sido dada ya desde el principio. La moralidad del comportamiento humano no deriva únicamente del juicio de la conciencia moral ni de la intención sincera del hombre. Una valoración íntegra de la moralidad de la conducta viene determinada, además, por normas o criterios valederos por sí mismos que dimanan de la naturaleza de la persona y de sus acciones (Cfr. GS, 51).
49. HV propone autorizadamente la norma universal y objetiva que rige la transmisión de la vida humana y, al calificar el acto contraceptivo como intrínsecamente ilícito, pretende enseñar que esa norma moral es tal que no admite excepciones: «Ninguna circunstancia personal o social ha podido jamás, puede ni podrá hacer en sí mismo ordenado semejante acto»12. Nos encontramos aquí con uno de los casos en el que la norma ética muestra toda la fuerza del orden objetivo moral que vincula, de modo incondicionado, la conducta humana.
Los actos morales intrínsecamente desordenados
50. Para una comprensión más exacta de las normas morales que excluyen siempre y en toda circunstancia la posibilidad de excepciones, es necesario tener presente el carácter propio de los actos intrínsecamente desordenados que constituyen el objeto de aquellas normas.
51. La intrínseca inmoralidad de un determinado acto o comportamiento quiere decir que, en el plano de la moralidad objetiva, ese acto, por su misma estructura, contiene ya, en sí, todos los elementos que lo hacen reprobable. O sea, el contraste de esos actos con las exigencias de la moral brotan de su misma naturaleza, ya que contradicen a la persona en su específica dignidad de persona. Su desorden moral no procede, pues, de situaciones circunstanciales o de elementos externos, como pudieran ser el grado de desarrollo personal o ambiental, factores culturales, etc. El desorden de esos actos es permanente y, en el plano de la moral objetiva, su inmoralidad radical no puede ser sanada por ningún motivo, finalidad, o conjunto de circunstancias por graves que sean los daños o las ventajas que, mediante ellos, se eviten o se logren. Por su específica naturaleza, estos actos repugnan al bien del hombre siempre y, por ello, nunca está permitido declararlos lícitos (Cfr. HV, 18), lo cual no quiere decir que un acto intrínsecamente malo sea necesariamente moralmente grave.
52. Decir que hay acciones que son de suyo malas siempre y en toda circunstancia equivale a decir que el poder de disposición del hombre sobre el mundo de las cosas o sobre su mismo mundo interior y sobre su cuerpo tiene unos límites que no pueden sobrepasarse impunemente. La intención del hombre no puede ser arbitraria sino que debe someterse a la estructura del acto y a la intención objetiva que le es inmanente. Es ésta una garantía que libera al hombre, en el ejercicio de su libertad, de destruir y alienar las condiciones fundamentales que hacen posible el ejercicio de la misma. La existencia de actos intrinsecamente malos proporciona al hombre un punto de referencia y una llamada de atención en sus proyectos de intervención sobre la realidad: señalan, en efecto, las barreras ante las que la soberanía del hombre sobre sí mismo, los otros hombres y el mundo ha de detenerse.
53. Pablo VI, en HV, aplica estos criterios morales al desorden intrínseco de la contracepción que no puede justificarse en caso alguno: «Si es lícito, a veces, tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni siquiera por razones gravísimas, hacer el mal a fin de que de allí venga el bien; es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que intrínsecamente es desordenado desde el punto de vista moral y, por tanto, indigno de la persona humana, aun cuando sea con la intención de salvaguardar o de promover bienes individuales, familiares y sociales» (HV 14).
Aspectos subjetivos del acto moral
54. La misma tradición moral que subraya la importancia de la norma objetiva «ha afirmado siempre también la distinción, no la separación y mucho menos la contraposición, entre el desorden objetivo y la culpa subjetiva. Por eso, cuando se trata de juzgar el comportamiento moral subjetivo, es totalmente legítimo contemplar con la consideración debida los diversos factores y aspectos de la actuación concreta de la persona, no sólo sus intenciones y motivaciones, sino también las diversas circunstancias de su vida»13.
55. Entre esos factores, circunstancias y aspectos, exigen especial atención los que afectan al ejercicio de la razón y voluntad del sujeto, pues no siempre el hombre actúa en su vida con plena advertencia de lo que hace y con total libertad; es más, con relativa frecuencia, factores internos y externos de toda índole, personales, familiares, sociales, económicos, culturales oscurecen la razón del hombre y debilitan su voluntad, condicionando fuertemente sus acciones.
56. El conjunto de factores subjetivos no puede hacer ordenado lo que es intrínsecamente desordenado, pero sí puede incidir en diverso grado sobre la responsabilidad de la persona que actúa. Y, así, las circunstancias particulares que acompañan a un acto humano objetivamente malo, aunque no pueden hacerlo objetivamente bueno, pueden hacerlo «disculpable, menos culpable y, en casos extremos, hasta defendible» por parte de la conciencia del sujeto. Los principios morales tradicionales afirman en relación con las circunstancias de un acto moral malo que éstas pueden ser causa de «grados diversos de imputabilidad o de culpabilidad subjetiva». Subrayar esto es importante porque cuanto acabamos de decir reproduce la respuesta de la Congregación del Clero a una consulta sobre la interpretación de la HV y las aclaraciones posteriores a su misma respuesta14. Por lo demás, se trata de «un principio general que se aplica a todo desorden moral, incluso intrínseco; se aplica, por tanto, también a la contracepción»15.
57. En este contexto, se sitúa el papel ineludible de la conciencia moral. La conciencia es, en el corazón humano, el eco de la misma voz de Dios y, en sí misma, constituye una instancia ética inviolable, de suerte que el hombre no debe ser forzado a actuar en contra de su conciencia. Pero «hablar de la dignidad intangible de la conciencia sin ulteriores especificaciones expone al riesgo de graves errores. Muy distinta es, en efecto, la situación en la que se debate la persona que, después de haber puesto en marcha todos los medios que están en su mano en búsqueda de la verdad, incurre en errores; y otra distinta la de quien, o por mera conformidad con la opinión de la mayoría o por negligencia, se ocupa poco de descubrir la verdad»16.
58. La conciencia, ciertamente, puede debilitarse y falsearse si pierde sus referencias a las normas morales valederas por sí mismas y a Dios, Creador y árbitro supremo del hombre. No se puede olvidar que la conciencia emite sus juicios en diálogo con una ley que la precede. Es como un juez que determina la norma que se ha de seguir en un caso concreto aplicando la norma general que le es conocida. Bien es verdad que la aplicación de la norma no es un cálculo mecánico, sino un acto creativo que comporta asumir determinadas responsabilidades. Pero el reconocimiento del papel de la conciencia no puede conducir a desconocer la existencia de un orden objetivo de valores que la conciencia, en sus decisiones, debe respetar. La soberanía de la conciencia no debe oponerse a la norma, puesto que sin ésta la misma conciencia acabaría por diluirse. La conciencia, en efecto, es capaz de resistir a los impulsos instintivos del hombre y de hacer frente a las circunstancias influyentes del ambiente en virtud del reconocimiento de una realidad de orden superior que la vincula así de manera incondicionada y que exige ser aceptada por sí misma.
59. De todo lo dicho, se deduce la necesidad de formar la conciencia en obediencia a la verdad objetiva. La autonomía interior de la conciencia no se identifica con la capacidad ilimitada de dominio sobre el mundo de las cosas y sobre el propio hombre. Para poder desarrollar su función, la conciencia debe primero constituirse como tal y esto lo alcanza cuando logra el control de las tendencias instintivas humanas y de las presiones procedentes del ambiente social. El hombre consigue, entonces, la libertad interior, fundada sobre el reconocimiento incondicionado de una obediencia a la verdad que es constitutiva de la misma subjetividad de la persona. Para los creyentes, la formación de la conciencia implica también el atenimiento sincero al Magisterio, teniendo en cuenta que «la conciencia moral del cristiano, es decir, de un miembro de la Iglesia, posee una íntima configuración eclesial, que la abre a la escucha de las enseñanzas del magisterio de la Iglesia»17.
V. ALGUNAS OBJECIONES A LA «HUMANAE VITAE»
60. Entre las objeciones que se han hecho a HV destacan las que se oponen a la inmoralidad que la encíclica atribuye a todos y cada uno de los actos contraceptivos, sin admitir excepción alguna. Quienes sostienen esta posición, movidos sobre todo por razones pastorales, intentan buscar justificaciones morales para aquellos casos en que la aplicación de HV pone a los esposos en situaciones realmente difíciles. Esto ocurre, por ejemplo, cuando un nuevo nacimiento ha de evitarse por motivos graves sin que el recurso a la continencia periódica sea suficiente para conseguirlo y, por otra parte, una continencia absoluta expondría a serios riesgos el amor entre los cónyuges, la mutua fidelidad y otros bienes esenciales en un matrimonio.
Principio de totalidad
61. Algunos han creído encontrar una solución a esas situaciones problemáticas en la ampliación del llamado «principio de totalidad». Como es sabido, según este criterio moral, las diversas partes componentes de una entidad compleja permanecen subordinadas a la unidad integrada por ellas. En consecuencia, las partes pueden ser modificadas y aun suprimidas con vistas al bien del todo que ellas mismas constituyen. Este principio ha sido legítimamente aceptado con vistas a la salud del organismo humano: las partes, o sea, los órganos y sus funciones, si hay razones que lo justifiquen, pueden ser sacrificados por el bien total del cuerpo.
62. La ampliación de este principio moral considera como «todo» en bien del cual es lícito sacrificar la «parte» no sólo la salud del cuerpo, sino toda la persona humana así como bienes personales de orden psíquico, espiritual, moral, etc. Aplicado este criterio a la moral conyugal, la función procreadora es vista como parte de una personalidad de la que son inseparables bienes como el amor conyugal y el equilibrio y la armonía de la vida familiar. En favor de estos bienes, la función procreadora puede, si fuese necesario, ser lícitamente sacrificada. Es éste un sentido nuevo del principio de totalidad que entiende por «todo» la vida conyugal en su conjunto y por «parte» los actos conyugales singulares. Estos, convertidos artificialmente en infecundos, podrían considerarse lícitos con tal de que se insertasen en un contexto de vida matrimonial suficientemente fecunda. En esta hipótesis, la fecundidad conyugal no estaría vinculada a cada uno de los actos sexuales de los cónyuges, considerados individualmente, sino al conjunto de los mismos. El conjunto tendría significado por su finalización en una vida conyugal razonablemente fecunda y cada acto sería un elemento parcial de las relaciones matrimoniales, al ser ordenado, en último término, a la generación. Los esposos serían los realizadores del proyecto con facultad de manipular la función generadora conforme al principio de totalidad.
63. Aunque algunos han defendido como correcta esta conducta, incluso después de la publicación de HV, lo han hecho en contra de las afirmaciones de la misma encíclica que, explícitamente, se manifiesta contraria a tal comportamiento: «Ni como justificación de los actos conyugales hechos intencionadamente infecundos se pueden invocar como válidas razones… que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos que fueron realizados o que después seguirán y, por consiguiente, compartirían con ellos la única e idéntica bondad moral… Es, por tanto, un error pensar que un acto conyugal hecho voluntariamente infecundo y, por tanto, intrínsecamente no honesto, pueda ser revalidado por el conjunto de una vida conyugal fecunda» (HV 14).
64. HV supone, con razón, que los actos individuales, separados completamente en el tiempo, con un valor y significado propios, aunque aislados, tienen, cada uno de ellos por sí mismos, su propia moralidad; que cada uno de ellos, por separado, es digno o indigno de la persona que lo ha ejecutado; que su carácter concreto e individual es, por tanto, intrínsecamente ordenado o desordenado. Es claro que, si la ilicitud de la contracepción brota de su estructura interna, no es lógico decir que recibe la cualificación moral desde fuera; o sea, desde la serie de actos conyugales con los que forma un conjunto.
65. Si la sexualidad es entendida y vivida en su especificidad humana, entonces no puede ser tenida como una «parte» cualquiera del organismo que puede ser sacrificada por el bien del organismo entero. Está, pues, en cuestión la concepción de la misma sexualidad: o es interpretada como «cosa», un dato puramente bio-psicológico, y entonces el hombre puede hacer uso de ella por razones más que legítimas; o es interpretada como «dimensión» de la persona, y, en ese caso, el hombre solamente puede asumirla consciente y responsablemente en su estructura y en su dinamismo.
Principio del conflicto de deberes
66. Otra de las soluciones que se han querido encontrar a los problemas que la norma moral de HV plantea a muchos matrimonios es el principio del conflicto de deberes y, consiguientemente, la elección del mal menor o del bien mayor. Quienes apelan a este principio afirman que, ante una alternativa de deberes tal que cualquiera que sea la decisión tomada, un mal no puede ser evitado, el camino es buscar ante Dios, para actuar en consecuencia, cuál es en el caso concreto, el deber prevalente. Los moralistas que proponen este principio, al hablar de conflicto, no piensan en las situaciones subjetivas de los esposos cuya conciencia se encuentra perpleja, sino en un conflicto objetivo; es decir, sitúan el problema en el campo objetivo de una verdadera y propia norma moral que resuelve el caso de la conflictividad entre las exigencias del amor unitivo y las exigencias de la paternidad, responsable, mediante la tolerancia o la opción positiva de la contracepción en relación al bien mayor del amor conyugal. Este planteamiento, en general, considera que el mal menor que ha de ceder es el deber de procrear.
67. La principal dificultad que les sale al paso a quienes sostienen esta posición es el desorden intrínseco de la contracepción. Para obviar esta dificultad se siguen diversas vías que coinciden en relativizar o en cuestionar el desorden moral de la contracepción. Para algunos, lo «intrínseco malo» se da sólo en las relaciones entre Dios y los hombres y no en las relaciones entre personas humanas. Otros califican la contracepción como mal físico, óntico o premoral; o bien la justifican moralmente por tratarse de un mal físico querido sólo indirectamente y teniendo como fin un bien que se busca por una razón proporcionada al bien buscado. Otros aceptan la existencia de verdaderos conflictos objetivos entre las normas morales por la imposibilidad radical del hombre para resolverlos, debida a la fragilidad causada en ellos por el pecado tanto personal como social; según esto, la actuación justa en los conflictos humanos es una mezcla de bien moral y de mal personal y social.
68. Todas estas diversas posturas deben juzgarse desde la cuestión teológica acerca de si un conflicto objetivo de deberes es posible o no. La tradición moral católica ha mantenido de modo constante esta afirmación: un conflicto de deberes no existe ni puede existir en el plano objetivo. Si el orden moral se fundamenta en Dios, habría que adjudicar a Dios mismo la existencia de esos conflictos; y si el conflicto objetivo de deberes significa que el hombre peca, actúe como actúe, habría que hacer a Dios mismo último responsable del inevitable pecado del hombre. La contradicción subsistiría en Dios mismo, que querría el bien haciendo que suceda el mal. No se podrá dar, pues, un conflicto objetivo de deberes si no se concede que se dé un pecado inevitable, lo cual es un concepto contradictorio ya que el pecado es acto humano y libre. Esta última razón explica que, para resolver la cuestión, se haya tenido que admitir, en algún caso, una necesaria mezcla de bien y de mal en los actos humanos que recuerda la concepción del cristiano como «simul iustus et peccator».
69. En conclusión puede decirse que, desde un punto de vista objetivo, no existe el verdadero conflicto de deberes, sobre todo cuando la alternativa es un acto intrínsecamente malo. Dicho de otra manera, no se dan ni se podrán dar nunca situaciones conyugales en las que la contracepción se imponga a los esposos como un deber moral.
70. Sí es posible, sin embargo, el conflicto de deberes como hecho subjetivo; o sea, como conciencia perpleja: la de una persona o un matrimonio, que cree erróneamente encontrarse entre deberes opuestos y, por tanto, en la necesidad de tomar una opción. En esta precisa situación subjetiva, la persona o matrimonio testimonia y vive su ordenación al bien eligiendo el mal moral o su juicio menor. En este campo, es necesario descifrar las varias causas que conducen a esos conflictos de conciencia y atender al problema de encontrar, con paciencia y comprensión, el mejor camino para superarlos.
Contracepción y continencia periódica
71. Se ha puesto también como objeción a HV que haya legitimado los métodos naturales para la regulación de la fecundidad cuando, de hecho, esos métodos son utilizados como recursos para evitar los nacimientos. Hay que reconocer que, con bastante frecuencia, las parejas usan de los métodos naturales con una finalidad casi exclusivamente antinatalista e incluso egoísta. Es cierto que si los métodos naturales se desvinculan de las dimensiones éticas del acto conyugal, del amor fiel de los esposos y de su deseo de hacer lo que Dios quiere, es difícil diferenciar, en el orden moral, esos métodos del empleo de medios anticonceptivos artificiales y, de hecho, se consideran como una forma más de contracepción. En efecto, la reducción de los métodos naturales al mero uso de la regularidad biológica deforma el pensamiento de HV y de la tradición moral de la Iglesia. El recurso recto a esos métodos presupone la regularidad biológica de la mujer, pero la incluye dentro del proyecto creador de Dios18. Usar, pues, los períodos infecundos sin discernir su finalidad y significado ético va contra el sentido auténtico de las relaciones íntimas del varón y la mujer y, por tanto, se aparta también de los planes de Dios.
72. Pero, como se ha dicho ya, un recto recurso a los métodos naturales se diferencia radicalmente de las prácticas contraceptivas. No se trata simplemente de una disminución en el plano de la técnica o de los métodos; se trata de una diferencia ética de comportamiento: «Los métodos naturales son medios de diagnóstico para determinar los períodos fértiles de la mujer, que ofrecen la posibilidad de abstenerse de las relaciones sexuales cuando por motivos justificados de responsabilidad se quiere evitar la concepción. En este caso, los cónyuges modifican su comportamiento sexual mediante la continencia y la dinámica del don de sí mismo y de la acogida del otro, propia del acto conyugal, no sufre ninguna falsificación. Por el contrario, la elección de la anticoncepción no cambia prácticamente el comportamiento sexual pero falsifica el significado intrínseco del don de sí mismo y de la acogida, propios del acto sexual conyugal, cerrándolo arbitrariamente a la dinámica de la transmisión de una nueva vida»19.
VI. LAS ENSEÑANZAS SOBRE LA MORAL CONYUGAL EN LA TAREA PASTORAL DE LA IGLESIA
73. Los pastores de la Iglesia, en el ejercicio de su ministerio, no pueden dejar de orientar a los fieles respecto a la vida matrimonial. La pedagogía pastoral de la Iglesia en esta materia, como en otras cuestiones morales, implica dos aspectos principales. Es, por una parte, un deber ineludible proclamar sin cansancio ni desánimo la normativa ética cristiana en toda su verdad sin escamotear la radicalidad de sus compromisos: «No menoscabar en nada la doctrina salvadora de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas» (HV 29). Pero es igualmente un deber irrenunciable acompañar con cordialidad y paciencia a los casados que se ven enredados en dificultades no sólo para cumplir las obligaciones de su estado, sino incluso para comprender sin inquietarse los valores de las normas morales conyugales. Sin disociar la vigencia de los imperativos éticos de una comprensión leal y profunda para con los conflictos peculiares de cada persona, los sacerdotes han de tratar a los hombres como los trató el Señor: «Venido no para juzgar sino para salvar, Él fue, ciertamente, intransigente con el mal, pero misericordioso con las personas» (HV, 29).
En los párrafos que siguen, queremos ofrecer algunas pautas y acciones pastorales que sean, para los sacerdotes, motivo de reflexión y ayuda en el cumplimiento de su ministerio. Nos referimos, en primer lugar, al puesto que debe ocupar la moral conyugal en los ministerios de enseñanza y catequesis para, luego, dar paso a las cuestiones que se presentan en la tarea de orientar la conciencia moral de los fieles proporcionándoles consejo y seguimiento en su personal trayectoria cristiana.
A) Ministerios de catequesis y enseñanza
74. Hemos de reconocer, por de pronto, que, entre nosotros, es muy rara la presentación en público de la doctrina de HV acerca de la apertura de todo acto conyugal a la transmisión de la vida, así como todo lo referente a la contracepción, «métodos naturales» para la regulación de los nacimientos, etc. No son éstos, ciertamente, temas que, en detalle, hayan de ser llevados normalmente a la predicación homilética. Sin embargo, a los cristianos les asiste el derecho de conocer la enseñanza íntegra de la Iglesia sobre un asunto que les toca muy de cerca. Se precisa, pues, encontrar ocasiones más propicias para que los creyentes reciban la debida información y formación sobre la ética matrimonial. Como hemos dicho más arriba, se trata de educar en la sexualidad «contra corriente» con competencia, insistencia y rigor sistemático.
75. Debe darse, por supuesto, que, en los seminarios, casas de formación para los religiosos y facultades teológicas, los profesores de teología moral imparten a los alumnos sin ambigüedades la doctrina del magisterio auténtico de la Iglesia, de manera que los candidatos al sacerdocio puedan alcanzar un conocimiento clarificado de estas cuestiones. También hay que presuponer que quienes dirigen la formación permanente del clero incluyen en sus temarios puntos relativos a la moral matrimonial para que los sacerdotes, en su momento oportuno, puedan periódicamente repasarlas y profundizarlas.
76. Interesa ahora recordar, ante todo, que las materias que nos ocupan se han de exponer sin falta en la catequesis de adultos. También es necesario tratarlas, sin inhibiciones y con nitidez, en las catequesis de adolescentes y jóvenes, donde, en un ambiente de confianza y seriedad, no sólo se transmita información sino se enseñe a los destinatarios a apreciar los valores de la sexualidad y del matrimonio integrados en el marco de la vocación humana y cristiana20. Esta educación, especialmente en el caso de los jóvenes, debe ser una educación para la castidad, «como virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona» (FC, 37).
77. Quienes ejercen el magisterio en las clases de religión de Institutos y Escuelas de Enseñanza Secundaria tienen a mano muchas ocasiones para exponer a los alumnos el Magisterio moral de la Iglesia con competencia y responsabilidad profesional21.
78. Es cada día más urgente estructurar mejor los cursillos de catequesis prematrimonial. En ellos, junto al tratamiento de las facetas biológicas, médicas y psicológicas de la sexualidad, no debe faltar una instrucción, suficientemente completa, acerca de la ética sexual cristiana y, en especial, de la licitud de las prácticas anticonceptivas y acerca del lícito recurso a «los métodos naturales» para vivir honradamente la paternidad responsable22.
79. Para lograr la eficacia deseada en la catequesis de adultos, novios y jóvenes, es conveniente cerciorarse de la seguridad doctrinal de los materiales didácticos al uso. No se puede ignorar que algunos de ellos adolecen de falta de claridad y de firmeza en aspectos morales importantes.
80. Son también ocasiones para difundir la doctrina de la Iglesia los ejercicios espirituales y las convivencias; en particular, los
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Documento importantisimo,sobretodo para los católicos, que es muy necesario que lo estudiemos pero; con tristeza veo cero comentarios, que me hace suponer que poco o nada se a leído, que importante es pues, promover su lectura porque resolvería muchos de los problemas actuales.
Al encontrarme con ésta entrada, me ha llamado mucho la atención algunos análisis. Todavía no lo termino; Pero lo que he leído me ha gustado.
Definitivamente la HV es un documento que revela una panorámica de nuestro tiempo. Y si profundizamos en el análisis de lo que observamos, tiene sentido, encaja e indica una relación de consecuencia. Se ha vuelto más palpable que el pensamiento antinatalista, que separa al hombre de su fecundidad, lo ‘libera’ para hacerlo presa fácil de sus vicios o de sus deseos desordenados; del tú me usas o/y yo te uso para mi placer, en un vínculo frágil, que saca al Señor, y que priva de un -nosotros- en un propósito mayor que integra todo, de una unión más profunda que la corpórea, de un vínculo que comprometa en primer lugar por Amor.
Recuerdo algo de Chesterton que viene al dedo sobre el tema:
“The revolt against vows has been carried in our day even to the extent of a revolt against the typical vow of marriage. It is most amusing to listen to the opponents of marriage on this subject. They appear to imagine that the ideal of constancy was a yoke mysteriously imposed on mankind by the devil, instead of being, as it is, a yoke consistently imposed by all lovers on themselves. They have invented a phrase, a phrase that is a black and white contradiction in two words, free-love’ as if a lover ever had been, or ever could be, free. It is the nature of love to bind itself, and the institution of marriage merely paid the average man the compliment of taking him at his word. Modern sages offer to the lover, with an ill-flavoured grin, the largest liberties and the fullest irresponsibility; but they do not respect him as the old Church respected him; they do not write his oath upon the heavens, as the record of his highest moment. They give him every liberty except the liberty to sell his liberty, which is the only one that he wants.”