La crisis del COVID-19 deja una enseñanza en forma de reminiscencia. No aprendemos de ella nada nuevo, pero nos recuerda algo que supimos y olvidamos. Nos muestra con nueva luz nuestra vulnerabilidad, la imposibilidad de protegernos perfectamente mediante la predicción y el control.
Las ciencias no predicen con certeza y las tecnologías no alcanzan a tenerlo todo bajo control, aunque las primeras y las segundas tengan otras muchas y beneméritas funciones. Las ideologías, no ven el futuro, por más que simulen hacerlo. Y, sin embargo, no carecemos que guía fiable para decidir nuestras acciones. Esta orientación hay que buscarla en el ser, no en el porvenir. Es la fidelidad a nuestra común naturaleza humana la que ha de aconsejarnos, es la realización plena de nuestro ser personal, de nuestra peculiar vocación la que nos guía. Y el medio para la autorrealización consiste en el desarrollo de un carácter virtuoso. El mismo carácter que ha mitigado los estragos de la pandemia, pues en cierto grado estaba ya presente en muchos de nuestros conciudadanos, el mismo que hubiera paliado aun más el sufrimiento de haber estado disponible en más personas y en mayor grado.
Cuadernos de Bioética. 2020; 31(102): 139-149 DOI: 10.30444/CB.58