Derechos Humanos al medio ambiente (J. Ballesteros)

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DERECHOS HUMANOS AL MEDIO AMBIENTE   A) ECOLOGISMO PERSONALISTA Y DECLARACIONES DE DERECHOS DE ESTOCOLMO Y Rí­0 B)  CALIDAD DE VIDA/DESARROLLO SOSTENIBLE COMO DERECHOS-DEBERES   C) DE LA EXCLUSIVIDAD A LA PARTICIPACIí“N, DE LA DISPONIBILIDAD A LA INALIENABILIDAD a) INALIENABILIDAD Y NíšCLEO DURO DE LOS DERECHOS HUMANOS   b) LOS …

DERECHOS HUMANOS AL MEDIO AMBIENTE

 

A) ECOLOGISMO PERSONALISTA Y DECLARACIONES DE DERECHOS DE ESTOCOLMO Y Rí­0

B)  CALIDAD DE VIDA/DESARROLLO SOSTENIBLE COMO DERECHOS-DEBERES  

C) DE LA EXCLUSIVIDAD A LA PARTICIPACIí“N, DE LA DISPONIBILIDAD A LA INALIENABILIDAD

a) INALIENABILIDAD Y NíšCLEO DURO DE LOS DERECHOS HUMANOS  

b) LOS DERECHOS DE LA PRIMERA GENERACION: LA PROPIEDAD COMO MODELO  

c) SEGUNDA Y TERCERA GENERACION: HACIA UN NUEVO PARADIGMA

 

A) ECOLOGISMO PERSONALISTA Y DECLARACIONES DE DERECHOS DE ESTOCOLMO Y Rí­0

 

Las declaraciones internacionales sobre el derecho al medio ambiente surgen en la década de los setenta como consecuencia de los desastres ambientales, provocados por la mentalidad tecnocrática; es lógico, por tanto, que esta mentalidad sea criticada.  Pero también la mentalidad biologista resulta fuertemente censurada.  No hay presencia de ninguna religión de la naturaleza o deep ecology en los textos de Estocolmo de 1972 o Rí­o de 1992. Tan sólo la Declaración de 1982 o Carta de la Naturaleza, promovida por la UICN, parece responder a planteamientos de carácter biocéntrico, y no humanista, al establecer el valor intrí­nseco de todo lo real, sin diferenciación.  En general las principales declaraciones internacionales sobre el derecho al medio ambiente, al menos hasta la Conferencia de Rí­o, son antropocéntricas, pero no individualistas.  Por tanto, la antropologí­a y la ética que subyacen a las mismas están sobre todo de acuerdo con el ecologismo personalista.  Es lo que trataremos de ver inmediatamente.

 

La antropologí­a explí­cita en la declaración de Estocolmo declara que «el hombre es al mismo tiempo obra y artí­fice del medio ambiente, el cual le da el sustento material y le brinda la oportunidad de desarrollarse intelectual, moral, social y espiritualmente» , pero al mismo tiempo ,gracias a la ciencia y la tecnologí­a, el hombre ha adquirido el poder de transfigurar de innumerables maneras y de un modo sin precedentes cuanto le rodea».  Este texto parece reflejar el mensaje del Génesis, 2, 7: “Yahvé formó al hombre del polvo de la tierra y le inspiró en el rostro aliento de vida y fue así­ el hombre ser animado”. De la doble dimensión de la dependencia y el cuidado se desprenden consecuencias desde el punto de vista jurí­dico extraordinariamente importantes.  En primer lugar, frente a la tesis de la igual reverencia por la vida, y más aún de la deep ecology, existe una jerarquí­a de seres creados, basada en el hecho de que sólo el hombre ha sido creado semejante a Dios, y por tanto sólo él es persona, y por tanto portador de derechos y deberes. «Cuánto valéis más que las aves» (Lc. 2, 23, 2, 2, q. 66 a 1).

La principal riqueza es el hombre.  El humanismo de inspiración en último término monoteí­sta ha sido reconocido tanto en la Declaración de Estocolmo del 72 como en la Carta de Rí­o del 92: “De todas las realidades mundanas el hombre es la más valiosa”. «Los seres humanos constituyen el centro de las preocupaciones relacionadas en el desarrollo sostenible.  Tienen derecho a una vida saludable y productiva en armoní­a con la naturaleza (…).» Es evidente que en ninguna de las dos declaraciones hay referencia a la visión del hombre como “imago Dei” pero en nuestra opinión resulta imposible defender el primado de la dignidad humana frente al resto de seres vivos, en un contexto en el que se tienen bien presentes los desastres ecológicos producidos por el hombre, si no se acepta aunque sea implí­citamente como es el caso, la idea de la “imago Dei”, el carácter excepcional del hombre dentro de la naturaleza.  Si el hombre fuera exclusivamente biologí­a, nunca podrí­a ser considerado como lo más valioso, ya que lo que aparece con toda claridad es que es el animal más depredador, y por tanto resulta urgente reducir su número.  Si es lo más valioso, es a consecuencia de su capacidad de transcender lo estrictamente biológico a través de su capacidad de cuidado.  Aspecto éste en el que con las religiones monoteí­stas insisten, sobre todo los ecologistas del Sur, para los cuales, la preocupación fundamental es la supervivencia humana.

 

B)  CALIDAD DE VIDA/DESARROLLO SOSTENIBLE COMO DERECHOS-DEBERES

 

Pero, como decí­amos, antropocentrismo no implicaba individualismo.  Precisamente frente a lo que es habitual en las Declaraciones de derechos, la Declaración de Rí­o presenta la positiva novedad de establecer ante todo una lista de deberes.  Ofrece así­ una posible salida a la crisis presente provocada por la cultura de la reivindicación o de la querella y, en definitiva, por el individualismo según el cual cada uno de nosotros o nuestra nación o imperio al que pertenecemos utiliza sus derechos humanos como armas arrojadizas contra los otros, o contra sus naciones o sus culturas, a las que sólo ve como poseedoras de deberes.  La ideologí­a individualista ha apelado a la comparación con el mundo animal, concretamente al lobo o los peces, para defender la constante lucha por la vida.  Pero, como han mostrado autores tan diversos como el anarquista Kropotkin o el etólogo Lorenz, esta analogí­a con el mundo animal no es adecuada ya que en todos los animales, excluidas las ratas, está ausente la violencia intra-especí­fica.

El antropocentrismo presente en las declaciones internacionales lleva por tanto a ver como problemas ambientales fundamentales aquellos relacionados con las condiciones de vida del ser humano, es decir, el hambre, la sed y, por consiguiente, la desertización y la pérdida de la biodiversidad, en cuanto incide en el problema del hanmbre (Declaración de la FAO en el Dí­a de la Alimentación, 16 de octubre de 1993).  El efecto invernadero o la reducción de la capa de ozono son igualmente importantes en cuanto pueden afectar a las condiciones del hábitat humano.

El no individualismo por su parte lleva a la exigencia de recuperación de la llamada por Thompson «economí­a moral», cuya caracterí­stica básica es la prioridad del derecho a la vida, la consideración como pecado de la destrucción de la naturaleza, y la defensa de los bienes comunales como algo que debe quedar fuera del comercio, fuera del ámbito de la crematí­stica. (Cfr.  Ballesteros, 1989 pp. 29-33, 137 ss.; González Alcantud y González de Molina, pp. 34 ss., 330 ss.) Como decí­amos en el capí­tulo anterior, todo ello responde a la mentalidad del ecologismo del Sur.

En la Declaración de Estocolmo (Criterio 1 y Principio 10) se hace hincapié en la calidad de vida, identificada con el derecho a condiciones de vida dignas o vida saludable.  Ello vuelve sinónimos derecho a la calidad de vida y derecho a la salud.  Conviene recordar que el término «calidad de vida» surge en el ámbito de la medicina, al reflexionar sobre la influencia de las condiciones ambientales (del agua, del aire) en la salud de las personas, algo que habí­a sido ya intuido por Hipócrates, y que lleva a superar el modelo dualista cartesiano (Dubos, 1968).  Los problemas de falta de salud derivan de los fracasos de las instituciones humanas en la consecución de tales condiciones ambientales.  De ahí­ la prioridad del derecho al desarrollo (Criterio 2), es decir, la seguridad alimentaria, y el derecho a no morir por contaminación, es decir, la conservacion del medio (Criterio 1) hasta llegar a la erradicación de la guerra y del hambre.

La vinculación entre desarrollo y medio ambiente requiere de la planificación racional, término al que se alude en los principios 13 al 15 de Estocolmo y que no reaparece en los principios 3 y 4 de la Carta de Rí­o.  En este sentido, se podrí­a decir que el paso de Estocolmo a Rí­o es el paso de la planificación racional a la sostenibilidad.  En la desaparición del concepto de planificación racional de Estocolmo ha resultado relevante la caí­da del socialismo real, lo que ha llevado a renunciar tal vez apresuradamente a buscar formas de planificación económica no totalitaria.  En el énfasis en el concepto de desarrollo sostenible ha sido decisivo el Informe Bruntland

Este Informe de las Naciones Unidas de 1985, conocido por el nombre de su principal coordinadora, la primera ministra noruega Gro Harlem Bruntland, define el desarollo sostenible como «el desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas».  La sostenibilidad aparece como la lí­nea de engarce entre desarrollo y medio ambiente y, por tanto, entre sus correspondientes derechos.  El Informe constata, aunque sea implí­citamente, que el Norte depende más del Sur, por su biodiversidad, pero no es igualmente consciente que el modelo de desarrollo del Norte es insostenible y, por tanto, inmoral.  Se refleja el punto de vista socialdemócrata del Norte y, por consiguiente, se incide en la miseria del Sur, más que en el consumismo del Norte, como causa fundamental del desastre ecológico, por lo que ha recibido agudas crí­ticas (cfr., entre otros, Martí­nez Allier, Martí­n Sosa, Pérez Adán), así­ como el grupo de los 77 -paí­ses menos desarrollados- en el Informe Nuestra agenda común, en el que se censura la injerencia del Norte en los problemas del Sur, especialmente en el tema de la población.

La noción de desarrollo sostenible aparece como el núcleo central de toda la Carta de la Tierra de 1992.  Es, en efecto, citado en la práctica totalidad de sus principios.  Cualquier proyecto de desarrollo económico queda justificado en función de su posibilidad de duración o permanencia en el largo plazo, ya que todos, presentes y futuras generaciones, tienen los mismos derechos.  La Carta de Rí­o parte principalmente de esa interdependencia entre desarrollo y medio ambiente, que implica el concepto de desarrollo sostenible.  Este aparece ahora como sinónimo de vida saludable duradera y de calidad de vida estable para futuras generaciones, recogiendo así­ el énfasis en la calidad de vida, procedente de Estocolmo (I, 5).  A tal efecto, el medio ambiente se presenta como condición para el desarrollo (Principio 4).

Lo más importante tal vez sea que el concepto de desarrollo sostenible exige ahora claramente la reducción de la producción y el consumo insostenibles, en explí­cita crí­tica al modelo de civilización tecnocrática.  Ello puede verse como resultado de la reelaboración del concepto de «desarrollo sostenible» por parte del ecomista H. Daly.  Sin embargo, tal reelaboración no está exenta de fallos.  Sobre todo se le ha criticado su falta de visión global, debido a su insistencia en los planteamientos regionales (sobre ello, Choucri, Lelé, Decourt; cit. en Pérez Adán, 1994).  Más concretamente se proclama que los paí­ses del Norte reconozcan “la responsabilidad que les corresponde en la búsqueda internacional de un desarrollo sostenible, en vista de las presiones que sus sociedades ejercen en el medio ambiente mundial”. En este punto la Carta de Rí­o va más allá del Informe Bruntland, posiblemente por influencia de los paí­ses del Sur.

Las exigencias jurí­dicas del desarrollo sostenible, como se ha señalado en la Carta de Rí­o, serí­an:

  1) La prioridad de la paz y de la no violencia (arts. 23-25).  Lo más destructivo es el armamentismo, por lo que deberí­a prohibirse la producción y comercio de armas (Martí­nez Pujalte).

En este aspecto, los principios 24 y 25 de la Declaración de Rí­o, al destacar la inseparabilidad de paz, desarrollo y protección del medio ambiente, así­ como la incompatibilidad entre guerra y desarrollo sostenible, repiten lo ya dicho en la Declaración de Estocolmo, en cuyo principio 26 y último se decí­a: «Es preciso librar al hombre y su medio de los efectos de las armas nucleares y de todos las demás medios de destrucción en masa.  Los Estados deben esforzarse por llegar pronto a un acuerdo, en los órganos internacionales pertinentes, sobre la eliminación y destrucción completa de tales armas”. Reulta significativo el poco escuerzo realizado en este sentido a pesar de la caí­da del Bloque del Este.  Como resulta igualmente sintomático el desigual interés mostrado por los paí­ses más desarrollados en hacer frente a la guerra del Golfo y de la ex Yugoslavia.  Ello prueba cuán alejados nos encontramos del cumplimiento del deber de defensa del valor sagrado de la vida humana.  Tampoco el Programa 21 de la Conferencia de Rí­o, documento en el que se especifican de modo más concreto las obligaciones de los Estados, se refiere desgraciadamente a este importantí­simo problema.

 

2) El principio del “neminem laedere”, del no dañar a nadie, de carácter universal, incluyendo por tanto a los extranjeros y no sólo a los nacionales (art. 2).  La exigencia fundamental de la universalización lleva consigo la responsabilidad por los daños causados de carácter transfronterizo, que deben dirimirse ante un tribunal supranacional, y a la necesidad de dar transparencia y publicidad total en relación con tales riesgos ambientales (art. 2).  Ello ha sido especialmente incumplido por el complejo militar industrial de la ex URSS.

Este punto, como el anterior, pone de relieve la obsolescencia del concepto de soberaní­a para hacer frente a los problemas ecológicos, sin que, no obstante, se hayan tomado las medidas exigibles al respecto.

 

3) La armoní­a entre patrimonio común de la humanidad y patrimonio nacional de los recursos.  La idea del patrimonio común de la humanidad ha sufrido en los últimos años un cierto retraso, en la medida en que desgraciadamente habí­a sido utilizada por las grandes empresas multinacionales para apropiarse de los recursos prescindiendo de los Estados nacionales.  Con lo que de hecho la idea de “Patrimonio común” se convertí­a en “Patrimonio multinacional”.  Conviene recordar que las quinientas compañí­as multinacionales más importantes del mundo controlan el 70 por 100 del comercio, el 80 por 100 de la inversión y el 30 por 100 del PIB mundial (Tamames, 1993).

De ahí­ el empeño de los paí­ses del Sur en la idea del patrimonio nacional de los recursos, tal como insiste el artí­culo 2 de la Carta de Rí­o.  De hecho los paí­ses del Sur son titulares del 80 por 100 de las reservas biológicas del planeta y no desean verse privados de ellas por las empresas multinacionales sin las adecuadas y siempre injustas e insuficientes compensaciones (Hermitte, en Barrére. p. 189).  Así­, por ejemplo, frente a la tesis de los Estados Unidos, que aceptaron firmar el convenio de biodiversidad sólo si el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio) protegí­a sus patentes agrogenéticas.  Lo importante serí­a dar prioridad a la protección del planeta (Swaminathan, en Barrére, p. 175) sin olvidar el destino universal de los bienes.  La argumentación del Sur, plenamente coherente por otro lado, serí­a la de que es absurdo que se pretenda globalizar sólo la protección de los bosques cuando no se globaliza la protección de otros recursos, como el petróleo, clave de la industrialización actual, tal como puso de relieve el delegado de la India en la Conferencia de Rí­o.  Otra de las soluciones podrí­a ser la propuesta realizada en este punto por el GATT al pretender proteger los bosques del Sur mediante reducción de pago o condonación de deuda por parte de los paí­ses del Norte.  Por otro lado, es necesario subrayar que en esta defensa del equilibrio ecologí­a-desarrollo los errores no proceden sólo del Norte.  Así­, la declaración de protección de bosques obtuvo el máximo apoyo de los Estados Unidos, pero encontró la hostilidad de paí­ses como Malasia, que no están dispuestos a perder beneficios económicos por conservar sus ecosistemas.

 

4) La supresión del imperialismo demográfico.  Por lo que respecta al problema de la población, la Carta de Rí­o recoge la valoración positiva de la natalidad compartida por las grandes religiones monoteí­stas y los pueblos del Sur, concretamente por movimientos que no han sufrido la influencia de la tesis antes citada, como el i-novimiento Chipko, liderado por Vandana Shiva, o el de los seguingueiros de Chico Mendes.  Esta misma valoración positiva de la natalidad se contení­a en la declaración de Estocolmo, al colocar la afirmación de que «de todas las cosas del mundo, los hombres son lo más valioso» precisamente después de plantear los problemas relativos a las relaciones entre crecimiento de la población y preservacion del medio, en el criterio 5. Por su parte, en el Principio 16 se plantea la planificación demográfica no como reducción de la natalidad, sino como defensa de los derechos humanos en relación con los problemas de exceso o falta de densidad de la población.  Lo que no sólo dista sino que se opone a los criterios neomaltusianos, que sólo ven problemas de incremento y nunca de falta de densidad de población.  Más concretamente el Programa 21 urge a los gobiernos a que tomen «medidas para asegurar que la mujer y el hombre tengan el mismo derecho de decidir libre y responsablemente, cuántos hijos tener y cómo espaciarlos, así­ como para que puedan acceder a la formación, educación y medios necesarios para ejercer ese derecho de manera conforme con su libertad, dignidad y convicciones personales, teniendo en cuenta consideraciones éticas y culturales».

 

5) La conservación de recursos para futuras generaciones, la ecologización de la economí­a, llevando su preocupación hacia el largo plazo.  El artí­culo 7 de la Carta de Rí­o destaca muy adecuadamente la especial responsabilidad del consumismo del Norte, en cuanto entra en contraste con el desarrollo sostenible.  El ecologismo personalista responde a la cultura rural, en la que se da conjuntamente la conciencia de la dependencia y la del cuidado de la naturaleza.

 

6) Una nueva ordenación del comercio.  El comercio mundial, al que se alude en el artí­culo 12, debe ordenarse de acuerdo con la prioridad de la persona sobre los bienes y, por consiguiente, deberí­a llevar al derecho de la poblacion mundial al libre tránsito, al tiempo que a la protección de la agricultura y alimentos con la reforma del GATT y la PAC.  Hay una jerarquí­a de necesidades, que comienza por las necesidades actuales de las personas peor situadas: el derecho a la alimentación es el primer derecho, superior a los derechos de las futuras generaciones.

Del primado del derecho a la vida sobre el derecho a la propiedad se deduce la necesidad de limitar el libre comercio en el caso de los alimentos para no poner en peligro la autosuficiencia alimentaria, tal como reconocen liberales como el economista francés y premio Nobel Maurice Allais.

 

Desgraciadamente estas exigencias no se han plasmado adecuadamente en obligaciones vinculantes para los Estados.  Así­ el documento en el que se toman medidas más concretas, y por ello el más importante de la Conferencia de Rí­o, el Programa 21, constituye a este respecto un diagnóstico certero de la situación, pero resulta marcadamente insuficiente desde el punto de vista de su financiación efectiva. Ello se debe en gran parte a que, al parecer, sólo Alemania y Holanda estaban dispuestas a aportar un 1 por 100 de su PIB, mientras que los Estados Unidos no llegaban al 0,7 y sin comprometerse en el plazo, no necesariamente antes del año 2000.  Por lo que las naciones pobres deberán hacer frente al 80 por 100 de los gastos (seiscientos millones de dólares anuales).

 

 

C) DE LA EXCLUSIVIDAD A LA PARTICIPACIí“N, DE LA DISPONIBILIDAD A LA INALIENABILIDAD

 

Como he tenido ocasión de destacar en otro lugar (Ballesteros, 1989), la evolución de los derechos humanos relacionados en el medio ambiente -especialmente perceptible en las Declaraciones de Estocolmo y Rí­o- vendrí­a a poner de relieve el tránsito de los derechos humanos desde el modelo basado en la exclusividad y la disponibilidad hacia una nueva concepción caracterizada por la participación y la inalienabilidad (de esta última nota se ha ocupado Martí­nez Pujalte,1991, que ha podido mostrar que el carácter inalienable de los derechos es una exigencia fundada en la dignidad humana)

 

La crisis ecológica, en efecto -y, en particular, la conciencia de la existencia de recursos no renovables-, habrí­a mostrado la necesidad de abandonar el paradigma voluntarista inspirador de la construcción del derecho subjetivo, y tenderí­a a subrayar por el contrario que de los recursos naturales todos tienen derecho al uso, y nadie, en cambio, al abuso.  Las notas de la participación y la inalienabilidad, caracterí­sticas evidentemente esenciales del derecho al medio ambiente, ofrecerí­a la clave para una nueva comprensión del sentido de los derechos humanos.

En las páginas siguientes trataré de mostrar la evolución indicada, tomando como punto de partida la sucesión histórica de las diversas generaciones de derechos.  No obstante, antes quisiera ocuparme de una cuestión í­ntimamente conectada con la anterior: la necesidad de establecer una jerarquí­a en los derechos humanos.

 

a) INALIENABILIDAD Y NíšCLEO DURO DE LOS DERECHOS HUMANOS

 

El tema esencial de los derechos humanos es el de determinar su jerarquí­a e indagar su núcleo duro: el derecho a la vida digna, que se concretarí­a en el derecho a vivir y no ser violentado, y el derecho no ser discriminado.  La no discriminación, y po tanto la igualdad efectiva, y la no violencia, o sea la garantí­a de condiciones de vida dignas, son el núcleo duro del derecho (Ballesteros, 1973).

Este núcleo duro de los derechos humanos aparece reflejado en Doce deberes del hombre, de 9 de diciembre 1992, redactado por veintidós investigadores, incluidos seis premios Nobel, donde se afirma el respeto al carácter sagrado de la vida bajo todas sus formas y de la dignidad del hombre.  Se insta a la asistencia a los pueblos oprimidos por el hambre, la miseria o la enfermedad, y se pide la transferencia de tecnologí­a del Norte al Sur.  Piden a su vez la reducción de armamentos.

Este núcleo duro, en cuanto satisface necesidades básicas, es el que tiene el carácter de inalienabilidad o irrenunciabilidad, no sólo en el sentido débil de no renuncia traslativa o de inviolabilidad por los otros, sino también en el sentido de no renuncia abdicativa (Ballesteros).  Cuando se abdica de ellos se cae en la indignidad, en la abyección, en la bajeza.  El martirio no es obeción al carácter inalienable de los derechos, porque se da tan sólo cuando hay una imposición coactiva.  El mártir no abdica de su vida.  Cree tan sólo que la vida debe sacrificarse si entra en conflicto con su sentido.

Kant subrayó la ilicitud del suicidio por la inadmisibilidad de tratarse a uno mismo como medio.  Es lo que ocurre con la venta de la intimidad y con todo aquello que implica la exigencia de la vida digna, que la Declaración de La Haya de 1989 reconoce como fundamento de los derechos humanos.  Se trata, por tanto, de derecho, frente al propio sujeto.

Los mismos códigos civiles reconocen el carácter irrenunciable de determinados derechos humanos; así­, por ejemplo, el derecho a los alimentos (art. 151), el derecho de los inquilinos (art. 6 LAU de 1964), la legí­tima defensa (art. 816), la acción de revocación de donaciones por supervivencia de hijos (art. 656), o para exigir responsabilidades procedentes del dolo.

Desde otro punto de vista se ha defendido la jerarquí­a de los derechos, apoyándose en la distinción entre derechos personales y patrimoniales (Ferraioli).  Los derechos humanos personales son indisponibles e inalienables -sustraí­dos al mercado y a la decisión polí­tica- y al mismo tiempo universales, ya que pertenecen a todos, a diferencia de los derechos patrimoniales, que tienen carácter excluyente de los otros.  Tales derechos innegociables constituyen el fundamento de la democracia sustancial (p. 995).  En este sentido se cuestiona la noción de derechos subjetivos, además de por su carácter voluntarista, que deja fuera a niños e incapaces, por su economicismo al tomar al derecho de propiedad como modelo (Ballesteros, 1989; Viola).  Otra cosa es la dimensión técnico-jurí­dica del concepto de derecho subjetivo como inmunidad de coacción y protección jurisdiccional.

También la noción de “necesidades básicas” (Añón) podrí­a tener utilidad para indagar el núcleo duro de los derechos.  Interpretada en sentido cognitivista tal noción de necesidades permitirí­a a su vez establecer el criterio de preferencias a la hora de jerarquizar los derechos.  En este punto puede resultar útil la investigación de Abraham Maslow.  En efecto, Maslow jerarquiza las necesidades humanas, de más urgentes y menores a menos urgentes y más importantes, lo que recuerda la teorí­a de los valores (Rodrí­guez Paniagua).  En primer lugar, la promoción de los medios materiales para librarse del hambre, del frí­o, de la miseria.  En segundo lugar, la participación en las formas asociativas, la afiliación, lo que corresponderí­a a la libertad de los antiguos. En tercer lugar, el respeto o reconocimiento a la propia dignidad, lo que corresponderí­a a la libertad de los modernos. Lo que implica la liberación del miedo.  El desarrollo histórico no ha seguido este proceso, debido al economicismo de Smith y su confianza idolátrica en el mercado.  Pero el interés del análisis de Maslow radica en que no se detiene en la satisfacción de necesidades materiales, sino que aspira a realizar el lema de Pindaro «Llega a ser el que eres», en el que, como él mismo señala coincidiendo con Ortega, el ser y el deber ser se armonizan y funden.  En este precepto ha visto J. Messner el derecho natural como orden de la existencia (D’Agostino, p. 68).  Reflexiones interesantes sobre el problema de las necesidades se encuentran también en Johan Galtung: el orden en la satisfacción de las necesidades da origen, a su vez, a las diferentes generaciones de derechos (ver asimismo Bea).  De esta última cuestión nos ocupamos precisamente en el siguiente epí­grafe.

 

b) LOS DERECHOS DE LA PRIMERA GENERACION: LA PROPIEDAD COMO MODELO

 

Los derechos de la primera generación eran libertades exclusivas, inmunidades, privilegios garantizados progresivamente para todos por el ordenamiento jurí­dico.  La clave de los derechos de la primera generación, como es sabido, es lo que desde Constant (1819) se conoce como libertad de los modernos, y cuyo núcleo puede remontarse a la aseveracIón kantiana, de que «cada uno tiene el deRecho de buscar la felicidad a su modo», y que a su vez viene a recordar el principio establecido por Tomás de Aquino de que «el hoMbre no se ordena a la comunidad polí­tica en todo su ser y en todos sus bienes» (Ballesteros, 1986, pp. 110 ss., 1989, pp. 54 ss.).

Desgraciadamente durante siglos tales derechos han sido defendidos como si se tratara de derechos de propiedad, a partir de la afirmación de Locke, que ve la personalidad como formando parte de la propiedad.  Es lo que ha ocurrido en la tradición anglosajona, como ha narrado Commons.

Desde la Carta Magna a la Enmienda XIV de 1868 de la Constitución norteamericana, se trata en efecto de considerar que «lo que merece protección es aquello que tiene un valor de intercambio y se puede disponer, como la propiedad y el trabajo, que no es sino una forma de propiedad».  En efecto. lo que ocurre desde 1215 es la elevación a “claims” exigibles jurisdiccionalmente, de los privilegios, poderes e inmunidades concedidos a los “freemen, landlords y gentelmen”, consistentes sobre todo en libertades y propiedades.  Los derechos civiles (liberty) se convierten en polí­ticos (freedom): posibilidad de recurrir a tribunales en caso de detención indebida. mediante un proceso (due process).  Lo que se hace es dotar de protección a derechos ya existentes en el plano social privado.  La historia del constitucionalismo anglosajón, tal como expone Commons, resulta así­ la extensión de la defensa juridiccional de los derechos de propiedad a sectores crecientes de la población.  Así­, en 1589, son los mercaderes y artesanos los que consiguen la señorí­a colectiva, el derecho a jurisdicción propia, origen según él del capitalismo defensivo, que con Act of Settlement de 1700 pasarí­a a ser ofensivo.  En esta fase acabarí­a el miedo al Estado, pero como contrapunto ciertamente terrible comenzarí­a el peligro del hambre (p. 124).

La Enmienda XIV pretendí­a extender a todos la defensa de los privilegios e inmunidades.  Su intención fue oponerse a la esclavitud; su utilización efectiva fue más bien la defensa de los propietarios frente a las leyes de los Estados federados, al pasar a ser protegidos por la Unión.  Commons insiste en que, de los tres derechos incluidos en el Bill of Rights, la propiedad ha sido más defendida que la vida y la libertad (pp. 423 y 428) y considera que el propio Hohfeld, con su tipologí­a de los derechos, no habrí­a hecho otra cosa que consagrar dicho individualismo (pp. 158 y 200).  El aspecto sustancial de los derechos serí­an las libertades y las inmunidades; las pretensiones o cIaims no serí­an sino el aspecto procesal o formal defensivo de aquéllos.

Algo semejante ocurre en la fase girondina de la Revolución francesa, hasta el punto de que, según Commons, el individualismo de Smith derivarí­a de la Ley Le Chapelier (p. 463).  En ambos casos, objeto de defensa serí­a el pretendido «orden espontáneo de la sociedad», exaltado más tarde por los neoliberales, como Hayek o Von Mises.  El articulado de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano se limita a la defensa de las libertades reservadas, como la propiedad, considerada sagrada e inviolable, (arts. 2 y 17), o de la libertad entendida como no dañar (arts. 4 y 5), mientras que el papel del Estado se centra en imponer unos presupuestos para hacer frente a los gastos de defensa (arts. 13 y 14).  En el fondo puede decirse que se prolonga el espí­ritu individualista de la aristocracia: «mi casa es mi castillo», tal como reconocerá posteriormente Tocqueville.  La defensa de los derechos se refiere siempre al individuo aislado y separado, el que cree que puede por sí­ solo lograr su realización personal.  Lo grave de esta mentalidad radica en la absolutización de algo en sí­ mismo justo: el reconocimiento de la privacidad, a la que se reconducen básicamente los llamados derechos de la primera generación.

La aportación de Rousseau, Kant y Hegel a este respecto consistió en distinguir ní­tidamente en el ámbito de los derechos de libertad entre los bienes personales, de la privacidad, y los bienes patrimoniales.  Los primeros bienes, libertad de conciencia, pensamiento, religiosa, cátedra, prensa, reunión, asociación, inviolabilidad de correspondencia, de imagen, de domicilio son universalmente válidos.  Pueden ser vistos como exclusivos y excluyentes pero no alienables, en cuanto que su renuncia va en contra de su propio sentido como derechos.  Pueden ser considerados como derechos subjetivos y encuentran su mejor defensa en el derecho de amparo, como lí­mite contra el poder arbitrario del Estado (Ballesteros, 1986, p. 114).

La limitación del discurso kantiano y hegeliano radicaba en su cartesianismo, es decir, en su creencia en que sólo la voluntad tiene derechos.  Lo que les impedí­a prever la necesidad de lí­mites a la disponibilidad en lo que se refiere a la estructura del cuerpo humano, que no puede verse como puro objeto de investigación y manipulación, ya que su dignidad es la del hombre.

La otra limitación se relacionaba con la capacidad de apropiación exclusiva e ilimitada de los bienes, perfectamente razonable para Kant y para Hegel.  Mientras que de suyo los derechos patrimoniales, como propiedad, libertad de comercio, libertad de trabajo, no pueden ser considerados exclusivos por cuanto podrí­an tender a radicalizar las desigualdades existentes e implicarí­an una independencia respecto a los otros y una licencia para el individualismo posesivo, que sin duda la mano invisible del mercado no convierte en prosperidad general.

Tanto Pound como Commons advirtieron ya, muy adecuadamente, las consecuencias negativas de tal modo de pensar liberal-economicista.  Para Pound, la visión hegeliano-liberal de la personalidad como disponibilidad ilimitada de los recursos serí­a mantenible tan sólo mientras pudiese darse abundancia de recursos, pero no en un perí­odo de escasez, ya que contribuirí­an a la ruina ecológica, lo que, dicho en 1922, resulta ciertamente anticipador.  Pound y Commons escriben después del año 1920, en que, según Garcí­a Pelayo, habrí­a comenzado la interpretación de la Enmienda XIX en favor de la defensa de los derechos no patrimoniales (p. 448), lo que el propio Pound llamará perí­odo de la “equity”.   Con este mismo espí­ritu Commons subrayará la necesidad de defender la persona no sólo frente al Estado, sino también frente al mercado (pp. 124 y 409), y sustituir la competencia por la cooperación en favor de los peor situados, lo que lleva a defender la presencia del Estado en economí­a (art. 9.2 Const.).

Pound y Commons ponderan la carencia de sentido de lí­mites del liberalismo en relación con los bienes naturales y su exaltación del “ius disponendi de re sua” y, por consiguiente, su carencia de sensibilidad ecológica.  Al mismo tiempo la superación del voluntarismo, la conciencia del lí­mite en el ejercicio de los derechos, debe servir para proteger los derechos de los carentes de voluntad, como niños, ancianos, enfermos, que en principio quedaban sin defensa alguna, y hoy dí­a, además, para proteger los derechos de la futuras generaciones.

El máximo error por parte del economicismo individualista radica en la acumulación de las notas de exclusividad y transferencia para considerar algo como realmente valioso, como un verdadero bien económico, ya que tales notas resultan contradictorias: la exclusividad en sus últimas consecuencias llevarí­a a la acumulación propia del avaro, mientras que la transferibilidad igualmente ilimitada conducirí­a a la negligencia del pródigo.  Una y otra aparecen vinculadas, sin embargo, por la dimensión de la autonomí­a.  La sí­ntesis de ambas conduce a la venta de la intimidad.  Como ha visto bien Fried, los derechos humanos están amenazados de muerte cuando se impone el análisis económico de la realidad.

Por razones análogas, Finnis ha considerado que el permisivismo que conduce al aborto parte precisamente de un concepto de los derechos humanos que los reduce a privilegios e inmunidades, olvidando los derechos propiamente hohfeldianos, que hacen referencia a relaciones entre personas, lo que justamente implicarí­a una lectura de Hohfeld distinta de la de Commons (p. 246).  Finnis parte de la crí­tica a Judith Thomson (incluida en el mismo colectivo), en la que sostiene que el aborto es lí­cito por pertenecer el feto al cuerpo de la madre (p. 221), esto es, por ser la madre la propietaria de la casa.  Frente a este argumento, en el que también se apoya Nozick, que cita expresamente el artí­culo de la Thomson (p. 233) lo esencial para comprender los derechos humanos no son los derechos sobre cosas, es decir, los derechos reales, y en especial la propiedad, sino lo que él llama derechos hohfeldianos, es decir, aquellos en los que se da una triple relación entre dos personas y el acto de una de ellas en cuanto este acto afecta a la otra (p. 244).  En esta nueva visión de los derechos humanos que podrí­amos llamar postvoluntarista cabrí­a citar a los autores krausistas, que destacaron la prioridad del derecho a la vida como derecho fundante de todos los demás (Ahrens, § XLVI) negando expresamente, por tanto, el derecho al suicidio y al aborto, y reclamando la prioridad de la salud y la seguridad social.  En este mismo espí­ritu se coloca la obra de Jhering, en la que arremete contra Stuart Mill, por no oponerse explí­citamente al suicidio (pp. 244 ss.). En efecto, los derechos reales son en principio exclusivos y absolutos, son derechos transitivos patrimoniales en la terminologí­a de Jhering (pp. 4-5 ss.). Mientras que, en cambio, en los derechos de obligación, derechos intransitivos para Jhering, lo central serí­a el trato al hombre como fin en sí­ mismo.  En esta misma lí­nea habrí­a que situar las posiciones de S. Romano y Balladore Pallieri (Ius, 1952, p. 4).

 

 

c) SEGUNDA Y TERCERA GENERACION: HACIA UN NUEVO PARADIGMA

 

Precisamente contra el economicismo individualista surgieron históricamente en el pasado siglo los llamados derechos de la segunda generación, de igualdad y participación.  El sentido de estos derechos era el de regular el ámbito del mercado, tratando de garantizar derechos sociales mí­nimos, como el derecho al trabajo, al salario justo, a la vivienda, al descanso retribuido, derechos todos ellos que el mercado no garantiza espontáneamente.  El derecho al trabajo, como derecho fundamental de la segunda generación, parece exigir hoy para su plena efectividad el reparto del tiempo de trabajo retribuido.  Ello comporta la reducción de la jornada laboral, que fue ya postulada en la Carta Social Europea de 1961 y reformulada en los Pactos internacionales sobre los derechos sociales y económicos de 1966.  La negativa a admitir los derechos de la segunda generación fue formulada por Malthus con toda su brutalidad, basándose en la primací­a del derecho de propiedad: «Un hombre nacido en un mundo que ya es propiedad de otros, si la sociedad no requiere su trabajo, no puede pretender el derecho y la menor porción de alimentos, y de hecho no tiene nada que hacer allí­ donde esté.  En el ingente banquete de la Naturaleza no hay para él un puesto vací­o”.

El voluntarismo iba unido a la elevación de la propiedad a modelo de los derechos y al rechazo de la noción de necesidades (de Locke a Nozick).  Mientras que desde la perspectiva del Estado social, y de los derechos de la segunda generación, tal como aparecen en las diferentes Constituciones, desde la de Querétaro de 1917, la Carta del Atlántico, o la Declaración de 1948 (art. 22), el concepto de necesidad se vuelve completamente central.

Los derechos de la primera generación estuvieron basados en los derecho

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