Determinando el momento de la muerte: nuevas evidencias, nuevascontroversias (Dr. Shewmon)

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keywords: momento muerte, muerte cerebral, muerte neocortical, eutanasia, muerte I -Saludo Desde mi anterior intervención, en 1998, se ha discutido mucho sobre el tema de esta conferencia. Intentaré resumir mi itinerario conceptual brevemente, y después centrarme en algunas consideraciones empí­ricas clave, que, a mi modo de ver, han arrojado serias dudas …

 


keywords: momento muerte, muerte cerebral, muerte neocortical, eutanasia, muerte


I -Saludo

 

Desde mi anterior intervención, en 1998, se ha discutido mucho sobre el tema de esta conferencia. Intentaré resumir mi itinerario conceptual brevemente, y después centrarme en algunas consideraciones empí­ricas clave, que, a mi modo de ver, han arrojado serias dudas sobre esa idea de los últimos treinta años de que la muerte del cerebro equivale a la muerte del organismo humano y de la persona. En el caso de que alguien pueda estar interesado, el componente autobiográfico de esta conferencia ha sido publicado, con mayor profundidad, en un artí­culo de 1997 en Linacre Quarterly (Shewmon, 1997), y el resto de la conferencia está adaptado de un artí­culo de 1998 aparecido en Issues in Law & Medicine (Shewmon, 1998a), derivado a su vez de una presentación en el Simposio del vigésimo aniversario del Linacre Centre for Health Care Ethics de Londres (Shewmon, 1999b).

 

II. Una saga personal.

A.- Primera defensa de la muerte cerebral y de la “muerte neocortical”.

 

Siete años antes de mi primera visita aquí­ en 1998, completé mi formación clí­nica y comencé mi carrera académica en neurologí­a pediátrica. Como neurólogo, era frecuentemente consultado por la U.V.I. para confmnar diagnósticos de “muerte cerebral” (M.C.). Como católico consciente, con algunas nociones de filosofí­a, yo estaba también interesado en entender porqué la muerte del cerebro debí­a igualarse a la muerte del paciente. En términos más filosóficos, necesitaba comprender porqué la destrucción de solo el cerebro hací­a incompatible que el cuerpo estuviera informado por un alma humana.

Probablemente sea justo decir que muchas, si no la mayorí­a, de gente que no es médico (y esto lo ejemplifican bien los periodistas) no cree realmente que la muerte cerebral sea muerte, pero la consideran esencialmente como una ficción legal útil, con la cual ellos están conformes simplemente porque hay un fuerte consenso entre los expertos sobre ello (cf. Shewmon, 1992; Youngner et al., 1989). Para mí­, una ficción legal era una razón insuficiente para declarar a alguien muerto. Más aún, se suponí­a que yo era uno de esos expertos, y necesitaba comprender las bases del consenso y no meramente su realidad sociológica. Como la historia de la ciencia ha probado más de una vez, el consenso unánime por parte de los expertos no tiene porqué ser verdadero necesariamente.

Así­ que emprendí­ un cuidadoso estudio de la literatura médica y ética, y consulté a numerosos médicos, filósofos y teólogos sobre el tema. Sorprendentemente, encontré una inquietante cantidad de confusión incluso entre los expertos. No es infrecuente que los médicos, incluso aquellos que se dedican a transplantes, aunque de boquilla equiparen la noción de MC con muerte, dejan caer lapsus linguae que revelan que ellos realmente creen que esos pacientes están vivos, aunque muriéndose, y, a todos los efectos prácticos, prácticamente muertos. A pesar de varias décadas de un esfuerzo educativo por parte de organizaciones médicas y legales, esta confusión en torno a una noción tan fundamental como la vida y la muerte permanece inamovible entre los profesionales de la salud, la mayorí­a de los cuales no es consciente de su propia confusión sobre la materia. Ellos piensan que comprenden la muerte cerebral, incluso que su equivalencia con la muerte parece “obvia”; sin embargo, cuando son interrogados socráticamente, son incapaces de articular una explicación coherente. Este es incluso el caso de muchos neurólogos, a los que normalmente se enseña que la muerte cerebral es una muerte legal, pero no porqué.

Incluso aunque pudiéramos diagnosticar con gran precisión que el cerebro está muerto, si no podemos explicar de un modo convincente porqué el paciente está por ello muerto, entonces, proceder a tratar al paciente como a un muerto, especialmente en el contexto de las donaciones de órganos, supone un grave riesgo moral. Creo que las siguientes palabras del Papa Juan Pablo II, de Evangelium Vitae, se aplican a este tipo de confusión conceptual, así­ como a casos más concretos de diagnóstico crí­tico:

 

“No nos es lí­cito callar ante otras formas más engañosas, pero no menos graves o reales, de eutanasia. Estas podrí­an producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de órganos para transplante, se procede a la extracción de los órganos sin respetar los criterios objetivos y adecuados que certifican la muerte del donante”. (Juan Pablo II, 1995 (15)).

Si no podemos aducir un argumento moralmente cierto para que un cerebro muerto equivalga a un paciente muerto, no tenemos derecho a extraer de estos pacientes el corazón que late espontáneamente basándonos simplemente en que el diagnóstico de un cerebro destrozado es médicamente preciso. Aunque estas palabras del Papa datan de 1995, yo era plenamente consciente de la importancia de este problema al comienzo de mi carrera en los primeros años de la década de los 80, y me interesaba ya enormemente resolverlo para el bien de mi propia conciencia.

Aprecié la distinción, enfatizada por Bemat y sus colegas ( 1981 ), entre tres niveles de discusión que se confunden a menudo: primero, la definición de muerte -una cuestión esencialmente filosófica -; segundo, el criterio anatómico que concreta esta definición: un hí­brido de cuestiones filosóficas y médicas; y tercero, los signos o tests clí­nicos que determinan la efectiva aparición de ese criterio anatómico en los casos concretos: un tema puramente médico. Aunque el Papa Pí­o XII dejó la determinación del momento de la muerte a la competencia de la profesión médica (Pí­o XII, 1958), se estaba refiriendo claramente a los niveles segundo y tercero: los detalles clí­nicos correspondientes a un correcto concepto fundamental de muerte. En ningún caso pudo querer decir que era competencia de la profesión médica el decidir que el concepto filosófico de muerte era correcto conforme a las enseñanzas del Magisterio sobre la naturaleza de la vida humana.

Por tanto comencemos con el concepto fundamental de muerte; después de todo, ¿qué habrí­a de bueno en un criterio clí­nico válido para un concepto inválido? De mi revisión de la extensa literatura sobre muerte cerebral, las razones ofrecidas para explicar porqué la muerte cerebral debí­a ser igualada a la muerte parecí­an caer en tres categorí­as básicas que se excluí­an mutuamente.

* La primera era sociológica: la pérdida de la pertenencia reconocida a la sociedad humana: constructo social arbitrario, culturalmente relativo, que actualmente en los paí­ses desarrollados, está basada en el cerebro.

* La segunda era psicológica: la pérdida de las propiedades esenciales humanas o personalidad, independiente del estado vital del cuerpo. Esto es especí­fico de la especie y se aplica a muchos seres humanos discapacitados cognitivamente, aparte de la muerte cerebral. Esto reduce la personalidad a consciencia, reducida a su vez en parte por la mayorí­a de los que la proponen (aunque no todos), a un producto material o epifenómeno de la actividad electroquí­mica del cerebro.

* La tercera era biológica: la pérdida de la unidad integradora del cuerpo. Esto no es especí­fico de la especie y corresponde a la comprensión ordinaria de la palabra “muerte”.

Una variación de esta tercera explicación podrí­a llamarse psicosomática, según la cual la muerte requiere tanto la pérdida irreversible de consciencia como el cese del cuerpo como un todo. De esta manera, en la medida en que la consciencia de una persona sea mantenida por el funcionamiento del cerebro, está viva incluso aunque el resto del cuerpo esté destruido (una posibilidad hipotética no contemplada por la tercera razón). Por el contrario (y en contraste con la segunda explicación reduccionista), una persona humana permanece viva aunque esté inconsciente -incluso sea permanente e irreversiblemente inconsciente -en la medida en que su cuerpo se mantenga vivo como un organismo biológico.

Me pareció claro en los primeros años de los 80 que tanto la explicación sociológica y culturalmente relativa como la reduccionista de la personalidad, la explicación psicológica, eran incompatibles con la visión judeocristiana de la vida humana, y particularmente incompatibles con la visión aristotélica-tomista del alma como una forma sustancial o como un principio vital de cualquier ser viviente. En los seres humanos el alma tiene una dimensión espiritual, de forma que el pricipio de la personalidad es también el principio de la unidad sustancial del cuerpo. Esta visión aristotélica-tomista contrasta marcadamente con el dualismo platónico-cartesiano, que equipara el alma con la mente consciente, distinta sustancialmente e inexplicablemente ligada al cuerpo, que a su vez es considerado ( al menos por Descartes) como esencialmente una máquina, simplemente como una que está hecha de un material orgánico mejor que la madera y el metal.

La noción de alma como forma corporis fue incluso definida como un dogma católico en 1312 en el Concilio de Vienne (Denzinger, 1957 (1481» y ha sido ratificada en pronunciamientos magisteriales más recientes. Fue también subrayada por el Papa Juan Pablo II en su discurso para la Academia Pontificia de las Ciencias de 1989:

“(La muerte) se da cuando el principio espiritual que garantiza la unidad del individuo no puede ejercitar más sus funciones en y sobre el organismo, cuyos elementos, dejados a sí­ mismos, se desintegran” (Juan Pablo II, 1990).

El mismo concepto ha sido expresado en el ámbito laico, sólo que sin el término “alma”. Por ejemplo:

“Definimos muerte como el cese permanente del funcionamiento del organismo como …un todo. ..( esto es,) de las actividades innatas y espontáneas llevadas a cabo por la integración de todos o la mayorí­a de sus subsistemas …y de la respuesta al menos limitada al ambiente”. ( Bernat, et al., 1981 (p. 390)).

Acepté esta “ortodoxa” visión de la naturaleza de la vida humana y me di cuenta de que conllevaba dos relevantes consecuencias inmediatas con respecto al tema de la muerte cerebral (en realidad, se trata de dos modos de decir lo mismo):

* primero, si hay un cuerpo humano vivo, hay ipso facto una persona humana viva; y

* segundo, la inconsciencia per se, incluso la que es irreversible, es ontológicamente una incapacidad cognitiva, no la muerte.

En los primeros 80, me parecí­a bastante claro que la destrucción del cerebro era el criterio anatómico correspondiente a tal concepto de muerte, porque el cerebro era el órgano crí­tico tanto para la consciencia como para la unidad integradora del cuerpo; por lo tanto, la destrucción cerebral no dejarí­a en su velatorio ninguna materia para ser informada por el alma, ocasionando por ello el cambio sustancial que nosotros llamamos muerte.

Lo que me pareció entonces el argumento más convincente en favor de esta conclusión era un experimento mental que implicaba extraer el cerebro del cuerpo y mantener ambos, al cerebro y al cuerpo descerebrado, mediante tecnologí­a médica. Pensaba que, como la persona permanece consciente a través del cerebro, el cuerpo ( de la persona) ( en el sentido técnico de materia informada por el alma de la persona) en este escenario hipotético debe ser el cerebro. El cuerpo descerebrado no es ya el cuerpo de una persona y como no es informado por el alma, no debe ser realmente cuerpo en absoluto, estrictamente hablando. Mejor dicho, ha debido producirse un cambio sustancial sea en un conjunto de órganos desunidos, sea en un organismo no humano de nivel inferior .

Como, en principio, los hemisferios cerebrales pueden ser mantenidos conscientes a través de la estimulación eléctrica del sistema reticular activador en su cruce con el tronco del cerebro (Massler, 1977), el experimento mental podrí­a, hipotéticamente, extenderse hasta el mantenimiento de unos hemisferios cerebrales estimulados por un lado, y de un cuerpo con un tronco cerebral pero sin hemisferios, por el otro. De esta manera, me parecí­a que la razón más convincente por la que la muerte del cerebro completo era muerte implicaba lógicamente que lo que se denomina “muerte neocortical” (una forma de estado vegetativo persistente), también debí­a ser muerte, incluso aunque el cuerpo dejado atrás fuera claramente un organismo vivo, biológicamente hablando: el cambio sustancial no era a una multiplicidad de células, sino a un organismo de nivel inferior (con un alma subhumana). Así­, llegué hasta el mismo criterio anatómico que defiende la segunda explicación, aunque por medio de un camino lógico muy diferente y no reduccionista, que me pareció perfectamente compatible con la noción hilemórfica del alma humana concebida como forma sustancial del cuerpo.

Con la prueba de ese experimento mental de que la muerte cerebral era muerte, llevé a cabo mi entrada en la literatura sobre muerte cerebral en 1985, en la revista filosófica The Thomist (Shewmon, 1985). Considerando la extensión neocortical, intenté enfatizar la distinción entre las conclusiones metafí­sicas de un lado y las propuestas éticas de polí­tica pública de otro. Aunque me parecí­a que la explicación del cerebro entero era lógicamente ampliable a la “muerte neocortical”, (por lo tanto, compartiendo la conclusión pero no la explicación de los reduccionistas de la personalidad), estaba lejos de abogar por que empezáramos a extirpar órganos de pacientes en estado vegetativo persistente. Aunque objetivamente ellos estuvieran verdaderamente muertos, muy poca gente serí­a capaz de entenderlo, y si los especialistas en “muerte neocortical ” estuvieran dispuestos a actuar a partir de sus convicciones, todos los demás se escandalizarí­an seriamente, pensando que se estaba realizando y aprobando un craso crimen utilitarista, y ese estado de acontecimientos públicos serí­a mucho peor que los relativamente pocos años de vida ampliada y no vivida por los relativamente pocos receptores de esos órganos. Pero también reconocí­a, que no habí­a medios clí­nicos seguros para diagnosticar la “muerte neocortical”, como los habí­a para la “muerte de la totalidad del cerebro”.

La reacción ante el artí­culo en The Thomist resultó ser una mezcla entre elogios y crí­ticas, incluso de los cí­rculos del catolicismo ortodoxo. Yo deseaba estar en el camino correcto, así­ que aproveché un viaje a Europa en 1988 para pasar unos cuantos dí­as aquí­ en la Universidad de Navarra.

Dado que se habí­an realizado aquí­ transplantes de órganos en casos de donantes con muerte cerebral, supuse que si existí­a una institución que tuviera una explicación convincente y coherente, compatible con la antropologí­a católica, por la cual los donantes con un corazón latente estaban muertos, serí­a esta institución. Aquellos tres dí­as fueron maravillosos, pero debo admitir que me sorprendió descubrir que no habí­a ningún marco conceptual de trabajo unificado. Mejor dicho, parecí­a que los médicos, los filósofos/éticos y los teólogos estaban trabajando en mundos totalmente distintos, paralelos, con relativamente poca intercomunicación. El teólogo más experto en la

materia mantení­a que los donantes con un corazón que latí­a y que padecí­an muerte cerebral no estaban muertos, aunque sostení­a la licitud de extraer órganos de ellos. Los médicos, por su parte, simplemente daban por cierto que la muerte cerebral era muerte, pero no presentaban ninguna explicación convincente en favor de la equivalencia. Parecí­a haber un supuesto tácito que la competencia para diagnosticar la muerte pertenecí­a exclusivamente a los médicos no a los filósofos o a los teólogos; y si los que ejercen la profesión médica estaban de acuerdo con que la muerte del cerebro es la muerte del paciente, es así­ sencillamente. (Desconozco qué colaboraciones interdisciplinares han tenido lugar desde entonces, aunque presumo que se ha realizado una aproximación institucional en la materia más unificada).,j;¿

 

B.- Primer punto de inflexión: el abandono de la “muerte neocortical”.

 

Un poco después, en 1988, ocurrió un acontecimiento significativo, que ocasionó que yo comenzara a replantearme el tema por completo. Fui testigo de un par de casos de niños que habí­an nacido sin hemisferios cerebrales y, sin embargo, con el tronco cerebral intacto, una enfermedad llamada hidroanencefalia. Toda la literatura relevante declaraba de forma inequí­voca que tales niños, necesariamente, se mantienen -en un estado vegetativo indefinidamente. Sin embargo, estos dos niños eran bastante conscientes, al menos en el sentido de su comportamiento de interacción adaptativa al entorno. Ellos distinguí­an a las personas y la música familiares de las que no les eran familiares, mostraban respuestas emocionales apropiadas hacia la música. Uno de ellos, incluso, tení­a visión funcional sin tener corteza visual y podí­a arrastrarse sobre su espalda, empujando con sus piernas, evitando visualmente cualquier colisión con los objetos. Yo estaba tan sorprendido por el iconoclasma neuropsicológico que, con permiso de los padres, hice una visita especial a su casa para examinarles a ellos, así­ como para analizar sus documentos médicos, y recogí­ sus comportamientos conscientes en ví­deo (Shewmon y Holmes, 1990). Aquí­ hay uno de ellos examinando un objeto e incluso mostrando fascinación ante su propia imagen reflejada. Sucesivamente, me crucé con varios casos semejantes más y recientemente publiqué un artí­culo sobre el fenómeno y sus implicaciones ( Shewmon et al, 1999).

La implicación más importante para mí­ en aquel momento fue que la base empí­rica para extender el experimento mental a la “muerte neocortical” habí­a sido, efectivamente, demolida. Por esto, en 1989 en el 2° Grupo de Trabajo de la Academia Pontificia de las Ciencias para la determinación del momento de la muerte, me retracté de la extensión neocortical propuesta en mi artí­culo anterior, sugiriendo en su lugar que la distribución mí­nima de la destrucción cerebral necesaria y suficiente para constituir la muerte, incluí­a al menos la corteza, el diencéfalo y la formación reticular de un tronco del cerebro (Shewmon, 1992).

 

c.- Segundo punto de inflexión: el abandono de la “muerte de la totalidad del cerebro”.

 

Fue en 1992 cuando ocurrió el segundo punto de inflexión importante. Fue inducido al descubrir que, así­ como sólo la corteza no era absolutamente necesaria para la consciencia, el tronco del cerebro y el hipotálamo no eran absolutamente necesarios para la unidad somática del organismo como algo completo (por razones que explicaré en breve). Como partidario de la enseñanza de que el alma humana es tanto la base espiritual de la personalidad como la forma sustancial del cuerpo, consideraba la no disociabilidad de la “persona humana” y el “organismo humano” como un axioma fundamental, lógicamente más seguro que cualquier conclusión de un hipotético experimento mental. Me sentí­ forzado, por lo tanto, a abandonar la noción de muerte cerebral como muerte.

Sólo mucho más tarde me percaté de que el hipotético experimento mental realmente estaba dirigido a una pregunta sutilmente distinta de la que yo creí­a que estaba cuestionando. El experimento mental tení­a que ver con el problema de la enumeración y de la identidad de los organismos en lugar del de la esencia de un organismo. En el contexto de la muerte cerebral clí­nica, no hay dos entidades fisicarnente distintas que exijan el mismo esfuerzo por resolver la cuestión, ¿cuál de estos es Smith? Hay sólo una entidad en cuestión, y si resulta que el organismo es como un todo, entonces éste sólo podrá ser Smith, un Smith inconsciente, discapacitado y muy enfermo, quizá, pero no un Smith muerto todaví­a. Que un cuerpo con muerte cerebral sea un organismo unitario es una cuestión que no está contemplada por el experimento mental; eso es algo que sólo puede decidirse al examinar las propiedades biológicas de cuerpos concretos con muerte cerebral, y viendo si semejantes propiedades se encuentran en un nivel holí­stico o están todas, meramente, en el nivel de los órganos y la células.

Esta es la cuestión sobre la que centraré el resto de la conferencia.

 

III.- Evidencia empí­rica para un organismo como un todo en la muerte cerebral

 

Aceptemos, por mor del argumento, que la pérdida de unidad somática í­ntegra (cese del organismo como algo entero) es el concepto apropiado de muerte y examinemos si la destrucción del cerebro entero ejemplifica este concepto. Si no es así­, entonces a fortiori reproduce la destrucción de la parte del cerebro tal como el tronco cerebral ( como se ha mantenido especialmente en Gran Bretaña).

 

A.- Falacia de la así­stole necesariamente inminente

 

 Una lí­nea importante de evidencia citada en defensa del cerebro como la parte clí­nica integradora del cuerpo gira en tomo a la inestabilidad cardiovascular del cuerpo con muerte cerebral. Como Christopher Pallis escribió hace 16 años (1983 (pp. 35-36»: “La así­stole se desarrolla invariablemente (en cuestión de pocos dí­as)… Las razones por las que el corazón se para en un breve espacio temporal …son complejas, pero el hecho empí­rico está establecido más allá de toda duda”.

De modo similar, la Comisión presidencial de los Estados Unidos declaraba (1981 (p. 35)):

“Incluso con un cuidado médico extraordinario, estas funciones (somáticas) no pueden ser sostenidas indefinidamente, normalmente no más de varios dí­as”.

Podrí­an citarse declaraciones similares ad nauseam extraí­das de la literatura sobre la muerte cerebral.

Tales aserciones se reducen al siguiente silogismo implí­cito:

* Todos los cuerpos sin una unidad integradora se deterioran necesariamente de forma inexorable hasta un inminente colapso cardiovascular a pesar de todas las medidas terapéuticas.

* Todos los cuerpos con muerte cerebral se deterioran necesariamente de modo inexorable hasta un inminente colapso cardiovascular a pesar de todas las medidas terapéuticas .

* Por lo tanto, todos los cuerpos con muerte cerebral carecen de unidad integradora.

Este serí­a un buen argumento sólo si los hechos fueran correctos y la lógica válida. Reexpresado simbólicamente, esto serí­a: * Todo X tiene la propiedad Y. V * Todo Z tiene la propiedad Y. * Por lo tanto, todo Z es X.

Sin embargo, ni siquiera la premisa menor es verdadera. El silogismo correcto realmente es:

* Todo X tiene la propiedad Y.

* No todo Z tiene la propiedad Y.

* Por lo tanto, al menos algunos Z no son X.

En un estudio recientemente publicado recogí­ aproximadamente 175 casos de casos de diagnóstico de muertes cerebrales que sobrevivieron más de una semana (Shewmon, 1998b; 1999c). La mayor parte fue recogida de la literatura profesional,

unos pocos de los medios de comunicación, y otros pocos de la experiencia personal o de las comunicaciones de otros neurólogos. Cincuenta y seis casos cuentan con una información individual suficiente para un meta-análisis estadí­stico.

Aquí­ está el registro de las curvas de supervivencia para todo el grupo, así­ como para los dos subgrupos distinguidos por el evento terminal: 37 casos aguantaron hasta un paro cardí­aco espontáneo y de estos, a 19 se les suspendió el tratamiento. Más de la mitad de los casos sobrevivieron más de un mes y un tercio más de dos. Siete sobrevivieron más de seis meses y cuatro más de un año, el récord está siendo de quince

Dado que la mayorí­a de estos casos es de dominio público, es difí­cil entender cómo Pallis, tan recientemente como 1996, podí­a afirmar con rostro impasible:

“Lo que estaba claramente establecido en los primeros 80 de que ningún paciente en coma apneico al que se le habí­a declarado muerto cerebralmente de acuerdo con los rigurosí­simos criterios del código del Reino Unido …nunca habí­a fallado en desarrollar una ..sí­stole dentro de un tiempo relativamente corto. Esa idea fundamental sigue siendo tan válida hoy como hace veinte años, y no sólo en el Reino Unido, sino en todo el mundo”. (énfasis añadido) (Pallis y Harley, 1996 (Prefacio a la 2a edición)).

Un primer ejemplo de manejo de los hechos para encajar la teorí­a. Si no se hubiera suspendido el tratamiento en el subgrupo, aquellas supervivencias se habrí­an incrementado en cifras desconocidas. Una técnica estadí­stica llamada método Kaplan -Meier daba esta única curva representando la probabilidad de supervivencia como una función del tiempo (suponiendo un apoyo continuado): un indicador más fiel de la capacidad intrinseca de supervivencia del cuerpo con muerte cerebral.

Un determinante importante de la capacidad de supervivencia resultó ser la edad. He aquí­ una distribución por edades en el momento de la muerte cerebral respecto a la duración de la supervivencia en todos los 56 casos. Los que más sobrevivieron (2,7 años, 5,1 años y 15 años) eran todos niños pequeños, y los 9 sobrevivientes de más de 4 meses tení­an menos de 18 años. Por el contrario, los 17 pacientes que sobrepasaban los 30 años sobrevivieron menos de 2 1/2 meses. Las curvas de supervivencia demostraban este efecto de la edad con rigor estadí­stico. Los adultos jóvenes y los niños tení­an supervivencias relativamente largas, los mayores tení­an supervivencias más cortas y los adultos de mediana edad tení­an supervivencias intermedias.

Otro determinante clave de la capacidad de supervivencia resultaba ser la causa de la muerte cerebral. Las etiologí­as estaban divididas en dos categorí­as: patologí­a cerebral primaria (tal como una hemorragia intracraneal espontánea o una herida de bala en la cabeza), y un daño difuso o multisistémico (tal como una parada cardí­aca o un accidente de automóvil). Que estos últimos tengan una supervivencia más disminuida que los primeros tiene sentido intuitivamente y es verificado por las curvas respectivas de Kaplan-Meier.

Estos datos nos enseñan varias lecciones:

 

Primero, la muerte cerebral no lleva necesariamente a un inminente paro cardí­aco.

 

Segundo, la heterogeneidad de la duración de la supervivencia se puede explicar en gran parte por factores no cerebrales. Más aún, el proceso de daño cerebral que conduce a la muerte del cerebro frecuentemente induce daños secundarios al corazón y los pulmones. Por lo tanto, la tendencia a un paro cardí­aco precoz en la mayorí­a de pacientes con muerte cerebral es más atribuible a factores somáticos que a la mera ausencia de función cerebral per se.

Tercero, las primeras pocas semanas son especialmente precarias. Pero aquellos que tienden a estabilizarse, no requieren por más tiempo un soporte tecnológico sofisticado. Algunos, incluso han sido mandados a casa con un ventilador. Aunque un materialista-reduccionista pudiera intentar argumentar (sobre la base del coma irreversible) que estas no son personas humanas, nadie puede afirmar con seriedad que no sean organismos humanos vivos, seres humanos vivos.

Permí­tanme presentarles a TK, el sobreviviente récord. A la edad de 4 años, contrajo meningitis, causándole una presión intracraneal tal que incluso el hueso de su cráneo se partió. En múltiples tests las ondas cerebrales resultaron planas y no se observaron ni respiración espontánea ni reflejos del tronco cerebral durante los 15 años subsiguientes. Los médicos sugirieron interrumpir el apoyo, pero su madre no lo aceptó. Su primera etapa fue muy dura, pero finalmente fue trasladado a casa, donde permanece con un ventilador, asimila la comida situada en su estómago por medio de un tubo, orina espontáneamente, y requiere poco más que el cuidado de una enfermera. Mientras muerto cerebralmente, él ha crecido, ha superado infecciones y curado heridas.

La madre de TK me dio permiso para examinarle y para documentar todo fotográficamente. Aquí­ ven cómo su piel se volví­a moteada, asociado esto a una subida en la velocidad del corazón y en la presión sanguí­nea, como respuesta al pellizcarle partes de su cuerpo. Esta respuesta nerviosa no podí­a ser obtenida en la cara, input sensorial que es procesado en el tronco del cerebro, que en él no existe.

Aunque las consideraciones éticas y logí­sticas me impedí­an llevar acabo un test formal de apnea, yo estaba satisfecho de que cumplí­a todos los criterios clí­nicos para la muerte cerebral salvo ese. Además de confirmar el diagnóstico, los potenciales evocados no mostraban respuestas corticales o del tronco cerebral, un angiograma de resonancia magnética mostraba que no habí­a flujo sanguí­neo intracraneal, y esta llamativa exploración con MRI revelaba que el cerebro entero, incluido el tronco cerebral, habí­a sido reemplazado por membranas desorganizadas y por fluidos proteí­nicos.

TK tiene mucho que enseñar sobre la necesidad del cerebro para la unidad somática integradora. No hay ninguna duda de que él tuviera “muerte cerebral” a los 4 años. Ni tampoco hay duda de que está todaví­a vivo a los 19.

 

B.- Letaní­as de funciones integradoras

 

Otro argumento común para igualar la muerte cerebral a la muerte es recitar una letaní­a de las funciones integradoras medidas por el cerebro y exclamar: ” ¿Cómo puede un cuerpo con el cerebro muerto ser de alguna manera un organismo unificado sin todas ellas?”. Tomen, por ejemplo, el siguiente pasaje de Bemat (1984 (p. 48)):

“Es primordialmente el cerebro el responsable del funcionamiento del organismo como un todo: la integración de los subsistemas de órganos y tejidos por un control neural y neuroendocrino de temperatura, fluidos y electrolitos, nutrición, respiración, circulación, respuestas apropiadas ante el peligro, entre otros. El paro cardí­aco en el paciente con destrucción de la totalidad del cerebro es simplemente una preparación para los subsistemas individuales desintegrados, puesto que el organismo como un todo ha dejado de funcionar”.

Pero éste no es un enfoque cientí­fico a una cuestión empí­rica. Para determinar si un determinado cuerpo tiene unidad integradora, uno debe primero definir el término operacionalmente, y después examinar ese cuerpo para las propiedades relevantes ala definición. Sorprendentemente, esto no se ha hecho nunca. Como un primer paso hacia ese objetivo, propuse en otro artí­culo recientemente publicado (Shewrnon, 1999a), los dos siguientes criterios operacionales:

 

-Criterio I: La “unidad integradora” es poseí­da por un determinado organismo ( es decir, realmente es un organismo) si éste posee al menos una propiedad de nivel holí­stico y emergente. Una propiedad de un compuesto se define como “emergente” si deriva de la mutua interacción de las partes, y como “holí­stica” si no es predi cable de ninguna parte o subconjunto de partes, sino sólo del compuesto entero.

Los organismos vivos y sanos normalmente poseen muchas de tales propiedades, mientras que los organismos enfermos podrí­an poseer menos. Pero sólo una es suficiente para ser un organismo, pues verdaderamente en el nivel del todo debe haber una unidad de la que ésta se predica.

El segundo criterio operacional es un corolario:

 

-Criterio 2: Ningún cuerpo requiere menos asistencia tecnológica para mantener sus funciones vitales que otro cuerpo similar, porque es, en todo caso, un todo viviente (y) debe poseer al menos igual robustez de unidad integradora y, por lo tanto, ser también un todo vivo.

Claramente, muchos cuerpos con muerte cerebral en la Unidad de cuidados intensivos requieren menos apoyo tecnológico que muchos otros pacientes extremadamente enfermos o moribundos en esas mismas unidades, que están, no obstante, vivos aún. Ergo, esos pacientes con muerte cerebral, con más integración incluso, deben estar vivos también.

Pero volvamos a la letaní­a de las funciones integradoras a la luz del criterio 1. En una inspección más cercana, uno descubre que:

* la mayorí­a de las funciones integradoras mediadas por el cerebro no son somáticamente integradoras; y, a la inversa,

* la mayorí­a de funciones somáticamente integradoras no están mediadas por el cerebro.

 

Más aún, algunas “funciones integradoras” clave, si se entienden como mediadas por el cerebro, no son somáticamente integradoras, y si son entendidas como somáticamente integradoras, no son mediadas por el cerebro.

 

Tomen la respiración y la nutrición citadas por Bemat. Si se entiende “respiración” como aire que se mueve dentro y fuera de los pulmones, está coordinado por el tronco cerebral. Sin embargo, si se entiende como “respiración” en el sentido técnico de intercambio de oxí­geno y di óxido de carbono (más relevante a la unidad integradora), entonces es una función quí­mica de la mitocondrí­a en todas las células del cuerpo.

De forma similar, si “nutrición” se entiende como comer, está con seguridad coordinada por el cerebro. Sin embargo, si se entiende como la descomposición y asimilación de nutrientes para la energí­a y la estructura corporal ( el único sentido relevante ala integración somática), entonces es una función quí­mica de todas las células por todo el cuerpo.

Otra ironí­a es la siguiente. Aunque los neurólogos a menudo citan el colapso cardiovascular inminente para justificar la equivalencia entre muerte cerebral y muerte, las más recientes directrices para el diagnóstico de la Academia Americana de Neurologí­a establecen que “la presión sanguí­nea normal sin soporte farmacológico” es explí­citamente “compatible con el diagnóstico” (énfasis añadido) (American Academy of Neurology, 1995).

Más aún, los cirujanos de transplante de corazón están de acuerdo en que a “la mayorí­a de donantes puede serles retirado con éxito el apoyo farmacológico con un número importante de reanimaciones (énfasis añadido) (Daroy et al, 1989; Guerriero, 1990). Por tanto, la propia caracterí­stica destinada a asegurarnos que los donantes del corazón están muertos es en sí­ misma una contradicción relativa a la donación del corazón; y, a la inversa, los mejores corazones para transplantes provienen de donantes con una integración somática intrí­nseca que sucede que no se deriva del cerebro.

Más incluso, aunque la explicación más común para igualar la muerte cerebral con la muerte sea la pérdida de la unidad integradora, los criterios de diagnóstico oficiales:

-no requieren la ausencia de una sola función cerebral somáticamente integradora, y

-explí­citamente, permiten la preservación de algunas funciones somáticamente integradoras, por ejemplo:

+ función pituitaria posterior/hipotalámica + estabilidad cardiovascular

+ respuestas autónomas y endocrinas a la incisión en la piel sin anestesia.

Más todaví­a, hay una impresionante letaní­a, paralela de funciones integradoras somáticamente no mediadas por el cerebro, la mayorí­a de las cuales (si no todas) son propiedades gestalt que cumplen el criterio operacional 1. í‰stas incluyen:

 

 

* homeostasis de una variedad ilimitada de parámetros fisiológicos y de sustancias quí­micas;

* asimilación de nutrientes;

* eliminación, destoxificación y reciclado de desecho celulares; * balance de energí­a;

* mantenimiento de la temperatura corporal (aunque por debajo de lo normal); * curación. heridas;

* lucha contra infecciones y de cuerpos extraños;

* desarrollo de una respuesta febril a la infección (aunque raramente);

* respuestas nerviosas cardiovasculares y hormonales ala incisión de un órgano ,…/ recuperado;

* maduración sexual, como en 2 niños entre el conjunto de supervivientes prolongados;

* gestación con éxito del feto, como en 12 mujeres del conjunto; * y crecimiento proporcional, como en 3 niños del conjunto;

Además de cumplir el criterio operacional 1, los siguientes también cumplen el .criterio 2:

* recuperación y estabilización siguientes al paro cardí­aco y otras

complicaciones; “-.-/

* mejora espontánea en la salud general, tales como la pérdida de necesidad de

mediación para la presión, retorno a la movilidad gastrointestinal permitiendo los tubos alimentadores, etc …

* capacidad para mantener los fluidos y el balance de los electrolitos con sólo una supervisión y unos ajustes esporádicos;

* y la total capacidad para sobrevivir con una pequeña intervención médica fuera del hospital ( como en 7 de los casos que yo recogí­).

¿Por qué deberí­an todas estas funciones que no requieren del cerebro ser ignoradas, cuando son verdaderamente más integrantes somáticamente que las funciones con mediación del cerebro?

Lejos de constituir un integrador central, sin el cual el cuerpo se reduce a un mero saco de órganos, el cerebro sirve como modulador, buen sintonizador, optimizador, fortificante y protector de una unidad somática implí­citamente ya existente e intrí­nsecamente mediada.

 

c.- Equivalencia fIsiológica somática con la transección del cordón espinal alto.

 

Podrí­an hacerse muchas más consideraciones que el tiempo no nos pennite. Permí­tanme sólo mencionar , sin embargo, una que considero como una carta psicológica triunfal en el debate sobre la unidad somática en la muerte cerebral. Esto ha sido también recientemente publicado (Shewmon, 1999d), y quizá alguien querrá llegar más lejos sobre ello en la sesión de discusión. La transección en el cuello elimina la influencia coordinadora del cerebro sobre el cuerpo. Con menores variaciones, la fisiologí­a somática de tal desconexión puede hacerse virtualmente idéntica a la de la muerte cerebral. En la medida en que una inconsciencia irreversible per se no sea igualada a la muerte, una comparación detallada entre las caracterí­sticas somáticas clí­nicas de muerte cerebral y la de una lesión en la médula cervical muestra que los cuerpos con muerte cerebral son, así­ en principio y en su realidad clí­nica tanto “organismos como un todo” como cuerpos con la médula superior seccionada. Por lo tanto, si el cuerpo con la médula transeccionada posee suficiente unidad integradora para ser considerado por todos como vivo, así­ también el cuerpo con muerte cerebral, siendo la única diferencia que el uno es consciente y el otro está en coma.

 

IV-¿ Qué es, entonces, la muerte?

 

Pero si la muerte cerebral no es muerte, ¿qué es? Nos orientamos una vez más hacia los tres niveles conceptuales: definición, criterio anatómico y tests clí­nicos. ‘* .

Ahora, la definición básica sigue siendo la misma: la pérdida de la unidad somática integradora.

El criterio anatómico, sin embargo, se convierte en un grado crí­tico de daño a nivel molecular por todo el cuerpo, más allá de un “punto sin retorno” termodinámico. La tendencia del cuerpo a un automantenimiento activo está irreversiblemente perdida, y los procesos fisico-quí­micos siguen ahora el camino de una creciente entropí­a caracterí­stica de las cosas inanimadas.

Ahora un sine qua non de la oposición a la entropí­a es la energí­a, generada por v la respiración quí­mica, y un sine qua non de integración somática es la circulación de la sangre, mediante los cuales las partes del cuerpo interactúan mutuamente. Un indicador clí­nico para el “punto sin retorno” es, por tanto, la cesación sostenida de la circulación de sangre oxigenada. La duración crí­tica depende de la temperatura corporal; de ordinario, probablemente alrededor de los 20 ó 30 minutos.

Aunque “circulatorio-respiratorio” suene similar a la anticuada “cardio-pulmonar”, no son sinónimos. Ni el latido del corazón espontáneo ni la respiración son esenciales para la vida, pero la circulación y la respiración quí­mica lo son. Por tanto, la propuesta de un están dar circulatorio-respiratorio representa, lejos de una regresión reaccionaria, realmente un avance conceptual, poniendo nuestro criterio y nuestras pruebas más en la lí­nea del concepto básico.

 

V -¿ Qué diferencia hay?

 

Aunque la “muerte cerebral” sea una ficción legal, ha producido mucho bien y ningún daño aparente. Entonces ¿por qué combatirla? Veo cinco razones:

 

Primero, muchos profesionales involucrados en transplantes realmente no creen que los donantes de muerte cerebral estén muertos. Por tanto, sus conciencias pueden estar comprometidas por un sentido subliminal de participación en un asesinato utilitarista. Más aún, entre el público en general, la percepción difundida de que la sociedad apruebe el asesinato de ciertos pacientes moribundos para una causa lo suficientemente buena podria estar contribuyendo a la erosión general del respeto por la santidad de la vida. La extracción de ví­sceras de pacientes vivos con cerebros destruidos podrí­a por tanto estar causando un mal mucho mayor a los médicos, enfermeras ya la sociedad que a los donantes de órganos mismos.

 

Segundo, la explicación tradicional de la muerte cerebral ha ido volviéndose cada vez más inverosí­mil. Pero como la muerte cerebral es considerada falsamente como una vaca sagrada de la bioética que debe ser preservada a toda costa, los teóricos han ido volviéndose cada vez más a la única explicación coherente que queda, a saber, la de la pérdida de la personalidad en un sentido reduccionista. Consecuentemente, la praxis de la muerte cerebral está comenzando a evolucionar en una dirección consistente con esto e inconsistente con la santidad de la vida humana. Por ejemplo, las propuestas de utilizar a niños anencefálicos vivos o a pacientes en estado vegetativo como fuentes de órganos, impensable sólo hace unos pocos años, son ahora tomadas en serio entre los intelectuales y en la literatura médica.

 

Tercero, la noción de muerte cerebral ha inspirado la invención de su supuesta imagen refleja llamada “vida cerebral”, como justificación del aborto y de la experimentación con el embrión humano. Aunque la idea de “vida cerebral” es contradicha por la consideración de la unidad integradora, surge lógicamente de la aproximación reduccionista de la consciencia de la personalidad, que se ha ido convirtiendo gradualmente de facto en la explicación para la muerte cerebral.

 

Cuarto, hay un serio asunto de consentimiento informado. La mayorí­a de los firmantes de las tarjetas de donantes de órganos y de las familias que autorizan la donación tienen muy poco conocimiento de la muerte cerebral y de lo que realmente ocurre en las salas de operaciones. Cuando leen la frase “después de mi muerte”, muchos imaginan un cadáver sin pulso y podrí­an horrorizarse al saber que realmente significa “después de que yo esté en coma y sin respiración pero todos mis otros órganos estén funcionando bien”, y que “yo seré eviscerado mientras mi corazón esté todaví­a latiendo espontáneamente”. Más aún, nadie es informado de que la explicación para igualar muerte cerebral y muerte sigue siendo controvertida ni de que la evidencia empí­rica que se ha ido acumulando arroja serias dudas sobre ella. Por tanto, información altamente relevante para la decisión moral del donante potencial es sistemáticamente ocultada.

 

Finalmente, que el estado defina a alguien como legalmente muerto de acuerdo con un criterio contrario a las profundas convicciones de esa persona, viola la libertad de religión y de otros derechos fundamentales ( estoy pensando particularmente en los judí­os ortodoxos, pero también en cualquiera que rechace la muerte cerebral por motivos no religiosos). Solamente una definición circulatorio-respiratoria legal puede posiblemente ser aceptada de modo universal.

Estas son, pues, mis razones para desafiar el dogma de la muerte cerebral. El , impacto anticipado del rechazo de la muerte cerebral en el campo de los transplantes es un tema más complejo de lo que podrí­a parecer a primera vista y que está más allá del ámbito de esta conferencia. Quizá esto saldrá a colación durante la sesión de preguntas y respuestas. En cualquier caso, estoy convencido de que el reemplazo de la muerte cerebral por algo cientí­ficamente más creí­ble promoverí­a significativamente la causa de la santidad de la vida.

 

 

 

 

(Traducción al español de Mónica Aguerri, julio 1999)

 

 

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(Conferencia pronunciada en Jornadas de Bioética, 21-23 Octubre, 1999 Universidad de Navarra, Pamplona, España.)

 

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