Las técnicas de reproducción artificial son el origen de problemas nunca afrontados hasta nuestros días. Una situación particularmente compleja se ha creado a raíz de la acumulación de embriones congelados como consecuencia de los métodos seguidos en algunas técnicas de fecundación extracorpórea. Intentamos con este trabajo ofrecer algunas consideraciones que … Las técnicas de reproducción artificial son el origen de problemas nunca afrontados hasta nuestros días. Una situación particularmente compleja se ha creado a raíz de la acumulación de embriones congelados como consecuencia de los métodos seguidos en algunas técnicas de fecundación extracorpórea.
Intentamos con este trabajo ofrecer algunas consideraciones que puedan ayudar a la búsqueda de vías de solución que respeten la dignidad de los embriones congelados, su vida y su llamada a nacer en una familia que los acoja y los ame.
Dividimos estas consideraciones en cuatro partes. En la primera ofrecemos algunos criterios generales que sirven para evidenciar cuál sea la modalidad de procreación humana que mejor respete la dignidad de los embriones y de sus padres. En la segunda presentamos las principales alternativas que pueden ser escogidas ante las situaciones creadas por la acumulación de embriones congelados. En la tercera estudiamos las implicaciones éticas de la adopción de los embriones congelados abandonados. En la cuarta, la posibilidad de dejarlos morir por medio de la descongelación. Al final, ofrecemos unas breves conclusiones.
Es oportuno anotar, antes de seguir adelante, que en este tema se emplean con cierta frecuencia términos como “usar”, “producir”, “producción”, “objetos”, “bienes”, etc. Tal uso muestra hasta qué punto algunas de las técnicas de reproducción artificial tratan a los embriones como cosas, como seres “subhumanos” o “subpersonales”. Quienes observan lo que se hace en algunas de las clínicas de fertilidad no pueden sino reconocer que tales vocablos describen el modo de actuar de no pocos científicos sobre embriones humanos, un modo de actuar que no respeta la dignidad ni de esos embriones ni de quienes los manipulan y los “usan” en un modo poco diferente a como son tratados algunos animales de laboratorio.
1. Algunos criterios generales
Todo embrión humano merece el respeto propio de un individuo de nuestra especie. Este respeto le es debido no como consecuencia de una ley, ni como resultado del mayor o menor afecto que sus padres u otras personas puedan sentir hacia él. El embrión humano goza de una dignidad intrínseca simplemente por ser lo que es, y tal dignidad no se pierde por el hecho de que algunos ignoren o desprecien sus derechos fundamentales, entre ellos el derecho a la vida.
La concepción que mejor respeta la dignidad de cada embrión humano es la que se produce a raíz de una relación sexual entre un hombre y una mujer que, unidos en matrimonio, expresan a través de tal relación su mutuo amor y respeto. Tal concepción debe producirse en las trompas de falopio de la madre y no fuera de las mismas, por los problemas y riesgos que implica toda fecundación extracorpórea, y por el respeto debido a la procreación en una especie, la de los seres humanos, en la que cada individuo es a la vez corpóreo y espiritual, miembro del mundo físico y ciudadano de un mundo que llega a su plenitud tras el momento de la muerte. Por lo mismo, la deontología médica, la sensibilidad ética de los esposos, y las mismas legislaciones nacionales e internacionales, deberían prohibir cualquier forma de fecundación extracorpórea.
Un embrión concebido por medio de la FIV (fecundación in vitro) o por medio de la ICSI (inyección intracitoplásmica -o intracitoplasmática- de espermatozoide) inicia su vida fuera del útero materno, en unas condiciones que ponen en peligro su integridad y su misma supervivencia, y que implican un dominio de la técnica sobre una concepción que solamente debería producirse como resultado de la relación que se establece entre los esposos cuando se dan el uno al otro en aquel acto sexual que expresa su mutuo amor. El hecho de que una concepción se produzca fuera de su lugar natural no disminuye en nada la dignidad del embrión, por lo que merece el respeto debido a todo individuo de la especie humana.
Existen, sin embargo, numerosos laboratorios que, amparados en leyes injustas, aplican la FIV, la ICSI u otras formas de fecundación extracorpórea. En estos casos, se debería exigir a los científicos que garanticen el máximo respeto y protección de los embriones concebidos mediante tales técnicas. Ello implica que cada embrión concebido in vitro debe ser transferido cuanto antes al útero materno para garantizar, en la medida de lo posible, su supervivencia; para ofrecerle aquellas condiciones naturales en las que pueda desarrollarse sin interferencias ajenas a lo que es el recorrido natural de toda existencia humana. Por lo mismo, no debería permitirse nunca la producción en laboratorio de más embriones de los que puedan ser transferidos al útero materno, para garantizar así el máximo bien tanto de la madre como de los mismos embriones.
Estas indicaciones, sin embargo, no son respetadas, por lo que muchos laboratorios “producen” embriones “sobrantes” que luego son congelados en función de una eventual transferencia futura. Un embrión congelado en estas circunstancias se encuentra en una situación gravemente lesiva de sus derechos fundamentales. Congelar un embrión en un laboratorio significa suspender el desarrollo natural que todo individuo de la especie humana debe poder realizar según su condición biológica y temporal. Por lo mismo, los códigos deontológicos de las clínicas de fertilidad, los esposos que recurren a las mismas, y el estado, deben excluir e, incluso, prohibir, la congelación de embriones (a no ser que la congelación sea realizada para garantizar algún bien esencial del mismo embrión por razones médicas que no consideramos ahora).
Siendo la congelación una situación innatural y lesiva del derecho a la vida y de la integridad física de los embriones, los laboratorios deben suspender cuanto antes la situación que mantiene congelados a tales embriones. La descongelación debe efectuarse en vistas del mayor bien del embrión, bien que será alcanzable normalmente a través de la transferencia (al útero de la propia madre) de aquellos embriones que, una vez descongelados, conserven la vida.
2. ¿Qué debemos hacer con embriones congelados “sobrantes”? Presentación de alternativas
Como ya dijimos, muchas naciones han permitido o legalizado técnicas de fecundación artificial extracorpórea en las que la congelación de embriones resulta una rutina más dentro de los procedimientos seguidos por las clínicas de reproducción artificial. Como consecuencia, se han acumulado numerosos embriones congelados, muchos de los cuales son considerados “sobrantes” por diversos motivos: porque ya no son deseados por las parejas que los encargaron; porque han desaparecido tales parejas; porque ha muerto la esposa que debía acogerlos en su útero; porque han transcurrido muchos años y no sabemos si esos embriones sobrevivirán a la descongelación o no; etcétera.
¿Qué debemos hacer con estos embriones? La pregunta, tal y como está formulada, nos pone en una perspectiva ética. Vemos ahora algunas alternativas y ofrecemos un breve juicio sobre cada una de ellas.
a. La alternativa más correcta desde el punto de vista ético sería la descongelación de aquellos embriones que puedan ser transferidos al útero de sus respectivas madres, las cuales son responsables, en primera instancia, de la vida y de la salud de esos hijos suyos que se encuentran ahora en un estado de congelación al cual han sido sometidos injustamente. Tal alternativa, desde el punto de vista ético, es adecuada, pues reintroduce al hijo en la vida familiar de quienes son causa del inicio de su existencia.
b. Existen una serie de alternativas que resultan gravemente contrarias a la ética por atentar contra la vida, la integridad física y la dignidad de estos embriones. Tales alternativas inmorales son: la destrucción de embriones; la venta de los mismos como material biológico; la utilización de esos embriones para la experimentación (con su consiguiente destrucción); el mantenimiento de su estado de congelación de modo indefinido, sin buscar ninguna solución al problema o simplemente para observar experimentalmente cuánto tiempo pueden resistir los embriones en estado de congelación.
c. Otras alternativas parecerían, según algunos autores, aceptables desde el punto de vista ético, pero implican una serie de dificultades o de complicaciones que no permiten un juicio claro sobre el cómo llevarlas a cabo del mejor modo posible y, alguna, plantea no pocos problemas éticos. Tales alternativas serían: la adopción de embriones congelados por esposos voluntarios (distintos, por lo tanto, de los padres naturales o legales); la suspensión de la congelación como un medio que permita la muerte natural de los mismos; continuar el proceso de congelación no como puro acto experimental, sino en vistas a encontrar en el futuro voluntarios que quieran adoptarlos.
Vamos, pues, a considerar las alternativas de este tercer grupo. La última de ellas (continuar la congelación en vistas a una eventual adopción futura), depende en parte de la valoración que demos a la adopción de embriones congelados, por lo que la hacemos depender de la misma y no la tocaremos de modo específico.
3. Adopción de embriones congelados
La discusión sobre esta posibilidad ha dividido enormemente a los expertos en bioética. No queremos detenernos en los motivos de cada posición (a favor, en contra), que pueden encontrarse en diversos estudios y publicaciones. Nos limitamos a ofrecer algunas pistas de reflexión para enjuiciar esta alternativa.
Como dijimos, un embrión congelado se encuentra en un estado violento, innatural: el laboratorio lo ha “producido” fuera del útero materno, y luego ha suspendido su desarrollo vital. Hay que recordar, además, que los procesos de congelación y de descongelación implican graves riesgos para la salud y la misma vida de este ser humano: muchos embriones morirán a consecuencia de estos procesos.
En el caso de total abandono del embrión (debido al rechazo de sus padres naturales o legales, o por otros motivos), ¿cuál es el comportamiento correcto frente al embrión congelado? El ideal sería ofrecerle un lugar en el que, tras su descongelación, pudiese continuar el desarrollo de su existencia. Tal lugar, hoy por hoy, sólo puede ser el útero de una mujer. Puesto que la madre natural o legal ha rechazado o abandonado, o se ve imposibilitada en su deber de acoger a su hijo congelado, el que una mujer, preferentemente casada (el mejor bien del embrión exige nacer dentro de un matrimonio, como se suele actuar a la hora de escoger a los padres que adoptarán niños abandonados), se ofrezca para que en su útero el embrión reciba la oportunidad de continuar su camino vital, sería un gesto de generosidad que muestra hasta qué punto cada embrión merece nuestro respeto, amor, e, incluso, algún sacrificio. Tratándose de una adopción que, como indicamos, debería realizarse preferentemente por parte de una mujer casada, es obvio que en la decisión tiene su papel el esposo, como ocurre en las adopciones de niños ya nacidos.
Las analogías para comprender el gesto de adopción son muchas. Un bombero que arriesga su vida para salvar a un niño desmayado por el humo de un incendio; un señor que se arroja al mar, entre olas peligrosas, para rescatar a otra persona que se está ahogando; un adulto que da uno de sus riñones a otra persona para que pueda sobrevivir unos años más. Ciertamente, no existe obligación de arriesgar la propia vida, menos aún cuando no resulta suficientemente claro que se pueda alcanzar un beneficio importante a través del propio sacrificio. Pero no por ello dejamos de admirar el heroísmo del bombero que muere, aunque ni siquiera haya conseguido salvar al niño necesitado, aunque deje viuda a su esposa y huérfanos a sus hijos.
En el caso de la adopción de embriones congelados, la mujer adoptante hace un acto que conlleva diversos riesgos: algunos debidos a la misma técnica; otros, ocasionados por el hecho de llevar en su seno a un hijo que no es suyo; otros, los riesgos normales de todo embarazo. Pero con la suficiente atención médica y con los análisis necesarios sobre compatibilidad sanguínea e inmunológica, la medicina permite el que mujeres puedan llevar a cabo embarazos con hijos que no son suyos. ¿Por qué no aprovechar estos conocimientos técnicos para ofrecer una oportunidad y una señal de respeto a algunos embriones que esperan salir de la “nevera” en la que viven aprisionados y continuar el camino de su vida?
Junto a la discusión acerca de la licitud ética de adoptar embriones, surge el problema de la selección: ¿cuáles serían rescatados? Como normalmente serán pocas las mujeres que se ofrezcan para la adopción, algunos dicen que es indigno el establecer parámetros según los cuales a algunos embriones se les ofrecerá una oportunidad de vivir mientras que otros seguirían congelados.
Esta objeción tiene un peso pequeño, como lo muestran, por ejemplo, las situaciones que se crean por culpa de la escasez de órganos para transplantar en enfermos. Si tenemos, por ejemplo, un único riñón compatible con tres posibles receptores necesitados del mismo, es obvio que sólo podemos darlo a uno de ellos. Ello implica hacer una selección en vistas del mayor bien alcanzable según parámetros de compatibilidad inmunológica y según un correcto criterio de justicia. Pero esto no significa que, para evitar cualquier “discriminación”, no demos el riñón a ninguno de los tres: si podemos salvar la vida de uno, vale la pena ver cómo hacer una elección lo más justa posible, aunque luego tengamos que llorar la muerte de las otras dos personas que no han podido recibir el deseado transplante.
Hay otra objeción defendida por diversos estudiosos de moral. Algunos autores creen que el iniciar un embarazo a través de la transferencia de embriones que no son hijos de la pareja va contra la unidad del matrimonio, o contra la dignidad de la mujer (que sería “usada” como si fuese una incubadora). La objeción es seria, pero con un discernimiento correcto puede ser superada. Se trata de salvar la vida de los embriones congelados. ¿Cómo? Mediante el inicio de un embarazo con un hijo adoptado. Se produce un daño a la unidad del matrimonio con la infidelidad o el divorcio; pero en la adopción de embriones no ocurre ninguna de estas dos cosas. ¿Se puede decir que comete error la mujer que, por amor a un embrión desconocido, ofrece una parte tan íntima de sí misma para dar a ese ser humano una oportunidad para continuar su vida? ¿No sería su gesto, más bien, una señal del respeto que merece cada embrión humano, un grito al mundo moderno que tantas veces guarda silencio ante la destrucción de embriones o ante el recurso al aborto?
Es cierto que normalmente un hombre o una mujer llegan a ser padre y madre a través de sus relaciones sexuales. Pero ante un niño ya nacido y abandonado, la adopción implica un nuevo modo de vivir la paternidad, no como resultado de la dimensión física del mutuo amor de los esposos, sino como señal del respeto y cariño que merece un niño abandonado. ¿No se puede aplicar este mismo criterio a la situación de los embriones congelados, aunque su salvación implique un gesto, quizá heroico, de donación de la mujer que ofrece su útero para acogerlos?
Por lo que acabamos de exponer, creemos que la adopción de embriones congelados no puede ser considerada como un acto éticamente incorrecto. Este juicio, desde luego, está abierto a eventuales correcciones en vistas a otros aspectos que puedan ser tenidos en consideración. Permanecen, además, serios problemas a la hora de elegir el camino justo para organizar tales adopciones prenatales. Pero las dificultades no quitan la grandeza de un gesto de amor ofrecido a seres humanos indefensos y débiles, privados de sus energías vitales por culpa de una congelación que nunca debió serles impuesta.
A nivel de la Iglesia universal no existe una intervención que haya ofrecido un juicio “definitivo” sobre el tema. En su reciente asamblea general, la Pontificia Academia para la Vida, al considerar el problema de los embriones congelados, no se sintió capacitada para elaborar una conclusión ante la complejidad del caso. En el comunicado final (17 de marzo de 2004), en el n. 8, leemos lo siguiente:
“Toda ulterior reflexión sobre este punto, y en particular en torno al problema de la posibilidad (teórica o real) de una eventual adopción prenatal de estos embriones «supernumerarios», exigiría, por lo demás, un análisis profundo de los datos científicos y estadísticos pertinentes, no disponibles todavía en la bibliografía. En consecuencia, la Pontificia Academia para la Vida ha concluido que es prematuro afrontar directamente el problema dentro de la presente Asamblea…” .
4. Dejar morir a los embriones congelados
Como alternativa a la adopción y a la destrucción de esos embriones (destrucción directa o a través del “uso” de los mismos en laboratorios de investigación), algunos proponen que lo mejor que podemos hacer con ellos es dejarlos morir de modo digno (que no es lo mismo que eliminarlos con un gesto directo de destrucción).
Existe, ciertamente, una distinción entre matar y dejar morir. Pero pueden darse casos en los que un “dejar morir” sea equivalente a matar. Pensemos, por ejemplo, en una persona que acaba de sufrir un infarto. Si un médico se niega a reanimarlo sin ningún motivo aparentemente válido, no comete un crimen violento (no dispara al enfermo), pero su omisión es causa de una muerte que quizá se habría podido evitar si se hubiese hecho lo normal en esos casos. Es decir, no todo “dejar morir” es éticamente correcto. Hay casos en los que es posible condenar judicialmente a quien ha omitido una ayuda debida a quien la necesitaba y ha provocado, por lo mismo, la muerte o un grave daño de una persona.
¿No podemos establecer una analogía entre el omitir actos “terapéuticos” a favor de un enfermo terminal y el dejar morir a los embriones congelados? En el caso del enfermo terminal, algunos actos médicos, que resultarían útiles en otros casos, resultan desproporcionados y sólo provocan graves dolores y una prolongación de la agonía. Tales actos han de ser evitados. En ese sentido, sí sería correcto un “dejar morir” al enfermo terminal, siempre que no se omitan las curas básicas que se le debe en cuanto ser humano (hidratación, nutrición, higiene, tratamiento del dolor, etc.).
El embrión congelado se encuentra en una situación muy distinta. Un número no pequeño de embriones congelados puede sobrevivir si es descongelado con el cuidado debido, y luego es transferido al útero de la madre natural o de una madre adoptante. Además, los embriones congelados no se encuentran en un proceso irreversible de muerte, como lo estaría el enfermo terminal. Dejarles morir, por lo tanto, no es simplemente darles “permiso” para que desemboquen en la muerte a la que estarían orientados “naturalmente” si se suprime la injusticia de la congelación. Descongelarlos sin haber organizado su acogida en un útero provoca su muerte no como resultado natural de la simple descongelación, sino por el hecho de que, una vez descongelados, no han recibido el tratamiento y el respeto que podría ofrecerles una esperanza de vida. Esta omisión sería la verdadera causa de su muerte.
Un ejemplo puede ilustrar esta valoración. Imaginemos un laboratorio que tiene congelados dos grupos de embriones. El primer grupo son “embriones sobrantes”: sus padres han declarado no tener intención de usarlos y han autorizado su “uso” para realizar experimentos, o para que sean destruidos o se les deje morir. El segundo grupo son embriones todavía objeto de interés por parte de quienes los encargaron, en vistas a una futura transferencia (en unos meses o unos años). Un día un científico decide descongelar y dejar morir a los embriones del primer grupo, pero se equivoca y deja morir a los del segundo grupo. Desde el punto de vista objetivo, la acción ha sido simplemente “dejar morir a embriones congelados”. En la práctica, los “titulares de derechos” sobre esos embriones del segundo grupo demandarán al científico por imprudencia grave: ha destruido a hijos que todavía eran deseados.
Alguno dirá que el valor de esos embriones deseados radica precisamente en el hecho de ser “bienes” especialmente apreciados por sus “poseedores”. Nosotros respondemos que un embrión vale tanto si es querido como si no lo es, tanto si se considera que puede ser “útil” para una transferencia futura como si sus padres ya no desean acogerlo ni defienden su derecho a la vida. En otras palabras, los dos grupos de embriones del anterior ejemplo tienen el mismo derecho a la vida y la misma dignidad. Indignarnos porque se ha “dejado morir” a embriones deseados, y quedarnos impasibles si se “deja morir” a embriones no deseados, nos parece una enorme injusticia y un atentado grave contra el derecho a la vida que tiene todo embrión, independientemente de si es o no es amado por quien debería responsabilizarse de su existencia.
Desde luego, si algún día la ciencia llega a determinar que a partir de 10, 15 ó 20 años de congelación, todos los embriones mueren al ser descongelados, incluso cuando se hace lo posible por rescatarlos para transferirlos en una mujer, en ese caso resultaría absurdo e indigno mantenerlos congelados más allá de ese número de años. En este supuesto, lo más correcto sería sacarlos del congelador y permitirles una muerte digna. Mientras no tengamos certeza acerca de este punto (certeza que es alcanzable sólo por la ciencia, la cual no debe usar métodos injustos para llegar a tal certeza), lo mejor que podemos hacer por estos embriones es buscar a alguien que pueda adoptarlos. Si nos faltan adoptantes, podemos mantenerlos todavía por algún tiempo en estado de espera, en su situación (que sigue siendo injusta) de congelación, en vistas a que un día no muy lejano sean acogidos y adoptados.
Queda un punto problemático que ha sido suscitado recientemente. Pensemos en un embrión que ha sido dejado morir por descongelación. ¿Es posible, desde el punto de vista ético, tomar sus células aún vivas, cuando haya muerto, para usarlas como material de experimentación, en especial en el nuevo sector de la ciencia que se ha abierto con los estudios sobre células madres (también llamadas células estaminales)? La respuesta, según creemos, debería ser un rotundo no. En primer lugar, porque no resulta fácil definir cuándo muere un embrión en sus primeras etapas de desarrollo. En segundo lugar, porque algunos embriones han sido congelados cuando se encontraban en las primeras fases de desarrollo (cuando tenían 2, 4 u 8 células, por ejemplo). Las células de estos embriones, una vez descongelados, pueden, en condiciones adecuadas y tras una fuerte intervención técnica, permitir la creación de un nuevo individuo completo (un gemelo o clon del embrión muerto o destruido). Decir que tomamos tales células desde un embrión ya muerto para usarlas como material biológico puede encubrir una realidad sumamente grave: podría darse el caso que algunas de esas células sean cultivadas para formar embriones completos que luego serán destruidos con la excusa de que han sido “fabricados” para la experimentación.
La situación sería distinta si la congelación se produjo cuando el embrión tenía un mayor número de células (en el quinto día de vida embrionaria, en la fase de blastocisto), y se procede a su descongelación en vistas a dejarle morir de modo digno, pero no la consideramos por la complejidad que presenta.
5. En el cruce de caminos: algunas reflexiones conclusivas
No pretendemos, con estas reflexiones, haber dado una respuesta definitiva a la situación que se ha creado por la práctica de la congelación de embriones. Cada solución, cada alternativa, implica innumerables aspectos a tener en cuenta, algunos de los cuales conllevan serias consecuencias éticas, sociales y científicas. Lo importante es buscar aquellas acciones que más promuevan el bien del embrión.
Como ya indicamos, la medida urgente que debería ser tomada cuanto antes es la prohibición de cualquier técnica de reproducción artificial extracorpórea. Igualmente, allí donde no sea posible por ahora impedir el que se utilicen técnicas como la FIV o la ICSI, al menos debe prohibirse la creación de embriones sobrantes y la congelación de embriones no realizada en función del máximo bien del mismo embrión (y no según los beneficios que pretenda obtener el laboratorio o centro de reproducción artificial, o según los planes y deseos de la pareja que quiere “producir” embriones “de reserva”).
Ante la situación dramática en la que se encuentran miles de embriones congelados, creemos que su dignidad nos llama a promover una cultura de la responsabilidad y de la solidaridad.
Responsabilidad: los padres que permitieron la “producción” de tales embriones están llamados a ofrecerles cuanto antes un lugar en la familia, aunque esto pueda implicar serios sacrificios. Las clínicas de reproducción artificial deberían, por lo mismo, prohibir todo lo que signifique hacer embriones sobrantes, para que los esposos no se encuentren en serias dificultades a la hora de intentar acogerlos con el amor y respeto que merecen esos hijos congelados.
Solidaridad: aquellas mujeres casadas que sientan la llamada a la adopción de algunos embriones congelados y abandonados pueden dar un testimonio de amor y de respeto con su decisión generosa y audaz. Este gesto de amor será una gota de agua en el desierto, pero brillará con un alto significado ético. Mientras se encuentren personas adoptantes que puedan acogerlos del mejor modo posible, esos embriones deberían ser mantenidos vivos en esa situación de congelación, hasta que se conozcan nuevos datos sobre sus posibilidades de supervivencia.
El testimonio que ofrecen a la sociedad aquellas familias que piden adoptar embriones congelados y abandonados es claro: quieren gritar al mundo de hoy que cada individuo de la especie humana debe ser respetado y ayudado en su camino vital, sea cual sea su estado, su tamaño o su patrimonio genético. Frente a quienes reducen al embrión a un “objeto” de deseo que se acepta o se rechaza según encaje o no encaje con los planes de los adultos, las familias adoptantes nos dejan el ejemplo de su entrega, incluso sacrificada, por el bien de esos embriones. ¿No podemos decir que su gesto, a pesar de las dificultades que entraña, es como un faro de luz y de esperanza para un mundo necesitado de actos de donación y entrega a los más débiles?
(Agradezco a los profesores Pilar Calva, Francisco José Ballesta y José María Antón las observaciones y sugerencias que me han ofrecido sobre estas reflexiones).
(En Ecclesia. Revista de cultura católica 18 (2004), 339-352).
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