El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha negado, en sentencia publicada el 7 de marzo, el derecho de una mujer a gestar los embriones concebidos “in vitro” y luego congelados, toda vez que el padre no quiere. La ley británica establece que se necesita el consentimiento de ambos progenitores …
La pareja (no casada) formada por Natallie Evans y Howard Johnston decidió recurrir a la fecundación “in vitro” en 2001, cuando ella tenía un cáncer incipiente que obligaba a que le extirparan los ovarios. Obtuvieron así seis embriones que mandaron congelar, con intención de que ella los gestara una vez terminado el tratamiento que la dejaría estéril. Pero poco después los dos se separaron, y aunque ella seguía queriendo tener un hijo, él no se lo permitió. Evans acudió, sin éxito, a la justicia británica, y finalmente al TEDH.
Evans alegó tres motivos en su recurso a los jueces de Estrasburgo: primero, el derecho de los embriones a la vida; segundo, su propio derecho al respeto de la vida privada y familiar; tercero, Evans se quejaba de trato discriminatorio en comparación con la mujer que queda embarazada de modo natural, pues en este segundo caso el embrión habría continuado su desarrollo aunque el padre ya no deseara tener el hijo.
La sentencia rechaza el recurso de Evans. Por una parte, niega que el derecho a la vida reconocido en el Convenio Europeo de Derechos Humanos (art. 2) se aplique necesariamente al embrión. Según los jueces, los Estados europeos tienen al respecto amplio margen para decidir de un modo u otro. Como no hay, dicen, consenso científico y jurídico sobre el inicio de la vida humana, prevalecen las leyes nacionales.
Una vez descartado el derecho de los embriones, la sentencia considera el litigio como un conflicto entre dos voluntades. Cada parte tiene derecho al respeto a la vida personal y familiar (art. 8 del Convenio), que incluye –dice la sentencia– “el derecho al respeto de la decisión de tener un hijo o de no tenerlo”. Para asegurarlo, la ley británica sobre fecundación artificial estipula que se necesita el consentimiento expreso de los dos progenitores para cada paso del proceso, del que la implantación es el último; pero otros países (Austria, Estonia, Italia) establecen que el consentimiento dado para la fecundación es irrevocable. Vista la diversidad, así como la dificultad de hallar el justo equilibrio entre los intereses de las partes, los jueces concluyen que los Estados tienen también aquí un “amplio margen de apreciación”, dentro del cual cabe la solución británica.
Esta misma razón, añade la sentencia, basta para rechazar la tercera alegación, la de discriminación injusta (art. 14 del Convenio). La diferencia de trato con las mujeres que pueden concebir de modo natural está objetivamente justificada, pues su fin es proteger la libertad de una y otra parte en el peculiar caso de la fecundación artificial.
En consecuencia, los seis embriones de Evans y Johnston serán destruidos, en conformidad con la ley británica, salvo en el improbable caso de que la recurrente logre llevar su demanda a la Gran Sala del TEDH y que allí le den la razón.
Equidad imposible
En verdad no es fácil dirimir el pleito entre Evans y Johnston. Ella quiere ser madre; iba a serlo con acuerdo de él, pero luego él se retracta y le deja sin su única oportunidad de tener un hijo. Él, por su parte, una vez terminada la relación entre ambos, se niega a que le hagan padre, contra su voluntad, de un niño al que no va a cuidar. El TEDH, al admitir que el hombre pueda revocar su consentimiento después de la fecundación, da por válida la tesis, mantenida por el Reino Unido, según la cual la responsabilidad parental no se adquiere hasta la implantación, aunque también considera aceptable que otros países definan el asunto de manera diversa.
En contra, Evans alegó que en la fecundación “in vitro”, la situación de la mujer, que ha de gestar, no es comparable con la del hombre, de modo que el derecho de ella es prioritario. Los jueces reconocen que la mujer está involucrada en la reproducción en grado más intenso; pero replican que, a los efectos del art. 8, el derecho de la parte masculina no es menos digno de protección que el de la mujer. Ciertamente, la peculiaridad femenina implica, de hecho, que su decisión es revocable y que ella goza de poder de veto, pues no sería posible obligarla a gestar si no quisiera que le implantasen los embriones. Así pues, parece equitativo dar derecho de veto a ambas partes hasta la implantación, como hace la ley británica. La sentencia considera que con esa opción se logra un tratamiento equilibrado de los intereses de una y otra parte.
Pero el aparente equilibrio se rompe luego, pues realmente no es verdad que la inamisible responsabilidad parental se adquiera con la implantación. Iniciado el embarazo, la mujer tiene derecho absoluto de veto, cualquiera que sea la voluntad del hombre. Como la ley permite el aborto, la decisión de ella sigue siendo revocable, aunque él ya no pueda echarse atrás. El padre en ningún caso puede evitar que la madre aborte si ella quiere, y tampoco puede obligarla a abortar si ella quiere dar a luz.
Por otro lado, la ley británica –y las de otros países– no es del todo coherente al exigir el consentimiento expreso de ambas partes, pues a la vez admite que nazcan niños sin padre legal, mediante semen de donante. Entonces, no acaba de explicarse por qué Evans no podría tener un hijo sin padre legal, como tantos otros. Johnston simplemente quedaría en una situación similar a la de tantos donantes de semen que, con la bendición de la ley, son padres sin responsabilidad paterna. Pero se ve que no hay problema en crear huérfanos de encargo… con tal que el padre tenga los ojos vendados. Un observador imparcial se preguntaría si es menos irresponsable el que no quiere saber que quien rehúsa la carga conocida.
En bien del niño
La procreación asistida tiende a generar paradojas y una maraña jurídica que se presta a pleitos muy difíciles de resolver con equidad. El problema está en el inicio mismo. La fecundación artificial desvirtúa el sentido de la maternidad y la paternidad, al ponerlas en un contexto técnico y comercial donde pueden surgir problemas como en todos los contratos, operaciones mercantiles y prestación de servicios con precio.
Pero si no se quiere replantear todo, al menos se podría hacer el sistema un poco menos absurdo. Lo primero sería dar alguna relevancia jurídica al interés del embrión, aunque no se le reconociera expresamente como sujeto propio de derechos. No tiene sentido que la ley –como en Gran Bretaña– obligue, antes de admitir una solicitud de reproducción asistida, a tomar en consideración el bien del niño que nacerá y, una vez que es embrión, se prive de fuerza jurídica a su bien. En segundo lugar, se reducirían los pleitos si el acceso a la reproducción asistida se limitase a los matrimonios, como ya se hace en algunos países. También sería prudente que el consentimiento fuera irrevocable desde el primer momento. Además, si solo se permitiera crear los embriones estrictamente imprescindibles, para implantarlos de inmediato, y se prohibiera congelarlos, desaparecería el lapso en el que pueden cambiar las circunstancias o las voluntades y surgir conflictos irresolubles.
Aceprensa , 15-03-2006 / 031/06