Fundamentos Antropológicos de las directrices del Magisterio de la Iglesia Católica en temas de Bioética (A. Pazos)

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Qué es la bioética. Qué es el hombre. La antropologí­a racional y la revelada. Cómo plasmar una antropologí­a acorde con la revelada en las leyes y costumbres de una sociedad pluralista.   Qué es la bioética. Históricamente la bioética ha surgido de la ética médica, centrada en la relación médico-paciente. Una …

  1. Qué es la bioética.
  2. Qué es el hombre. La antropologí­a racional y la revelada.
  3. Cómo plasmar una antropologí­a acorde con la revelada en las leyes y costumbres de una sociedad pluralista.

 

 

  • Qué es la bioética.

     

 

Históricamente la bioética ha surgido de la ética médica, centrada en la relación médico-paciente. Una definición que puede ayudarnos señala que la bioética es “el estudio sistemático de la conducta humana en el campo de las ciencias de la vida y el cuidado de la salud, en cuanto que esta conducta es examinada a la luz de los valores y principios morales” .

 

 

Como en cualquier campo de la ética, se trata de estudiar la conducta humana libre. Lo especí­fico de la bioética es que contempla esa conducta en aquellas actuaciones que afectan a la vida y la salud humana; y lo hace desde una perspectiva moral y de forma sistemática.

 

 

El estudio de la bioética requiere conocimientos de moral y conocimientos cientí­ficos. La falta de uno de ellos implica falta de comprensión cabal de los problemas bioéticos: estos no pueden ser dejados solamente en manos de cientí­ficos, ni de solo moralistas. Requieren una colaboración interdisciplinar. Ejemplo de lo primero fue la histórica decisión de un tribunal inglés de adoptar como legal la opinión de los médicos sobre qué hacer con unas niñas siamesas: la solución fue matar a una de ellas con el fin de salvar a la otra.

 

 

Los problemas bioéticos son las cuestiones estrella de la Doctrina Social de la Iglesia. En la oración dirigida a la Virgen de Fátima, con ocasión del Jubileo de los Obispos, el Papa afirmaba: “Somos hombres y mujeres de una época extraordinaria, tan apasionante como rica en contradicciones. La humanidad posee hoy instrumentos de potencia inaudita. Puede hacer de este mundo un jardí­n o reducirlo a un cúmulo de escombros. Ha logrado una extraordinaria capacidad de intervenir en las fuentes mismas de la vida: puede usarlas para el bien, dentro de la ley moral, o ceder al orgullo miope de una ciencia que no acepta lí­mites, llegando incluso a pisotear el respeto debido a cada ser humano. Hoy, como nunca en el pasado, la humanidad está en una encrucijada” .

 

 

La importancia que para los cristianos tienen los problemas de los que entiende la bioética se captan de una manera particular si se enfocan desde la perspectiva del fin de la Iglesia, que también incide en la cultura: “Redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de la persona humana constituye la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana” . La razón es sencilla: nadie como la Iglesia confiesa de manera más convencida la dignidad de todo ser humano, desde el momento en que la verdad central del cristianismo es la Encarnación del Hijo de Dios, que asumió para siempre una naturaleza humana como la nuestra haciéndose semejante en todo a nosotros menos en el pecado. Como afirma el Concilio Vaticano II, “pues í‰l mismo, el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen Marí­a, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado” . Para el seguidor de Jesucristo, todo hombre, cualquier ser humano, es Cristo mismo.

 

 

Basada en este convencimiento, la Iglesia, encabezada por Juan Pablo II, libra una guerra en favor de la civilización del amor y la cultura de la vida, enfrentada brutalmente con la llamada cultura de la muerte. Porque el problema excede el ámbito de la moral personal para afectar a la cultura misma de la sociedad que cristaliza en forma de estructuras sociales, fuertemente resistentes a todo cambio, y que se oponen al mensaje central de Cristo: el amor de Dios Creador y Redentor por el hombre, por todo hombre, por cada hombre.

 

 

  1. Qué es el hombre. La antropologí­a racional y la revelada.

 

Los deberes que constituyen el contenido de la bioética se apoyan en qué cosa sea el hombre. La antropologí­a es el fundamento de la bioética. Una antropologí­a verdadera es requisito para fundar una bioética correcta. Uno de los peligros de la bioética es tratar de fundamentarla sobre otras bases, como puede ser el puro consenso social. A este peligro se referí­a Juan Pablo II en su discurso a polí­ticos y pensadores europeos, reunidos con ocasión del 50º Aniversario de la Convención Europea de los Derechos del Hombre: “Es un buen momento para reconocer claramente los problemas que deben ser tratados”¦ Uno fundamental entre ellos es la tendencia a separar los derechos humanos de su fundamentación antropológica ““esto es, de la visión de la persona humana que es nativa a la cultura europea” . La alternativa es apoyarlos en el puro consenso, sin más base. Ello equivale a hacerlos depender de su aceptación social o polí­tica, lo que contradice el mismo concepto de derechos humanos, y los pone en peligro de sufrir recortes, modificaciones e incluso supresiones en algunos casos. Así­ lo expresaba el Papa en la ocasión citada: “En el corazón de nuestra común herencia europea ““religiosa, cultural y jurí­dica””está la noción de la inviolable dignidad de la persona humana, que implica derechos inalienables conferidos no por gobiernos o instituciones sino por el mismo Creador, a cuya imagen han sido hechos los seres humanos” . Una consecuencia práctica lamentada por el Papa es el hecho de que mientras el Consejo de Europa ha logrado felizmente eliminar casi totalmente la pena de muerte en nuestro continente, sin embargo la vida humana en el seno materno no está debidamente protegida por las leyes. “Esta radical contradicción ““concluye el Papa””sólo es posible cuando la libertad se aparta de la verdad inherente a la realidad de las cosas, y la democracia se divorcia de los valores trascendentes”.

Cuál es la naturaleza del hombre, la verdad inherente a su realidad, se convierte en el interrogante fundamental de la bioética. A él podemos enfrentarnos con las solas fuerzas de la razón o ayudados por la luz de la revelación. No se trata de contraponer fe y razón sino de advertir su mutua necesidad. La razón necesita de la revelación; la fe requiere la ayuda de la razón. La revelación se comporta como la gran aliada de la razón, sobre todo al abordar las cuestiones más trascendentes del sentido de la vida humana. “¿Dónde podrí­a el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?”.

Pero también hay otros muchos interrogantes acerca del hombre que, sin ser estrictamente inasequibles a la razón natural, se iluminan con la claridad de la revelación que proporciona a la razón pistas que orientan el pensamiento. “En este horizonte se sitúan cuestiones como el concepto de un Dios personal, libre y creador, que tanta importancia ha tenido para el desarrollo del pensamiento filosófico y, en particular, para la filosofí­a del ser. A este ámbito pertenece también la realidad del pecado, tal y como aparece a la luz de la fe, la cual ayuda a plantear filosóficamente de modo adecuado el problema del mal. Incluso la concepción de la persona como ser espiritual es una originalidad peculiar de la fe. El anuncio cristiano de la dignidad, de la igualdad y de la libertad de los hombres ha influido ciertamente en la reflexión filosófica que los modernos han llevado a cabo” . La antropologí­a revelada se manifiesta como una gran ayuda en el quehacer de los filósofos, creyentes o no, que buscan sinceramente la verdad acerca del hombre. “Una filosofí­a en la que resplandezca algo de la verdad de Cristo, única respuesta definitiva a los problemas del hombre, será una ayuda eficaz para la ética verdadera y a la vez planetaria que necesita hoy la humanidad” .

 

Una vez establecidas las relaciones entre antropologí­a natural y revelada, y, en consecuencia, entre ética natural y moral revelada, es ya el momento de entrar en lo que la revelación nos enseña acerca de lo que es el hombre. Lo vamos a hacer con la ayuda del Catecismo de la Iglesia Católica . Trataremos de resumirlo en cinco puntos:

  1. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza del Creador. “En Cristo, redentor y salvador, la imagen divina alterada en el hombre por el primer pecado ha sido restaurada en su belleza original y ennoblecida con la gracia de Dios” (n. 1701). Es precisamente Cristo quien “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” . En consecuencia, “la persona humana es la “˜única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí­ misma”™ (GS, 24). Desde su concepción está destinada a la bienaventuranza eterna” (n. 1703). En estos densos textos se nos transmiten verdades tan importantes como que el concebido es persona humana con un destino eterno desde su concepción y que está llamada por el amor infinito de Dios a una vida eterna de comunión con í‰l. Y esto también en la dimensión corporal del hombre: lo que haga o se haga en su cuerpo se hace en o con la persona misma, que es una “˜totalidad unificada”™ , corporal y espiritual.
  2. La persona está llamada a realizar su vocación, no en solitario, sino en comunión con otras personas, es decir, el hombre es por naturaleza un ser social. La imagen de Dios en el hombre “resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la unión de las personas divinas entre sí­” (n. 1702).
  3. La persona humana está dotada de un alma espiritual y mediante su entendimiento y voluntad es capaz de conocer la verdad y de amar el bien. “Por la razón es capaz de comprender el orden de las cosas establecido por el Creador. Por su voluntad es capaz de dirigirse por sí­ misma a su bien verdadero” (n. 1704). Puede conocer la ley natural ““incluida en “˜el orden de las cosas establecido por el Creador”™””y amar el bien conocido. Esto no sólo en abstracto sino también cuando se refiere a su propio bien conocido por el juicio de conciencia: en esto reside la libertad. “Mediante su razón, el hombre conoce la voz de Dios que le impulsa “˜a hacer el bien y a evitar el mal”™ (GS 16). Todo hombre debe seguir esta ley que resuena en la conciencia y que se realiza en el amor de Dios y del prójimo. El ejercicio de la vida moral proclama la dignidad de la persona humana” (n. 1706).
  4. Toda esta maravilla que es el hombre estuvo a punto de perderse por el pecado. En efecto, “”™El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia”™ (GS 13). “¦ Ha quedado inclinado al mal y sujeto al error” (n.1707). De este hecho se derivan importantes consecuencias para la vida social, para la educación y la vida polí­tica, como señala el mismo catecismo: “Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la polí­tica, de la acción social y de las costumbres” (n. 407), entre otros el peligro de olvidar que la vida del hombre es un combate (cfr. n. 409).
  5. Por último, el hombre no ha sido abandonado en su desgracia, sino que por los méritos de Cristo, “la imagen divina alterada en el hombre por el primer pecado ha sido restaurada en su belleza original y ennoblecida con la gracia de Dios” (n. 1701). De este modo, el hombre “es hecho hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo” (n. 1709). Esta realidad no puede olvidarse nunca, sobre todo cuando nos enfrentamos con problemas éticos que pueden parecer imposibles de resolver rectamente. Las dificultades pueden ser grandes, pero nunca imposibles de resolver. En su Encí­clica Veritatis splendor, Juan Pablo II se plantea esta cuestión: “Serí­a un error graví­simo concluir “¦ que la norma enseñada por la Iglesia es en sí­ misma un “˜ideal”™ que ha de ser luego adaptado, proporcionado, graduado a las ““se dice””posibilidades concretas del hombre: según un “˜equilibrio de los varios bienes en cuestión”™. Pero, ¿cuáles son las “˜posibilidades concretas del hombre”™? ¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que í‰l nos ha dado la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia” .

Las consecuencias de esta antropologí­a en el dominio de la bioética son claras y han sido explicitadas en diversos documentos del Magisterio, que han abordado los grandes problemas éticos con los que se enfrenta la vida humana: aborto, procreación, investigación clí­nica y eutanasia. Los documentos principales que abordan esta temática, con posterioridad al Concilio Vaticano II, son los siguientes:

  1. Congregación para la Doctrina de la Fe: Declaración sobre el aborto provocado, 18 de noviembre de 1974.
  2. Congregación para la Doctrina de la Fe: Declaración sobre la Eutanasia, 5 de mayo de 1980.
  3. Congregación para la Doctrina de la Fe: Instrucción Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, 22 de febrero de 1987.
  4. Juan Pablo II, Encí­clica Evangelium vitae, sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana, 25 de marzo de 1995.

Todos ellos se apoyan en criterios morales inmediatamente derivados de la antropologí­a revelada. Así­, por ejemplo, la Instrucción Donum vitae afirma explí­citamente al comienzo del documento que los criterios sobre los que se va a apoyar “son el respeto, la defensa y la promoción del hombre, su “˜derecho primario y fundamental”™ a la vida y su dignidad de persona, dotada de alma espiritual, de responsabilidad moral y llamada a la comunión beatí­fica con Dios” . Si se añade que la vida humana empieza en la concepción y que el cuerpo es parte de la persona, tenemos ya los elementos fundamentales que componen la antropologí­a revelada.

Nos queda tratar del problema de cómo se defiende y se plasma en leyes y costumbres esta antropologí­a en una sociedad pluralista, cuya finalidad no es la consecución del reino de Dios sino los fines seculares que los mismos ciudadanos se den. Lo tratamos a continuación.

 

 

 

3. Cómo plasmar una antropologí­a acorde con la revelada en las leyes y costumbres de una sociedad pluralista.

 

¿Qué relación debe haber entre moral y leyes positivas y/o costumbres sociales? Esta cuestión está ya presente en la pregunta que fariseos y herodianos hacen a Jesús (cfr. Mt 22,15-22 y paral.): ¿es lí­cito dar tributo al César, o no? La respuesta de Jesús ““dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios“”establece para siempre la separación de lo sagrado respecto a lo profano, aun cuando lo secular no mantenga una independencia respecto al querer de Dios.

Santo Tomás de Aquino ““continuador en esto de la enseñanza de muchos Padres de la Iglesia, entre ellos San Agustí­n””lo explica al tratar de la relación entre ley moral y ley humana: “La ley humana rige una sociedad en la que existen muchos miembros carentes de virtud y no ha sido instituida solamente para los virtuosos. Por eso, la ley humana no puede prohibir todo lo que es contrario a la virtud, sino que basta con que prohiba lo que destruye la convivencia social, teniendo las demás cosas como lí­citas, no porque las apruebe, sino porque no las castiga” . Es claro, por tanto, que el campo que abarca la ley humana es mucho más restringido que el propio de la moral. Hay muchas conductas inmorales que la ley humana no prohibe ni debe hacerlo. Sin embargo, en ningún caso la ley humana puede aprobar conductas inmorales. Sí­ puede no prohibirlas o tolerarlas (no reprimirlas), pero no autorizarlas. En este sentido, Santo Tomás afirma que “la legislación humana sólo posee carácter de ley cuando se conforma a la justa razón; lo cual significa que su obligatoriedad procede de la ley eterna. En la medida en que ella se apartase de la razón, serí­a preciso declararla injusta, pues no verificarí­a la noción de ley; serí­a más bien una forma de violencia” .

En nuestros dí­as, el magisterio de la Iglesia asigna a la sociedad unos fines temporales que pueden resumirse en la palabra justicia; son pues mucho más modestos que los de la propia Iglesia, de carácter sobrenatural y trascendente. La sociedad, y en ella el Estado, debe perseguir el bien común, es decir, crear “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección” . Conseguir la perfección es tarea de las personas y de los grupos; la de la sociedad es establecer unas condiciones de vida que no lo tornen imposible. Y esto es lo mismo que decir que la convivencia social debe establecerse sobre principios de justicia. El Catecismo establece tres condiciones del bien común que debe perseguir la sociedad: primera, “respetar los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana” (n. 1907), es decir, no transgredir la justicia; segunda, “el bienestar social y el desarrollo del grupo mismo. El desarrollo es el resumen de todos los deberes sociales” (n. 1908). Por desarrollo debe entenderse, según la mente de Pablo VI, el paso, “para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas” . Tiene, por consiguiente, el bien común un carácter dinámico y progresivo: nunca se logran sus condiciones de modo pleno, siempre cabe progreso. En esta dinámica progresiva debe inscribirse la actuación de cristianos y personas de buena voluntad en el logro del bien común. Por último, la tercera condición es la paz, “es decir, la estabilidad y la seguridad de un orden justo” (n. 1909). En resumen, es la justicia la norma de actuación del polí­tico y del ciudadano responsable que vive la virtud de la solidaridad. “Esta tiene que ser precisamente la preocupación esencial del hombre polí­tico, la justicia. Una justicia que no se contenta con dar a cada uno lo suyo sino que tiende a crear entre los ciudadanos condiciones de igualdad en las oportunidades y, por tanto, a favorecer a aquéllos que, por su condición social, cultura o salud corren el riesgo de quedar relegados o de ocupar siempre los últimos puestos en la sociedad, sin posibilidad de una recuperación personal” .

Por lo tanto, el cristiano cuando defiende los principios éticos fundamentales relativos al respeto a la vida y a la reproducción humana no hace ni debe hacer otra cosa que defender la justicia, y especialmente con los más desfavorecidos, con los que no tienen medios para defenderse. Y esto por razones humanas claras, que para un cristiano tienen una especial resonancia por causa de su fe: “toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida por todo el mundo y a cada criatura” . Pero no actúa en representación de la Iglesia, sino en defensa de la justicia. Por eso, frente a él no cabe invocar la libertad de las conciencias, porque en materia de justicia resultan afectados los derechos de terceros. Otra cuestión completamente diversa es la libertad religiosa, que no es objeto de tolerancia sino un estricto derecho humano.

Todo cristiano está comprometido en esta tarea, procurando evitar que en su vida se produzca la separación entre la fe y la vida cotidiana, de modo que sea sensible a las agresiones contra la dignidad y la vida humana y procure en la medida de sus fuerzas corregirlas. En este campo como en todos los demás, el cristiano actúa en colaboración con otros muchos hombres, creyentes o no, obedeciendo su conciencia debidamente formada, es decir, actuando con plena libertad y responsabilidad personales, muchas veces en discrepancia con las soluciones propuestas por otros, también cristianos, porque ninguno tiene la exclusiva de la verdad ni de las soluciones católicas. Tampoco deben pensar los fieles laicos de la Iglesia “que sus pastores son siempre tan competentes que pueden tener preparada una solución concreta para cada cuestión que surja “¦ Más bien son ellos mismos los que deben asumir sus propias responsabilidades, iluminados por la sabidurí­a cristiana y atendiendo reverentemente la doctrina del Magisterio” .

El cristiano que actúa así­ vive su libertad, sin dejarse coaccionar por el ambiente ni por los respetos humanos, puesto que está defendiendo o promoviendo valores humanos. Pero además, sirve a la libertad de los demás “proponiendo continuamente, en conformidad con la naturaleza misionera de su vocación, la verdad que ha conocido. En diálogo con los demás hombres y estando atento a la parte de verdad que encuentra en la experiencia de vida y en la cultura de las personas y de las Naciones, el cristiano no renuncia a afirmar todo lo que le han dado a conocer su fe y el correcto ejercicio de su razón” . En esta misión, el cristiano practica siempre el método del diálogo, tan acorde con el mandato de la caridad que constituye el corazón de la moral cristiana . Un diálogo verdadero exige un lenguaje común, comprensible por todos los dialogantes. Cuando ese diálogo se efectúa entre creyentes y no creyentes, el campo común es el de la razón y el lenguaje el de la filosofí­a. “El filósofo cristiano, al argumentar a la luz de la razón y según sus reglas, aunque guiado siempre por la inteligencia que le viene de la palabra de Dios, puede desarrollar una reflexión que será comprensible y sensata incluso para quien no percibe aún la verdad plena que manifiesta la divina Revelación” . Hay que empeñarse continuamente en llegar a desarrollar ese discurso “˜comprensible y sensato”™, asequible a todos.

El polí­tico cristiano, además, que se mueve en una sociedad pluralista, se enfrenta cada dí­a con concepciones de la vida, propuestas legales y leyes que contrastan con la propia conciencia, es decir, con sus convicciones. “En tales casos, será la prudencia cristiana, que es la virtud propia del polí­tico cristiano, la que le indique cómo comportarse para que, por un lado, no desoiga la voz de su conciencia rectamente formada y, por otro, no deje de cumplir su tarea de legislador. Para el cristiano de hoy, no se trata de huir del mundo en el que le ha puesto la llamada de Dios, sino más bien de dar testimonio de su propia fe y de ser coherente con los propios principios, en las circunstancias difí­ciles y siempre nuevas que caracterizan el ámbito polí­tico” . Seguir la prudencia es valorar las circunstancias y posibilidades reales, con el riesgo de equivocarse, o bien porque se sobreestiman las posibilidades de éxito, o porque se infravaloran. En algunos casos, la única acción posible podrí­a ser procurar reducir los efectos malos de una ley injusta. En esta situación puede ser lí­cito aprobar con el propio voto una ley injusta que sustituye a otra peor, siempre que se evite el escándalo y no haya expectativas reales de conseguir nada mejor. “Obrando de este modo no se presta una colaboración ilí­cita a una ley injusta; antes bien se realiza un intento legí­timo y obligado de limitar sus aspectos inicuos” . Era la situación creada en muchos paí­ses de la Europa ex-comunista con las leyes permisivas del aborto (leyes de plazos), que en algunos casos fueron sustituidas por otras que lo despenalizaban en supuestos particulares. En cualquier caso, lo que siempre es imprudente es huir de los problemas y dejar a otros el cometido de intentar resolverlos: serí­a huir del mundo, una traición a la misión del cristiano que es la de Cristo mismo.

 

 

(Publicado en Cuadernos de Bioética, n. 46)

 

 

 

 

 

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