Injusticia vital

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El final de la vida plantea cada vez más problemas éticos debido a la tecnificación de la medicina y a los avances científicos, que han posibilitado que el periodo del final sea más largo en años de vida, pero no siempre mejor en cuanto a la calidad de la misma.

En este escenario, se enmarca la eutanasia, término procedente del griego “euthanasía” que significa “buena muerte”. El problema es que actualmente, pese al auge de legislaciones en diversos países, incluida España, legalizando la eutanasia y el suicido asistido, la buena muerte no es un objetivo alcanzable, sino una utopía.

La realidad es que, tal como afirma Diego Gracia, la autogestión de la propia vida y de la propia muerte han de tener unos límites. No obstante, en los últimos tiempos, han aparecido diversas noticias que rompen sin ambages esos límites éticos irrenunciables y que demandan una respuesta contundente desde la bioética.

La primera noticia hace referencia al fallecimiento por eutanasia de la joven belga Shanti de Corte. La justificación ha sido que Shanti, de tan solo 22 años, padecía un trastorno mental tras estar presente en los atentados del 22 de marzo de 2016 del aeropuerto de Bruselas. Este caso reaviva el debate de la eutanasia practicada a pacientes con depresión, que no se hallan en el periodo final de la vida, sino paradójicamente al principio. Shanti de Conte fue una víctima del terrorismo y también una víctima de una sociedad, en la que la enfermedad mental se ha convertido en una barrera insoslayable para poder intentar, como mínimo, recuperar el equilibrio psicológico. Pero, para ello, es necesario disponer de ayuda psicológica, en muchos casos inexistente en la sanidad pública y de coste elevado en la sanidad privada, de familia, amigos y apoyo por parte de la sociedad y el Estado.

La segunda noticia también se ha producido en Bélgica, donde la eutanasia se legalizó para adultos y menores en el año 2002. El pasado mes de marzo, Alexina Wattiez, una mujer de 36 años que se acogió a la eutanasia fue asfixiada por dos enfermeras tras no funcionar la inyección letal. El hecho es tan dramático como aberrante, dado que la mujer había tomado esta difícil decisión por el dolor insoportable que le provocaba un cáncer terminal. El 29 de marzo de 2023, su doctor y dos enfermeras la acompañaron en este último viaje que debía ser indoloro, pero que se convirtió rápidamente en una pesadilla tanto para ella, como para su familia. La hija de 15 años y el marido de Alexina permanecían fuera de la habitación, cuando escucharon sus gritos. Al entrar, ella ya estaba muerta. La escena dantesca tenía como protagonistas el cuerpo inerte de la paciente y a dos enfermeras que la habían asfixiado con la almohada al comprobar que la dosis letal era insuficiente.

La familia de Alexina Wattiez debe enfrentarse ahora no solo al sufrimiento por la pérdida de un ser querido, sino a la impotencia de no haber podido impedir un acto absolutamente inmoral y contrario a los principios básicos de la medicina desde el Juramento Hipocrático: la máxima “primum no nocere”, ante todo, no hacer daño. Sin duda, este no se puede tildar de “homicidio por compasión” como en alguna ocasión se ha denominado a la eutanasia. Tampoco se puede considerar una buena muerte, objetivo último de la eutanasia.

En los debates sobre la eutanasia siempre se intenta salvar la intencionalidad del acto médico destinado a aliviar el sufrimiento de un paciente o a curarlo. La realidad es que el sufrimiento de Alexina ha sido mucho mayor en ese tránsito hacia una muerte que debía haber sido un alivio a su sufrimiento.

Las consecuencias psicológicas y sentimentales de la familia son incalculables, porque no se puede medir el sufrimiento provocado por un acto de esta magnitud. Las consecuencias legales para el personal sanitario implicado se verán en los próximos meses, ya que la familia de Alexina ha exigido una investigación tras el informe del forense que ha confirmado los signos de asfixia.

La valoración bioética de este acto médico atroz es que se han vulnerado todos y cada uno de los principios bioéticos de autonomía, beneficencia, maleficencia y justicia. Ciertamente, se trata de una eutanasia que procede de una decisión autónoma de la paciente, pero que no se ha llevado a cabo según lo previsto, según lo acordado, y por supuesto, contraviniendo las leyes que la asisten y el consentimiento informado otorgado para una muerte por inyección letal.

Se trata de una eutanasia que no solo no beneficia a la paciente, sino que la daña gravemente, porque, aunque se ha logrado el objetivo final que era la muerte, se ha alcanzado generando más dolor y angustia. Y, por último, se trata de un acto profundamente injusto, si se entiende la justicia desde un punto de vista aristotélico como “darle a cada cual lo que le corresponde”.

Alexina Wattiez no se hallaba en un coma irreversible, no era necesario retirarle el soporte vital por considerarlo una medida fútil, y tampoco se trataba de una limitación del esfuerzo terapéutico, es decir, de un acto intransitivo para provocar la muerte. Alexina Wattiez estaba plenamente consciente en el momento de la muerte, que se  llevó a cabo con un acto transitivo de asfixia.

Los casos de estas dos ciudadanas belgas inclinan todavía más, si cabe, la pendiente resbaladiza a la que conduce la legalización de la eutanasia y el suicidio asistido, y el control biopolítico de las vidas y de los cuerpos considerados no valiosos.

En este punto, tal como apunta la filósofa inglesa Miranda Fricker, es muy necesario reflexionar no solo sobre la justicia, sino sobre la injusticia epistémica, entendida como la marginalización y el cuestionamiento de los conocimientos, ideas o experiencias de una persona en función de su contexto socioeconómico. Ciertamente, Fricker se centró en la población negra, en los países pobres y en las mujeres, pero los crecientes casos de eutanasias injustamente ejecutadas y dudosamente solicitadas obligan a incluir nuevos grupos en la injusticia epistémica, que incluyan la voz, el criterio y las preferencias de los pacientes terminales.

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han afirma que capitalismo transforma el propio tiempo en mercancía en una sociedad del rendimiento. Del mismo modo, se considera que el tiempo de los enfermos terminales, discapacitados o con enfermedades mentales es menos valioso. La obsolescencia de todas estas personas de salud quebrada, delicada e incluso irrecuperable está justificada por tratarse de “mercancías en mal estado”, que ya no tienen cabida en esta sociedad del rendimiento.

Pero en esta sociedad no solo del rendimiento sino digital, el fallo de la inyección letal demuestra que los medios técnicos no son infalibles. Es evidente que la tecnificación de la medicina, la inteligencia artificial y los Big Data constituyen un avance y consolidan la denominada salud digital. Pero, es igualmente cierto que las máquinas, los medios técnicos o los chatbots no pueden sustituir al ser humano, y en particular, a los rasgos y virtudes más característicos como la empatía, la solidaridad y la justicia.

Asimismo, la vulnerabilidad como cualidad ontológica por antonomasia del ser humano obliga a replantear el auge de la eutanasia y su vinculación inefable con las poblaciones más vulnerables, que no siempre están al final de la vida, sino intentando vivirla con la máxima dignidad. En palabras de Han, las máquinas solo conocen dos estados: encendido y apagado. El ser humano no puede ser tratado del mismo modo, apagando su vida cuando se le considera un mecanismo obsoleto. El ser humano es un animal narrador, que dispone de una vida finita, pero con innumerables matices, experiencias y vivencias y, por supuesto, con muchos más modos de vida más allá del encendido y apagado técnicos.

Los casos de Shanti y Alexina son un ejemplo más de la deshumanización de la sociedad actual que ha llegado al entorno sanitario. El tránsito de ambas hubiera sido totalmente distinto si realmente se hubiera escuchado su voz, otorgándoles la credibilidad propia de cualquier ser humano tratado con respeto y dignidad.

Decía Hannah Arendt, que la acción era lo propiamente humano, lo que distinguía al ser humano del animal meramente biológico. Para estas dos mujeres, la acción humana ha sido precisamente la que las ha cosificado, tratándolas como mera vida biológica sin derecho a disfrutar, en último término, de una “buena muerte”.

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