La crí­tica de la razón tecnológica. Benedicto XVI y Habermas, un paralelismo sostenido

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Quiero por ello centrar en mi atención en un aspecto que me parece decisivo en el llamativo acercamiento entre estos dos pensadores, integrados en mundos culturales aparentemente muy dispares: la crítica a un determinado concepto de racionalidad y, en consecuencia, la necesidad de replantear la aportación de la Ilustración, que ambos consideran un momento histórico de particular valía.

 

       Debo, ante todo, agradecer el honor para mi supone intervenir por vez primera como ponente en las sesiones plenarias de nuestra Junta, después de mi discurso de ingreso del pasado 18 de noviembre de 2008. La elección del tema no ha dejado de verse condicionada por factores aparentemente contradictorios. Por una parte, el encuentro de dos autores tan dispares como Jürgen Habermas y el entonces Cardenal Ratzinger en la Academia Católica de Baviera en enero de 2004[i] constituyó sin duda un acontecimiento cultural de notable relevancia en el inicio de un  nuevo siglo. No tiene pues nada de extraño que atrajera mi interés como posible objeto de reflexión.

       Cuando ésta ya andaba avanzada pude comprobar, el pasado 27 de abril, que nuestro compañero Olegario González de Cardedal lo asumía también como principal referencia de su valiosa aportación a este pleno. Ello parecía invitar a un abandono de mi propósito inicial, pero acabé optando por no hacerlo por un doble motivo. Por una parte, en la reciente reunión de nuestra Sección, que identificamos por cierto con el discutible rótulo de “Ciencias filosóficas”, se nos animó a propiciar un estudio coordinado de posibles temas de interés común; la aparente reiteración cobraba así incluso un matiz positivo. Por otra parte, en su valiosa intervención nuestro compañero dejaba claro que la amplitud temática del citado encuentro descartaba la posibilidad de agotar en una sesión sus múltiples facetas.

       En cualquier caso, preocupado siempre de no cansar a los Señores Académicos con disertaciones redundantes, he optado por no ocuparme del texto de aquel histórico debate, para centrarme prioritariamente en otros escritos de ambos autores, posteriores cronológicamente las más de las veces, hasta el punto de que no pocos de ellos los protagoniza ya un antiguo cardenal convertida ahora en el papa Benedicto XVI. Quedaría así de relieve que la comentada convergencia en más de un aspecto entre el teólogo y el filósofo no constituía una anécdota pasajera; expresaba por el contrario, como intentaré resaltar, un más prolongado paralelismo, en el sentido más literal, ya que en ningún se llegaría a una identidad en las conclusiones.

SUTURA PARA UN DESGARRO

       La relevancia de dicho encuentro es mayor si se supera la idea de que el reto actual para Europa procede de una presión multicultural fruto de la notable inmigración. Me parece más acertado reflexionar sobre el desgarro cultural interno que está experimentando; esto aumenta el interés de esta convergencia de dos figuras consolidadas en ámbitos culturales aparentemente poco conciliables, lo que convierte su encuentro en una posible saludable sutura.

       Quiero por ello centrar en mi atención en un aspecto que me parece decisivo en el llamativo acercamiento entre estos dos pensadores, integrados en mundos culturales aparentemente muy dispares: la crítica a un determinado concepto de racionalidad y, en consecuencia, la necesidad de replantear la aportación de la Ilustración, que ambos consideran un momento histórico de particular valía.

LEY NATURAL EN CRISIS

       En lo que a Benedicto XVI se refiere, latirá en el trasfondo de su postura la actual crisis del clásico concepto de ley natural, marginado al imponerse una acepción científico-positiva del término naturaleza, absolutamente ajeno a la dimensión entelequial que le daba sentido en la filosofía clásica. Ya tuve ocasión de subrayar en mi discurso de ingreso cómo tal término habría de ser entendido en este contexto de acuerdo con una de las dos acepciones que nos ofrece el Diccionario de la Real Academia Española; no ciertamente la que lo recoge en clave irónica, como “cosa irreal”, sino la que lo define como “cosa real que lleva en sí el principio de su acción y que tiende por sí misma a su fin propio”. Más expresiva incluso es la versión incluida en otro diccionario, que algún experto amigo transplantó a mi agenda electrónica: “en la filosofía de Aristóteles, fin u objetivo de una actividad que la completa y la perfecciona” [ii]. El actual pontífice viene animando a las universidades católicas a orientar la actividad de sus investigadores hacia una rehabilitación de la ley natural, empeño que refuerza con no pocas aportaciones personales.

LA LEY NATURAL EN CRISIS

       De ahí que en dicho contexto un autorizado y relativamente reciente documento, recuerde que “la noción de naturaleza no hace referencia a un dato estático, sino que significa el principio dinámico real del desarrollo del sujeto y de su  actividad específica. La noción de naturaleza está formada sobre todo pensando en las realidades materiales y sensibles, pero no se limita a ese ámbito ‘físico’ y se aplica analógicamente a las realidades espirituales”. De ahí que añada que “la persona humana, en las elecciones libres con las que responde en su concreto ‘aquí y ahora’ a la propia vocación única y trascendente, asume las orientaciones dadas por su naturaleza. En efecto, la naturaleza pone las condiciones de ejercicio de la libertad e indica una orientación para la elección que la persona debe efectuar. Indagando la inteligibilidad de su naturaleza, la persona descubre así el camino de la propia realización” [iii].

       Se pretende así esquivar una presunta falacia naturalista, que sería fruto de la formulación de propuestas normativas derivadas de meras constataciones fácticas. Pero, a la vez, se está rechazando cualquier intento de proponer una ética divino-positiva consistente en meros dictados volitivos emanados de una instancia tan omnipotente como arbitraria. La ley natural, que la ética católica hace propia, tendría pues un fundamento racional, accesible sin necesidad del recurso a la fe, sin perjuicio del plus cognoscitivo que de ella pudiera derivar. Ello explica la tajante afirmación de Benedicto XVI en su polémico discurso universitario de Regensburg: “actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios”, ya que “Dios actúa con logos”. El Verbo encarnado aparece ya no sólo como palabra, sino que “significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero precisamente como razón”. Sólo esto hará posible un “encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión” [iv].

       La ética católica pues, lejos de aparecer como un entramado de prohibiciones de cuño sobrenatural, se propone como expresión de una racionalidad creadora capaz de servir de rumbo positivo al ejercicio de la libertad. No creo que los propios católicos lo tengan muy claro, lo que puede llevarles en más de una ocasión a sentirse prisioneros de unos dictados caprichosos y destinados a verse relativizados por el irrefrenable curso de la historia; como consecuencia, el mejor modo de ejercer un saludable progresismo sería aprestarse a ser los primeros en desobedecerlos.

       Si se me admite la anécdota, no dejó de resultarme significativo que, después de pronunciar una conferencia sobre problemas bioéticos en una cofradía sevillana, la primera pregunta formulada en el coloquio versara sobre en qué estribaba la diferencia entre una bioética cristiana y una bioética laica. Como si la ética que el demandante suscribía no consistiera en asumir normas susceptibles de acceso racional sino en peculiaridades confesionales; o como si el disertante no fuera un laico al abrigo de cualquier sospecha. La sobrenaturalización de la ley natural y la aceptación de una identidad entre laicidad y agnosticismo iban de la mano para el fervoroso cofrade.   Que la ley natural haya sido objeto de revelación, para contrarrestar previsibles mermas cognoscitivas personales o ambientales, no significa en realidad que su contenido sea verdadero porque Dios así lo haya querido; más bien ha querido que se observen por ser verdaderos.

UN LEBENSWELT ARISTOTÉLICO

       Cabrá sin duda preguntarse dónde habremos dejado aparcado a Habermas a estas alturas. Él mismo puede sacarnos de dudas. Su preocupación ante el imperialismo de la razón tecnológica encuentra un amplio campo de juego ante las propuestas esgrimidas por la eugenesia positiva norteamericana, que aspira a diseñar criaturas a la carta en vez de suscribir el empeño clínico de poner freno a factores genéticos negativos.

       Su preocupación por la sustitución tecnológica de lo “engendrado” por lo manufacturado le lleva a preocuparse seriamente por el futuro de la naturaleza humana. Reflexionando sobre su ya mítico “Lebenswelt”, la primera anotación puede resultar un tanto sorprendente, dado su bien conocida trayectoria filosófica: “nuestro mundo vital está en cierto sentido constituido aristotélicamente”. Invita pues a recordar la distinción del clásico griego entre teoría, técnica y praxis. Las ciencias naturales habrían pasado de esa observación desinteresada, que fascinaría a Heidegger, a una intervención técnica, destinada a someter a una naturaleza “des-almada”, desprovista de teleología. Como consecuencia, en la Modernidad la praxis se habría tecnificado, presa de una “lógica de la aplicación”, que acaba poniendo en cuestión esa “función directiva de la praxis propia de la moral y el derecho”[v].

       Un ejemplo concreto de esta suplantación de la praxis por la técnica sería el horizonte interrogativo de los apologetas norteamericanos de la eugenesia. Mientras que los alemanes, vinculados a conceptos éticos de persona o a concepciones metafísicas de la naturaleza, se plantean “si (ob)” determinados desarrollos de la técnica genética deben impulsarse, los americanos se preocupan sin más por “cómo (wie)” llevarlos a la práctica, sin ponerlo en cuestión, pese a que ello nos empuje hacia un “shopping in the genetic supermarket”[vi].

       A Benedicto XVI no le preocupará mucho incidir en argumentos similares. El fruto de la “autosuficiencia de la técnica” será que “el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los porqués que lo impulsan a actuar”. Se consolida así una “mentalidad tecnicista, que hace coincidir la verdad con lo factible”; pero “el verdadero desarrollo no consiste principalmente en hacer. La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la persona”[vii].

RAZÓN, VERDAD,  CIENCIA Y MÉTODO

       Nuestros dos autores convergen pues al cuestionar la rutinaria identificación de la razón con la actividad científica, y de la ciencia con el método positivo; tópicos sustentadores de la razón tecnológica. No parece que sirviera de mucho para superarlos la propuesta de Geisteswissenschaften, pues dejaba intocado tan curioso concepto de razón, limitándose a ampliar el de ciencia. Proponía una metodología paralela aplicable a las realidades del espíritu, generando una diplopía científica. Verdad y método continuaban sin embargo uncidas, para futura desesperación de Gadamer[viii].

       Este planteamiento se vería pronto sometido a revisión al entrar en escena un tercer elemento, destinado a relativizar el carácter decisivo del método positivo a la hora de acceder a lo verdadero: un sentido, que desbordada todo intento de aclaración (Erklären) para exigir una laboriosa comprensión (Vestehen). Para ampliar el acceso a la verdad de las cosas no sería pues suficiente una extensión del concepto de ciencia; habría que incluir en el orden del día, más allá de ella, una ampliación del concepto de razón.

       La fe en la ciencia acaba moviendo montañas y no es por ello extraño que de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos pueda derivarse seráficamente la convicción de que la educación sexual como asignatura escolar obligatoria no afecte en modo alguno a la libertad que a los padres pretende garantizar el artículo 27.3 de la Constitución, a la hora elegir la formación moral de sus hijos, porque entre otros sustanciosos argumentos, esa instrucción debe ser “objetiva y científica”, lo que excluiría todo “adoctrinamiento”[ix]. Que la ciencia puede suministrar interesantes aportaciones, anatómicas o fisiológicas de la relación sexual, o incluso aportar estadísticas sobre probabilidades de embarazo, queda fuera de toda duda. Que esté en condiciones de expresar el sentido de una relación sexual humana, en términos que permitan diferenciarla netamente de la un simio, parece más problemático. Limitarse a suministrar una mera aclaración de hechos, marginando la comprensión de su sentido, equivale a renunciar a toda posibilidad real de educar, ya sea obligatoriamente o por libre.

       La relativización del método se consumará al asumirse que la actividad científica no encuentra fundamento en una razón aséptica, sino que la lleva a cabo un ser humano situado en un determinado contexto, lo que la hace partir inevitablemente de una pre-comprensión interpretativa, que es la que acabará dotándola de sentido[x].

ENSANCHAR LA RAZÓN

       Asumiendo este marco, así como figuras políticas del pasado se hicieron acreedores del título de “Defensor fidei”, Benedicto XVI aparece como un “Defensor rationis” en su empeño por propiciar un “ensanchamiento de nuestra comprensión de la racionalidad”, respondiendo a “los intentos estrechos y fundamentalmente irracionales de limitar el alcance de la razón”. El concepto de razón tendría que “ensancharse”, para explorar “aspectos de la realidad que van más allá de lo puramente empírico”[xi]. Meses después hubiera llegado ya más lejos, si alguna roma versión de lo políticamente correcto no se lo hubiera impedido: “el mensaje de la fe cristiana nunca es solamente una ‘comprehensive religious doctrine’ en el sentido de Rawls, sino una fuerza purificadora para la razón, que la ayuda a ser más ella misma”[xii].

       Si antes había señalado que el Verbo no es sólo Palabra sino razón, ahora añadirá que la Palabra quedaría vacía si no se nos brinda como sentido: “existen dimensiones del significado de la Palabra y de las palabras, que se desvelan sólo en la comunión vivida de esta Palabra que crea la historia. Mediante la creciente percepción de las diversas dimensiones del sentido, la Palabra no queda devaluada, sino que aparece incluso con toda su grandeza y dignidad”. Resulta pues lógico que se nos recuerde que “el cristianismo no es simplemente una religión del libro”[xiii].

       Habermas, por su parte, considerará necesario un replanteamiento de la Ilustración, que sitúe su legado a cubierto de posibles querencias autodestructivas. Consciente de que puede ser malinterpretado, tiene buen cuidado en salvarse del anatema de pre-moderno. Sus reservas ante la eugenesia liberal encerrarían “algo distinto a la expresión de una burda resistencia antimodernista”, ya que no olvida que “la des-tradicionalización del mundo vital es un aspecto importante de la modernización social”. Esto le aparta de “reaccionar con una reelaboración moral cognitivista de tradiciones religiosas”. Lo necesario es dar paso a un “cambio formal en la percepción del proceso de modernización”, que evitando “una remitificación” de la mano de la ciencia, genere “una reflexión de lo moderno sobre sí mismo, que posibilite una ilustración más allá de sus fronteras”[xiv].

       Tampoco Benedicto XVI se muestra propicio a convertirse en víctima de interpretaciones simplistas: su crítica a la razón tecnológica “no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al período anterior a la Ilustración, rechazando de plano las convicciones de la época moderna”. Reconociendo “lo que tiene de positivo el desarrollo moderno del espíritu”, lo obligado no sería “retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso”[xv].

       Esta convergencia da paso al convencimiento de que el relativismo ético, lejos de dejar abierto un apacible campo de diálogo social, sirve de entrada a un utilitarismo economicista, incompatible tanto con la antropología cristiana como con el no archivado anticapitalismo habermasiano. Desde éste, la entrada en juego de la biotecnología obliga a plantearse si habrá que comportarse “autónomamente”, con el apoyo tanto de consideraciones éticas personales como una regulación pública basada en “una democrática conformación de voluntad”, o si todo consistirá en actuar “arbitrariamente de acuerdo con preferencias subjetivas, que encuentran satisfacción en el mercado”. El dilema ética-mercantilismo queda así meridianamente expuesto. Hay que establecer si lo que las intervenciones en el genoma propician es “un incremento de libertad necesitado de regulación” ética, o si se limitan a dar vía libre a unas subjetivas “preferencias no necesitadas de autolimitación alguna”[xvi].

       Benedicto XVI tenía también previsto abundar en ello. La técnica puede acabar entendiéndose como instrumento “de una libertad absoluta, que desea prescindir de los límites inherentes a las cosas”[xvii]. Ello le lleva a diagnosticar que “el peligro del mundo occidental” es que “se rinda ante la cuestión de la verdad. Y eso significa al mismo tiempo que la razón, al final, se doblega ante la presión de los intereses y ante el atractivo de la utilidad, y se ve forzada a reconocerla como criterio último”[xviii]. Ética o mercado, a su modo, también contrapuestos.

CONOCIMIENTO, INTERÉS Y BIOTECNOLOGÍA

       El Habermas que comencé a leer a finales de los sesenta andaba muy ocupado en una Ideologiekritik muy sensible al juego de conocimiento e interés[xix]. Le parecía decisivo que el pensador suscribiera un “interés directivo del conocimiento” con valencia emancipadora[xx]. Años después Benedicto XVI, en ese discurso que una Universidad renunciaría a oír, de la manera más ridícula imaginable, lo citará para alabar su propuesta de un “proceso de argumentación sensible a la verdad (wahrheitssensibles Argumentationsverfahren)”. Lo hará enlazando también conocimiento e interés, al apuntar que “es muy difícil transformarlo en una praxis política”, porque hoy “la sensibilidad por la verdad se ve siempre arrollada de nuevo por la sensibilidad por los intereses”[xxi].

       La biotecnología se convertirá en campo de  juego arquetípico a la hora de escenificar el problema.  A Habermas le incitará a plantear la necesidad de esa fundada autorrestricción (“begründete Enthaltsamkeit”), que le sirvió de título en el discurso que pronunciara en Zurich el 9.IX.2000, en el que abordaba el “estatuto moral de la vida humana pre-personal”. Relegando la condición de persona a lo meramente jurídico, considera éticamente exigible la protección de una vida ya humana. Se muestra alarmado porque la investigación con embriones y el diagnóstico pre-implantatorio “ejemplifican un peligro que cabría vincular a la metáfora de la cría de hombres”; de aire más ganadero que sanitario, le parecía bastante alejada del imperativo moral kantiano del “trato no instrumentalizador con una segunda persona”, que caracterizaría  a la “lógica del sanar”[xxii].

       Benedicto XVI aceptará sin vacilar ese protagonismo temático: “En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral”. Nos encontramos ante “un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de una intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia”. La conclusión brota con facilidad: “la racionalidad del quehacer técnico centrada sólo en sí misma se revela como irracional, porque comporta un rechazo firme del sentido y del valor”. Como acostumbra, concluirá con una llamada a la confluencia de razón y fe: “Atraída por el puro quehacer técnico, la razón sin la fe se ve avocada a perderse en la ilusión de su propia omnipotencia. La fe sin la razón corre el riesgo de alejarse de la vida concreta de las personas”[xxiii].

INMANENTISMO SECULARISTA: GROCIO MALINTERPRETADO.

       La referencia al inmanentismo, cerrado a toda transcendencia, no deja de resultar significativa porque, como he señalado en alguna otra ocasión[xxiv], no faltan malentendimientos de la propuesta de Grocio de que, aun admitiendo hipotéticamente que Dios no existiese, no nos faltaría un referente ético natural sobre el que fundamentar soluciones compartidas. El malentendido, del que confieso no haberme visto libre, consistiría en entender que un planteamiento inmanentista de la realidad -como el propio del llamado, a la italiana, secularismo- sería una postura natural y obligadamente compartida por creyentes y no creyentes; mientras que la opción por la transcendencia se convertiría en mera posibilidad aleatoria sin necesaria ni deseable influencia de tejas abajo. Como luego apuntaré, ha sido Habermas quien con mayor nitidez me ha llevado a replantear este punto de vista, al descubrir inmanencia y transcendencia no como actitudes asimétricas, una común, natural y neutra y otra sobrenatural y optativamente adicional. Se trataría por el contrario de dos alternativas simétricas, entre las que no cabe neutralidad alguna, lo que obliga a un notable esfuerzo para lograr armonizarlas.

       Volviendo a la importancia del sentido de lo real, convertir a la inmanencia, y con ello al cierre a la transcendencia, en ámbito natural compartido sería tan absurdo como entender (y no falta hoy quien lo haga) que nuestra condición de animales racionales nos incluye en una comunidad animal homogénea, sin perjuicio de que algunos de sus miembros se puedan permitir pinitos racionales más o menos exitosos. Volviendo a la debatida educación sexual, es obvio que al valorar las relaciones humanas en ese ámbito no sería razonable reconocerles el mismo sentido que a las de los animales sin desnaturalizarlas radicalmente. Una relación sexual para ser propiamente humana ha de excluir la violencia y asumir las exigencias de racionalidad que llevan a respetar la dignidad ajena. No nos encontramos pues en el juego animal-racional, ni quizá en el natural-sobrenatural, ante mundos optativamente superpuestos sino ante realidades mutuamente implicadas.

       Esto puede explicar que el empeño de nuestros autores por dar paso a un replanteamiento del legado de la Ilustración les lleve a una crítica compartida de los dictados del laicismo, que cobra rasgos discriminatorios e incluso reaccionarios. Una vez más, Benedicto XVI se propondrá aludir como punto de referencia a un autor ya citado, preguntándose: “¿Qué es la razón? ¿Cómo puede una afirmación -sobre todo una norma moral- demostrarse razonable?”. Recordará al respecto cómo  “John Rawls, aun negando a doctrinas religiosas globales el carácter de la razón pública”, ve en ellas una manifestación de “razón no pública” que no cabrá desconocer por obediencia a dictados laicistas. Su racionalidad quedaría puesta de manifiesto por “el hecho de que esas doctrinas derivan de una tradición responsable y motivada”. En consecuencia, “la sabiduría de las grandes tradiciones religiosas” es “una realidad que no se puede impunemente tirar a la papelera de la historia de las ideas”[xxv].

PLURALISMO COMO DIVERGENCIA

       En lo que a Rawls atañe este intento podría, sin embargo, tropezar con su peculiar modo de entender el pluralismo. No lo contempla como un método para acercarnos a una verdad objetiva, que apreciaría como síntoma de éxito la progresiva convergencia en resultados homogéneos. Más preocupado por constatar resultados plurales, entendidos como síntoma de salud social, considerará que “un entendimiento continuo y compartido sobre una doctrina comprehensiva religiosa, filosófica o moral sólo puede ser mantenido mediante el uso opresivo del poder estatal”[xxvi], lo que le privaría a priori de toda legitimidad.

       Quizá esto pueda explicar la obsesiva preocupación por la igualdad religiosa que se detecta en estrategias políticas de quienes no se atreverían a proponer una promoción de la igualdad ideológica. Parece como si consideraran imprescindible una peculiar biodiversidad religiosa, ante la notable hegemonía católica en nuestros país. La perciben como una confesionalidad sociológica[xxvii], cuya raíz parecen achacar simplistamente a un nacional-catolicismo puesto en marcha por el mismísimo Don Pelayo. De ahí que se cierren los oídos, con sorprendente desenvoltura, al mandato del artículo 16.3 de la Constitución, que no sólo suscribe un principio de cooperación de los poderes públicos con las confesiones religiosas, incompatible con el drástico separatismo laicista, sino que establece con claridad que sus resultados habrán de ser “consiguientes” a las “creencias religiosas de la sociedad española”, en vez de aspirar a neutralizarlas o diluirlas.

       Tampoco deja de plantear problemas al concepto de pluralismo que parece suscribir el propio Habermas. Su propuesta de ética comunicativa se plantea como un método aparentemente neutral, pero todo invita a pensar que acabará resultando poco compatible con una posible propuesta argumental que plantee la existencia de absolutos morales. De ahí su insistencia en considerar “dudosamente jurídico-constitucional” el argumento moral de que “el embrión goza desde el comienzo de dignidad humana y absoluta protección”, ya que tal postura “zanja el debate en el que hemos de avanzar, si queremos ponernos políticamente de acuerdo sobre estas cuestiones fundamentales con el obligado respeto jurídico constitucional a un pluralismo de concepciones del mundo”[xxviii].

       Lo más llamativo de este enfoque es su ignorancia de que los derechos fundamentales no son a fin de cuentas sino la proyección jurídica de absolutos morales; lo que explica que condicionen la capacidad de acción del legislador democrático y se muestren invulnerables al juego del principio mayoritario. Optará por proponernos una “distinción jurídica entre la dignidad de la persona incondicionalmente válida y una protección de la vida del embrión, que puede ser fundadamente ponderado con otros bienes jurídicos”; aunque apunte que no cabe una “valoración de la vida humana pre-personal” como si se tratara de “un bien más entre otros”, porque “el cómo tratamos a la vida humana antes del nacimiento (o al hombre ya fallecido), afecta a nuestra autocomprensión como ser de una especie” y, en consecuencia, al “planteamiento de nosotros mismos como personas morales”[xxix]. A la hora de la verdad lo que parece en juego no es tanto la dignidad de esa vida humana, sino que nuestra propia dignidad depende del tratamiento que le confiramos.

       El argumento de Robert Spaemann, para el que toda moral remite, antes o después, a una fundamentación desde determinada concepción del mundo, configurando así ambos elementos una relación fundamentadora circular, merecerá su rechazo; cancelaría “el aporte de tolerancia de una moral y una concepción de los derechos humanos ilustrada neutral respecto a concepciones del mundo”[xxx]. Tras admitir que “en esta controversia ha fracasado todo intento de llegar a una descripción del estatuto moral de la vida humana temprana, neutral respecto a concepciones del mundo y libre de prejuicios”, no nos puede ofrecer otro punto de apoyo que el dudoso alcance de una resignada “intuición de que la vida humana pre-personal no puede convertirse simplemente en un bien disponible en concurrencia con otros”[xxxi].

       Por si se quiere calibrar la incidencia jurídica de este déficit de fundamentación basta conceder la palabra al hasta no hace mucho vicepresidente del Tribunal Constitucional Federal de Karlsruhe, quien no encuentra ningún principio fundamental de ética o derecho que reúna bajo sí aplicaciones casuísticas tan dispares como el de la dignidad humana”. De ahí que proponga una “reducción y relativización” de argumentos derivados de ella. De lo contrario, se convertiría en un proceder que “mata el discurso”, al herir de muerte a “la concepción argumentativa que permite reencontrar el valor y el derecho”[xxxii]. Quizá ello explique la curiosa jurisprudencia constitucional española que aplica la reserva de ley orgánica a los derechos fundamentales, pero no a la dignidad que en el artículo 10 les sirve de fundamento[xxxiii].

LAICISMO EMPOBRECEDOR Y DISCRIMINATORIO

       Analizar la dimensión reaccionaria del laicismo nos encaminaría a Regensburg. Resulta obvio que “en el mundo occidental está muy difundida la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de la filosofía derivadas de ella son universales. Pero las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas”[xxxiv]. La propuesta laicista, que pretende fundar la comunicación intercultural sobre una incomunicación con las religiones, no parece resultarle demasiado coherente. Benedicto XVI lo tiene tan asimilado que no le cuesta mucho improvisarlo, ya el 11 de mayo de 2010 en pleno vuelo hacia Lisboa, ante periodistas: “una cultura europea que fuera únicamente racionalista no tendría la dimensión religiosa trascendente, no estaría en condiciones de entablar un diálogo con las grandes culturas de la humanidad, que tienen todas ellas esta dimensión religiosa trascendente, que es una dimensión del ser humano. Por tanto, pensar que hay sólo una razón pura, antihistórica, sólo existente en sí misma, y que ésta sería la razón, es un error”.

       No tiene la menor duda de que “escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente las de la fe cristiana, constituye una fuente de conocimiento; oponerse a ella sería una grave limitación de nuestra escucha y de nuestra respuesta”. De ahí que haya que mostrar “la valentía para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza”[xxxv].

       Que un Papa afirme todo esto no puede sorprender a nadie, pero el propio Habermas no tendrá tampoco nada que objetar; muy al contrario: se cuestionará si es “la ciencia moderna una práctica que puede explicarse completamente por sí misma” y, sobre todo, si “determina performativamente la medida de todo lo verdadero y todo lo falso”, o si “puede más bien entenderse como resultado de una historia de la razón que incluye de manera esencial las religiones mundiales”[xxxvi].

       El intento laicista de encerrar toda proyección de lo religioso en catacumbas privadas no implica sólo la discriminación de individuos y grupos sino, más allá, un lamentable empobrecimiento colectivo. Para Benedicto XVI, “la religión cristiana y las otras religiones pueden contribuir al desarrollo solamente si Dios tiene un lugar en la esfera pública, con específica referencia a la dimensión cultural, social, económica y, en particular, política”. Le parece urgente, citando a Juan Pablo II, reivindicar esa “carta de ciudadanía”. No duda en parangonar “la exclusión de la religión del ámbito público” con “el fundamentalismo religioso”, porque ambos impedirían “el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones y la política adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien porque se les priva de su fundamento trascendente, bien porque no se reconoce la libertad personal. En el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa”[xxxvii].

       Será, sin embargo, Habermas quien abordará las inconsecuencias del laicismo con una desenvoltura que no he encontrado en autor católico alguno. Ya ha habido referencias a ello en esta casa en ocasión anterior y yo mismo las he abordado en el libro aquí recientemente presentado[xxxviii]. A su juicio, “el Estado liberal incurre en una contradicción cuando imputa por igual a todos los ciudadanos un ethos político que distribuye de manera desigual las cargas cognitivas entre ellos”. La desigualdad surge ante la obligada “traducibilidad de las razones religiosas” y la “precedencia institucional de que gozan las razones” agnósticas, lo que exige a los creyentes “un esfuerzo de aprendizaje y de adaptación” que se ahorran los que no lo son. No bastaría con admitir “manifestaciones religiosas en la esfera público-política”; habría que asegurarse de que “a todos los ciudadanos se les puede exigir que no excluyan el posible contenido racional de estas contribuciones”. Será, por supuesto, necesaria la “traducción institucional de las razones religiosas”, que da por hecho que -en nuestro contexto cultural- “asumen los ciudadanos creyentes”[xxxix].

       No le parece tan seguro que los ciudadanos no creyentes manifiesten similares habilidades; más bien apunta “que está lejos de ser evidente en las sociedades secularizadas de Occidente”. De ahí que les invite a “un cambio de mentalidad que no es menos cognitivamente exigente que la adaptación de la conciencia religiosa a los desafíos de un entorno que se seculariza cada vez más”. Sería una de las tareas pendientes de “una Ilustración que se cerciora críticamente de sus propias limitaciones”: ser capaz de comprender la “falta de coincidencia con las concepciones religiosas como un desacuerdo con el que hay que contar razonablemente”. En conclusión, nos dirá: “la ética democrática de la ciudadanía, en la interpretación que yo he propuesto, sólo se le puede exigir razonablemente a todos los ciudadanos por igual” cuando todos, los creyentes y los agnósticos, “recorran procesos de aprendizaje complementarios”[xl]. No sólo las confesiones religiosas poco dadas a proponer ensanchamientos de la razón, implícitamente aludidas con no poco escándalo en Regensburg, habrían pues de cambiar de mentalidad.

MEDIOS, DERECHO Y SENSIBILIDAD ÉTICA

       De poco serviría, no obstante, derribar en el ámbito político esa barrera laicista si no sucede lo propio en otros. Habermas, convencido de la necesidad de elementos éticos reguladores del avance tecnológico, no parece muy esperanzado en que vengan de Wall Street. Confía, desde su agnosticismo, en que las religiones colaboren a colmar tan sensible laguna. Se muestra muy sensible ante la falta de coraje cívico que adivina en determinadas manifestaciones públicas, lo que no dejará de implicar también a los medios de comunicación.

     En el trabajo que protagoniza su crítica a la razón tecnológica[xli]aludirá a la declaración de la Deutsche Forschungsgemeinschaft, que, ante la contradictoria prohibición de generar líneas celulares embrionarias, mientras se permitía su importación, consideraba que con la admisión de la fecundación in vitro se había ya “pasado el Rubicón”, lo que convertiría en  “irrealista” toda vuelta a la situación anterior. Lo interpreta como la imposición de una “fuerza normativa de lo fáctico”, apoyada en una “escéptica opinión pública, que considera que la dinámica sistémica de ciencia, técnica y economía genera unos faits accomplis que no cabe despejar” éticamente. En consecuencia, “la tibia maniobra de la DFG devalúa las poco entusiastas posturas disidentes en el ámbito de una investigación financiada ya por el mercado de capitales”[xlii].

       Tampoco Benedicto XVI se quedará atrás. “El desarrollo tecnológico está relacionado con la influencia cada vez mayor de los medios de comunicación social”. Habrá que asumir que, “para bien o para mal, se han introducido de tal manera en la vida del mundo, que parece realmente absurda la postura de quienes defienden su neutralidad y, consiguientemente, reivindican su autonomía con respecto a la moral de las personas”. El auténtico protagonista acabará siendo el mismo: “tendencias de este tipo, que enfatizan la naturaleza estrictamente técnica de estos medios, favorecen de hecho su subordinación a los intereses económicos, al dominio de los mercados, sin olvidar el deseo de imponer parámetros culturales en función de proyectos de carácter ideológico y político”[xliii].

       Tampoco resultará indiferente el papel de las instancias jurídicas, a menos que se olvide la obvia relevancia normalizadora del derecho, que le hace capaz de reconfigurar la moral social positiva[xliv]. A Habermas le preocupa particularmente un argumento que la bioética permisiva tiende a trivializar: el de la llamada pendiente resbaladiza. Le parece fácil “prever que la frontera de tolerancia de lo originariamente considerado como normal se irá difuminando con los acumulativos efectos de acostumbramiento fruto de normas sanitarias más pormenorizadas y de las intervenciones genéticas permitidas”. En concreto, aunque “la investigación con células-madre embrionarias humanas no se mueve bajo la perspectiva de una cría” de aire ganadero, “exige sin embargo de entrada una actitud instrumentalizadora” que, al llevar a cabo “una praxis de tipo distinto a la procreación”, “exige un trato cosificador de la vida humana pre-personal”. Se produciría así una “ruptura de diques”, dada “la función simbólica de la protección de los embriones humanos para todos los que no pueden protegerse a sí mismos ni pueden argumentar sobre ello”[xlv].

       Ese “acostumbramiento” social, al que ya había aludido, le parece inevitable: “En la medida en que la creación y empleo de embriones para investigación médica se extiende y normaliza, se modifica la percepción cultural de la vida humana prenatal con la consecuencia de que se embota la sensibilidad moral sobre los límites de un cálculo costos-beneficio”. Bastaría evocar la entusiasta bienvenida propiciada por los medios de comunicación al llamado bebé-medicamento para confirmar lo fundado del diagnóstico. Ante el riesgo de que prosperen propuestas eugenésicas a la americana, constata que “hoy detectamos aún lo obsceno de esta praxis cosificadora, preguntándonos si podemos vivir en una sociedad, que paga el apego narcisista a las propias preferencias con la insensibilidad hacia los fundamentos naturales y normativos de la vida”. No parece ocurrir lo mismo ante las promesas, por lo demás hoy por hoy científicamente inaccesibles, de clonación humana. A su juicio, el sometimiento de la protección de la vida pre-personal a fines terapéuticos de alto rango colectivo produce una “pérdida de sensibilidad de nuestra visión de la naturaleza humana”, a la vez que “un acostumbramiento de la mano de tal praxis allana el camino” a la eugenesia[xlvi].

PROPUESTAS CONCLUSIVA

    A la hora de ir derivando conclusiones, Habermas insistirá en que le “interesa particularmente la cuestión de cómo la desdiferenciación biotécnica de la acostumbrada distinción entre lo gestado (Gewachsenes) y lo fabricado (Gemachtes), lo subjetivo y lo objetivo, altera nuestra autocomprensión ética de la especie hasta ahora en vigor”[xlvii]. Su propuesta ha de sortear más de un escollo. Siempre post-metafísico, resaltará que su “planteamiento es independiente de convicciones ontológicas sobre el comienzo de la vida personal”, ya que “no se justifica desde una dignidad del hombre entendida metafísicamente”. Parece verse obligado a apelar a intuiciones previas, más sentimentales que racionales: “el sentimiento de que no podemos instrumentalizar al embrión para cualquier otro fin, como a una cosa, encuentra ciertamente expresión en la exigencia de conferirle anticipadamente la consideración de como una segunda persona”. El socorrido recurso postkantiano al “als ob” debería pues sacarnos del apuro. Dentro de discurso ético comunicativo, habrá que tratar al embrión como a alguien “que si hubiera nacido hubiera podido pronunciarse sobre tal tratamiento”. El escollo decisivo, que invita a una problemática moviola, radicará en que es inevitable reconocer que “el manejo meramente experimental o   manipulador en el laboratorio de investigación no apunta en absoluto a un nacimiento”[xlviii].

Benedicto XVI, por su parte, sugerirá que “se necesitan unos ojos nuevos y un corazón nuevo, que superen la visión materialista de los acontecimientos humanos y que vislumbren en el desarrollo ese algo más que la técnica no puede ofrecer” [xlix].


[i] J-HABERMAS-J.RATZINGER Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión Madrid, Encuentro, 2006.

[ii] A. OLLERO TASSARA De la protección de la intimidad al poder de control sobre los datos personales. Exigencias jurídico-naturales e historicidad en la jurisprudencia constitucional Discurso de Recepción y Contestación por el Académico de Número Excmo. Sr. D. Manuel Jiménez de Parga y Cabrera. Sesión del 18 de noviembre de 2008. Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 2008, pág. 29.

[iii] COMMISSIONE TEOLOGICA INTERNAZIONALE Alla ricerca di un’etica universale: nuovo sguardo sulla legge naturale, 64 y 68. El documento fue aprobado por unanimidad en la sesión del 1 al 6 de diciembre de 2008 y publicado con la aprobación de su presidente, el cardenal William J. Levada.

[iv] Tal encuentro “permanece como fundamento de lo que, con razón, se puede llamar Europa” -BENEDICTO XVI Discurso en la Universidad de Regensburg, 12.IX.2006.

[v] J.HABERMAS Die Zukunft der menschlichen Natur. Auf dem Weg zu einer liberalen Eugenik? Frankurt/Main, Suhrkamp, 2002 (4ª ed. ampliada), págs. 80-82.

[vi] J.HABERMAS Die Zukunft der menschlichen Natur (cit. nt. 5), pág. 128.

[vii] BENEDICTO XVI Caritas in Veritate, 70.

[viii] H.G. GADAMER Wahrheit und Methode Tübingen, Mohr, 1965. De ello me ocupé hace más de treinta años: Derecho y sociedad. Dos reflexiones sobre la filosofía jurídica alemana actual Madrid, Editora Nacional, 1973; con posterior traducción al

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