El tema de discusión que se nos ha propuesto, me recuerda una pregunta que, en los años sesenta, Ernst-Wolfgang Böckenförde redujo a la dramática fórmula de si un Estado liberal, secularizado, no se está nutriendo de presupuestos normativos que él mismo no puede garantizar[1].
En ello se expresa la duda de que el Estado constitucional democrático pueda cubrir con sus propios recursos los fundamentos normativos en los que ese Estado se basa, así como la sospecha de que ese Estado quizá dependa de tradiciones cosmovisionales o religiosas autóctonas [que no dependen de él], y en todo caso de tradiciones éticas también autóctonas, colectivamente vinculantes. Esto, ciertamente, pondría en aprietos a un Estado que, en vistas del “hecho del pluralismo” (Rawls), está obligado a mantener la neutralidad en lo que se refiere a cosmovisiones. Claro es que tal conclusión no puede emplearse como un contraargumento contra aquella sospecha.
[0.- Plan de la presente ponencia]
Lo que voy a empezar haciendo es especificar el problema en dos aspectos. En el aspecto cognitivo la duda se refiere a la cuestión de si, después de la completa positivización del derecho, la estructuración del poder político es todavía accesible a una justificación o legitimación secular, es decir, a una justificación o legitimación no religiosa, sino postmetafísica [1]. Pero aun cuando se admita tal legitimación, en el aspecto motivacional todavía sigue en pie la duda de si una comunidad que, en lo que se refiere a cosmovisión es pluralista, podrá estabilizarse normativamente (es decir, más allá de un simple modus vivendi) a través de la suposición de un consenso de fondo que, en el mejor de los casos, será un consenso formal, un consenso limitado a procedimientos y principios [2]. Pero aun cuando pudiera despejarse esa duda, quedaría en pie el que los ordenes liberales dependen (en lo que respecta a dimensión normativa) de la solidaridad de sus ciudadanos, y que esas fuentes podrían secarse a causa de una “descarrilada” secularización de la sociedad en conjunto. Este diagnóstico no puede rechazarse sin más, pero tampoco puede entenderse en el sentido de que aquellos entre los defensores de la religión, que son gente formada, es decir, que son la clase culta, quieran obtener de ello una especie de “plusvalía” para lo que ellos defienden [3]. En lugar de eso (es decir, para evitar esa obtención de plusvalía) voy a proponer entender la secularización cultural y social como un doble proceso que obliga tanto a las tradiciones de la Ilustración como a las doctrinas religiosas a reflexionar sobre sus respectivos límites [4]. Y en lo que respecta a las sociedades postseculares se plantea, finalmente, la cuestión de cuáles son las actitudes cognitivas y las expectativas normativas que un Estado liberal puede suponer y exigir tanto a sus ciudadanos creyentes como a sus ciudadanos no creyentes en su trato mutuo [5].
[1.- Justificación no religiosa, postmetafísica, del derecho]
El liberalismo político (que yo defiendo en la forma especial de un republicanismo kantiano[2]) se entiende como una justificación no religiosa y postmetafísica de los fundamentos normativos del Estado constitucional democrático. Esta teoría se mueve en la tradición del derecho racional, que renuncia a las fuertes presuposiciones tanto cosmológicas como relativas a la historia de la salvación, que caracterizaban a las doctrinas clásicas y religiosas del derecho natural. La historia de la teología cristiana en la Edad Media, y en especial la Escolástica española tardía, pertenecen, naturalmente, a la genealogía de los derechos del hombre. Pero los fundamentos legitimadores de un poder estatal neutral en lo concerniente a cosmovisión proceden finalmente de las fuentes profanas que representa la filosofía del siglo XVII y del siglo XVIII. Sólo mucho más tarde fueron capaces la teología y la Iglesia de digerir los desafíos espirituales que representaba el Estado constitucional revolucionario. Por el lado católico, que con la idea de “luz natural”, con la idea de lumen naturale, una relación mucho más distendida, nada se opone en principio a una fundamentación autónoma de la moral y del derecho, es decir, a una fundamentación de la moral y del derecho, independiente de las verdades reveladas.
La fundamentación postkantiana de los principios constitucionales liberales [es decir, la posición que sostiene Habermas] ha tenido que enfrentarse en el siglo XX, no tanto a la nostalgia de un derecho natural objetivo (o de una “ética material de los valores”), cuanto a formas de crítica de tipo historicista y empirista. Pues bien, a mi juicio, son suficientes presuposiciones débiles acerca del contenido normativo de la estructura comunicativa de las formas de vida socioculturales, para defender contra el contextualismo un concepto no derrotista de razón, y contra el positivismo jurídico un concepto no decisionista de validez jurídica. La tarea central consiste en este sentido en explicar [primero] por qué el proceso democrático se considera un procedimiento de establecimiento legítimo del derecho o de creación legítima del derecho; y la respuesta es que, en cuanto que cumple condiciones de una formación inclusiva y discursiva de la opinión y de la voluntad, el proceso democrático funda la sospecha de una aceptabilidad racional de los resultados; y [segundo] por qué la democracia y los derechos del hombre son las dimensiones normativas básicas que nos aparecen siempre cooriginalmente entrelazadas en lo que son nuestras constituciones, es decir, en lo que en Occidente ha venido siendo el establecimiento mismo de una constitución; y la respuesta es que la institucionalización jurídica del procedimiento de creación democrática del derecho exige que se garanticen a la vez tanto los derechos fundamentales de tipo liberal como los derechos fundamentales de tipo político-ciudadano.[3]
El punto de referencia de esta estrategia de fundamentación (de la estrategia de fundamentación postmetafísica que estoy considerando) es la constitución que se dan a sí mismos ciudadanos asociados, y no la domesticación de un poder estatal ya existente, pues ese poder (esto es lo que se está suponiendo en dicha estrategia de fundamentación postmetafísica), pues ese poder, digo, ha de empezar generándose por la vía del establecimiento democrático de una constitución (es decir, por la misma vía por la que llega a establecerse una constitución democrática). Un poder estatal “constituido” (y no sólo constitucionalmente domesticado) es siempre un poder juridificado hasta en su núcleo más íntimo, de suerte que el derecho penetra hasta el fin el poder político, hasta no dejar ni un residuo que no esté juridificado. Mientras que el positivismo de la voluntad estatal (muy enraizado él en el imperio alemán), que sostuvieron los teóricos alemanes del Derecho Público (desde Laband y Jellinek hasta Carl Schmitt) había dejado siempre algún hueco o algún rincón por el que podía colarse de contrabando algo así como una sustancia ética de lo “estatal” o de lo “político”, exenta de derecho, en el Estado constitucional no queda ningún sujeto del poder político, que pudiera suponerse que se nutre o se está nutriendo de una sustancia prejurídica o de algún tipo de sustancia prejurídica[4]. De la soberanía preconstitucional de los príncipes no queda en el Estado constitucional ningún lugar vacío que ahora – en la forma de ethos de un pueblo más o menos homogéneo – hubiera que rellenar con una soberanía popular igualmente sustancial (es decir, de base igualmente prejurídica).
A la luz de esta herencia problemática, la pregunta de Böckenförde ha podido entenderse en el sentido de si un orden constitucional totalmente positivazado necesita todavía de la religión o de algún otro “poder sustentador” para asegurar cognitivamente los fundamentos que lo legitiman. Conforme a esta lectura, la pretensión de validez del derecho positivo dependería de una fundamentación en convicciones de tipo ético-prepolítico, de las que serían portadoras las comunidades religiosas o las comunidades nacionales, porque tal orden jurídico no podría legitimarse autorreferencialmente a partir sólo de procedimientos jurídicos generados democráticamente. Si, por el contrario, el procedimiento democrático no se entiende, como hacen Kelsen o Luhmann en términos positivistas, sino que se lo concibe como un método para generar legitimidad a partir de la legalidad (es lo que he defendido en “Facticidad y validez”), no surge ningún déficit de validez que hubiera que rellenar mediante eticidad (es decir, que hubiera que rellenar recurriendo a sustancia normativa pre-jurídica). Así pues, frente a una comprensión del Estado constitucional, proveniente del hegelianismo de derechas, está esta otra concepción, procedimental, inspirada por Kant, de una fundamentación de los principios constitucionales, autónoma, que, tal como ella misma pretende, sería racionalmente aceptable para todos los ciudadanos.
[3.- La duda en el aspecto motivacional]
En lo que sigue voy a partir de que la constitución del Estado liberal puede cubrir su necesidad de legitimación en términos autosuficientes, es decir, administrando en lo que a argumentación se refiere, un capital cognitivo y unos recursos cognitivos que son independientes de las tradiciones religiosas y metafísicas. Pero incluso dando por sentada esta premisa, sigue en pie la duda en lo que respecta al aspecto motivacional. Efectivamente, los presupuestos normativos en que se asienta el Estado constitucional democrático son más exigentes en lo que respecta al papel de ciudadanos que se entienden como autores del derecho, son más exigentes en ese aspecto, digo, que en lo que se refiere al papel de personas privadas o de miembros de la sociedad, que son los destinatarios de ese derecho que se produce en el papel del ciudadano. De los destinatarios del derecho se sólo espera que en la realización de lo que son sus libertades subjetivas (y de lo que son sus aspiraciones subjetivas) no transgredan los límites que la ley les impone. Pero algo bien distinto a lo que es esta simple obediencia frente a leyes coercitivas, a las que queda sujeta la libertad, es lo que se supone en lo que respecta a las motivaciones y actitudes que se esperan de los ciudadanos precisamente en el papel de colegisladores democráticos.
Pues se supone, efectivamente, que éstos han de poner por obra sus derechos de comunicación y sus derechos de participación, y ello no sólo en función de su propio interés bien entendido, sino orientándose al bien común, es decir, al bien de todos. Y esto exige la complicada y frágil puesta en juego de una motivación, que no es posible imponer por vía legal. Una obligación legalmente coercitiva de ejercer el derecho a voto, representaría en un Estado de derecho un cuerpo tan extraño como una solidaridad que viniese dictada por ley. La disponibilidad a salir en defensa de ciudadanos extraños y que seguirán siendo anónimos y a aceptar sacrificios por el interés general es algo que no se puede mandar, sino sólo suponer, a los ciudadanos de una comunidad liberal. De ahí que las virtudes políticas, aun cuando sólo se las recoja o se las implique “en calderilla”, sean esenciales para la existencia de una democracia. Esas virtudes son un asunto de la socialización, y del acostumbrarse a las prácticas y a la forma de pensar de una cultura política traspasada por el ejercicio de la libertad política y de la ciudadanía. Y, por tanto, el estatus de ciudadano político está en cierto modo inserto en una “sociedad civil” que se nutre de fuentes espontáneas, y, si ustedes quieren, “prepolíticas”.
Pero de ello no se sigue que el Estado liberal sea incapaz de reproducir sus propios presupuestos motivacionales a partir de su propio potencial secular, no-religioso. Los motivos para una participación de los ciudadanos en la formación política de la opinión y de la voluntad colectiva se nutren, ciertamente, de proyectos éticos de vida (es decir, de ideales de existencia) y de formas culturales de vida. Pero las prácticas democráticas desarrollan su propia dinámica política. Sólo un Estado de derecho sin democracia, al que en Alemania estuvimos acostumbrados durante mucho tiempo, sugeriría una respuesta negativa a la pregunta de Böckenförde:
“¿Cómo podrían vivir pueblos estatalmente unidos, cómo podrían vivir, digo, sólo de la garantía de la libertad de los particulares, sin un vínculo unificador que anteceda a esa libertad?”[5] La respuesta es que el Estado de derecho articulado en términos de constitución democrática garantiza no sólo libertades negativas para los miembros de la sociedad que, como tales, de lo que se preocupan es de su propio bienestar, sino que ese Estado, al desatar las libertades comunicativas, moviliza también la participación de los ciudadanos en una disputa pública acerca de temas que conciernen a todos en común. El “lazo unificador” que Böckenförde echa en falta es el proceso democrático mismo, en el que en última instancia lo que queda a discusión (o lo que siempre está en discusión) es la comprensión correcta de la propia constitución.
Así por ejemplo, en las actuales discusiones acerca de la reforma del estado de bienestar, acerca de la política de emigración, acerca de la guerra de Irak, o acerca de la supresión del servicio militar obligatorio, no solamente se trata de esta o aquella medida política particular, sino que siempre se trata también de una controvertida interpretación de los principios constitucionales, e implícitamente se trata de cómo queremos entendernos, tanto como ciudadanos de la República Federal de Alemania, como también como europeos, a la luz de la pluralidad de nuestras formas de vida culturales, y del pluralismo de nuestras visiones del mundo y de nuestras convicciones religiosas. Ciertamente, si miramos históricamente hacia atrás, vemos que un trasfondo religioso común, una lengua común, y sobre todo la conciencia nacional recién despertada, fueron elementos importantes para el surgimiento de esa solidaridad ciudadana altamente abstracta. Pero mientras tanto, nuestras mentalidades republicanas se han disociado profundamente de ese tipo de anclajes pre-políticos. El que no se está dispuesto a morir “por Niza”, ya no es ninguna objeción contra una Constitución europea. Piensen ustedes en todas las discusiones de tipo ético-político acerca del holocausto y la criminalidad de masas: esas discusiones han vuelto conscientes a los ciudadanos de la República Federal de Alemania del logro que representa la Constitución (la Grundgesetz). Este ejemplo de una “política de la memoria” de tipo autocrítico (que mientras tanto ya no resulta excepcional, sino que se ha extendido también a otros países) demuestra cómo en el medio que representa la política pueden formarse y renovarse vinculaciones que tienen que ver con lo que vengo llamando “patriotismo constitucional”[6].
Pues frente a un malentendido ampliamente extendido, “patriotismo constitucional” no significa que los ciudadanos hagan suyos los principios de la Constitución, no sólo en el contenido abstracto de éstos, sino que hagan propios esos principios en el contenido concreto que esos principios tienen cuando se parte del contexto histórico de su propia historia nacional. Si los contenidos morales de los derechos fundamentales han de hacer pie en las mentalidades, no basta con un proceso cognitivo. Sólo para la integración de una sociedad mundial de ciudadanos, constitucionalmente articulada, (si es que alguna vez llegara a haberla), habrían de ser suficientes la adecuada intelección moral de las cosas y una concordancia mundial en lo tocante a indignación moral acerca de las violaciones masivas de los derechos del hombre. Pero entre los miembros de una comunidad política sólo se produce una solidaridad (por abstracta que ésta sea y por jurídicamente mediada que esa solidaridad venga), sólo se produce una solidaridad, digo, si los principios de justicia logran penetrar en la trama más densa de orientaciones culturales concretas y logran impregnarla.
[4.- Del agotamiento de las fuentes de la solidaridad. De cómo ello no puede convertirse en una especie de plusvalía para el elemento religioso]
Conforme a las consideraciones que hemos hecho hasta aquí, la naturaleza secular del Estado constitucional democrático no presenta, pues, ninguna debilidad interna, inmanente al proceso político como tal, que en sentido cognitivo o en sentido motivacional pusiese en peligro su autoestabilización. Pero con ello no están excluidas todavía las razones no internas e inmanentes, sino externas. Una modernización “descarrilada” de la sociedad en conjunto podría aflojar el lazo democrático y consumir aquella solidaridad de la que depende el Estado democrático sin que él pueda imponerla jurídicamente. Y entonces se produciría precisamente aquella constelación que Böckenförde tiene a la vista: la transformación de los miembros de las prósperas y pacíficas sociedades liberales en mónadas aisladas, que actúan interesadamente, que no hacen sino lanzar sus derechos subjetivos como armas los unos contra los otros. Evidencias de tal desmoronamiento de la solidaridad ciudadana se hacen sobre todo visibles en esos contextos más amplios que representan la dinámica de una economía mundial y de una sociedad mundial, que aún carecen de un marco político adecuado desde el que pudieran ser controladas. Los mercados, que, ciertamente, no pueden democratizarse como se democratiza a las administraciones estatales, asumen crecientemente funciones de regulación en ámbitos de la existencia, cuya integración se mantenía hasta ahora normativamente, es decir, cuya integración, o era de tipo político, o se producía a través de formas prepolíticas de comunicación. Y con ello, no solamente esferas de la existencia privada pasan a asentarse en creciente medida sobre los mecanismos de la acción orientada al propio éxito particular, es decir, de la acción orientada a las propias preferencias particulares de uno; sino que también se contrae el ámbito de lo que queda sometido a la necesidad de legitimarse públicamente. Se produce un reforzamiento del privatismo ciudadano a causa de la desmoralizadora pérdida de función de una formación democrática de la opinión y de la voluntad colectivas que si acaso sólo funciona ya (y ello sólo a medias) en los ámbitos nacionales, y que, por tanto, no alcanza ya a los procesos de decisión desplazados a nivel supranacional. Por tanto, también la desaparición de la esperanza de que la comunidad internacional pueda llegar a tener alguna fuerza de configuración política fomenta la tendencia a una despolitización de los ciudadanos. En vista de los conflictos y de las sangrantes injusticias sociales de una sociedad mundial, fragmentada en alta medida, crece el desengaño con cada fracaso que se produce en el camino (emprendido desde 1945) de una constitucionalización del “derecho de gentes”.
[Necesidad de reflexión de las tradiciones religiosas y de las tradiciones de la Ilustración]
Las teorías postmodernas, situándose en el plano de una crítica de la razón, entienden estas crisis no como consecuencia de una utilización selectiva de los potenciales de razón inherentes a la modernidad occidental, sino que entienden estas crisis como el resultado lógico del programa de una racionalización cultural y social, que no tiene más remedio que resultar autodestructiva. Ese escepticismo radical en lo que toca a la razón, le es, ciertamente, ajeno a la tradición católica por las propias raíces de ésta. Pero el catolicismo, por lo menos hasta los años 60 del siglo pasado, se hizo él solo las cosas muy difíciles en lo tocante a sus relaciones con el pensamiento secular del humanismo, la Ilustración y el liberalismo político. Pero en todo caso el teorema de que a una modernidad casi descalabrada sólo puede sacarla ya del atolladero la orientación hacia un punto de referencia transcendente, es un teorema que hoy vuelve a encontrar resonancia. En Teherán un colega me preguntaba si desde el punto de vista de una comparación de las culturas y desde un punto de vista de sociología de la religión, no era, precisamente, la secularización europea el camino propiamente equivocado que necesitaba de una corrección de rumbo. Y esto nos recuerda el estado de ánimo que prevaleció en la República de Weimer, nos recuerda a Carl Schmitt, a Heidegger, a Leo Strauss. Pero a mí me parece que es mucho mejor o que es más productivo no exagerar en términos de una crítica de la razón la cuestión de si una modernidad que se ha vuelto ambivalente podrá estabilizarse sola a partir de las fuerzas seculares (es decir, no religiosas) de una razón comunicativa, sino tratar tal cuestión de forma no dramática como una cuestión empírica que debe considerarse abierta. Con lo cual no quiero decir que el fenómeno de la persistencia de la religión en un entorno ampliamente secularizado haya de traerse a colación solamente como un mero hecho social. La filosofía tiene que tratar también de entender ese fenómeno, por así decir, desde dentro, de tomarlo en serio como un desafío cognitivo. Pero antes de seguir esta vía de discusión, quiero por lo menos mencionar una posible ramificación del diálogo en un sentido distinto, que resulta también obvia. Me refiero a que en el curso de la reciente radicalización de la crítica de la razón, también la filosofía se ha dejado mover hacia una reflexión acerca de sus propios orígenes religioso-metafísicos, dejándose envolver en ocasiones en diálogos con la teología que, por su parte, buscaba conectar con los ensayos filosóficos de una autorreflexión posthegeliana de la razón[7].
(Excurso. Punto de conexión o de contacto para un discurso filosófico acerca de la razón y la revelación, lo ha constituido siempre una figura de pensamiento que retorna una y otra vez: la razón, al reflexionar sobre su fundamento más hondo, descubre que tiene su origen en otro; y el poder de eso otro, que entonces se le convierte en destino, la razón tiene que reconocerlo si es que no quiere perder su propia orientación racional en el callejón sin salida de alguno de esos híbridos intentos de darse alcance por completo a sí misma. Como modelo sirve aquí la ejercitación de la razón en una especie de conversión producida por la propia fuerza de la razón, o por lo menos provocada por la propia fuerza de la razón, es decir, como modelo sirve aquí el ejercicio de una conversión de la razón por la razón, ya sea que esa reflexión parta, como ocurre en Schleiermacher, de la autoconciencia del sujeto cognoscente y agente, o esa autorreflexión parta, como ocurre en Kierkegaard, de la historicidad del autocercioramiento existencial de sí que el sujeto busca, ya sea que esa reflexión parta, como ocurre en Hegel, Feuerbach y Marx, de la provocación que representa el desgarramiento de un mundo ético que se escinde. Aun sin verse movida inicialmente a ello por motivaciones teológicas, una razón que se vuelve consciente de sus límites se transciende a sí misma en dirección a otro: ya sea en una fusión mística con una conciencia cósmica envolvente, ya sea en la desesperada esperanza de que en la historia había irrumpido ya un mensaje definitivamente salvador, ya sea en forma de una solidaridad con los humillados y ofendidos, que trata de dar prisa a la salvación mesiánica para que ésta comparezca. Estos tres dioses anónimos de la metafísica posthegeliana (la conciencia envolvente, el acontecimiento de un mensaje salvador que se dona a sí mismo sin supuestos previos de pensamiento, y la idea de una sociedad no alienada), se convierten siempre para la teología en presa fácil. Pues se diría que son esos dioses mismos quienes se ofrecen a quedar descifrados como pseudónimos de la Trinidad de ese Dios personal que Él mismo hace donación de sí al hombre. Fin del excurso).
Debo decir que estos intentos de renovación de una teología filosófica posthegeliana me parecen, pues, pese a todo, mucho más simpáticos que ese nietzscheanismo que toma en préstamo las connotaciones cristianas del oír y el escuchar, del pensar rememorativo y de la expectativa de la gracia, de la venida y del acontecimiento salvífico, que hace suyas, digo, esas connotaciones cristianas para reducirlas a un pensamiento que, desprovisto de toda textura y tuétano proposicional, pretende pasar por detrás de Cristo y de Sócrates para perderse en la indeterminación de lo arcaico. Pero, aunque los intentos de renovación posthegeliana de la teología filosófica resulten más simpáticos que todo esto, una filosofía que permanezca consciente de su falibilidad, y de su frágil posición dentro de la diferenciada morada de una sociedad moderna, tiene que atenerse a una distinción genérica (pero que de ninguna manera tiene que tener un sentido peyorativo) entre un discurso secular que, por su propia pretensión, es un discurso de todos y accesible a todos, y un discurso religioso dependiente de las verdades religiosas reveladas. Ahora bien, a diferencia de lo que sucede en Kant y en Hegel, este trazado gramatical de límites no lleva asociada la pretensión filosófica de ser él quien decida qué es lo verdadero y lo falso en el contenido de las tradiciones religiosas que quedan allende el saber mundano socialmente institucionalizado. El respeto que va de la mano de este abstenerse cognitivamente de todo juicio en este terreno, se funda en el respeto por las personas y formas de vida que evidentemente extraen su propia integridad y su propia autenticidad de sus convicciones religiosas. Pero el respeto no es aquí todo, sino que la filosofía tiene también muy buenas razones para mostrarse dispuesta a aprender de las tradiciones religiosas.
En contraposición con la abstinencia ética de un pensamiento postmetafísico al que necesariamente tiene que escapársele todo concepto de vida buena y ejemplar que se presente como siendo universalmente obligatorio para todos, en contraposición, digo, con lo que sucede en una posición postmetafísica, resulta que en las Sagradas Escrituras y en las tradiciones religiosas han quedado articuladas intuiciones acerca de la culpa y la redención, acerca de lo que puede ser la salida salvadora de una vida que se ha experimentado como carente de salvación, intuiciones que se han venido deletreando y subrayando sutilmente durante milenios y que se han mantenido hermenéuticamente vivas. Por eso en la vida comunitaria de las comunidades religiosas, en la medida en que logran evitar el dogmatismo y la coerción sobre las conciencias, permanece intacto algo que en otros lugares se ha perdido y que tampoco puede reconstruirse con sólo el saber profesional de los expertos, me refiero a posibilidades de expresión suficientemente diferenciadas y a sensibilidades suficientemente diferenciadas en lo que respecta a la vida malograda y fracasada, a patologías sociales, al malogro de proyectos de vida individual y a las deformaciones de contextos de vida distorsionados. De la asimetría de pretensiones epistémicas (la filosofía no puede pretender saber aquello que la religión se presenta sabiendo) permite fundamentar una disponibilidad de la filosofía a aprender de la religión, y no por razones funcionales, sino por razones de contenido, es decir, precisamente recordando el éxito de sus propios procesos “hegelianos” de aprendizaje. Con esto de “procesos hegelianos de aprendizaje” quiero decir que la mutua compenetración de Cristianismo y metafísica griega no sólo dio lugar a la configuración espiritual y conceptual que cobró la dogmática teológica, y que esa mutua compenetración no solamente dio lugar en suma a una helenización del Cristianismo que no en todos los aspectos fue una bendición. Sino que por el otro lado fomentó también una apropiación de contenidos genuinamente cristianos por parte de la filosofía. Ese trabajo de apropiación cuajó en redes conceptuales de alta carga normativa como fueron las formadas por los conceptos de responsabilidad, autonomía y justificación, las formadas por los conceptos de historia, memoria, nuevo comienzo, innovación y retorno, las formadas por los conceptos de emancipación y cumplimiento, por los conceptos de extrañamiento, interiorización y encarnación, o por los conceptos de individualidad y comunidad. Ese trabajo de apropiación transformó el sentido religioso original, pero no deflacionándolo y vaciándolo, ni tampoco consumiéndolo o despilfarrándolo. La traducción de que el hombre es imagen de Dios a la idea de una igual dignidad de todos los hombres que hay que respetar incondicionalmente es una de esas traducciones salvadoras (que salvan el contenido religioso traduciéndolo a filosofía). Es una de esas traducciones que, allende los límites de una determinada comunidad religiosa, abre el contenido de los conceptos bíblicos al público universal de quienes profesan otras creencias o de quienes simplemente no son creyentes. Benjamin fue alguien que muchas veces consiguió hacer esa clase de traducciones.
Sobre la base de esta experiencia de una liberación secularizadora de potenciales de significado que, por de pronto, están encapsulados en las religiones, podemos dar al teorema de Böckenförde un sentido que ya no tiene por qué resultar capcioso. He mencionado el diagnóstico conforme al que el equilibrio que en la modernidad se produce o tiene que producirse entre los tres grandes medios de integración social (el dinero, el poder y la solidaridad), conforme al que ese equilibrio, digo, corre el riesgo de venirse abajo porque los mercados y el poder administrativo expulsan de cada vez más ámbitos sociales a la solidaridad, es decir, prescinden de una coordinación de la acción, producida a través de valores, normas y un empleo del lenguaje orientado a entenderse. Y así, resulta también en interés del propio Estado constitucional el tratar con respeto y cuidado a todas aquellas fuentes culturales de las que se alimenta la conciencia normativa de solidaridad de los ciudadanos. Es esta conciencia que se ha vuelto conservadora, lo que se refleja en la expresión “sociedad postsecular”[8]. Esta expresión no solamente se refiere al hecho de que la religión se afirma crecientemente en el entorno secular y de que la sociedad ha de contar indefinidamente con la persistencia de comunidades religiosas. La expresión “postsecular” tampoco pretende sólo devolver a las comunidades religiosas el reconocimiento público que se merecen por la contribución funcional que hacen a los motivos y actitudes deseadas, es decir, a motivos y actitudes que vienen bien a todos. En la conciencia pública de una sociedad postsecular se refleja más bien una intuición normativa que tiene consecuencias para el trato político entre ciudadanos creyentes y ciudadanos no creyentes. En la “sociedad postsecular” acaba imponiéndose la convicción de que “la modernización de la conciencia pública” acaba abrazando por igual a las mentalidades religiosas y a las mentalidades mundanas (pese a las diferencias de fases que pueden ofrecer entre si) y cambia a ambas reflexivamente. Pues ambas partes, con tal de que entiendan en común la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje, ambas partes, digo, pueden hacer su contribución a temas controvertidos en el espacio público, y entonces también tomarse mutuamente en serio por razones cognitivas.
[Qué puede esperar el Estado liberal de creyentes y no creyentes]
Por el lado de la conciencia religiosa, ésta se ha visto obligada a hacer procesos de adaptación. Toda religión es originalmente “imagen del mundo” o, como dice Rawls, una comprehensive doctrine (una doctrina omniabarcante), y ello también en el sentido de que reclama autoridad para estructurar una forma de vida en conjunto. A esta pretensión de monopolio interpretativo o de configuración global de la existencia hubo de renunciar la religión al producirse la secularización del saber, y al imponerse la neutralidad religiosa inherente al poder estatal y la libertad generalizada de religión. Y con la diferenciación funcional de subsistemas sociales, la vida religiosa de la comunidad se separa también de su entorno social. El papel de miembro de esa comunidad religiosa se diferencia del papel de persona privada o de miembro de la sociedad, en el sentido de que ambos papeles dejan de solaparse ya exactamente. Y como el Estado liberal depende de una integración política de los ciudadanos que tiene que ir más allá de un mero modus vivendi (es decir, que tiene que contener un fuerte contenido normativo autónomo), esta diferenciación que se produce en el carácter de miembro de las distintas esferas sociales no puede agotarse y no puede reducirse a una adaptación del hecho religioso a las normas impuestas por la sociedad secular, en términos tales que el ethos religioso renunciase a toda clase de pretensión. Más bien, el orden jurídico universalista y la moral social igualitaria han de quedar conectados desde dentro al ethos de la comunidad religiosa de suerte que lo primero pueda también seguirse consistentemente de lo segundo. Para esta “inserción” John Rawls ha recurrido a la imagen de un módulo: este módulo de la justicia mundana, pese a que esté construido con ayuda de razones que son neutrales en lo tocante a cosmovisión, tiene que encajar en los contextos de fundamentación de la ortodoxia religiosa de que se trate[9].
Esta expectativa normativa con la que el Estado liberal confronta a las comunidades religiosas concuerda con los propios intereses de éstas en el sentido de que con ello les queda abierta a éstas la posibilidad de, a través del espacio público-político ejercer su influencia sobre la sociedad en conjunto. Ciertamente, las cargas de la tolerancia, como demuestran las regulaciones más o menos liberales acerca del aborto, no están distribuidas simétricamente entre creyentes y no creyentes; pero tampoco para la conciencia secular el gozar de la libertad negativa que representa la libertad religiosa, tampoco, digo, para la conciencia secular ese goce se produce sin costes. Pues de esa conciencia se espera que se ejercite a sí misma en un trato autorreflexivo con los límites de la Ilustración. La comprensión de la tolerancia por parte de las sociedades pluralistas articuladas por una constitución liberal, no solamente exige de los creyentes que en el trato con los no creyentes y con los que creen de otra manera se hagan a la evidencia de que razonablemente habrán de contar con la persistencia indefinida de un disenso: sino que por el otro lado, en el marco de una cultura política liberal también se exige de los no creyentes que se hagan asimismo a esa evidencia en el trato con los creyentes. Y para un ciudadano religiosamente amusical esto significa la exigencia, la exigencia, digo, nada trivial, de determinar también autocríticamente la relación entre fe y saber desde la perspectiva del propio saber mundano. Pues la expectativa de una persistencia de la no-concordancia entre fe y saber sólo merece el predicado de “racional” (es decir, sólo merece llamarse una expectativa racional) si, también desde el punto de vista del saber secular, se admite para las convicciones religiosas un estatus epistémico que no quede calificado simplemente de irracional (por ese saber secular). Así pues, en el espacio público-político las cosmovisiones naturalistas que se deben a una elaboración especulativa de informaciones científicas y que son relevantes para la autocomprensión ética de los ciudadanos[10], de ninguna manera gozan prima facie de ningún privilegio frente a las concepciones de tipo cosmovisional o religioso que están en competencia con ellas. La neutralidad cosmovisional del poder del Estado que garantiza iguales libertades éticas para cada ciudadano es incompatible con cualquier intento de generalizar políticamente una visión secularística del mundo. Y los ciudadanos secularizados, cuando se presentan y actúan en su papel de ciudadanos, ni pueden negar en principio a las cosmovisiones religiosas un potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a sus conciudadanos creyentes el derecho a hacer contribuciones en su lenguaje religioso a las discusiones públicas. Una cultura política liberal puede esperar incluso de los ciudadanos secularizados que arrimen el hombro a los esfuerzos de traducir del lenguaje religioso a un lenguaje públicamente accesible aquellas aportaciones (del lenguaje religioso) que puedan resultar relevantes.[11]
(Traducción de Manuel Jiménez Redondo)
Ponencia Las bases morales prepolíticas Estado liberal (I. Ratzinger)
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[1] E.-W. Böckenförde, Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation (1967), en: Idem, Recht, Staat, Freiheit, Frankfurt 1991, pp. 92 ss, aquí p. 112.
[2] J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt 1996.
[3] J. Habermas, Facticidad y validez, traducción M. Jiménez Redondo, Madrid 1998.
[4] H. Brunkhorst, „Der lange Schatten des Staatswillenspositivismus“, Leviathan 31, 2003, 362-381.
[5] Böckenförde (1991), p. 111.
[6] Cfr. Jurgen Habermas, Identidades nacionales y postnacionales, traducción de Manuel Jiménez Redondo, Madrid 1989.
[7] P. Neuner, G. Wenz (Ed.), Theologen des 20. Jahrhunderts, Darmstadt 2002.
[8] K. Eder, “Europäische Säkularisierung – ein Sonderweg in die postsäkulare Gesellschaft?“, Berliner Journ. f. Soziologie, vol. 3, 2002, 331-343.
[9] J. Rawls, Political Liberalism, New York, 1993, 12 s., 145..
[10] Véase por ejemplo W. Singer, “Nadie puede ser de otra manera que como es. Nuestras conexiones cerebrales nos fijan. Deberíamos dejar de hablar de libertad”, FAZ de 8 de enero 2004, 33.
[11] J. Habermas, Glauben und Wissen , Frankfurt, 2001