Mientras llega la muerte

batiz mientras llega la muerte bioeticaweb
630
VIEWS

Dr. Jacinto Bátiz Cantera, Mientras llega la muerte. Reflexiones en torno al final de la vida. Fundación San Juan de Dios. ISBN: 978-84-09-28929-5

Descargar el libro completo

Los bombones de Jesús y Elvira

Mi padre se estaba muriendo. La demencia que sufría desde hacía unos años estaba acabando con su vida en la habitación de un hospital público de Bizkaia. Le habían cuidado fenomenal, pero al parecer ya no se podía hacer nada más por él. Los médicos creían haberlo intentado todo. Uno de ellos, un especialista en enfermedades infecciosas, un tipo menudo, pero de enorme corazón y manos curtidas por la experiencia, nos reunió entonces a la familia. “Quería hablar con ustedes”, nos dijo. “Hemos hecho lo posible y lo único que nos queda ya es ayudarle a morir sin dolor; pero ésa es una decisión que no nos corresponde a nosotros”. Todos los hermanos nos quedamos callados. Mi madre miraba atentamente al médico y de vez en cuando giraba la vista hacia cada uno de nosotros, sus hijos, para ver cómo respondíamos. “Imagino lo que pueden estar pensando, pero no se trata de acabar con la vida de nadie”, siguió explicándose el facultativo. “Hablo de evitar a vuestro padre, a su marido -subrayó volviendo la cabeza hacia mi madre-, el mayor sufrimiento posible ante algo que parece irremediable. Pero para eso necesitaré su consentimiento”.

Un silencio ensordecedor se apoderó de la habitación. Lo que menos esperábamos todos era que lo rompiera la voz de mi padre. Después de años prácticamente sin hablar, con la capacidad de raciocinio aparentemente anulada, cuando creíamos perdidos en la niebla de su enfermedad los besos, abrazos, llantos y sinsabores compartidos durante una vida, el hombre se incorporó levemente en la cama y apoyándose sobre uno de sus codos, le increpó al médico: “¡eh, habláis de mí? ¿No estaréis hablando de mí?”.

Nos quedamos atónitos. No podíamos creer lo que estábamos viendo y menos aún imaginar que aquello era sólo el comienzo. Visiblemente asombrado por su reacción, pero sin dudarlo un momento, el facultativo se acercó hacia mi padre y le llamó por su nombre. “Sí, Jesús, estamos hablando de usted”, se arrancó. “Le estaba diciendo a su familia que lo hemos intentado todo y que ya la medicina no puede hacer más por su salud. Les preguntaba, pero ya se lo planteo a usted, que qué quiere que hagamos a partir de ahora. Si lo desea, podemos facilitarle tratamientos que le evitarán el dolor y la angustia, pero si prefiere…” “¿Vivir?”, le interrumpió mi padre. “Sí, Jesús…”, contestó el médico. “Estamos hablando de eso”. El especialista tragó saliva. “Vivir”, repitió mi padre con absoluta claridad, esta vez sin interrogantes. “Sí, quiero vivir”, subrayó para que no cupiera duda alguna. Nos miró a todos y cada uno de nosotros y zanjó el asunto, recostándose otra vez en la cama. Era nuestro padre y una vez más ejerció como tal.

“No hay nada más de que hablar”, concluyó el médico. “El mismo ha decidido. Vamos a intentar una transfusión de sangre, por hacer algo. Es lo único que se me ocurre que no hemos intentado, pero no les prometo nada”, nos explicó el experto antes de abandonar la habitación. En mi casa, siempre dijimos que aquel día debieron ponerle sangre de toro, porque mi padre reaccionó tan bien al tratamiento que parecía haberse recuperado hasta de la demencia. Durante varias semanas disfrutamos de su presencia como si en realidad se hubiera curado. Hablamos mucho, nos reímos juntos. Por desgracia, fue solo un espejismo. Pasado ese tiempo, la demencia ocupó el terreno que había cedido y continuó su marcha implacable. Su rostro se volvió otra vez inexpresivo y su lenguaje se limitó de nuevo a esporádicos síes y noes, con frecuencia cargados de incoherencia.

A mi madre, sin embargo, todo lo sucedido aquella mañana en el hospital le generó muchísima incomodidad. ¿Qué es lo que en realidad había planteado el médico? ¿Acabar con la vida de Jesús? ¿Y eso había ocurrido en un hospital público? Mi madre, que se llama Elvira, era sobre todo una mujer buena, de profundas raíces cristianas; pero más que religiosa, buena por encima de todo. Se había pasado la vida haciendo el bien, incluso a sus enemigos, porque para ella ése y no otro era el mandato de Dios. Llegados a este punto de la vida, cuidar de mi padre se había convertido en su principal misión; y su objetivo, sobrevivirle lo suficiente como para atenderle hasta el final. “Me basta con vivir sólo un día más que él”, repetía. Para que no notara su ausencia, cada tarde, y no fallaba una, acudía a visitarle a la residencia donde le atendían y le llevaba en el bolso algún bombón, que le metía en la boca a escondidas de sus cuidadoras. “Le gustan y no le van a hacer ningún daño”, decía. Nunca se lo hicieron.

Para tranquilizarla, intenté explicarle la diferencia entre eutanasia y cuidados paliativos. Quería que comprendiera que lo que el médico planteaba en la conversación interrumpida por el rayo de luz que alumbró a mi padre no era la posibilidad de acelerar su muerte, sino la de ayudarle a morir en paz si llegaba ese momento. No le resultaba fácil distinguir la delgada línea que separa ambos conceptos y menos aún después de años asistiendo como ciudadana a un debate político movido, como siempre en este país, por el interés partidista más que el social. Mi madre confiaba plenamente en mí, pero en ese momento tampoco supe darle la paz que necesitaba. Tuve entonces una idea: Jacinto Bátiz.

Jefe, entonces, de la Unidad de Cuidados Paliativos del hospital de San Juan de Dios de Santurtzi, Jacinto Bátiz Cantera me pareció la persona adecuada para que resolviera a mi madre todas sus dudas. No sólo era, como es, un experto en la atención al final de la vida, miembro de la Comisión de Deontología del Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos de España (CGCOM), sino que trabajaba además en una orden que a mi madre, pensé, podría ayudarle a salvar toda duda ética y moral sobre los cuidados que deben darse a un paciente terminal. Además, y esto me parecía importante, el médico que le proponía, el autor de este libro, estaba emparentado con un matrimonio formado por las dos personas conla que mi madre más trabajaba en la parroquia y en Cáritas.

Bátiz, director en la actualidad del Instituto para Cuidar Mejor, nos recibió en su despacho de San Juan de Dios en Santurtzi y estuvimos con él charlando durante más de una hora larga, que sirvió para reconfortar a mi madre. Ella sabía bien que al final del camino, las personas no sólo necesitan cuidados sanitarios, sino también emocionales y espirituales. Pero aquel encuentro le ayudó a entender mejor que ni el amor de Dios está reñido con el aliviodel dolor, ni que tampoco es lo mismo desde la ética de la salud, la muerte como terapia que como consecuencia de un tratamiento paliativo que busque serenar, tranquilizar, simplemente morir en paz. De todo eso, y mucho más habla Jacinto Bátiz en este manual, que recoge algunos de los muchos artículos periodísticos publicados por él en los últimos años en diferentes medios informativos, entre ellos mi periódico. “El Correo”.

“Mientras llega la muerte” sale a la luz en el momento más oportuno. Cuesta entender que después de más de una década de promesas incumplidas por gobiernos de uno y otro color para sacar adelante una ley de Cuidados Paliativos, España siga sin disponer de una legislación que ayude a sus ciudadanos a morir con dignidad y que, al mismo tiempo, se haya convertido en el sexto país del mundo en autorizar la eutanasia. No hablaré en contra ni a favor de ella, porque se tratan de cuestiones muy diferentes y la eutanasia no es el tema de este libro. Lo que me duelen son “los 75.000 desdichados”, como les llama el introductor de los Cuidados Paliativos en España, el anestesista Marcos Gómez Sancho (Segovia, 1948), que cada año mueren con dolor en nuestro país, muchos de ellos niños. Sé que Euskadi, donde vivo, es una isla en esta materia, pero también soy consciente de que queda mucho camino por recorrer. Pienso en los miles de fallecidos en soledad a causa del covid 19, en sus familias rotas de dolor por no haber podido asistirles en el momento de su marcha, por no haberles podido brindar un último beso enmascarillado, por la imposibilidad obligada de cogerles de la mano para decirles te quiero en el último adiós… y me avergüenza lo que se ha hecho en nombre de la prevención.

Confío en que la lectura de este libro despierte el corazón de los lectores y la zona del cerebro que organiza la humanidad, aunque sé de antemano que quienes lo abran la tienen siempre activa. Disfruten de sus páginas. Entender la muerte, asumirla como parte de la existencia humana, ayuda a disfrutar de la vida con plenitud.

Mi madre, por cierto, no pudo cumplir su último sueño. Murió seis meses antes que mi padre y los dos lo hicieron en condiciones muy dignas, bien cuidados y bien atendidos, tanto ellos como el resto de la familia. Ella en el hospital que “resucitó” a mi padre y él en la residencia que fue su hogar durante sus últimos años. Jamás olvidaré la última vez que fui a visitarle. Era una tarde de domingo de julio y nos quedamos charlando al sol. El que hablaba, en realidad era yo, porque la enfermedad hacía tiempo que le había enmudecido; y desde la muerte de mi madre vivía hundido en la mayor de las tristezas. Dejó de verla y se vino abajo.

Aquella tarde le dije que pensara si merecía la pena seguir luchando. Le dije también que le quería con toda mi alma y que estaría siempre a su lado, pero que si decidía descansar, lo entendería. “La sola idea de perderte me genera un dolor horrible, pero te mereces la paz”, le confesé sin poder evitar el llanto. Le besé, le abracé y sentí su amor en su patológica inexpresividad. Sentí que él esperaba estas palabras y que probablemente aquel abrazo sería el último. Lo confirmé tres días después. Cerca de las nueve de la noche, un Alvia que cubría el trayecto Madrid-Ferrol descarrilaba a la altura de Santiago de Compostela y provocaba la muerte de 80 personas. A esa misma hora, el tren de su vida se detuvo para siempre. Se marchó sin dolor, rodeado de sus cinco hijos, cogido de nuestras manos y en paz, que es de lo que se trata. A veces, imagino que mi madre estaba esperándole, que le recibió otra vez con los brazos abiertos y los bolsillos, como siempre, repletos de bombones.

Fermín Apezteguia. Periodista de “El Correo” especializado en salud

Descargar el libro completo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Masterclass Sexo, Género y Transgénero

Lunes 31 de marzo. Pulsa en la imagen para más info

Curso de Iniciación a la Bioética

Podrás hacerlo a tu ritmo

Mi Manual de Bioética

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies