Barcelona, 18 de mayo 2018
Este último encuentro sobre Transhumanismo se plantea bajo tres preguntas concretas: qué alternativa ofrecer a esta corriente, a qué pactos llegar y cómo fortalecer el humanismo clásico frente a él. Antes de contestar a estas preguntas trataré dos cuestiones clave: la larga raíz de este movimiento aparentemente novísimo y la honda crisis en la que Occidente se halla sumido.
La nueva escena de un viejo argumento
La íntima conexión del Transhumanismo con las más avanzadas técnicas genéticas, biomédicas y robóticas puede dar la impresión de que todo en este movimiento es de muy reciente cuño. El recurso constante por parte de sus epígonos a la repetición, no sin cierto regodeo, de la más amplia panoplia de siglas, tecnicismos y neologismos[1] contribuye también en no pequeña medida a crear una cierta atmósfera de corte con el pasado que nos transporta a una suerte de irrealidad futurista con resabios del mundo utópico que describe la ciencia ficción: biónico, bionómico, biofilíaco, biostásico, borgánico, criogénico, crionauta, crononauta, neuroético, nanofactura, neomórfico, etc.
Repitiendo en voz alta estas palabras parece como si, con cada neologismo, un vasto mundo de posibilidades se abriera ante nuestros ojos. Posibilidades que, desde luego, da la impresión de que habría sido imposible –no ya alcanzar, sino siquiera columbrar, entrever– de no haber mediado el fantástico desarrollo tecnológico que cada uno de estos mágicos prefijos parecen prometer. Se induce así a pensar que es la técnica misma la que llama a la movilización de un desarrollo superior tal y como promete el Transhumanismo. Y se comete el error de asimilar éste, si no a la misma técnica, sí a algo muy próximo a ella, a algo consuetudinario con ella: vasos comunicantes el uno de la otra. Con lo que se termina encadenando el supuesto imparable avance de la técnica con la necesidad de su implementación total.
Se perpetúa así el viejo error progresista que consiste en confundir progreso con progresión. Dos, cuatro, seis, ocho, diez, he ahí una progresión matemática cuyo resultado apodíctico es, la vez que imparable, perfectamente predecible como n+2 donde n es un número par cualquiera. Aquí no hay duda. Sin embargo, el progreso no responde a este simplón esquema de la progresión porque la aprehensión del progreso, a diferencia de la progresión, no es asequible a valor, a cifra –a valor cifrado alguno– sino a valoración, y ésta sería siempre estimativa en el conjunto de la vida del hombre.
El descubrimiento de este viejo desliz ya nos da una idea de que, como nos temíamos, bajo su reluciente carrocería ultramoderna el Transhumanismo esconde la vieja polilla tardo-decimonónica del más rancio progresismo filosófico; el mismo del cual salieron aquellos memorables ejemplos de acción social progresista que son la ley seca y los programas de esterilización forzosa estadounidenses (alguno de ellos vigentes hasta muy entrado el siglo XX –como la esterilización forzosa en California vigente hasta 1979)[2].
Caracterización antropo-filosófica del Transhumanismo
Mas la raíz filosófica de la antropología transhumanista es aun incomparablemente más antigua ya que remite inevitablemente al mecanicismo barroco del XVII cuyos insalvables problemas de justificación racional –conocidos en la historia de la filosofía como “el problema de la comunicación de las sustancias”– no desanimaron al médico francés Julien Offray de La Mettrie quien, en su “El hombre máquina”, ya en el siglo XVIII, pretendió elevar el argumento mecanicista a su más alta cota.
En filosofía, no obstante, los problemas son tozudos y no desaparecen por el mero hecho de obviarlos. Así, en la formulación contemporánea de esta vieja aporía las contradicciones reaparecen mostrando la flagrante imposibilidad de fundamentación simultánea de naturaleza ya naturaleza humana. Porque, si como pretende el Transhumanismo, hemos llegado a tan altísimo grado de capacitación técnica gracias al estudio cierto –”científico”– de unos supuestos invariantes naturales –en otro tiempo conocidas como inmutables leyes de la naturaleza– ¿cómo ahora se nos dice que la naturaleza humana es algo móvil, líquido y moldeable a conveniencia? ¿O es que la naturaleza humana no forma parte de la naturaleza a secas, de la naturaleza simpliciter? La discontinuidad entre naturaleza y naturaleza humana es la formulación contemporánea del viejo problema cartesiano de la incomunicación de las sustancias –la res extensa y la res cogitans– que dio origen a ese capítulo ya periclitado de doscientos cincuenta años de debate filosófico al que antes hemos aludido.
Y, si bien es poco probable que estos problemas históricos quiten el sueño a los muñidores del cyborg, probablemente sí deberían estar más atentos a formulaciones contemporáneas del mismo problema con mayor repercusión e impacto en el sistema de público de creencias vigentes como es la incompatibilidad de fundamentación simultánea del ecologismo y el transhumanismo. La opinión pública ciertamente sí debería reaccionar airadamente ante la desfundamentación de una de sus vacas sagradas pues, ¿cómo sostener a un tiempo al máximo respeto hacia la naturaleza que dicta el ecologismo y las mínimas salvaguardas en la intervención de la Naturaleza Humana hacia las que propende el transhumanismo?
Merece la pena indagar la razón por la que estas contradicciones generalmente aparecen soterradas, sin apenas plantearse o muy someramente tratadas. El motivo tiene que ver con un par de rasgos caracteriológicos que no por episódicos dejen de tener importancia. Por un lado, la indudable falta tanto de formación filosófica como de inclinación por el debate intelectual verdaderamente riguroso del que hacen gala los transhumanistas. Y, por otro, su habilidad para reafirmarse en él llevando el debate hacia el terreno engañosamente simple donde los planteamientos vulgares (léase lego, indocto) de temas de hondo alcance filosófico disponen de todas las ventajas. Volveremos a este punto cuando en la segunda vuelta esbocemos una somera guía práctica de actuación.
Volviendo ahora a la cuestión de la formación filosófica, es necesario reconocer que la incorporación al campo cientifista de legiones de licenciados en alguna de las disciplinas biomédicas o robo-informáticas ha bajado muy considerablemente el listón del debate filosófico respecto de la hornada anterior, aquellos especialistas en ciencias puras (matemáticas, física y química) que dominaron el debate en la primera mitad del siglo XX. Fueron los protagonistas de lo que para muchos ha constituido la edad de oro de la filosofía de la ciencia centrada en especulaciones sobre la física relativista, la física cuántica, los teoremas de incompletud, etc.
Mas he ahí que el descubrimiento de la doble hélice en 1953 marcará un cambio de paradigma donde las ciencias fisico-matemáticas cederán el cetro a las ciencias biomédicas, la ingeniería y la informática, todas ellas disciplinas menos “plásticas”, más orientadas hacia los sistemas que a los principios, y con un sesgo mucho mayor hacia la obtención de resultados concretos. Así, unos años más tarde, ya en 1970, se producirá lo que indudablemente constituye la puesta de largo de esta nueva etapa: la publicación del libro “El azar y la necesidad” de Jacques Monod y con él el giro definitivo de la nueva filosofía de la ciencia que, renunciando definitivamente siquiera al menor amago de fundamentación racional del conocimiento y del mundo, se instalará ya para siempre –hasta el momento presente– en una suerte de activismo político envuelto en densas nubes de espiritualidad ascética gnoseológica[3].
Y ese es exactamente el punto en el que hoy nos encontramos, con la salvedad –claro está– de que los paladines contemporáneos de este nuevo cientifismo, al contrario de Monod, no se molestan en evocar bellas imágenes como la de Sísifo en su roca[4] y –puesto que casi todos ellos son de cultura anglosajona– ni siquiera sienten el deber patriótico de mencionar a Descartes[5].
Caracterización socio-ideológica del Transhumanismo
Una vez perpetrada la modificación categorial gnoseológica[6] sobre la que Monod funda su “ética de la objetividad”, se encuentra con el camino expedito para propiciar “desde la ciencia” su opción política favorita[7] consolidando así, de manera formal, un nuevo paradigma cientifista que no tendrá empacho en incurrir en implicaciones de activismo político. Se genera así un campo ideológico nuevo, montado desde la propia ciencia, que el profesor emérito y académico Dalmacio Negro[8] ha definido como “Bioideología”, identificado dentro del más amplio espectro de las denominadas “religiones seculares” o “religiones de la política”[9].
Estas religiones seculares han venido depredando el cristianismo desde entonces para sustituirle, en todo o en parte, inmiscuyéndose en los intersticios de su matriz estructural para montar sus mitos sobre el suelo nutricio de una estructura cognitiva familiar. El socialismo es –al decir de don Dalmacio– la religión secular por excelencia, de la cual todas las demás derivan, pues el socialismo ofrece el programa más amplio y resolutivo de paraíso en la Tierra. Hay multitud de textos que ilustran lo acertado de esta perspicaz observación aunque no tenemos que ir muy lejos ya que el propio Monod nos brinda un magnífico ejemplo[10].
El énfasis en la transformación de la sociedad mediante el conocimiento nos da la pista de la posible concomitancia entre religión secular y gnosis, y en efecto; al poco se transparenta el cumplimiento del catálogo completo de los atributos que conforman el pensamiento gnóstico. No sólo la búsqueda de una cierta unidad primordial del género humano basada en el conocimiento, sino además el estatuto místico-espiritual que a dicho conocimiento se le concede unido al cultivo del típico humanitarismo elitista –obsequioso para los elegidos y misántropo para el resto– conforman el cuadro completo.
Esta última característica, el odium generis humani, el odio al género humano tal y como es, tan presente en los gnósticos de los primeros siglos del cristianismo sirve para apuntalar definitivamente el transhumanismo como una variedad de gnosis[11]. Comparte con aquella corriente histórica el desdén por el cuerpo, al que ven como una prisión y del que pugnan denodadamente por liberarse, cosa que aspiran a lograr generalmente por la vía de la puesta a punto de un elaborado discurso proclive a facilitar la ilusión de liberación del cuerpo material, aunque en algunos casos la fantasía puede llegar a la mutilación e incluso al suicidio.
Tras este análisis nos preguntábamos al inicio cuál es la alternativa al transhumanismo y a qué pactos se puede aspirar. Por último, si es factible un reforzamiento del humanismo clásico frente a él. A la hora de responder estas tres preguntas lo primero que hay que darse cuenta es que en su misma formulación se han deslizado supuestos que es preciso depurar. Como primera providencia recompondré el orden de las mismas y responderá a las dos primeras preguntas de forma conjunta: ¿a qué pactos se puede aspirar y cuál es la alternativa al transhumanismo?
Respuesta: no se puede pactar con el transhumanismo porque el transhumanismo es una religión secular o religión de la política. Como tal, el transhumanismo es estrictamente inasequible a la contemporización pues su contextura es la pura ideología, y las ideologías no tienen adversarios sino enemigos existenciales. Por tanto, no existe una alternativa razonable que sea su remedo o que pueda contentar determinadas aspiraciones transhumanistas hasta un cierto grado de satisfacción pues el transhumanismo responde a un planteamiento vital movido por firmes creencias gnósticas cuya única salida es la expresión total de su programa de máximos.
El gran error que cometieron las democracias liberales con las ideologías clásicas de los siglos XIX y XX que tenían por objeto “la cuestión social” fue pensar que la negociación y el acuerdo era posible con ellas. El resultado, como todo el mundo sabe, fue la guerra más mortífera que ha dado la historia y las setenta décadas de tensión bélica más letales que se hayan vivido en las que el mundo estuvo a punto de la destrucción nuclear total.
Ahora, con estas nuevas ideologías –o bioideologías centradas no en la cuestión social como las de antaño sino en la “cuestión antropológica”– la situación es análoga. Su alineación ya no es por estados que compiten entre sí, sino que las bioideologías se encuentran enquistadas dentro de cada estado; mejor dicho, son parte de la dinámica de evolución de las formas del estado, del que han surgido, con lo que ahora el enemigo existencial ya no está enfrente sino dentro de nuestra misma casa.
Cualquiera que en el análisis de las noticias diarias que provienen de todos los puntos de Occidente –tanto de Europa como, principalmente, de Estados Unidos– no se dé cuenta de que las bioideologías no son una pieza más que muestra la bondad de nuestro sistema de libertades sino que están desde dentro socavando todas nuestras instituciones (la universidad, la judicatura, la autoridad de los parlamentos, etc.) debería retomar la reflexión a la luz de esta información.
¿Es factible un reforzamiento del humanismo clásico frente a él? Los que formulan la pregunta en estos términos parecen dar a entender que existe una cierta variedad de “humanismo” capaz de actuar de valladar frente al transhumanismo. Lo que no se dan cuenta es que ambos –humanismo y transhumanismo– son parte del mismo segmento evolutivo. O sea, que el uno es consecuencia del otro y éste fatal desenlace de aquél. Por lo tanto, difícilmente puedan contraponerse dos cosas que tienen la misma índole, a saber: el prurito de autosuficiencia del hombre frente a Dios. El tema es demasiado profundo y complejo como para ser despachado en unos cuantos párrafos en una intervención como ésta. Y tampoco se trata de despreciar apoyos reales que pueden venir muy bien en alguna de las etapas intermedias de confrontación con lo que sin duda va a ser una ardua lucha. No es eso, pero de lo que sí quiero dejar constancia es que existe una connivencia profunda entre ambos planteamientos filosóficos –humanistas y transhumanistas– y que la salida de las aporías de Occidente no vendrá por algún tipo de acercamiento entre ambos sino más bien por la recuperación –aunque esta pueda llegar a tardar décadas o incluso siglos– de lo metafísico, de lo sagrado[12] en la vida pública occidental. Mientras el humanismo y el transhumanismo se muevan dentro de la línea del reduccionismo materialista estamos hablando de dos momentos de la misma realidad.
Elementos de actuación pragmática
La claridad, rotundidad y hasta radicalidad con la que anteriormente nos hemos pronunciado sobre el transhumanismo no debe empañar la acción posibilista en el mundo hic et nunc, en el aquí y ahora de nuestra vida cotidiana. Es preciso actuar y a veces será preciso actuar contemporizadamente pero eso no quiere decir que debamos de perder de vista la realidad de lo que nos ocupa. Podemos maquillar las franjas del tigre, si coyunturalmente así lo juzgamos necesario, siempre que no creamos que por mucho maquillar dichas manchas van a transmutarse o a desaparecer.
Indudablemente Occidente se haya embarcado en un proceso de transformación epocal de magnas proporciones. Son cambios no meramente incoados o entrevistos a través de indicios sino explícitamente declarados por movimientos tan influyentes y con tantos medios como el movimiento transhumanista. También son cambios propiciados por organismos internacionales, multinacionales y gobiernos, a veces explícitamente, pero las más de las veces de una manera tácita, indirecta, incluso subrepticia, creando un “cierto ambiente” proclive a la aplicación desaforada de la técnica. Esa técnica –que hemos caracterizado como nuova– es indudablemente un producto inédito alumbrado de la inversión de ciertas categorías gnoseológicas. La diana a la que apunta la transformación es doble: disolver lo que hasta ahora se venía entendiendo como naturaleza humana y crear una nueva humanidad, un nuevo ser distinto del hombre actual, completamente desligado de cualquier instancia normativa que imponga qué se ha de hacer y hacia dónde ir. Es una negación de la teleología en sentido estricto, de la ciencia de los fines, para ir hacia la exaltación de la razón instrumental y la libre elección de estos conforme a criterios de utilidad y beneficio de la humanidad y la naturaleza. Queda así declarada la obsolescencia del ser humano, este es considerado como un momento más, de mera transición, hacia otro ser más perfecto. Todo ello a merced de nuestra voluntad y los límites que nos queramos poner.
Por mucho que la obtención completa de estas aspiraciones de transformación sea poco menos que inconcebible, la amenaza de irrupción en nuestras sociedades no lo es. Por lo tanto, considero necesario e indispensable que, como primera providencia, en las próximas décadas los responsables de las instituciones públicas y privadas involucradas en el amplio espectro del desarrollo tecnológico (universidades, empresas, bancos, gobiernos y mentores culturales) desarrollemos en paralelo y de forma intrínseca a la producción tecnológica y biotecnológica programas de recuperación de esa dimensión sapiencial (antropológica y ética) que está siendo anulada, ignorada o –en el mejor de los casos– relegada a la condición de mero adminículo insertable a posteriori para tranquilidad de las conciencias. Solo así, mediante una reflexión sapiencial sobre quiénes somos y hacia dónde queremos ir como especie, adquirirá sentido todo lo que hacemos, obraremos con prudencia, con responsabilidad y precaución frente a las próximas generaciones, y no correremos el riesgo de atropellar nuestra propia existencia, la del ser humano, y la de la inmensa naturaleza que nos circunda.
[1] Que a su vez, según Brian Manning Delany, se apresuran a designar con un neologismo: neologomanía.
[2] La última esterilización forzosa se produjo en el estado de Oregon en 1982.
[3] Monod propone la renuncia ascética a continuar mezclando juicios sobre valores éticos con juicios sobre el conocimiento objetivo del mundo y las cosas. Por lo tanto, decretará que la única ética aceptable es la “ética del conocimiento”, una ética ascética que convierte al científico en un espécimen superior de ser humano precisamente por ese despliegue de responsable autocontrol.
[4] Albert Camus publicó en 1942 un libro de prosa poética bajo el título “El mito de Sísifo” que Monod utiliza para ilustrar la abnegada ascesis del hombre de ciencia en su elección de vivir bajo el principio ético de limitarse al conocimiento objetivo. La extensa cita que Monod cita en su libro es esta: “en ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, Sísifo que vuelve a su roca, en ese leve giro, contempla esa serie de actos inconexos que devienen en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.
Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Siempre vuelve a encontrar su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo por siempre sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre”.
[5] Monod incluye a Descartes en su lista de hombres de ciencia que merecen el título de tales por haberse adherido a la moral superior que exige el principio de objetividad que funda el conocimiento científico: “El Discurso del Método propone una epistemología normativa, pero es preciso leerlo también y ante todo como meditación moral, como ascesis del espíritu”, escribirá Monod.
[6] Para Aristóteles en el ámbito práctico del saber ha de comparecer la disposición llamada phrónesis (prudencia valorativa) para ordenar a la téchne (producción); mientras que en el ámbito teórico es la sabiduría o sophia (indagación del principio) la que adquiere preeminencia sobre la episteme (desarrollo demostrativo). Pues bien, desde Descartes y su duda metódica el saber de las cosas, la sophia, quedará sumido en la bruma de la conjetura, pero se otorgará gran confianza a qué hacer con las cosas, la episteme. Esta inversión del esquema gnoseológico occidental alcanza todas las esferas de la vida desde entonces. La aportación de Monod a este esquema añade una vuelta de tuerca más en la distorsión del sistema gnoseológico aristotélico al poner en cuarentena la phrónesis para todo lo que no sea elegir el camino ascético de su “ética de la objetividad” fundamento de la ciencia monodita. Así, de hecho, la phrónesis en Monod es bala de plata o moneda de un solo uso, inoperante una vez ha desempeñado su único papel con lo que la reflexión valorativa queda definitivamente expulsada del nuevo esquema gnoseológico.
[7] El azar y la necesidad, última página: “Aceptada como base de las instituciones sociales y políticas, por tanto como medida de su autenticidad, de su valor, únicamente la ética del conocimiento podría conducir al socialismo”.
[8] Miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de Madrid.
[9] Según Dalmacio Negro las Religiones de la Política surgen dentro de la Reforma por la aspiración de los grupos calvinistas no sólo de promover su fe sino de cambiar la sociedad mediante la difusión del conocimiento como un intento de mejorar el mundo o, mejor dicho, de lograr el paraíso en la Tierra. (El Mito del hombre nuevo, p. 24).
[10] En Monod la religión secular se transparenta de forma meridiana sobre todo en la última página de su libro: “[la ética del conocimiento que conduce al socialismo] impone instituciones consagradas a la defensa, a la extensión, al enriquecimiento del Reino trascendente de las ideas, del conocimiento, de la creación. Reino que habita el hombre y en donde, cada vez más liberado de las presiones materiales y de las servidumbres falaces del animismo, podría al fin vivir auténticamente, protegido por instituciones que, viendo en él a la vez el sujeto y el creador del Reino, deberían servirle en su esencia, la más única y la más preciosa.
Esto es quizás una utopía. Pero no es un sueño incoherente. Es una idea que se impone por la sola fuerza de su coherencia lógica. Es la conclusión a la que conduce necesariamente la búsqueda de la autenticidad. La antigua alianza está rota; el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo en donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte. A él le toca escoger entre el Reino y las tinieblas”.
Nótese que la mayúscula en la palabra “Reino” es original del texto monodita.
[11] Según Dalmacio Negro, la gnosis es “la tentación permanente” del cristianismo pues depende filosóficamente de él y promete la autosuficiencia mediante el recurso a enmendarle la plana al Creador sustituyéndole en su acción de demiurgo. Aunque se mencionan oscuros precedentes en el judaísmo precristiano, la gnosis toma carta de naturaleza con el desarrollo teológico de los primeros siglos del cristianismo, contabilizándose un gran número de sectas desde la primera gnosis samaritana de Simón el Mago, la gnosis siríaca donde destaca Marción, la gnosis alejandrina de Basílides el cósmico, la gnosis persa de inspiración mazdeísta y la gnosis itálica cuyo principal exponente es Valentín. (cf. P. 391 y ss.)
En realidad, la gnosis nunca ha desaparecido por completo y, al tratarse de un movimiento intelectual difuso, puede hallarse agazapado bajo estructuras que no hacen referencia a él so capa de las más variadas formas. Por ejemplo, en plena Edad Media hallamos la herejía albigense que parece ser contenía un fuerte componente gnóstico como gnóstica es la inspiración de la masonería y la mayoría de las sociedades secretas que se desarrollan a partir del siglo XVIII.
[12] Tendemos a ver la religión a través del cristianismo, una religión salvífica, pero la religión es ante todo la categoría fundante del orden político (en todo momento, en todo lugar conocido; sin excepciones). Cuando en Occidente se decidió relegar el elemento salvífico a la escena privada y las iglesias asumir un papel anciliar frente al estado, se creó el problema de desfundamentación de la vida pública. Occidente está protagonizando un experimento jamás intentado antes que consiste en erradicar lo sagrado de lo político. Como esto es a todas luces imposible, han surgido las “religiones de la política” que son religiones seculares para remedo de la carencia de lo sagrado en la vida pública. Una variedad de esas religiones de la política son las bioideologías, de las cuales, a su vez, forma parte el transhumanismo. Aunque no está en el horizonte inmediato, en algún momento llegará a recuperarse el elemento religioso en la vida pública como fundamentación de la misma ya que su remedo para las próximas décadas –las bioideologías– actúa de forma opuesta, como disolvente, y por lo tanto lleva a las sociedades a su némesis.
Artículo para libro de FrancescTorralba sobre transhumanismo: “Alternativa al transhumanismo”