Sobre el valor y el carácter inviolable de la Vida Humana (Evangelium vitae, 25/3/1995)

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INTRODUCCION   1. El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada dí­a por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas. En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es …

INTRODUCCION

1. El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada dí­a por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas.

En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa noticia: «Os anuncio una gran alegrí­a, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2, 10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta «gran alegrí­a»; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegrí­a mesiánica constituye así­ el fundamento y realización de la alegrí­a por cada niño que nace (cfr Ioh 16, 21).

Presentando el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Ioh 10, 10). Se refiere a aquella vida «nueva» y «eterna», que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espí­ritu Santificador. Pero es precisamente en esa «vida» donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre.

 

Valor incomparable de la persona humana

 

2. El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cfr 1 Ioh 3, 1-2). Al mismo tiempo, esta llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa no es realidad «última», sino «penúltima»; es realidad sagrada, que se nos confí­a para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos.

La Iglesia sabe que este Evangelio de la vida, recibido de su Señor , tiene un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente e incluso no creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella de modo sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cfr Rom 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad polí­tica.

Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el Concilio Vaticano II: «El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» . En efecto, en este acontecimiento salví­fico se revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios que «tanto amó al mundo que dio a su Hijo único» (Ioh 3, 16), sino también el valor incomparable de cada persona humana.

 

La Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de la Redención, descubre con renovado asombro este valor y se siente llamada a anunciar a los hombres de todos los tiempos este «evangelio», fuente de esperanza inquebrantable y de verdadera alegrí­a para cada época de la historia. El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio.

 

Por ello el hombre, el hombre viviente, constituye el camino primero y fundamental de la Iglesia .

 

Nuevas amenazas a la vida humana

 

3. Cada persona, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cfr Ioh 1, 14), es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida por todo el mundo y a cada criatura (cfr Mc 16, 15).

Hoy este anuncio es particularmente urgente ante la impresionante multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos, especialmente cuando ésta es débil e indefensa. A las tradicionales y dolorosas plagas del hambre, las enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se añaden otras, con nuevas facetas y dimensiones inquietantes.

Ya el Concilio Vaticano II, en una página de dramática actualidad, denunció con fuerza los numerosos delitos y atentados contra la vida humana. A treinta años de distancia, haciendo mí­as las palabras de la asamblea conciliar, una vez más y con idéntica firmeza los deploro en nombre de la Iglesia entera, con la certeza de interpretar el sentimiento auténtico de cada conciencia recta: «Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador» .

4. Por desgracia, este alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso cientí­fico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineando y consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y “”podrí­a decirse”” aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias.

En la actualidad, todo esto provoca un cambio profundo en el modo de entender la vida y las relaciones entre los hombres. El hecho de que las legislaciones de muchos paí­ses, alejándose tal vez de los mismos principios fundamentales de sus Constituciones, hayan consentido no penar o incluso reconocer la plena legitimidad de estas prácticas contra la vida es, al mismo tiempo, un sí­ntoma preocupante y causa no marginal de un grave deterioro moral. Opciones, antes consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por el común sentido moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables. La misma medicina, que por su vocación está ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra la persona, deformando así­ su rostro, contradiciéndose a sí­ misma y degradando la dignidad de quienes la ejercen. En este contexto cultural y legal, incluso los graves problemas demográficos, sociales y familiares, que pesan sobre numerosos pueblos del mundo y exigen una atención responsable y activa por parte de las comunidades nacionales y de las internacionales, se encuentran expuestos a soluciones falsas e ilusorias, en contraste con la verdad y el bien de las personas y de las naciones.

El resultado al que se llega es dramático: si es muy grave y preocupante el fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas incipientes o próximas a su ocaso, no menos grave e inquietante es el hecho de que a la conciencia misma, casi oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental mismo de la vida humana.

 

En comunión con todos los Obispos del mundo

 

5. El Consistorio extraordinario de Cardenales, celebrado en Roma del 4 al 7 de abril de 1991, se dedicó al problema de las amenazas a la vida humana en nuestro tiempo. Después de un amplio y profundo debate sobre el tema y sobre los desafí­os presentados a toda la familia humana y, en particular, a la comunidad cristiana, los Cardenales, con voto unánime, me pidieron ratificar, con la autoridad del Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter inviolable, con relación a las circunstancias actuales y a los atentados que hoy la amenazan.

Acogiendo esta petición, escribí­ en Pentecostés de 1991 una carta personal a cada Hermano en el Episcopado para que, en el espí­ritu de colegialidad episcopal, me ofreciera su colaboración para redactar un documento al respecto . Estoy profundamente agradecido a todos los Obispos que contestaron, enviándome valiosas informaciones, sugerencias y propuestas. Ellos testimoniaron así­ su unánime y convencida participación en la misión doctrinal y pastoral de la Iglesia sobre el Evangelio de la vida.

 

En la misma carta, a pocos dí­as de la celebración del centenario de la Encí­clica Rerum novarum, llamaba la atención de todos sobre esta singular analogí­a: «Así­ como hace un siglo la clase obrera estaba oprimida en sus derechos fundamentales, y la Iglesia tomó su defensa con gran valentí­a, proclamando los derechos sacrosantos de la persona del trabajador, así­ ahora, cuando otra categorí­a de personas está oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de dar voz, con la misma valentí­a, a quien no tiene voz. El suyo es el clamor evangélico en defensa de los pobres del mundo y de quienes son amenazados, despreciados y oprimidos en sus derechos humanos».

Hoy una gran multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son, concretamente, los niños aún no nacidos, está siendo aplastada en su derecho fundamental a la vida. Si la Iglesia, al final del siglo pasado, no podí­a callar ante los abusos entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas todaví­a, se añaden en tantas partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como elementos de progreso de cara a la organización de un nuevo orden mundial.

La presente Encí­clica, fruto de la colaboración del Episcopado de todos los Paí­ses del mundo, quiere ser pues una confirmación precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!

¡Que estas palabras lleguen a todos los hijos e hijas de la Iglesia! ¡Que lleguen a todas las personas de buena voluntad, interesadas por el bien de cada hombre y mujer y por el destino de toda la sociedad!

6. En comunión profunda con cada uno de los hermanos y hermanas en la fe, y animado por una amistad sincera hacia todos, quiero meditar de nuevo y anunciar el Evangelio de la vida, esplendor de la verdad que ilumina las conciencias, luz diáfana que sana la mirada oscurecida, fuente inagotable de constancia y valor para afrontar los desafí­os siempre nuevos que encontramos en nuestro camino.

Al recordar la rica experiencia vivida durante el Año de la Familia, como completando idealmente la Carta dirigida por mí­ «a cada familia de cualquier región de la tierra» , miro con confianza renovada a todas las comunidades domésticas, y deseo que resurja o se refuerce a cada nivel el compromiso de todos por sostener la familia, para que también hoy “”aun en medio de numerosas dificultades y de graves amenazas”” ella se mantenga siempre, según el designio de Dios, como «santuario de la vida» .

A todos los miembros de la Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo mi más apremiante invitación para que, juntos, podamos ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida humana, para la edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor.

 

Capí­tulo I

LA SANGRE DE TU HERMANO CLAMA A MI DESDE EL SUELO

 

ACTUALES AMENAZAS A LA VIDA HUMANA

 

«Caí­n se lanzó contra su hermano Abel y lo mató» (Gen 4, 8): raí­z de la violencia contra la vida

 

7. «No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera… Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sap 1, 13-14; 2, 23-24).

El Evangelio de la vida, proclamado al principio con la creación del hombre a imagen de Dios para un destino de vida plena y perfecta (cfr Gen 2, 7; Sap 9, 2-3), está como en contradicción con la experiencia lacerante de la muerte que entra en el mundo y oscurece el sentido de toda la existencia humana. La muerte entra por la envidia del diablo (cfr Gen 3, 1, 4-5) y por el pecado de los primeros padres (cfr Gen 2, 17; 3, 17-19). Y entra de un modo violento, a través de la muerte de Abel causada por su hermano Cain: «Cuando estaban en el campo, se lanzó Caí­n contra su hermano Abel y lo mató» (Gen 4, 8).

Esta primera muerte es presentada con una singular elocuencia en una página emblemática del libro del Génesis. Una página que cada dí­a se vuelve a escribir, sin tregua y con degradante repetición, en el libro de la historia de los pueblos.

Releamos juntos esta página bí­blica, que, a pesar de su carácter arcaico y de su extrema simplicidad, se presenta muy rica de enseñanzas.

 

«Fue Abel pastor de ovejas y Cain labrador. Pasó algún tiempo, y Caí­n hizo al Señor una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. El Señor miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Cain y su oblación, por lo cual se irritó Caí­n en gran manera y se abatió su rostro. El Señor dijo a Cain: ‘¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar’.

Caí­n dijo a su hermano Abel: ‘Vamos afuera’. Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caí­n contra su hermano Abel y lo mató.

El Señor dijo a Caí­n: ‘¿Dónde está tu hermano Abel?’. Contestó: ‘No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?’. Replicó el Señor: ‘¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí­ desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra’.

Entonces dijo Caí­n al Señor: ‘Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará’.

El Señor le respondió: ‘Al contrario, quienquiera que matare a Caí­n, lo pagará siete veces’. Y el Señor puso una señal a Caí­n para que nadie que lo encontrase le atacara. Cain salió de la presencia del Señor, y se estableció en el paí­s de Nod, al oriente de Edén» (Gen 4, 2-16).

8. Caí­n se «irritó en gran manera» y su rostro se «abatió» porque el Señor «miró propicio a Abel y su oblación» (Gen 4, 4). El texto bí­blico no dice el motivo por el que Dios prefirió el sacrificio de Abel al de Caí­n; sin embargo, indica con claridad que, aun prefiriendo la oblación de Abel, no interrumpió su diálogo con Caí­n. Le reprende recordándole su libertad frente al mal: el hombre no está predestinado al mal. Ciertamente, igual que Adán, es tentado por el poder maléfico del pecado que, como bestia feroz, está acechando a la puerta de su corazón, esperando lanzarse sobre la presa. Pero Caí­n es libre frente al pecado. Lo puede y lo debe dominar: «Como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar» (Gen 4, 7).

 

Los celos y la ira prevalecen sobre la advertencia del Señor, y así­ Caí­n se lanza contra su hermano y lo mata. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, «la Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su hermano Caí­n, revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de la ira y la codicia, consecuencia del pecado original. El hombre se convirtió en el enemigo de sus semejantes» .

 

El hermano mata a su hermano. Como en el primer fratricidio, en cada homicidio se viola el parentesco «espiritual» que agrupa a los hombres en una única gran familia donde todos participan del mismo bien fundamental: la idéntica dignidad personal. Además, no pocas veces se viola también el parentesco «de carne y sangre», por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen en la relación entre padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando, en un contexto familiar o de parentesco más amplio, se favorece o se procura la eutanasia.

En la raí­z de cada violencia contra el prójimo se cede a la lógica del maligno, es decir, de aquel que «era homicida desde el principio» (Ioh 8, 44), como nos recuerda el apóstol Juan: «Pues éste es el mensaje que habéis oí­do desde el principio: que nos amemos unos a otros. No como Caí­n, que, siendo del maligno, mató a su hermano» (I Ioh 3, 11-12). Así­, esta muerte del hermano al comienzo de la historia es el triste testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante: a la rebelión del hombre contra Dios en el paraí­so terrenal se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre.

Después del delito, Dios interviene para vengar al asesinado. Caí­n, frente a Dios, que le pregunta sobre el paradero de Abel, lejos de sentirse avergonzado y excusarse, elude la pregunta con arrogancia: «No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» (Gen 4, 9). «No sé.» Con la mentira Caí­n trata de ocultar su delito. Así­ ha sucedido con frecuencia y sigue sucediendo cuando las ideologí­as más diversas sirven para justificar y encubrir los atentados más atroces contra la persona. «¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?»: Caí­n no quiere pensar en su hermano y rechaza asumir aquella responsabilidad que cada hombre tiene en relación con los demás. Esto hace pensar espontáneamente en las tendencias actuales de ausencia de responsabilidad del hombre hacia sus semejantes, cuyos sí­ntomas son, entre otros, la falta de solidaridad con los miembros más débiles de la sociedad “”es decir, ancianos, enfermos, inmigrantes y niños”” y la indiferencia que con frecuencia se observa en la relación entre los pueblos, incluso cuando están en juego valores fundamentales como la supervivencia, la libertad y la paz.

9. Dios no puede dejar impune el delito: desde el suelo sobre el que fue derramada, la sangre del asesinado clama justicia a Dios (cfr Gen 37, 26; Is 26, 21; Ez 24, 7-8). De este texto la Iglesia ha sacado la denominación de «pecados que claman venganza ante la presencia de Dios» y entre ellos ha incluido, en primer lugar, el homicidio voluntario . Para los hebreos, como para otros muchos pueblos de la antigí¼edad, en la sangre se encuentra la vida, mejor aún, «la sangre es la vida» (Dt 12, 23) y la vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios: por eso quien atenta contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo.

Cain es maldecido por Dios y también por la tierra, que le negará sus frutos (cfr Gen 4, 11-12). Y es castigado: tendrá que habitar en la estepa y en el desierto. La violencia homicida cambia profundamente el ambiente de vida del hombre. La tierra de «jardí­n de Edén» (Gen 2, 15), lugar de abundancia, de serenas relaciones interpersonales y de amistad con Dios, pasa a ser «paí­s de Nod» (Gen 4, 16), lugar de «miseria», de soledad y de lejaní­a de Dios. Caí­n será «vagabundo errante por la tierra» (Gen 4, 14): la inseguridad y la falta de estabilidad lo acompañarán siempre.

Pero Dios, siempre misericordioso incluso cuando castiga, «puso una señal a Cain para que nadie que le encontrase le atacara» (Gen 4, 15). Le da, por tanto, una señal de reconocimiento, que tiene como objetivo no condenarlo a la execración de los demás hombres, sino protegerlo y defenderlo frente a quienes querrán matarlo para vengar así­ la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí­ donde se manifiesta el misterio paradójico de la justicia misericordiosa de Dios, como escribió San Ambrosio: «Porque se habí­a cometido un fratricidio, esto es, el más grande de los crí­menes, en el momento mismo en que se introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la misericordia divina; ya que, si el castigo hubiera golpeado inmediatamente al culpable, no sucederí­a que los hombres, al castigar, usen cierta tolerancia o suavidad, sino que entregarí­an inmediatamente al castigo a los culpables. (…) Dios expulsó a Caí­n de su presencia y, renegado por sus padres, lo desterró como al exilio de una habitación separada, por el hecho de que habí­a pasado de la humana benignidad a la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso castigar al homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte» .

 

«¿Qué has hecho?» (Gen 4, 10): eclipse del valor de la vida

 

10. El Señor dice a Caí­n: «¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí­ desde el suelo» (Gen 4, 10). La voz de la sangre derramada por los hombres no cesa de clamar, de generación en generación, adquiriendo tonos y acentos diversos y siempre nuevos.

La pregunta del Señor «¿Qué has hecho?», que Caí­n no puede esquivar, se dirige también al hombre contemporáneo para que tome conciencia de la amplitud y gravedad de los atentados contra la vida, que siguen marcando la historia de la humanidad; para que busque las múltiples causas que los generan y alimentan; reflexione con extrema seriedad sobre las consecuencias que derivan de estos mismos atentados para la vida de las personas y de los pueblos.

Hay amenazas que proceden de la naturaleza misma, y que se agravan por la desidia culpable y la negligencia de los hombres que, no pocas veces, podrí­an remediarlas. Otras, sin embargo, son fruto de situaciones de violencia, odio, intereses contrapuestos, que inducen a los hombres a agredirse entre sí­ con homicidios, guerras, matanzas y genocidios.

¿Cómo no pensar también en la violencia contra la vida de millones de seres humanos, especialmente niños, forzados a la miseria, a la desnutrición, y al hambre, a causa de una inicua distribución de las riquezas entre los pueblos y las clases sociales? ¿O en la violencia derivada, incluso antes que de las guerras, de un comercio escandaloso de armas, que favorece la espiral de tantos conflictos armados que ensangrientan el mundo? ¿O en la siembra de muerte que se realiza con el temerario desajuste de los equilibrios ecológicos, con la criminal difusión de la droga, o con el fomento de modelos de práctica de la sexualidad que, además de ser moralmente inaceptables, son también portadores de graves riesgos para la vida? Es imposible enumerar completamente la vasta gama de amenazas contra la vida humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o encubiertas, en nuestro tiempo!

11. Pero nuestra atención quiere concentrarse, en particular, en otro género de atentados, relativos a la vida naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de «delito» y a asumir paradójicamente el de «derecho», hasta el punto de pretender con ello un verdadero y propio reconocimiento legal por parte del Estado y la sucesiva ejecución mediante la intervención gratuita de los mismos agentes sanitarios. Estos atentados golpean la vida humana en situaciones de máxima precariedad, cuando está privada de toda capacidad de defensa. Más grave aún es el hecho de que, en gran medida, se produzcan precisamente dentro y por obra de la familia, que constitutivamente está llamada a ser, sin embargo, «santuario de la vida».

¿Cómo se ha podido llegar a una situación semejante? Se deben tomar en consideración múltiples factores. En el fondo hay una profunda crisis de la cultura, que engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difí­cil ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y deberes. A esto se añaden las más diversas dificultades existenciales y relacionales, agravadas por la realidad de una sociedad compleja, en la que las personas, los matrimonios y las familias se quedan con frecuencia solas con sus problemas. No faltan además situaciones de particular pobreza, angustia o exasperación, en las que la prueba de la supervivencia, el dolor hasta el lí­mite de lo soportable, y las violencias sufridas, especialmente aquellas contra la mujer, hacen que las opciones por la defensa y promoción de la vida sean exigentes, a veces incluso hasta el heroí­smo.

Todo esto explica, al menos en parte, cómo el valor de la vida pueda hoy sufrir una especie de «eclipse», aun cuando la conciencia no deje de señalarlo como valor sagrado e intangible, como demuestra el hecho mismo de que se tienda a disimular algunos delitos contra la vida naciente o terminal con expresiones de tipo sanitario, que distraen la atención del hecho de estar en juego el derecho a la existencia de una persona humana concreta.

12. En efecto, si muchos y graves aspectos de la actual problemática social pueden explicar en cierto modo el clima de extendida incertidumbre moral y atenuar a veces en las personas la responsabilidad subjetiva, no es menos cierto que estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera «cultura de muerte». Esta estructura está activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y polí­ticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. La vida que exigirí­a más acogida, amor y cuidado, es tenida por inútil, o considerada como un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar. Se desencadena así­ una especie de «conjura contra la vida», que afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y los Estados.

13. Para facilitar la difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas destinadas a la obtención de productos farmacéuticos, que hacen posible la muerte del feto en el seno materno, sin necesidad de recurrir a la ayuda del médico. La misma investigación cientí­fica sobre este punto parece preocupada casi exclusivamente por obtener productos cada vez más simples y eficaces contra la vida y, al mismo tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda forma de control y responsabilidad social.

Se afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto. Se acusa además a la Iglesia católica de favorecer de hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción. La objeción, mirándolo bien, se revela en realidad falaz. En efecto, puede ser que muchos recurran a los anticonceptivos incluso para evitar después la tentación del aborto. Pero los contravalores inherentes a la «mentalidad anticonceptiva» “”bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y maternidad, respetando el significado pleno del acto conyugal”” son tales que hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual concepción de una vida no deseada. De hecho, la cultura abortista está particularmente desarrollada justo en los ambientes que rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción. Es cierto que anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males especificamente distintos: la primera contradice la verdad plena del acto sexual como expresión propia del amor conyugal, el segundo destruye la vida de un ser humano; la anticoncepción se opone a la virtud de la castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la justicia y viola directamente el precepto divino «no matarás».

A pesar de su diversa naturaleza y peso moral, muy a menudo están í­ntimamente relacionados, como frutos de una misma planta. Es cierto que no faltan casos en los que se llega a la anticoncepción y al mismo aborto bajo la presión de múltiples dificultades existenciales, que sin embargo nunca pueden eximir del esfuerzo por observar plenamente la Ley de Dios. Pero en muchí­simos otros casos estas prácticas tienen sus raí­ces en una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y presuponen un concepto egoí­sta de libertad que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así­, la vida que podrí­a brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible frente a una anticoncepción frustrada.

Lamentablemente la estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más y lo demuestra de modo alarmante también la preparación de productos quí­micos, dispositivos intrauterinos y «vacunas» que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerí­simas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano.

14. También las distintas técnicas de reproducción artificial, que parecerí­an puestas al servicio de la vida y que son practicadas no pocas veces con esta intención, en realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que son moralmente inaceptables desde el momento en que separan la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal , estas técnicas registran altos porcentajes de fracaso. í‰ste afecta no tanto a la fecundación como al desarrollo posterior del embrión, expuesto al riesgo de muerte por lo general en breví­simo tiempo. Además, se producen con frecuencia embriones en número superior al necesario para su implantación en el seno de la mujer, y estos así­ llamados «embriones supernumerarios» son posteriormente suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso cientí­fico o médico, reducen en realidad la vida humana a simple «material biológico» del que se puede disponer libremente.

Los diagnósticos prenatales, que no presentan dificultades morales si se realizan para determinar eventuales cuidados necesarios para el niño aún no nacido, con mucha frecuencia son ocasión para proponer o practicar el aborto. Es el aborto eugenésico, cuya legitimación en la opinión pública procede de una mentalidad “”equivocadamente considerada acorde con las exigencias de la «terapéutica»”” que acoge la vida sólo en determinadas condiciones, rechazando la limitación, la minusvalidez, la enfermedad.

Siguiendo esta misma lógica, se ha llegado a negar los cuidados ordinarios más elementales, y hasta la alimentación, a niños nacidos con graves deficiencias o enfermedades. Además, el panorama actual resulta aún más desconcertante debido a las propuestas, hechas en varios lugares, de legitimar, en la misma lí­nea del derecho al aborto, incluso el infanticidio, retornando así­ a una época de barbarie que se creí­a superada para siempre.

15. Amenazas no menos graves afectan también a los enfermos incurables y a los terminales, en un contexto social y cultural que, haciendo más difí­cil afrontar y soportar el sufrimiento, agudiza la tentación de resolver el problema del sufrimiento eliminándolo en su raí­z, anticipando la muerte al momento considerado como más oportuno.

En una decisión así­ confluyen con frecuencia elementos diversos, lamentablemente convergentes en este terrible final. Puede ser decisivo, en el enfermo, el sentimiento de angustia, exasperación, e incluso desesperación, provocado por una experiencia de dolor intenso y prolongado. Esto supone una dura prueba para el equilibrio a veces ya inestable de la vida familiar y personal, de modo que, por una parte, el enfermo “”no obstante la ayuda cada vez más eficaz de la asistencia médica y social””, corre el riesgo de sentirse abatido por la propia fragilidad; por otra, en las personas vinculadas afectivamente con el enfermo, puede surgir un sentimiento de comprensible aunque equivocada piedad. Todo esto se ve agravado por un ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe eliminar a toda costa. Esto acontece especialmente cuando no se tiene una visión religiosa que ayude a comprender positivamente el misterio del dolor.

Además, en el conjunto del horizonte cultural no deja de influir también una especie de actitud prometeica del hombre que, de este modo, se cree señor de la vida y de la muerte porque decide sobre ellas, cuando en realidad es derrotado y aplastado por una muerte cerrada irremediablemente a toda perspectiva de sentido y esperanza. Encontramos una trágica expresión de todo esto en la difusión de la eutanasia, encubierta y subrepticia, practicada abiertamente o incluso legalizada. í‰sta, más que por una presunta piedad ante el dolor del paciente, es justificada a veces por razones utilitarias, de cara a evitar gastos innecesarios demasiado costosos para la sociedad. Se propone así­ la eliminación de los recién nacidos malformados, de los minusválidos graves, de los impedidos, de los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y de los enfermos terminales. No nos es lí­cito callar ante otras formas más engañosas, pero no menos graves o reales, de eutanasia. í‰stas podrí­an producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de órganos para trasplante, se procede a la extracción de los órganos sin respetar los criterios objetivos y adecuados que certifican la muerte del donante.

16. Otro fenómeno actual, en el que confluyen frecuentemente amenazas y atentados contra la vida, es el demográfico. í‰ste presenta modalidades diversas en las diferentes partes del mundo: en los Paí­ses ricos y desarrollados se registra una preocupante reducción o caí­da de los nacimientos; los Paí­ses pobres, por el contrario, presentan en general una elevada tasa de aumento de la población, difí­cilmente soportable en un contexto de menor desarrollo económico y social, o incluso de grave subdesarrollo. Ante la superpoblación de los Paí­ses pobres faltan, a nivel internacional, medidas globales “”serias polí­ticas familiares y sociales, programas de desarrollo cultural y de justa producción y distribución de los recursos”” mientras se continúan realizando polí­ticas antinatalistas.

La anticoncepción, la esterilización y el aborto están ciertamente entre las causas que contribuyen a crear situaciones de fuerte descenso de la natalidad. Puede ser fácil la tentación de recurrir también a los mismos métodos y atentados contra la vida en las situaciones de «explosión demográfica».

El antiguo Faraón, viendo como una pesadilla la presencia y aumento de los hijos de Israel, los sometió a toda forma de opresión y ordenó que fueran asesinados todos los recién nacidos varones de las mujeres hebreas (cfr Ex 1, 7-22). Del mismo modo se comportan hoy no pocos poderosos de la tierra. í‰stos consideran también como una pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen que los pueblos más prolí­ficos y más pobres representen una amenaza para el bienestar y la tranquilidad de sus Paí­ses. Por consiguiente, antes que querer afrontar y resolver estos graves problemas respetando la dignidad de las personas y de las familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida, prefieren promover e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los nacimientos. Las mismas ayudas económicas, que estarí­an dispuestos a dar, se condicionan injustamente a la aceptación de una polí­tica antinatalista.

17. La humanidad de hoy nos ofrece un espectáculo verdaderamente alarmante, si consideramos no sólo los diversos ámbitos en los que se producen los atentados contra la vida, sino también su singular proporción numérica, junto con el múltiple y poderoso apoyo que reciben de una vasta opinión pública, de un frecuente reconocimiento legal y de la implicación de una parte del personal sanitario.

Como afirmé con fuerza en Denver, con ocasión de la VIII Jornada Mundial de la Juventud: «Con el tiempo, las amenazas contra la vida no disminuyen. Al contrario, adquieren dimensiones enormes. No se trata sólo de amenazas procedentes del exterior, de las fuerzas de la naturaleza o de los ‘Caines’ que asesinan a los ‘Abeles’; no, se trata de amenazas programadas de manera cientí­fica y sistemática. El siglo xx será considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas inocentes. Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado el mayor éxito posible» . Más allá de las intenciones, que pueden ser diversas y presentar tal vez aspectos convincentes incluso en nombre de la solidaridad, estamos en realidad ante una objetiva «conjura contra la vida», que ve implicadas incluso a Instituciones internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas campañas de difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto. Finalmente, no se puede negar que los medios de comunicación social son con frecuencia cómplices de esta conjura, creando en la opinión pública una cultura que presenta el recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la misma eutanasia como un signo de progreso y conquista de libertad, mientras muestran como enemigas de la libertad y del progreso las posiciones incondicionales a favor de la vida.

 

«¿Soy acaso yo el guarda de mi hermano?» (Gen 4, 9): una idea perversa de libertad

 

18. El panorama descrito debe considerarse atendiendo no sólo a los fenómenos de muerte que lo caracterizan, sino también a las múltiples causas que lo determinan. La pregunta del Señor: «¿Qué has hecho?» (Gen 4, 10) parece como una invitación a Caí­n para ir más allá de la materialidad de su gesto homicida, y comprender toda su gravedad en las motivaciones que estaban en su origen y en las consecuencias que se derivan.

Las opciones contra la vida proceden, a veces, de situaciones difí­ciles o incluso dramáticas de profundo sufrimiento, soledad, falta total de perspectivas económicas, depresión y angustia por el futuro. Estas circunstancias pueden atenuar incluso notablemente la responsabilidad subjetiva y la consiguiente culpabilidad de quienes hacen estas opciones en sí­ mismas moralmente malas. Sin embargo, hoy el problema va bastante más allá del obligado reconocimiento de estas situaciones personales. Está también en el plano cultural, social y polí­tico, donde presenta su aspecto más subversivo e inquietante en la tendencia, cada vez más frecuente, a interpretar estos delitos contra la vida como legí­timas expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse y ser protegidas como verdaderos y propios derechos.

 

De este modo se produce un cambio de trágicas consecuencias en el largo proceso histórico, que después de descubrir la idea de los «derechos humanos» “”como derechos inherentes a cada persona y previos a toda Constitución y legislación de los Estados”” incurre hoy en una sorprendente contradicción: justo en una época en la que se proclaman solemnemente los derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte.

Por una parte, las varias declaraciones universales de los derechos del hombre y las múltiples iniciativas que se inspiran en ellas, afirman a nivel mundial una sensibilidad moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad de todo ser humano en cuanto tal, sin distinción de raza, nacionalidad, religión, opinión polí­tica o clase social.

Por otra parte, a estas nobles declaraciones se contrapone lamentablemente en la realidad su trágica negación. í‰sta es aún más desconcertante y hasta escandalosa, precisamente por producirse en una sociedad que hace de la afirmación y de la tutela de los derechos humanos su objetivo principal y al mismo tiempo su motivo de orgullo. ¿Cómo poner de acuerdo estas repetidas afirmaciones de principios con la multiplicación continua y la difundida legitimación de los atentados contra la vida humana? ¿Cómo conciliar estas declaraciones con el rechazo del más débil, del más necesitado, del anciano y del recién concebido? Estos atentados van en una dirección exactamente contraria a la del respeto a la vida, y representan una amenaza frontal a toda la cultura de los derechos del hombre. Es una amenaza capaz, al lí­mite, de poner en peligro el significado mismo de la convivencia democrática: nuestras ciudades corren el riesgo de pasar de ser sociedades de «con-vivientes» a sociedades de excluidos, marginados, rechazados y eliminados. Si además se dirige la mirada al horizonte mundial, ¿cómo no pensar que la afirmación misma de los derechos de las personas y de los pueblos se reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoí­smo de los Paí­ses ricos que cierran el acceso al desarrollo de los Paí­ses pobres, o lo condicionan a absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo al hombre? ¿No convendrí­a quizá revisar los mismos modelos económicos, adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias y condicionamientos de carácter internacional, que producen y favorecen situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la vida humana de poblaciones enteras?

19. ¿Dónde están las raí­ces de una contradicción tan sorprendente?

 

Podemos encontrarlas en valoraciones generales de orden cultural o moral, comenzando por aquella mentalidad que, tergiversando e incluso deformando el concepto de subjetividad, sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o, al menos, incipiente autonomí­a y sale de situaciones de total dependencia de los demás. Pero, ¿cómo conciliar esta postura con la exaltación del hombre como ser «indisponible»? La teorí­a de los derechos humanos se fundamenta precisamente en la consideración del hecho que el hombre, a diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser sometido al dominio de nadie. También se debe señalar aquella lógica que tiende a identificar la dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y explicita y, en todo caso, experimentable. Está claro que, con estos presupuestos, no hay espacio en el mundo para quien, como el que ha de nacer o el moribundo, es un sujeto constitutivamente débil, que parece sometido en todo al cuidado de otras personas, dependiendo radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos. Es, por tanto, la fuerza que se hace criterio de opción y acción en las relaciones interpersonales y en la convivencia social. Pero esto es exactamente lo contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el Estado de derecho, como comunidad en la que a las «razones de la fuerza» sustituye la «fuerza de la razón».

A otro nivel, el origen de la contradicción entre la solemne afirmación de los derechos del hombre y su trágica negación en la práctica, está en un concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena acogida y al servicio del otro.

Si es cierto que, a veces, la eliminación de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma malentendida de altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que acaba por ser la libertad de los «más fuertes» contra los débiles destinados a sucumbir.

Precisamente en este sentido se puede interpretar la respuesta de Caí­n a la pregunta del Señor «¿Dónde está tu hermano Abel?»: «No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» (Gen 4, 9). Sí­, cada hombre es «guarda de su hermano», porque Dios confí­a el hombre al hombre. Y es también en vista de este encargo que Dios da a cada hombre la libertad, que posee una esencial dimensión relacional. Es un gran don del Creador, puesta al servicio de la persona y de su realización mediante el don de sí­ misma y la acogida del otro. Sin embargo, cuando la libertad es absolutizada en clave individualista, se vací­a de su contenido original y se contradice en su misma vocación y dignidad.

Hay un aspecto aún más profundo que acentuar: la libertad reniega de sí­ misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su vinculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoí­sta y su capricho.

20. Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora profundamente. Si la promoción del propio yo se entiende en términos de autonomí­a absoluta, se llega inevitablemente a la negación del otro, considerado como enemigo de quien defenderse. De este modo la sociedad se convierte en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero sin ví­nculos recí­procos: cada cual quiere afirmarse independientemente de los demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses. Sin embargo, frente a los intereses análogos de los otros, se ve obligado a buscar cualquier forma de compromiso, si se quiere garantizar a cada uno el máximo posible de libertad en la sociedad. Así­, desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de un relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida.

Es lo que de hecho sucede también en el ámbito más propiamente polí­tico o estatal: el derecho originario e inalienable a la vida se pone en discusión o se niega sobre la base de un voto parlamentario o de la voluntad de una parte “”aunque sea mayoritaria”” de la población. Es el resultado nefasto de un relativismo que predomina incontrovertible: el «derecho» deja de ser tal porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental. El Estado deja de ser la «casa común» donde todos pueden vivir según los principios de igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de poder disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos. Parece que todo acontece en el más firme respeto de la legalidad, al menos cuando las leyes que permiten el aborto o la eutanasia son votadas según las, así­ llamadas, reglas democráticas. Pero en realidad estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases: «¿Cómo es posible hablar todaví­a de dignidad de toda persona humana, cuando se permite matar a la más débil e inocente? ¿En nombre de qué justicia se realiza la más injusta de las discriminaciones entre las personas, declarando a algunas dignas de ser defendidas, mientras a otras se niega esta dignidad?» . Cuando se verifican estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan a la disolución de una auténtica convivencia humana y a la disgregación de la misma realidad establecida.

Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y contra los demás. Pero ésta es la muerte de la verdadera libertad: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo» (Ioh 8, 34).

 

«He de esconderme de tu presencia» (Gen 4, 14): eclipse del sentido de Dios y del hombre

 

21. En la búsqueda de las raí­ces más profundas de la lucha entre la «cultura de la vida» y la «cultura de la muerte», no basta detenerse en la idea perversa de libertad anteriormente señalada. Es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre, caracterí­stico del contexto social y cultural dominado por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas. Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un terrible cí­rculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley moral, especialmente en el grave campo del respeto de la vida humana y su dignidad, produce una especie de progresiva ofuscación de la capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora de Dios.

Una vez más podemos inspirarnos en el relato del asesinato de Abel por parte de su hermano. Después de la maldición impuesta por Dios, Caí­n se dirige así­ al Señor: «Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará» (Gen 4, 13-14). Caí­n considera que su pecado no podrá ser perdonado por el Señor y que su destino inevitable será tener que «esconderse de su presencia». Si Caí­n confiesa que su culpa es «demasiado grande», es porque sabe que se encuentra ante Dios y su justo juicio. En realidad, sólo delante del Señor el hombre puede reconocer su pecado y percibir toda su gravedad. í‰sta es la experiencia de David, que después de «haber pecado contra el Señor», reprendido por el profeta Natán (cfr 2 Sam 11-12), exclama: «Mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí­; contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí­» (Ps 51/50, 5-6).

22. Por esto, cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado, como afirma lapidariamente el Concilio Vaticano II: «La criatura sin el Creador desaparece… Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida» . El hombre no puede ya entenderse como «misteriosamente otro» respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a «una cosa», y ya no percibe el carácter trascendente de su «existir como hombre». No considera ya la vida como un don espléndido de Dios, una realidad «sagrada» confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su «veneración». La vida llega a ser simplemente «una cosa», que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable.

Así­, ante la vida que nace y la vida que muere, el hombre ya no es capaz de dejarse interrogar sobre el sentido más auténtico de su existencia, asumiendo con verdadera libertad estos momentos cruciales de su propio «existir». Se preocupa sólo del «hacer» y, recurriendo a cualquier forma de tecnologí­a, se afana por programar, controlar y dominar el nacimiento y la muerte. í‰stas, de experiencias originarias que requieren ser «vividas», pasan a ser cosas que simplemente se pretenden «poseer» o «rechazar».

Por otra parte, una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende que el sentido de todas las cosas resulte profundamente deformado, y la misma naturaleza, que ya no es «mater», quede reducida a «material» disponible a todas las manipulaciones. A esto parece conducir una cierta racionalidad técnico-cientí­fica, dominante en la cultura contemporánea, que niega la idea misma de una verdad de la creación que hay que reconocer o de un designio de Dios sobre la vida que hay que respetar. Esto no es menos verdad, cuando la angustia por los resultados de esta «libertad sin ley» lleva a algunos a la postura opuesta de una «ley sin libertad», como sucede, por ejemplo, en ideologí­as que contestan la legitimidad de cualquier intervención sobre la naturaleza, como en nombre de una «divinización» suya, que una vez más desconoce su dependencia del designio del Creador.

En realidad, viviendo «como si Dios no existiera» el hombre pierde no sólo el misterio de Dios, sino también el del mundo y el de su propio ser.

23. El eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce inevitablemente al materialismo práctico, en el que proliferan el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo. Se manifiesta también aquí­ la perenne validez de lo que escribió el Apóstol: «Como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, Dios los entregó a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene» (Rom 1, 28). Así­, los valores del ser son sustituidos por los del tener. El único fin que cuenta es la consecución del propio bienestar material. La llamada «calidad de vida» se interpreta principal o exclusivamente como eficiencia económica, consumismo desordenado, belleza y goce de la vida fí­sica, olvidando las dimensiones más profundas “”relacionales, espirituales y religiosas”” de la existencia.

En semejante contexto el sufrimiento, elemento inevitable de la existencia humana, aunque también factor de posible crecimiento personal, es «censurado», rechazado como inútil, más aún, combatido como mal que debe evitarse siempre y de cualquier modo. Cuando no es posible evitarlo y la perspectiva de un bienestar al menos futuro se desvanece, entonces parece que la vida ha perdido ya todo sentido y aumenta en el hombre la tentación de reivindicar el derecho a su supresión.

Siempre en el mismo horizonte cultural, el cuerpo ya no se considera como realidad tí­picamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energí­as que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por consiguiente, también la sexualidad se despersonaliza e instrumentaliza: de signo, lugar y lenguaje del amor, es decir, del don de sí­ mismo y de la acogida del otro según toda la riqueza de la persona, pasa a ser cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de satisfacción egoí­sta de los propios deseos e instintos. Así­ se deforma y falsifica el contenido originario de la sexualidad humana, y los dos significados, unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza misma del acto conyugal, son separados artificialmente. De este modo, se traiciona la unión y la fecundidad se somete al arbitrio del hombre y de la mujer. La procreación se convierte entonces en el «enemigo» a evitar en la práctica de la sexualidad. Cuando se acepta, es sólo porque manifiesta el propio deseo, o incluso la propia voluntad, de tener un hijo «a toda costa», y no, en cambio, por expresar la total acogida del otro y, por tanto, la apertura a la riqueza de vida de la que el hijo es portador.

En la perspectiva materialista expuesta hasta aquí­, las relaciones interpersonales experimentan un grave empobrecimiento. Los primeros que sufren sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el enfermo o el que sufre y el anciano. El criterio propio de la dignidad personal “”el del respeto, la gratuidad y el servicio”” se sustituye por el criterio de la eficiencia, la funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al otro no por lo que «es», sino por lo que «tiene, hace o produce». Es la supremací­a del más fuerte sobre el más débil.

24. En lo í­ntimo de la conciencia moral se produce el eclipse del sentido de Dios y del hombre, con todas sus múltiples y funestas consecuencias para la vida. Se pone en duda, sobre todo, la conciencia de cada persona, que en su unicidad e irrepetibilidad se encuentra sola ante Dios . Pero también se cuestiona, en cierto sentido, la «conciencia moral» de la sociedad. í‰sta es de algún modo responsable, no sólo porque tolera o favorece comportamientos contrarios a la vida, sino también porque alimenta la «cultura de la muerte», llegando a crear y consolidar verdaderas y auténticas «estructuras de pecado» contra la vida. La conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida, a causa también del fuerte influjo de muchos medios de comunicación social, a un peligro graví­simo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la vida. Lamentablemente, una gran parte de la sociedad actual se asemeja a la que Pablo describe en la Carta a los Romanos. Está formada «de hombres que aprisionan la verdad en la injusticia» (1, 18): habiendo renegado de Dios y creyendo poder construir la ciudad terrena sin necesidad de í‰l, «se ofuscaron en sus razonamientos» de modo que «su insensato corazón se entenebreció» (1, 21); «jactándose de sabios se volvieron estúpidos» (1, 22), se hicieron autores de obras dignas de muerte y «no solamente las practican, sino que aprueban a los que las cometen» (1, 32) . Cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma (cfr Mt 6, 22-23), llama «al mal bien y al bien mal» (Is 5, 20), camina ya hacia su degradación más inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral.

Sin embargo, todos los condicionamientos y esfuerzos por imponer el silencio no logran sofocar la voz del Señor que resuena en la conciencia de cada hombre. De este í­ntimo santuario de la conciencia puede empezar un nuevo camino de amor, de acogida y de servicio a la vida humana.

 

«Os habéis acercado a la sangre de la aspersión» (cfr Heb 12, 22.24): signos de esperanza y llamada al compromiso

 

25. «Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí­ desde el suelo» (Gen 4 10). No es sólo la sangre de Abel, el primer inocente asesinado, que clama a Dios, fuente y defensor de la vida. También la sangre de todo hombre asesinado después de Abel es un clamor que se eleva al Señor. De una forma absolutamente única, clama a Dios la sangre de Cristo de quien Abel en su inocencia es figura profética, como nos recuerda el autor de la Carta a los Hebreos: «Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo… al med

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