Indice: INTRODUCCIí“N CONCEPTO DE BIOí‰TICA Y BREVE RECUERDO HISTí“RICO TIPOS DE BIOí‰TICA FUNDAMENTACION DE LA BIOí‰TICA: CONSIDERACIONES PREVIAS PLURALISMO DOCTRINAL Y BIOí‰TICA MODELOS DE FUNDAMENTACIí“N EN BIOí‰TICA BIOí‰TICA PERSONALISTA: UNA PERSPECTIVA DE LAS í‰TICAS MODERNAS EL ENTORNO DE LA BIOí‰TICA PERSONALISTA PRESUPUESTOS DE LA BIOí‰TICA PERSONALISTA: El concepto de persona Benevolencia …
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FUNDAMENTACION DE LA BIOí‰TICA:
- PERSONALISMO ONTOLí“GICO
Tabla 1. Objetivos
Iniciarse en la historia, definición y contenidos de la bioética. |
Proporcionar al médico una perspectiva universal acerca de las principales teorías éticas que están siendo soporte de decisiones morales en el mundo de la Medicina y de las ciencias de la vida. |
Ofrecer una visión de la bioética respetuosa con los valores y las tradiciones de nuestra sociedad |
La historia de la ética es tan antigua como la historia del hombre. Las ideas acerca de lo bueno, lo justo, el deber o la virtud están presentes ya, de modo implícito o explícito, en los escritos de Homero (1). La bioética en cambio -al menos en su formulación actual- tiene pocos años, nace en el seno de la cultura norteamericana y se proyecta al mundo de la Medicina y la ciencia como una disciplina que la necesidad social impone. Este presupuesto explica la aceptación y el extraordinario desarrollo de la bioética en el mundo médico y su entorno en las últimas décadas.
El propósito de esta publicación se centra en la idea de proporcionar al lector una perspectiva acerca de los fundamentos o teorías de filosofía moral -de lo que algunos han denominado meta-bioética- que sirven de base o de inspiración racional a las decisiones éticas de los médicos, de otros profesionales sanitarios y de los científicos que investigan en el campo de la vida y del comportamiento humano. Más tal propósito quedaría corto si no se subrayara desde el principio que los dilemas éticos que se proyectan en el campo de la bioética son de tal complejidad y de tan poderosa repercusión social que, por ello mismo, la responsabilidad de los modelos de comportamiento que se impongan en la sociedad no puede dejarse sólo al arbitrio de los científicos y de los profesionales de la filosofía moral, sino que, por el contrario, es algo que nos compete a todos porque a todos nos interpela. No parece razonable que con tan importantes valores en juego (¿qué es el hombre? ¿cuál es el valor de la vida humana? ¿cuál es el significado del cuerpo? ¿cuál el alcance de la libertad?, etc.) pueda dejarse sólo a la ciencia y sus intérpretes o a los filósofos el poder de decidir sobre la vida y la muerte. Es preciso conocer la realidad de los valores que están siendo sometidos a juicio y adoptar cada uno en conciencia una posición personal. De aquí la exigencia de iniciarse en la bioética, y de ésta como disciplina indispensable en el curriculum universitario de los profesionales de la salud.
CONCEPTO DE BIOí‰TICA Y BREVE RECUERDO HISTORICO
La bioética, tal como se formula hoy en los documentos emanados del mundo de la Medicina y de las ciencias de la vida, es un producto típico de la cultura norteamericana. Es allí donde nace y se implanta como disciplina en gran número de universidades y centros de enseñanza. Pero es importante subrayar que esta dimensión genuinamente americana de la bioética que, principalmente a través de la teoría principialista, se ha difundido rápidamente por el entorno médico, no representa el único modo de racionalizar la respuesta moral ante los modernos dilemas éticos de la Medicina. De hecho ha pasado a ser contestada en la misma Norteamérica y en Europa, donde la tradición ética es mucho más elaborada y conceptual. Como veremos más adelante, en el momento actual operan en la Medicina diversas ópticas de filosofía moral en mayor o menor medida asociadas o fundidas con la resolución epistemológica o científica de los dilemas. Bien puede decirse que la Bioética ha atravesado su etapa infantil de la vida y se halla inmersa en la complejidad y el debate moral de la edad adulta.
Como es sabido el término bioética fue acuñado por el investigador en Oncología Van Rensselaer Potter en su libro «Bioética: puente hacia el futuro», publicado en 1971; evento que ha sido considerado como el disparo de salida de la bioética: ésta tendría pues un cuarto de siglo. El término ha hecho fortuna porque es pretendidamente amplio y expresa claramente su contenido: ética de la vida biológica. Se respondía así a la necesidad de formular un concepto que incorporara una dimensión ética más abarcadora e interdisciplinar que aquellos otros, más históricos, como «ética médica» o «deontología médica», que realmente venían a concluir acerca de los deberes del médico para con sus pacientes. El término bioética vino a resolver la necesidad de un marco de debate y de formulación moral al que se pudieran incorporar muchos otros profesionales vinculados a las ciencias de la vida y su legitimación legal, como los biólogos e investigadores básicos, los farmacéuticos, los expertos en Salud Pública, los juristas y, obviamente, los filósofos y los teólogos, por aludir a los más motivados. Hoy nadie duda de que la bioética va a ocupar un creciente papel en el marco de la filosofía moral, con decisiva repercusión sobre el ordenamiento jurídico y social de los pueblos.
Es de justicia destacar el papel estelar que en estos primeros años de desarrollo de la bioética han jugado instituciones como el Hastings Center de Nueva York (1.969), del que ha sido alma hasta su jubilación Daniel Callahan, y el «Kennedy Institute of Ethics», vinculado a la Universidad Georgetown de Washington D.C. (1.972), pero una meritoria labor de emulación, creación y difusión de la bioética ha sido desarrollada desde entonces en otras instituciones de Francia, Bélgica, Inglaterra, Italia y España (2).
La definición de bioética es menos universal. Abel la define como el «estudio interdisciplinar de los problemas creados por el progreso biológico y médico, tanto a nivel microsocial como a nivel macrosocial, y su repercusión en la sociedad y en su sistema de valores, tanto en el momento presente como en el futuro»3; definición extensa, donde parece diluirse la figura del profesional sanitario -que es el principal protagonista de la decisión ética- pero que tiene la virtud de destacar el carácter interdisciplinar de la bioética -y la importancia de su repercusión para la sociedad y su sistema de valores.
Otra definición es la proporcionada en la Encyclopedia of Bioethics (New York, 1978) que la interpreta como el «estudio sistemático de la conducta humana en el ámbito de las ciencias de la vida y del cuidado de la salud, examinada a la luz de los valores y de los principios». En definitiva, aquella parte de la í‰tica o filosofía moral que estudia la licitud de las intervenciones sobre la vida del hombre, especialmente en el campo de la Medicina y de las ciencias biológicas.
Entrambas definiciones configuran los cuatro rasgos definitorios de la bioética moderna: 1º) se trata de un marco de reflexión ética interdisciplinar; 2º) es básicamente una ética práctica, de aplicación inmediata en el mundo de la Medicina y su entorno, cuyos principales protagonistas son el médico y el paciente; 3º) se trata de una reflexión ética que soporta, además, decisiones de Salud Pública de gran repercusión social y legal; y 4º) nadie puede permanecer ajeno a la bioética, porque ésta determina una praxis sanitaria e involucra a unos comportamientos que someten a prueba el sistema de valores que opera en una sociedad.
Los cuatro rasgos aludidos cristalizan en los 4 campos o tipos de bioética: teórica, clínica, legal y cultural, a las que aludiremos seguidamente.
Callahan (4) reconoce cuatro áreas de la bioética que poseen un contenido propio:
La bioética teórica o conceptual, para otros denominada meta-bioética, que se propone la reflexión acerca de los fundamentos racionales de las acciones morales en el campo de la Medicina y de las ciencias de la vida. Debate hoy si estos fundamentos -si la racionalidad de las decisiones médicas y científicas ante los grandes dilemas- han de ser buscados en las tradiciones éticas y en la propia práctica de estas profesiones, o si debe iniciarse a la luz de los grandes principios de la filosofía moral o de la teología.
que se centra en la toma de decisiones éticas en el día a día de la práctica profesional, en la consulta, en la cabecera de la cama del enfermo, en el quirófano -en el caso de los médicos- o en la misma oficina de farmacia en el caso de los farmacéuticos. Se trata de una ética muy vinculada a los casos clínicos concretos: ¿Se puede considerar competente a este enfermo depresivo al tomar una decisión sobre sí mismo? ¿Se puede retirar el respirador a este enfermo mantenido en estado vegetativo? ¿Cómo debe responder el obstetra ante una grave malformación congénita del feto que puede hacer peligrar la vida de su madre? Estas y otras muchas, semejantes por su complejidad, son las preguntas que se hace la ética clínica. Juega en ella un papel estelar la figura del médico, al que corresponde el protagonismo de iniciar la toma de decisiones, un proceso donde se ha de fundir la teoría moral y la práctica y donde el procedimiento que articula la reflexión ética -lo que Aristóteles llamaba la razón práctica- juega un determinante papel.La bioética clínica,
introduce en el contexto de la Política sanitaria y de la leu ética clínica, ésta no suele localizar su interés sobre casos individuales, sino más bien en la racionalidad de las soluciones sanitarias a los desafío,, de la Salud Pública, al arbitrio de la política en el reparto de la justicia social y su correlato legal, a los conflictos y a la articulación entre las técnicas y los progresos científicos y los fundamentos del Derecho. En ella se inscriben desde las grandes decisiones políticas acerca de la distribución de los recursos en el mundo de la sanidad hasta la esfera del derecho sanitario.La bioética orientada a decisiones de Salud Pública y al debate con la justicia nos
Por fin, las bioéticas culturales se orientan al esfuerzo sistemático de relacionar los dilemas de la bioética con el contexto histórico, ideológico, cultura] y social en el que se han expresado. Es el caso de¡ aborto, cuya irracionalidad era de reconocimiento generalizado en la ética médica occidental, y que tuvo su primer apoyo social en la California liberal de los años setenta, en el seno de una sociedad sometida a una convulsa revisión de valores. En este sentido, son evidentes las diferencias culturales que han operado en el mundo anglosajón y en el área mediterránea o centroeuropa. En el mundo norteamericano es manifiesto el énfasis que se ha concedido al denominado «principio de autonomía», propio de las sociedades y de las culturas muy individualistas, -políticamente liberales- frente al esfuerzo de solidaridad en la distribución de los recursos en el área de la Salud Pública que ha prevalecido en las naciones europeas. Desde esta perspectiva, autonomía y solidaridad son los valores más representativos de USA y Europa; que, por su condición de consensuados, representan conquistas estables de la sociedad que es muy importante no someter a los vaivenes de la novedad o de las disputas políticas. En suma, es papel también de la bioética aquel de ayudar a reconocer el alma de los pueblos, contribuyendo al proceso de integración de las nuevas conquistas de la ciencia con realismo, mesura y respeto a los valores.
FUNDAMENTAClóN DE LA BIOí‰TICA
El nacimiento de la bioética ha hecho emerger dos importantes exigencias. La primera de ellas es la necesidad de distinguir entre el conocimiento y dominio de la ciencia, es decir, el mundo de los «hechos» científicos -que, obviamente, ha sido siempre soberanía de los médicos y de los científicos- de aquel otro de la ética y de los «valores «, que ha sido el campo de trabajo de los filósofos y de los moralistas. Esta distinción no es baladí, pues, como consecuencia del triunfalismo positivista del siglo XIX y buena parte del XX, se ha tendido a pensar que el dominio de los «hechos» científicos debería siempre prevalecer sobre el mundo de la ética y de los valores. Este espinoso asunto, esta verdadera dicotomía entre «hechos» y «valores» (Maclntyre, 1981) parece ya superada. Según la vieja mentalidad, mientras los «hechos» científicos constituían realidades sólidas, impersonales, ciertas, que se imponían por sí solas de modo autoritario, el mundo de los valores era entendido como algo blando -evanescente- relativista y altamente personal. Desde esta perspectiva los médicos debían adoptar por sí solos sus decisiones morales al modo como tomaban sus decisiones médicas, porque en el fondo una buena decisión médica era equivalente a una buena decisión moral. Así pensaron en el pasado y de buena fe médicos insignes, humanistas de la categoría de Marañón, que son nuestra tradición inmediata y a los que siempre deberemos agradecimiento. Pero esa vieja mentalidad parece hoy superada por los nuevos aires de la bioética, y es tarea de ella borrar esa dicotomía y acercar la filosofía moral al mundo de la Medicina y ésta, en reciprocidad, a la filosofía moral.
La segunda tarea de la bioética es la de tender puentes de comprensión entre el mundo de los hechos y el mundo de los valores. Esto reafirma el carácter multidisciplinar de la bioética y establece firmemente la necesidad de que los médicos y los profesionales sanitarios aprendan y sean entrenados en filosofía moral -en í‰tica- del mismo modo que los filósofos y los teólogos deberían formular sus discursos con arreglo a una implícita voluntad de ser entendidos, buscando, en fin, adaptar sus formulaciones a una semántica inteligible para el profesional de la Medicina y de la ciencia. Por la misma razón, estos peritos procedentes del campo de la filosofía moral han de hacer un esfuerzo -sobre todo en ética clínica- por asimilar no solo la información acerca de las materias objeto de controversia (algo complejo para el hombre no científico) sino por captar el humus de la práctica asistencias (limitada en el tiempo, siempre en la presencia de dos agentes morales -médico y enfermo- representando como dos historias, dos conciencias, dos culturas, dos derechos, etc … ) y, cómo no, el propio telos de la conciencia médica, el hábito de la beneficencia, de favorecer al enfermo, de reproducir, en fin, un principio de amistad (Laín Entralgo, 1983)5 que está en la entraña del acto médico.
Corolario de ambas exigencias es la necesidad de pensar en un método, metodología o procedimiento, que sirva de marco sencillo y asequible al juicio moral de los dilemas éticos; y que agilice la toma de decisiones en cualquier situación donde la práctica sitúe al médico, ya fuere en la cabecera de la cama del enfermo, en la consulta o el quirófano. Como veremos más adelante, en el mundo anglosajón más que en el mundo europeo los desarrollos procedimentales han adquirido una gran relevancia, lo que sin duda ha contribuido a facilitar la expansión de la doctrina de los principios.
PLURALISMO DOCTRINAL Y BIOí‰TICA
En el momento actual no hay acuerdo acerca de si la bioética debe buscar su fundamentación moral dentro o fuera de la Medicina. A este respecto, aunque el autor piensa que la bioética no es sino una ética especial y como tal no se propone elaborar nuevos principios éticos, estima igualmente que constituye una disciplina con personalidad propia -como lo pueda ser la ética social, la ética política o la ética económica, lo cual, a los efectos de construir o formular una racionalidad moral de las acciones médicas, obliga a no prescindir del acerbo histórico y de la sabiduría de los actores, en suma, de la experiencia médica y de su tradición moral.
Pero aún más importante, si cabe, es la duda acerca de qué perspectiva o teoría moral puede ofrecer apoyo más consistente a la resolución de los grandes dilemas éticos a que se enfrentan los médicos y los científicos de la vida. En el momento actual -y somos de la opinión de que esta situación durará mucho tiempo- los médicos y científicos carecen de una visión uniforme y universal acerca del modo de sancionar lo que es «bueno» y lo que es «malo» en el plano moral. ¿Ofrece una ética de virtudes o una ética de deberes la mejor perspectiva? ¿Proporciona el utilitarismo, la casuística o la ética de los principios -por citar algunos modelos- una ruta de reflexión moral que satisfaga a todos? La respuesta es negativa. Esto nos viene a decir que un cuarto de siglo después de su arranque, cuando el interés por sus contenidos se ha generalizado, la fundamentación teórica acerca de los principios filosóficos que deberían sostener las decisiones morales en Medicina permanece irresuelta. Aunque ciertamente más que irresuelto deberíamos decir que permanece plural y controvertida.
Tres hechos están detrás del desacuerdo l) El fuerte individualismo de las decisiones médicas, asentado sobre una tradición de «deberes» específicos de los médicos y de los investigadores y sobre una mentalidad escasamente sensible a los argumentos teóricos generados desde disciplinas o instancias ajenas a la ciencia médica. Individualismo que, a su vez, se genera sobre la experiencia de que las decisiones éticas aplicadas implican siempre al propio médico, que se convierte, a su pesar, en el agente moral de la acción. Durante siglos, las determinaciones utilitaristas de la Medicina vinieron orientadas por la herencia de la physis griega, por una respetuosa contemplación de la naturaleza del hombre. Hoy, desde hace medio siglo, el núcleo determinante de las acciones medicas es básicamente epistemológico, científico, crecientemente asistido por la idea de dominio del hombre, de su corporeidad, de su reproducción, y de su muerte: y ésta es una opción que el médico se ve obligado a aceptar o rechazar. 2) La fuerza coactiva y determinante de la praxis, de los resultados, de los logros, que impresiona a la sociedad y proporciona solidez a la visión utilitarista y horizontal de la vida en este final de siglo. El prestigio de la ciencia es extraordinario y dota a las acciones del médico o del científico de un valor añadido suficiente para muchas conciencias, que identifican sin mayor análisis «acción médica» o «avance científico» con acción moralmente buena. Si un ginecólogo aconseja a una esposa un ligamiento de trompas para resolver una situación de compromiso, una gran parte de las mujeres no se interrogarán acerca de la eticidad de esa indicación: pensarán que procede de un especialista en la materia, que la decisión posee una racionalidad en sí misma y esto para ellas será suficiente. En un principio fue el médico quien creía que el dominio de la ciencia era suficiente para dominar el juicio moral. Pero ahora es el paciente quien fácilmente lo estima así. Y 3) el pluralismo moral de la sociedad democrática y liberal que, de hecho, ha trocado en virtual la vieja aspiración kantiana del principio de universalidad. La modernidad ha elevado a dogma de nuestro tiempo el principio de autodeterminación de la persona -el ejercicio de la libertad como simple elección y no como búsqueda del bien- que ha remitido al dominio de la subjetividad sobre las realidades objetivas. El telos de la conciencia médica, liberal y comprensivo, a veces sin recursos, ha sido frágil muro de contención -cuando no parte interesada- de las contradicciones de la sociedad moderna, donde ha hecho fortuna una exaltada interpretación de la libertad sobre la virtud, del «yo quiero» sobre el «yo debo» o el «yo soy». Al borde del tercer milenio la crisis de fe en la razón incapacita al hombre para acceder a un dialogo o debate radical sobre la naturaleza esencial del ser humano; y la organización de la sociedad renuncia a buscar la verdad en sí misma, elevando el consenso, sobre una base de tolerancia y relativismo, a valor clave de la convivencia. Se abre así paso la conveniencia de dar por igualmente buenos y válidos los distintos modelos de obrar moral, que, a modo de paradigmas, vendrían a representar «marcos» de pensamiento común que han de coexistir en un espíritu de tolerancia. En este contexto, entre la necesidad de responder a las exigencias sanitarias de una sociedad plural y el empuje del desarrollo tecnológico, la Medicina ha ido poco a poco perdiendo conciencia acerca del significado moral de muchos de sus «hechos» o acciones -preventivas o terapéuticas- elevando, como veíamos antes, los «hechos» a la categoría de resolución moral.
MODELOS DE FUNDAMENTACIí“N EN BIOí‰TICA
Ha sido Gracia (7) el que ha detallado con más acierto el proceso de gestación de la denominada «ética de los principios» o «principialismo». En efecto, fue en 1974 cuando el Congreso de EE.UU. creó la National Commissionfor the protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research, con la indicación de que llevara a cabo una amplia investigación y estudio a fin de identificar los principios éticos básicos que deberían orientar la investigación con seres humanos en las ciencias del comportamiento y en biomedicina. Cuatro años después, el grupo de expertos publicó el que se puede considerar como el documento más importante de la bioética norteamericana: el Informe Belmont. Los expertos, tras hacer hincapié en la dificultad de aplicar los códigos históricos -como, por ejemplo, el de Nuremberg- al problema que les había sido encomendado, elevaron a consideración de los legisladores unos «principios éticos básicos» entre aquellos aceptados por la tradición del país, que consideraron particularmente relevantes: los principios de respeto por las personas (hoy más conocido como «principio de autonomía»), beneficencia y justicia.
La Comisión reconocía que otros principios también podrían ser relevantes, pero hacía énfasis en el valor de estos tres. Además, entre las aplicaciones más inmediatas de los tres principios éticos básicos destacaban el «consentimiento informado» (que debería contener tres elementos: información, comprensión y voluntariedad), la «evaluación del riesgo y el beneficio», y la «selección de los sujetos». En suma, un documento breve, que supuso un nuevo enfoque metodológico y procedimental, en el modo de juzgar la validez ética de las acciones médicas.
Por «respeto a las personas» la Comisión establece dos convicciones éticas: la primera que todos los individuos deberían ser tratados como entes autónomos, y la segunda que las personas cuya autonomía está disminuida deben ser objeto de protección. Respetar la autonomía por parte del profesional sanitario es dar valor a las opiniones y elecciones de las personas así consideradas y abstenerse de obstruir sus acciones, a menos que estas produzcan un claro perjuicio a otros. Como subraya Gracia, el concepto de autonomía de la Comisión Nacional no es kantiano -el hombre como ser autolegislador- sino algo mucho más práctico, según lo cual una acción se considera autónoma cuando ha pasado por el trámite del «consentimiento informado».
El «principio de beneficencia» es considerado por la Comisión como una «obligación». Por él se entiende la obligación de hacer o buscar el bien del enfermo. El documento rechaza que la beneficencia se haya de entender «como un acto de bondad o caridad que va más allá de la estricta obligación». La obligación de la beneficencia se ha de formular sobre la base de dos reglas: l) no hacer daño (principio que posteriormente se desgajaría y vendría a ser denominado de «no-maleficencia «) y 2) extremar los posibles beneficios y minimizar los posibles riesgos.
Tabla 2. Algunos ámbitos de debate en Bioética Clínica y Salud pública
RESPETO A LA VIDA | TRANSMISION DE LA VIDA | OTROS íMBITOS
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– Aborto | – Esterilización anticonceptiva | – Anticoncepción |
– Eutanasia | – Píldora abortiva | – Enfermo terminal |
– Destrucción de embriones | – Eugenesia | – í‰tica pediátrica |
– Investigación básica | – Inseminación artificial | – Terapia génica |
– FIVET | – Diagnóstico prenatal | – Cirugía de la asignación de sexo |
– Congelación de embriones | – Consejo genético | – Asignación y limitación de recursos |
– Transplante de tejido fetal | – Terapia sexual | – Secreto profesional |
– Elección de sexo | – Ensayos clínicos | |
– Clonación | -Trasplantes | |
– Modificación del comportamiento | ||
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| – Drogadicción |
Por fin, el tercer principio o de justicia es vinculado por la Comisión a «la imparcialidad en la distribución de las cargas y los beneficios», por aquello de que «los iguales deben ser tratados igualitariamente». Siempre, obviamente, desde la perspectiva de la experimentación con seres humanos.
Cinco años después, en 1979, Beauchamp -que había participado en la Comisión Nacional- en colaboración con Childress (8), un deontologista, aplicarían el modelo de los principios a la ética clínica. Pese a que sus fundamentaciones éticas diferían consiguieron abocar a unas mismas «reglas» sobre principios y procedimientos. Reconocen sus diferencias en los planos teóricos de la ética, pero admiten que con los «principios» en la mano consiguen llegar a decisiones idénticas sobre los mismos dilemas éticos. La novedad de su aportación a la bioética de principios es la distinción tajante entre «no maleficencia» y beneficencia, una diferencia aceptada por la moral tradicional. Como ejemplo de esta diferencia, los autores traen a colación el ejemplo de que en Medicina no es igual matar (por ejemplo, la eutanasia activa) que dejar morir (eutanasia pasiva): la primera, matar, es siempre inmoral -contradice el principio de no-maleficencia-; la segunda, dejar morir, puede abundar en serios argumentos a favor de qué es lo que conviene hacer en algunos casos, y podría significar lo mejor para el enfermo, sería pues una acción de beneficencia.
Una segunda novedad -y ésta es verdaderamente clave para entender la debilidad del principialismo originario- es la solución propugnada acerca del modo cómo resolver el conflicto generado cuando, tras el análisis de un caso clínico, la evidencia revela que dos principios, al menos, se hallan enfrentados. Para resolverlo echan mano de la distinción que David Ross9 propuso entre deberes «Prima facie» y deberes «actual» (reales, efectivos). Los cuatro principios son considerados obligatoriamente deberes prima facie -esto es, que si no aparecen enfrentados existe siempre la obligación de respetarlos-, pero en caso de conflicto habrá que conceder prioridad a uno de ellos sobre los demás, el cual pasaría a ser deber actual, esto es, efectivo, el que prevalece. En el mundo norteamericano, en el espíritu del Informe Belmont, el principio de autonomía ha sido, de hecho, el principio que ha prevalecido y que sigue deshaciendo los conflictos.
En nuestro país Gracia ha modificado el modelo originario de los principios, dotándoles de mayor racionalidad ética y solidez doctrinal. El modelo, que vamos a denominar principialismo jerarquizado 10 ancla sobre el modelo de estructura racional de la ética de Zubiri, donde el esbozo moral -es decir, los cuatro principios- se jerarquizan en dos niveles (tabla 3), los cuales surgen de modo natural del propio sistema de referencia. Según el autor los principios de no-maleficencia y justicia son, de algún modo, independientes del principio de autonomía y jerárquicamente superiores a él porque obligan moralmente siempre, incluso contra la voluntad de las personas, en este caso de los enfermos: por ejemplo, nadie puede quitar la vida a un enfermo (principio de no-maleficencia). Es en este primer escalón donde se postula la mayor exigencia del «bien común» sobre el «bien particular» de la autonomía. En el segundo escalón, el principio de la beneficencia no es enteramente separable del de autonomía. La no-maleficencia expresa, por otra parte, el criterio universal de hacer bien a todos no haciéndoles el mal, mientras que la beneficencia proporciona un concepto de bien que parece referirse, en la concepción del autor, a un bien particular. Por eso ese bien particular está densamente adherido a la autonomía.
El primer escalón o nivel 1, constituido por no-maleficencia y justicia viene a representar una «ética de mínimos», lo mínimamente exigible para dar carácter ético al acto médico o sanitario y siempre un verdadero deber. Beneficencia y autonomía son el nivel 2 y cuando siguen al nivel 1 convierten el acto médico en una «ética de máximos», transformando la acción de cumplir el mero deber en satisfacción del paciente, en felicidad. El primer nivel es exigible por el Derecho, el segundo sería específico de la Moral. El nivel 1 sitúa el acto médico ante un deber universal -de universalización-, el nivel 2 en un rango de exigencia ética mayor pero de particularización.
Tabla 3. Racionalidad ética y pasos en la metodología del principialismo jerarquizado
(modificado de Diego Gracia, 1991)
I. EL SISTEMA DE REFERENCIA MORAL |
* La premisa ontológica: el hombre es persona, y en cuanto tal tiene dignidad y no precio |
* La premisa ética: en tanto que personas, todos los hombres son iguales y merecen igual consideración y respeto |
II. EL ESBOZO MORAL |
í— Nivel l: No-maleficiencia y justicia |
í— Nivel 2: Autonomia y beneficencia |
III. LA EXPERIENCIA MORAL |
í— Consecuencias objetivas o de nivel 1 |
í— Consecuencias subjetivas o de nivel 2 |
IV. LA VERIFICACií“N MORAL |
í— Contraste el caso con la «regla» |
í— Compruebe si es posible justificar una ‘excepción’ a la regla |
í— Contraste la decisión tomada con el sistema de referencia |
í— Tome la decisión final |
Como puede apreciarse, dentro de las dificultades de las éticas formales, el principialismo de Gracia racionaliza la acción moral y dota al procedimiento de un mayor rigor ético, constituyendo, a juicio de su autor, una ética formal de bienes.
Otro marco ético de influencia en la Medicina es el utilitarismo. Este modelo filosófico ha sido considerado como paradigma de la teoría consecuencialista y se le ha venido a considerar como una doctrina coherente, aunque muy controvertida desde el punto de vista de otras perspectivas, el consecuencialismo no aparezca tanto como una forma alternativa de justificación moral de la conducta, cuanto como una alternativa a la moral misma, pues su propósito de integrar la moralidad en una teoría general de la racionalidad práctica equivale, en realidad, a reducir la moralidad a mera prudencia. La teoría consecuencialista sostiene que, en una situación dada, la acción moralmente correcta es la que produce el mejor resultado global posible, desde una perspectiva impersonal que concede igual peso a los intereses de todas las personas afectadas. En suma, que la corrección moral de una acción depende de sus consecuencias buenas o malas. El cientificismo positivista que impregna a la ciencia médica en el último siglo, al limitar el conocimiento moral a registrar los «hechos» en un contexto de realidades científico-técnicas -prescindiendo de sus significados en el plano moral- ha sido fácilmente captado por esta filosofía utilitarista, sobre todo en el mundo de la Salud Pública, donde la limitación de los recursos económicos para Sanidad impone a los administradores la expectativa de la elección de un destino u otro para esos fondos. Es fácil comprender que la medida de las consecuencias, utilidad o beneficio de una determinada decisión, se haya constituido en la base moral formal que determina la decisión, y que la consecuencia -por ejemplo la relación costeleficacia- determine la base moral de la política a seguir. Desprovista de una concepción moral previa de la vida y de la justicia, de una correcta idea de la persona, el utilitarismo en Medicina puede conducir a graves excesos- *(1), al siempre interpretar la naturaleza humana en sentido colectivo, de manera que «ser fin en sí mismo» -axioma de las éticas contemporáneas- ya no es un atributo esencialmente inherente a las personas individuales sino a los agregados de individuos que integran los estados sociales. La fijación de prioridades en Medicina en una sociedad individualista y ultraliberal -una actividad plena de sentido ético- podría quedar reducida, en el espíritu del utilitarismo, a mera racionalización estratégica.
Una teoría competitiva del utilitarismo es la ética deontológica o kantiana, pues ésta hace énfasis sobre la condición inviolable de la persona humana, a la que siempre habrá que considerar fin de sí misma y nunca jamás como medio. Esta condición fundamenta su derecho inalienable a no ser tratada de cierta forma por otros -por ejemplo, por los médicos o los investigadores- e impone la prohibición estricta de tratarla de esa forma. Surgen así los derechos fundamentales de los individuos, y para los profesionales de la Sanidad la cuestión de sus deberes y obligaciones básicas respecto de los enfermos. Por lo tanto, desde esta perspectiva, determinados beneficios para una comunidad deben ceder ante los inalienables derechos individuales de algunos de los miembros de esa comunidad. Exponer la vida de un paciente sin su consentimiento expreso, para experimentar un fármaco que se prevé que puede salvar la vida de muchos, es profundamente inmoral desde esta ética deontológica.
Es obvio que esta defensa del interés particular, individual y personal, sobre los intereses colectivos representa un indudable progreso moral. El interés del modelo deontológico sigue vigente, aunque exige un esfuerzo por parte de los médicos para poner al día los códigos.
En el mundo de la Medicina la idea de los «deberes» médicos cristalizó en los Códigos deontológicos, que mantienen su validez si son objetivamente sometidos a las oportunas revisiones. Al menos siempre son el testimonio de un modo de ser histórico, de una secular tradición moral.
Para finalizar, aunque seguramente otros planteamientos de ética han influido en la bioética civil y moderna, es interesante abordar en esta perspectiva de la bioética otras dos peculiares concepciones éticas que configuran, en nuestros días, el horizonte de la filosofía moral en el mundo sanitario y ciencias de la vida. Nos vamos a referir al paradigma moral dialógico, ética del discurso o ética de la comunicación, y al neocontractualismo.
El paradigma moral dialógico se ha ido desarrollando en Alemania desde los años setenta, inspirado en las pretensiones fundamentadoras de Kant, y como reacción contra el subjetivismo radical existencialista y contra el emotivismo, doctrinas ambas que niegan radicalmente la esencia y la existencia de cualquier verdad moral. Sus máximos exponentes, Apel 12 y Habermas 13, retornan al reconocimiento de la validez y por tanto de la obligación de «lo bueno» como principio de lo que «debe ser». En el ámbito práctico sostienen que es posible, desde la razón, un conocimiento inter-subjetivo de las normas más correctas. Como otras éticas modernas se trata de una ética formal, es decir, no viene a proponer normas de conducta o valores morales concretos sino principios procedimentales, un método a través del cual elegir las normas a fin de que éstas sean racionales y correctas. El procedimiento formal aquí no es otro que el diálogo entre los afectados por una norma, en el que se parte ya de unos supuestos (que éste se produzca en un clima de verdad, que el discurso sea inteligible por ambos, correcto, orientado al acuerdo, etc.), es decir, en una situación ideal de diálogo (Habermas). La ética del discurso (del diálogo entre discursos) se considera deontológica.
Aquí, como puede verse, tampoco el contenido u objeto* (2) de las acciones médicas determina su corrección moral, sino que la moralidad del acto se hace depositar sobre el procedimiento de la comunicación. En suma, adquirirían básicamente la condición de correctas sólo aquellas normas que todos los hombres pudieran admitir.
En el mundo médico, la repercusión de estos planteamientos éticos es indudable, pues proyecta la imagen deseable del médico: atento, buen informador. dialogante y tolerante, virtudes que son muy apreciadas por los pacientes. Como veremos más adelante, quienes previamente, por la fuerza de sus convicciones morales, se ven incapaces de ceder en un diálogo acerca de acciones o actos cuyo cumplimiento estiman intrínsicamente rechazable -inmoral- jamás podrán ir a un diálogo del acto médico en la disposición a priori que exige el discurso. Con todo, la ética de la comunicación puede servir de base a un exigible diálogo en las sociedades democráticas acerca de los deberes mínimos que habrían de ser obligatorios para todos, para defender, en el contexto del pluralismo moral de la sociedad, unos mínimos, unas normas éticas que todos deberíamos respetar]5. Como ha destacado Gracia, el modelo ha permitido ya apuntar el valor y la racionalidad de las normas mínimas («ética de mínimos») en la Medicina y en la vida social. De hecho, en Francia el «Comité Consultivo Nacional de í‰tica para las Ciencias de la vida y de la Salud» ha integrado la ética dialógica de origen alemán con el personalismo francés y especialmente con la denominada «filosofía de la reciprocidad de las conciencias» (Nédoncelle, Ricoeur, Lévinas), lo cual ha permitido por vía de diálogo racional la afirmación -a propósito del uso de los tejidos fetales- de que el embrión humano o feto «es una persona humana…….. desde el inicio, y que por tanto, debe ser tratado con respeto y no como mero material de laboratorio o de comercio…… una afirmación elemental, por obvia, para los que afirman la dignidad de la persona humana también como corporeidad, pero con indudable carácter afirmativo en el seno de una sociedad pluralista. Más recientemente el «Convenio relativo a los Derechos Humanos y la Biomedicina» (1996), elaborado por el Consejo de Europa, y el más reciente protocolo adicional sobre prohibición de clonar seres humanos (1997), de la Unesco, son buenos ejemplos de este modelo. En suma, no cabe duda de que, para quienes creen que la razón puede allegar a las fronteras de la eticidad de las acciones humanas, la ética de la comunicación contiene, dentro de su calculada limitación, elementos muy positivos de significado no desdeñable.
El paradigma moral neocontractualista se ha relacionado con la ética biológica. Pues la tesis básica de ambas tendencias neo-kantianas vendría a sostener que tanto la corrección o eticidad de las normas como su justificación racional no se basan en una serie de verdades morales inmutables y universales, que pueden ser conocidas por todos los hombres, sino que la rectitud y la racionalidad de las normas depende, sobre todo, de si pueden llegar a ser consensuadas o acordadas por medio de procesos argumentativos.
La posición original de los individuos, en el contexto de una discusión o deliberación (pensemos en una decisión médica que muestra el desacuerdo inicial entre paciente y médico) se inicia en términos de procedimiento: la racionalidad o la justificación de unos principios o de una norma de justicia emanaría exclusivamente del procedimiento de su elección, y no de la coincidencia mayor o menor respecto de una «verdad» moral previa al procedimiento o al acuerdo, como sustentaría un partidario del discurso.
El plano de los interlocutores es el deseo de ser imparciales, configurar una posición simétrica y abocar a un acuerdo entre individuos iguales, autónomos y libres. En el modelo propugnado con Engelhardtl6 la única fórmula que asegura el contrato es la idea de vaciar de contenidos morales a la ética, a fin de asegurar entre médico y enfermo o en la política sanitaria la lógica de una negociación pacífica y civil. «El precio que hay que pagar por la libertad -dice el autor- son la tragedia y la diversidad».
Relación médico-enfermo radicalmente relativista, contrato de servicios, ausencia de compromiso moral dotado de contenido y desaparición, en suma, de la moral.
Otros modelos bioéticos de interés son el casuismo, el enfoque clínico y la ética sociobiologista, cuyos fundamentos esenciales vamos a resumir.
a) El enfoque casuista ha sido vehiculado en EEUU dentro del mundo de la bioética civil por hombres como Albert Jonsen y Stephen Toulmin, para quienes el procedimiento tradicional de la ética médica había sido siempre la discusión de los casos o de los dilemas concretos a la luz de unos mismos principios. Por esta razón histórica 10,s autores rechazan cualquier intento de elaborar una teoría ética de carácter universal y con pretensiones de valor absoluto, que piensan es irreal. Argumentan que en Etica el procedimiento no debe partir nunca de los principios sino de las situaciones individuales. El resultado son juicios morales que sólo aspiran a ser probables, no ciertos. Cuando la tradición moral de una profesión genera acuerdos masivos de conducta suelen cristalizar «máximas» morales que todos sus agentes respetan y que tienen un indudable valor moral. Estamos aquí ante la recuperación de la vieja sabiduría de las profesiones vinculadas a responsabilidades entre personas directamente vinculadas por una decisión moral o norma. El planteamiento casuista, aunque de formulación laxa, no deja de contener una profunda realidad moral, que de alguna forma hace emerger un cierto celos de la conciencia médica, de una «sabiduría» por encima de la retórica, los conceptos y las formulaciones a priori. Es un proceder muy extendido en el mundo norteamericano y, por extensión, en muchos lugares del mundo.
b) El enfoque clínico es un modelo de racionalidad ética, también generado en el seno del mundo médico norteamericano, cuya fundamentación no sigue el modelo de los principios ni tampoco las éticas de la virtud. Su inspiración proviene directamente de la Medicina y más concretamente de la clínica. En su formulación juega un papel importante la historia clínica del paciente, a la que algunos convierten, de modo práctico, en el punto de partida para el proceso racional de toma de decisiones: los datos médicos se convierten en una regla moral (Thomasma, 1978). En estos procedimientos de análisis de la relación médico-enfermo, los autores intentan armonizar los «hechos» objetivos (la enfermedad, el criterio terapéutico más científico, la condición social del enfermo, etc.) y los «valores» en juego, tanto del enfermo, como de su familia y el médico. El procedimiento aboca finalmente a una racionalización de las decisiones y ordena, con arreglo a criterios prácticos, los valores a respetar. El modelo clínico está muy extendido y a él se inscriben bioéticos tan prestigiosos como Edmund Pellegrino, Kieffer o Cortado Viafora entre otros. El modelo cuenta con la simpatía del autor, aunque se reconoce en él una insuficiente delimitación de los valores en juego.
e) El sociobiologismo propugna una ética basada en el evolucionismo. Este tipo de planteamiento lleva a considerar como éticamente correcto cuanto favorece biológicamente a la evolución de la especie. Desde esta visión, el individuo puede ser sacrificado en aras del conjunto biológico. El ethos de una sociedad es un problema de genes y un producto de la selección natural. Según esta teoría, en el cosmos hay varias formas de vida que están en evolución y dentro de ellas se encuentra la sociedad humana. Los valores de la sociedad no solo registran una lectura historicista, sino biológica, que se expresaría mediante genes regidos por la lógica del «gen egoísta». En efecto, el género humano -el homo sapiens sapiens- al ser susceptible de ser explicado de modo natural y físico-químico, en la medida en que evoluciona, crea -por decir así: inventa- la socialización del hombre, la cultura, la técnica, incluso a Dios. Dios en el concepto sociobiologista de Richard Dworkin es una respuesta tranquilizadora de los genes humanos para responder a preguntas que no se podían de otro modo explicar, como la realidad del sol, el rayo, el trueno o la existencia después de la muerte. El hombre sería una máquina programada para experimentar amor y ternura por sus hijos… y así sucesivamente. Como el óvulo humano es un simple problema de química orgánica, es obvio que cabe experimentar con él discrecionalmente, ya para curar en el futuro las enfermedades hereditarias o para modificar a voluntad, si se desea, los genes del comportamiento. Peter Singer, el conocido bioético, es consecuente con estas ideas y propugna que debería estar permitido acabar con la vida de los niños malformados, incluso después de nacer. El campo de la eugenesia se abre a esta ideología como su inevitable correlato, puesto que el hombre para esta mentalidad radical y materialista no posee dignidad, sino, a lo sumo, valor. El derecho supremo es una determinada interpretación de la evolución, o, lo que es igual, la negación del derecho, el puro cinismo. Aunque no formulada de modo sistemático, esta visión es compartida por algunos científicos y hombres de la investigación básica en el campo de las ciencias de la vida.
UNA PERSPECTIVA DE LAS í‰TICAS MODERNAS
Como veíamos anteriormente la gran pregunta en el mundo de la bioética es qué visión o teoría moral puede ofrecer mayor fundamento para responder al reto de los grandes dilemas que emergen en el campo de la Medicina y la investigación aplicada. La bioética aspira a una base de acuerdo común que permita abarcar diferentes ideologías y religiones y estar al alcance de todas. Pero esto, a todas luces, parece una irrealidad. Todo lo más será posible la búsqueda de acuerdos parciales, consensuados, para servir de guía a legislaciones posteriores: como es el caso del ya citado «Convenio relativo a los Derechos Humanos y la Biomedicina » elaborado por el Consejo de Europa en 1996, que representa un triunfo de la ética discursiva, aunque obviamente marcada por un fuerte signo político y definida por un producto que no ha convencido a todos.
1. Ciertamente, al enjuiciar desde una óptica personalista a las denominadas éticas modernas *(3), de inspiración neokantiana, desde la perspectiva o del profesional sanitario, pronto se advierte algo que nos deja perplejo y que no es otra cosa que el deslucido papel que estas conceden al sujeto de la acción medica, es decir al médico.
Nos explicamos. Las éticas modernas parten de un supuesto diferente a la tradición de los «deberes» de la Medicina, explicitado en sus códigos deontológicos y en la tradición médica, y es la distinta concepción acerca de lo que es la ética y de cuál es su papel en la sociedad. En su raíz se parte de que la idea de ética debe ser elaborada desde el punto de vista de un observador externo e imparcial, que a la manera de un juez racionaliza y juzga las acciones realizadas por los otros. Es decir, se trata de éticas elaboradas desde el punto de vista de una tercera persona, la cual, arrogándose la perspectiva mayoritaria acerca de la cuestión, puede preguntarse y contestar si las acciones realizadas por otras personas son o no lícitas. En el caso del médico, la sociedad se pregunta si es lícito o correcto que el médico «me obligue a seguir tal tratamiento» o si es correcto que «se niegue, por el contrario, a una terapéutica que yo deseo seguir». La ética moderna no se interroga acerca del modo de pensar del médico como persona individual, sus valores, sus creencias, su modelo de vida o su idea acerca de su propia felicidad personal. Ese es su problema, y como tal debe decidirlo en libertad. Lo que según este genérico modelo ético tiene interés es el hecho de que, por su papel y oficio en el seno de una sociedad pluralista, el profesional de la Medicina adquiere unas responsabilidades sociales a las que esta obligado a responder. Esta respuesta del médico a una demanda social, en la medida en que representa una acción externa en la que se involucro a otro -a un ciudadano- debe venir regulada por la ética. Pero por una visión extramédica de la ética. Subyace de fondo una concepción o una definición de la ética orientada básicamente a fundamentar unas reglas para la convivencia civil, según las cuales el hombre -como individuo libre y sujeto de deseos e intereses -puede y debe conducir su vida y sus propias necesidades sin dañar a otros hombres o -como mantiene el utilitarismo- perjudicando a unos pocos sólo, en la medida estrictamente necesaria para obtener una situación social mejor para la mayoría. Lo que cada uno haga o piense allá él, en tanto que la ética sea concebida como un proceder para delimitar las fronteras fuera de las cuales la actividad deja de ser privada. En suma, desde esta perspectiva de la ética moderna, la única virtud importante a los efectos prácticos estriba en la disposición a acatar las reglas sociales vigentes, deontológicamente concebidas (por ejemplo, al modo del observador imparcial de Rawls) o de un modo consecuencialista o utilitarista, cuyo fin a la postre no es tanto contribuir a la felicidad del hombre (en el caso del médico, al propio médico y a la felicidad del enfermo) cuanto a limitar las consecuencias negativas de la condición humana- como mantenía Hobbes. La idea del «mérito», de la superioridad moral de una concepción sobre otra, queda asumida por lo individual y por debajo de lo más mediocre si no representa una demanda o un interés colectivo. Pero esto es muy distinto a lo que el médico concibió siempre como ética, esto es, aquella búsqueda personal del bien ético en sus actos clínicos, que le permitiera estar conforme con su conciencia y le proporcionara una percepción de vida feliz, de satisfacción, de vida lograda, aquello que la tradición griega había denominado eudaimonia.
Desde el punto de vista de las denominadas éticas modernas subyace una concepción de la ética que dista mucho ver con buenos ojos el punto de vista personal del médico, sus valores, o el telos histórico en el que cristalizó la sabiduría médica, en suma, sus preferencias morales. Es más, si éstas están en oposición con las demandas de la sociedad, el médico puede llegar a ser mal visto y por algunos, los más pueriles, interpretado como una persona «antigua» o retrógrada. La gravedad de estas afirmaciones es indudable y nunca van a ser remediadas si las oportunas rectificaciones no nacen desde el seno de la propia Medicina. El mundo médico ha sido hasta ahora incapaz de percibir el lento proceso de disolución de su deontologismo en el teórico deontologismo social, y, de modo aún más grave, la coacción moral que la sociedad o la estructura política puede llegar a ejercer sobre ellos, sobre todo a título personal. En efecto, la experiencia acumulada en las últimas décadas por la profesión médica evidencia patentemente el riesgo real que se cierne sobre los que se rebelan. Las sociedades democráticas y liberales frecuentemente se convierten en autoritarias e intolerantes con los profesionales que rechazan determinadas prácticas, que estiman inmorales. Esto eleva a primer plano la necesidad de salvar la objeción de conciencia de la profesión sanitaria a todo trance, como máxima garantía moral frente a la sociedad. Pero esto es a todas luces insuficiente y exige una renovada atención -y sobre todo reflexión- por parte de cada médico y de sus instituciones corporativas. El médico deja de tener deberes para pasar a tener obligaciones ante la sociedad.
2. La segunda gran diferencia entre el bagaje doctrinal personalista y las denominadas éticas modernas, a los efectos de la formulación ética, estriba en sus contenidos, esto es, en las determinaciones morales. Pues en la medida en que estas determinaciones son más explícitas, más confrontan la realidad de las tradiciones y creencias de los pueblos, e inevitablemente más rápidamente hacen aflorar los desacuerdos en los individuos y en la sociedad. Desaparece lo que se denomina el «objeto» moral. La fórmula operativo consagrada y aparentemente intocable, a falta de fe real en el debate de la razón, es el carácter meramente formal de las proposiciones morales en las éticas modernas. Es decir, en las éticas contemporáneas cuyos fundamentos hemos revisado nunca se proponen normas de conducta concretas, valores morales, modelos de felicidad etc., sino meros principios procedimentales a través de los cuales los individuos, las personas, pueden elegir las normas que estimen racionales y concretas. El mayor grado de aceptación y por tanto de implantación se consigue así, como quería Kant, tras hacer abstracción de los contenidos morales o de los valores dependientes de situaciones concretas. El principio, la máxima o el criterio de moralidad, queda en un simple enunciado («haz el bien», «no hagas el mal», etc.) que prejuzga sólo un juicio de intenciones. En el mundo médico esto se traduce prácticamente por un «haga cada cual lo que quiera»; y en el plano doctrinal por la más amplia y generalizada capacidad de aceptar las posiciones más encontradas y por un deslizamiento institucional hacia una dimensión epistemológica de la ética médica, esto es, lo que científicamente es útil es rnoralmente bueno. Y a mayor abundamiento, influidos poderosamente por el prestigio de la Medicina norteamericana y teledirigidos por el mundo de la filosofía moral -por el laboratorio filosófico *(4)– frecuentemente vinculado a personas con insuficiente vivencia de¡ acto médico.
Por otra parte, toda ética filosófica se inscribe en una tradición cultural, en una determinada visión del mundo, de la historia y del hombre, que precede a la reflexión moral, que la enmarca y le da coherencia. En este contexto, la mayor parte de estas éticas modernas se nutren de un cierto paradigma moral existencialista, de un subjetivismo radical que interpreta al hombre como pura libertad incondicionado, como un ser que crea sus valores, su esencia y que, en fin, es incapaz de legitimar su propia conducta en ningún modelo de valores o referencia normativa que esté allende él y su conciencia. Puesto que «Dios ha muerto» no hay verdades morales, no hay «esencia» o «naturaleza» humana, no hay valores universales. Sólo libertad y libertad, y más libertad. Este trasfondo huye obviamente de la búsqueda de significados en las acciones o actividades de los médicos, al menos en la medicina científica, que relega -aunque también respeta- los significados de los «hechos» médicos al mundo de la conciencia personal.
3. Además, pesa sobre la cultura y sobre la bioética el lastre de un redivivo dualismo, la dicotomía más absoluta entre moralidad y orden natural. Lo moral, lo ético, se vincula con lo personal, lo que de suyo es correcto; pero lo que no es correcto ya -y así ocurre- es identificar lo personal con una libertad opuesta a la «naturaleza», concepto al que se excluye del debate moral. La persona no significa siempre ser humano. Para Engelhardt 15, lo que distingue a las personas es su capacidad de tener conciencia de sí mismas, de ser racionales y de preocuparse por ser alabadas o censuradas. Para él no todos los seres humanos son personas, pues no todos son autorreflexivos y racionales y por esta razón no tiene sentido hablar de respeto por la autonomía de los fetos, de los niños o de los retrasados mentales profundos, que nunca fueron racionales. Lo que nos hace agentes morales -mantiene- es nuestra condición de persona y no la pertenencia a la especie homo sapiens.
En semejante estado de confusión los años finales de nuestro siglo han visto nacer la bioética y paralelamente, con inusitada velocidad, una crisis de valores en el mundo de la Medicina, donde se proyecta el mismo relativismo moral que hoy se reconoce en la mayoría de las sociedades. Los viejos códigos que recordaban los deberes de los médicos para con los enfermos, apenas sostienen hoy el embate de la concepción nietzscheana y sartriana de la «voluntad de poder» y de la libertad, como rectores de las decisiones humanas. Esta crisis conmueve hoy los cimientos de la Medicina y sus tradiciones morales y se traduce, en suma, en la diversificada oferta ideológica que reconoce la bioética.
EL ENTORNO DE LA BIOí‰TICA PERSONALISTA
La bioética personalista o «bioética latina» surge en el contexto de la cultura mediterránea y grecolatina y ha entrado fuerte en el debate moral contemporáneo.
Asume una gran tradición moral que la prefigura no tanto como una ética más, dentro de la diversidad de las éticas seculares o civiles, cuanto como una alternativa a la mayor parte de estas éticas contemporáneas. Le asisten dos fuertes argumentos, el primero de ellos una concepción integral del hombre como imago Dei y en segundo lugar su fe en la razón humana, a la que entiende capaz de allegar a la verdad moral. El paradigma personalista que veremos en páginas siguientes, aunque explícitamente no lo formule, se ve asistido por una meta-bioética que va más allá de ser una mera respuesta a una comunidad moral concreta y, por tanto, se estima válida para médicos, profesionales de la salud y hombres de ciencias en cualquier ámbito de la tierra. Y esta validez deriva de que responde a los interrogantes más profundos de la vida humana -aquellos que Kant lúcidamente expresó-: ¿qué puedo conocer? (aspiración a la «verdad»), ¿qué me cabe esperar? (aspiración a la «felicidad» o a la «vida eterna»), concentradas en la pregunta estrella: -qué es el hombre?. Desde esta meta-bioética, en contraposición, no se pasa de largo acerca del problema religioso, de la tradición filosófica clásica, y se rechaza la idea que cualquier suerte de enfoque teónomo corresponda a una etapa pre-moderna de la razón o represente un impedimento para la realización de la libertad del hombre, como mantiene la línea nietzscheana-sartriana.
Como ha subrayado Gracia (4), la ética mediterránea, desde la época de los grandes filósofos griegos, ha venido caracterizada por el binomio virtud-vicio. Es después del Renacimiento cuando de ella se desgaja la que hoy representa otra gran tradición moral, de raíz protestante y centro-europea, basada en el binomio derecho-deber. Aunque no opuestas, sino incluso complementarias, han venido desde entonces a rivalizar en el debate ético. En los países mediterráneos (Italia, Francia, España, Grecia y Portugal) ha predominado una ética más dependiente de la tradición clásica -de lo que ahora llamaríamos «éticas de la virtud» – que hoy reivindican ilustres pensadores de fuera de nuestro ámbito, como Grisez, Maclntyre, Anscombe y Hauerwas o en USA y Finnis o Spaemann, entre otros, en Europa.
Para Maclntyre (6), asentado en EEUU, el abandono de la tradición clásica y de los modelos basados en la virtud en los países anglosajones ha representado un grave lastre para estos pueblos, donde la práctica contemporánea de la moral experimenta un gran desorden. Para el filósofo, el abandono de la visión aristotélica del cultivo de las virtudes, como horizonte de la ética, ha incapacitado al hombre moderno para la detección y búsqueda de su auténtico bien. El hombre moderno parece incapaz de reconocer su eudaimonia, su felicidad, un verdadero concepto de «vida lograda» en el contexto de su pequeño mundo. Sin las virtudes de carácter es difícil poseer esa suerte de sabiduría -mezcla de experiencia, virtud y amor- que precisa un buen médico para llevar a cabo una verdadera Medicina integral. Como dice Maclntyre6, el resultado inmediato del ejercicio de la virtud es una elección cuya consecuencia es una acción buena («Tras la virtud», 1987). La virtud mueve a detectar el telos, las inclinaciones, el bien del hombre. Dentro del esquema aristotélico -afirma el prestigioso filosofo de la Notre Dame University -es fundamental el contraste entre «el hombre-tal-como-es» y «el hombre-como-podría-ser-si-realizara-su-naturaleza–esencial». La ética sería la ciencia que hace a los hombres capaces de entender cómo se realiza la transición desde el primer estado al segundo. Pero este modelo exigía alguna interpretación previa acerca de la esencia del hombre y acerca del celos humano. En la historia del pensamiento, el esquema aristotélico sería enriquecido al ser situado en el marco de las creencias religiosas por Santo Tomás de Aquino entre los cristianos, Maimónides entre los judíos y Averroes entre los musulmanes. En este contexto, el hombre pasa a ser imago Dei, sujeto de un destino eterno, y el cuerpo del hombre ob . eto de contemplación como naturaleza creada. Del ser del hombre, de su naturaleza humana, libremente aceptada, se desprendería la orientación esencial al bien. En la condición humana -también en su corporcidad- estaría presente un celos, un-hombre-como-podría-ser-si-realizara-su-naturaleza, que ha de ser respetado en la medida en que revela el camino en el proyecto del hombre a su felicidad.
Para Maclntyre la Ilustración romperá toda conexión entre los preceptos de la moral y la facticidad de la naturaleza humana. Muchos son entonces los que se adhieren a «ningún debe de un es». Se rechaza el concepto de hombre entendido como poseedor de una naturaleza esencial y de un propósito o función esenciales. La secularización de la moral por parte de la Ilustración pone en cuestión el estatus en los juicios morales como señales manifiestas de la ley divina. A partir de entonces -prosigue el filósofo- aunque «persiste el hábito de hablar de los juicios morales como verdaderos o falsos, la pregunta en virtud de por qué un juicio moral concreto es verdadero o falso, ha llegado a carecer de respuesta clara». Para el mismo pensador los problemas de la teoría moral moderna, la casi babélica confusión y la multiplicidad de desarrollos éticos, «emergen claramente como producto del fracaso del proyecto ilustrados. Para el grupo de filósofos antes aludido, lo importante sigue siendo no tanto el ¿qué debo hacer» de las éticas post-kantianas cuanto el ¿cómo debo vivir? de las éticas de la virtud. Y detrás de ello la aspiración a la «vida lograda», a la «vida feliz». Además, retorna a la centralidad del sujeto moral: el «quién debo llegar a ser». Por eso -piensan- han de centrarse de nuevo las viejas cuestiones acerca de Iafinalidad de la vida humana y acerca de las virtudes. Es a través de la adquisición de las virtudes como el hombre llega a ser verdaderamente quien debe ser y adquiere la capacidad de hacer actos buenos.
En esta rápida perspectiva de la visión ética, los países de la cuenca mediterránea han conservado el esquema de las virtudes y han preservado un estilo de concebir la ética más atenida a la tradición clásica, en cierto modo, una moral de la virtud. En verdad la situación dentro de nuestro país ya no es uniforme y son palpables los signos de convivencia de los tres grandes modelos éticos, el anglosajón, el centro-europeo y el propiamente mediterráneo. En Medicina prevalece un modelo casuista no excesivamente racionalizado, que busca en líneas generales el bien del enfermo, sin patentizar otro modelo de «bien» que aquel de la salud. El «bien» es asimilado a la búsqueda honesta de la mejor solución científica en cada enfermo en concreto. Como telón de fondo operan las virtudes, la búsqueda de una fe en el médico y de una relación de amistad por parte del enfermo y la perspectiva de un bien paternalista, protector y amical -crecientemente dialogante- por parte del médico. El bien, sin embargo, el bien ético -el bien como protección de la dignidad humana- con la persona de por medio, al estilo personalista y en el marco de lo que Spaemannl 1 ha llamado benevolencia se da sólo al abrigo de la herencia de un humanismo cristiano, pero con escaso presupuesto doctrinal, salvo en grupos minoritarios. En otros -quizás en el segmento más joven de la profesión- la desvinculación de los contenidos éticos aparece más notoria, prevaleciendo el estereotipo de la libertad de cada cual como principal atmósfera de significado ético. Finalmente, es apreciable el influjo de la versión espaiíola del principialismo -que hemos calificado de jerarquizado- propugnado por Diego Gracia, que se implanta en un ámbito más universitario y se extiende en el medio hospitalario y en los incipientes Comités asistenciales de Etica.
PRESUPUESTOS DE LA BIOí‰TICA PERSONALISTA
Considerando el contexto de la bioética personalista es importante captar el trasfondo filosófico y cultural que subyace en su origen y por tanto en la formación del juicio moral personalista. Este trasfondo puede ser definido por algunos rasgos fundamentales: l) el concepto de persona como fundamento racional de la ética; y 2) la benevolencia en el origen de la amistad médica; 3) una moderna ética de bienes; 4) el bien del enfermo 5) la autonomía en la bioética personalista; y 6) por la vocación a la virtud.
Es interesante destacar la diferente concepción de autonomía moral de las éticas modernas respecto de la personalista. En efecto, las éticas modernas y neo-kantianas prescinden de cualquier referencia a una ley, verdad objetiva o normativa previa al juicio de la conciencia. Se trata de una autonomía constitutiva, según la cual el agente posee competencia para conferirse a sí mismo una ley moral. El deber en este caso es el resultado de una autoimposición del sujeto, que sin vincular su decisión a ninguna referencia normativa -la ley natural, la verdad del cuerpo, la ley de Dios, el derecho, etc.- se autolegisla, se autoimpone aleatoriamente lo que juzga moralmente bueno, convirtiéndolo en «su deber». Si se trata de un médico, sus decisiones sobre el cuerpo de un paciente no se atienen a enjuiciar el «significado» integral del acto que ejecuta, sino que descansan en la certeza moral de que las decisiones del acto médico o quirúrgico que va a llevar a cabo serán, presumiblemente, útiles al paciente; y esto, ya desde su visión ya desde la del paciente. Como telón de fondo de su decisión se ve asistido por otra teórica certeza: que esa acción es una de las posibles y aceptadas por la medicina científica. En suma, el acto médico ha quedado esencialmente decidido por su voluntad, sin plantearse ninguna referencia al «significado» moral de ese acto según alguna otra instancia normativa ajena a la Medicina y a lo que él cree en conciencia, es decir, sin cohonestarla con una norma previa: Es la autonomía kantiana *(5) . El juicio moral personalista, por el contrario, busca cohonestar el interés utilitarista de la acción -del acto médico- con la «verdad» de ese acto y su relación al «bien» integral de la persona. Es decir, el acto médico -además de ser útil y eficaz respondiendo al interés que lo promueve- debe respetar una instancia superior, universal, extra médica, de naturaleza moral, que es el «bien» de la persona, que es en suma el respeto a su dignidad entendida como su identidad más profunda.
La visión personalista hace saltar al escenario del acto médico dos conceptos claves: la «dignidad de la persona» y el «significado» moral o ético del acto médico en sí mismo. Dos conceptos que van a exigir una mayor profundización de nuestra perspectiva. Para establecer el concepto de dignidad de la persona deberemos entender primero qué se entiende por «person@’ y, en que consiste su dignidad, algo que nos permitirá acceder al concepto de «benevolencia», una forma suprema de amor de amistad que también configura el acto médico personalista. A su vez, para penetrar en el «significado» ético del acto médico habremos de referimos previamente a lo anterior y, en especial, al concepto de «bien», de «bienes» de la persona humana.
Una vez que ambos conceptos afloren entenderemos sin dificultad la lógica interna de la autonomía impresa en el acto moral o ético y, por qué la «vocación» por la Medicina equidista al médico entre el «deber» y la «virtud».
l. Ciertamente la base fundamental de cualquier paradigma fundamentador de la bioética ha de ser la persona, y desde la conciencia del médico el respeto radical a la persona. Desde este presupuesto, desde una concepción ética de esta naturaleza, la definición y el significado del concepto de persona se revelan claves para una correcta y racional interpretación de sus contenidos, y, en definitiva, de su potencial normativo. Más, puesto que el marco del actual trabajo, limita necesariamente un discurso profundo acerca del concepto de persona -desde una perspectiva integral, holísticanuestro abordaje se limitará a subrayar los rasgos más importantes de la idea de persona, de modo que nos permitan comprender por qué y en que se basa su condición fundante de la ética y, por añadido, de la bioética.
Evidentemente el hombre, considerado desde el punto de vista científico como miembro de la especie humana, de la especie homo sapiens sapiens, posee un cuerpo («body»), una mente («mind») y es consciente de sí («self’, «self-conscious), de su individualidad como ser humano distinto a otros. El cuerpo, la corporcidad, es una sustantividad -como diría Zubiri- un organismo que posee aparatos, vísceras y órganos, uno de los cuales es el cerebro, y otros pueden ser el corazón o los órganos de locomoción que son los miembros inferiores. Como tal corporeidad existe como varón y como mujer, diferenciados en el marco de lo corporal. La interrelación fenoménica entre estos conceptos es absoluta: el hombre sabe que él es alguien -posee autoconsciencia- porque realmente posee una mente que lo hace posible, como también le hace posible la función de pensar, soñar, idear, ambicionar o sufrir. Pero la mente es imposible sin la realidad de¡ cerebro, de la corteza cerebral, y esta entidad es a su vez irreal sin el cuerpo. Desde una perspectiva de filosofía realista el hombre es, cuando menos, todo ello a la vez. Desde una concepción fenomenológica, como es en el fondo el abordaje científico del hombre en la mentalidad que nos es característica, cualquier identificación del concepto de hombre a una sola y exclusiva determinación analítica del mismo (cuerpo, mente, autoconciencia) vendría a constituir un error, una simplificación de la realidad, una «reducción», en suma, de la verdad integral del concepto de hombre con grave detrimento de la realidad hombre.
En otros términos, esta amputación de la verdad del concepto de hombre también nos sería perceptible si un daiío físico limitara parcialmente en su realidad física o física o funciona] el cuerpo de un hombre y por esta razón nunca se pensará que un cojo no es hombre, o que un hemipléjico no es un hombre. Tampoco juzgaríamos real y estimaríamos falsa la afirmación de que un esquizofrénico (hombre con grave alteración de sus ideas, de su mundo mental) no es hombre: simplemente pensaríamos que es un hombre esquizofrénico, que es un loco. Por la misma razón ante un chico joven con gran simpatía e incluso belleza física, pero afectado por el síndrome del cromosoma X -y, por tanto, con un coeficiente intelectual semejante al de un niño de 4-5 años- tampoco pensaríamos que no es un hombre. Ni dejaríamos de pensarlo si estuviéramos en la presencia de alguien al que la enfermedad ha hecho incapaz de oírnos, de hablar, de podernos decir quién es él, cuál su identidad, su nombre, su edad, su historia: entenderíamos -como médicos y como científicos- que es un hombre al que la enfermedad mental o el daño cerebral ha dejado tan limitada su mente que esa elementalidad de la vida de relación que es la comunicación le es imposible. De los subnormales profundos, los comatosos, los descerebrados, los sujetos con vida meramente vegetativa sabemos que, o nunca poseyeron o ya no poseerán consciencia plena de su identidad personal, que difícilmente su «yo» se revelará de modo relacional, de forma racionalmente relacionar. Mas no por ello los médicos hemos dejado de interpretarlos como hombres o mujeres, aunque ciertamente en una condición de máxima limitación. Y sabemos que la condición humana -y por tanto, la condición de hombre- se amplía a los fetos de cuatro o siete meses, de los que sabemos que ya poseen viabilidad, es decir, que convenientemente cuidados podrían sobrevivir fuera del claustro materno. Nuestro modo de pensar es realista, percibimos la realidad de los otros como fenómenos, como realidades que captamos con nuestra inteligencia y nuestros sentidos, que poseen una identidad racionalmente comprensible, que son científicamente reconocibles. Adquirimos así una visión del hombre que los filósofos llamarían «fenomenológica». Si esta visión se extiende al óvulo fecundado, es obvio que nuestros ojos no ven un cuerpo formado de hombre -de varón o mujer- pero esa realidad morfológica que perciben nuestros ojos de científicos, en la posesión de nuestra cultura embriológico, nos dice -nos garantiza- que constituye el hombre en el primer instante de existencia como realidad-hombre. Y ello pese a que su mente no es captable aún, como tampoco lo es su cerebro ni nos cabe recoger de él ningún modo de actividad relacionar. Simplemente «sabemos» -como científicos del hombre- que su designio vital como individuo humano se ha puesto en marcha ya a través del dinamismo impreso en su dotación genética, en el DNA del zigoto. El resto es un simple problema de tiempo. Nueve meses después decir «es un hombre» nos resultara más sencillo de comprender pero no más real. Porque sabemos a través de nuestra ciencia que el óvulo fecundado, el zigoto, es ya la vida natural de un hombre completo (cuerpo, mente, autoconciencia) en su fase más inicial, en su momento existencial más precoz.
2. Este largo preámbulo de realidades obvias no es baladí, porque nos abre el camino a una reflexión más compleja, que es aquella que hace alusión al concepto de persona. En ella, todo el interés se va a centrar en la idea de que cualquier definición de «persona» que no se identifique plenamente con, al menos, esta visión real o fenomenológica de «hombre» es inadecuada. Se tratará de una interpretación «ideológica» de hombre -respetable tal vez- pero nunca la real. Esto es, siempre que una interpretación del concepto de persona prescinda de, al menos, la realidad del cuerpo, la realidad de la mente y la realidad de la autoconciencia -conjuntamente- en su definición se estará falseando la realidad del concepto de hombre en su dimensión científica. Podremos a continuación pensar que, en su origen, la mutilación del concepto de hombre -al obviar una parte del todo o al asignar a una parte del todo el concepto del todo, esto es, de hombre- constituye un simple error de perspectiva, una falsedad, una errónea percepción de la realidad hombre. 0 que se trata más bien de una definición «ideológica’, es decir, en la que se pretende deliberadamente excluir una parte esencial del concepto de hombre para así disponer de un modelo conceptual -de un referente- del que hacer depender luego determinaciones morales, actitudes o conductas supuestamente racionales y fundamentadas. Si se dice, por ejemplo, que hombre es sólo autoconciencia -esto es un ,,yo» y exclusivamente un «yo»- y se excluye por completo al «cuerpo» de la esencia de hombre, siempre que ese «yo» no pueda expresarse -como así ocurre en los fetos, en los comatosos irreversibles o en los subnormales profundos- se podría decir que en estos casos ya no hay hombres y por la misma razón se podrían generar leyes consensuadas que permitieron a la sociedad su eliminación física. Porque al carecer de un «yo» relacionar estos cuerpos no serían hombres.
Como puede fácilmente concebirse toda esta supuesta argumentación carece de validez porque es simplemente irreal, falsa. Deliberadamente toda la argumentación seguida hasta aquí parte de la idea real de hombre como naturaleza dotada de cuerpo, mente y «yo» o autoconciencia de sí mismo. Y también deliberadamente hasta ahora no hemos aventurado el término ni el concepto de persona. Porque esto no parecía necesario en el mamo de nuestra visión de científicos del hombre. Ahora sí es posible hacerlo. Porque los términos «persona» y «hombre» aunque poseen una génesis epistemológica y disciplinar diversa a nuestros ojos son en el fondo realidades intercambiables. Hombre y persona significan y son, al término de un largo proceso discursivo, una misma cosa. La persona es el hombre, ya mujer o varón, porque la única modalidad en la que como tal persona se expresa es como hombre. Persona es igual que decir ser humano e igual que decir mujer o varón. Persona nunca es decir ordenador inteligente ni mono que articula algunas palabras. Persona implica la condición de ser racional, de estar en posesión de la genética de] hombre de la evolución, la condición de hombre vivo en algún tramo de su designio existencias.
¿Dónde pues la conflictividad? La conflictividad existe en aquellos que separan el concepto de hombre del concepto de persona, o si se quiere, el concepto de ser humano y el concepto de persona. En efecto, si bien es cierto que la noción de persona se va acreditando progresivamente en nuestro tiempo como una especie de base neutral suficientemente objetiva, en grado de proveer un fundamento común y universal para la erección de normas de conducta o leyes, también lo es que se va introduciendo una creciente confusión y separación entre la noción de persona y la noción de hombre. Esto tiene una peligrosa repercusión en el campo de la bioética y, por supuesto, en los fundamentos del Derecho. Aunque aquí sólo podemos esbozar el debate, cabe afirmar de entrada y rotundamente que esta ruptura entre el concepto de persona y el concepto de hombre es ajena a la Medicina y a su sabiduría histórica. Decir que persona y hombre -como mantienen algunos filósofos- no son realidades idénticas es algo extraño al mundo médico. Primero por un hecho de carácter universal -por una razón viva, dinámica y actual- que es aquella del lenguaje común, en el sentido de que los términos «hombre» y «persona» vienen siendo utilizados como sinónimos, desde siempre, en el lenguaje cotidiano y en el mundo médico. Y en segundo lugar porque también en argumentaciones más técnicas, resguardando la obligación moral y legal, el concepto de hombre ha sido constantemente usado en el sentido de persona y nunca, ni mínimamente, en otro sentido que éste *(6).
¿Qué ocurre ahora? Que al decir que no todo individuo humano -todo hombre- es persona se pretende establecer el fundamento racional para que la organización de la sociedad pudiera privar a algunos de sus ciudadanos de sus derechos como tales personas. Algunos filósofos y algunos bioéticos mantienen ahora que el concepto de persona significa exclusivamente «autoconciencia», conciencia de sí mismo, de sujeto individual dotado de libertad y autonomía en sus decisiones. La noción de persona prescinde así de la noción de cuerpo y mente y selecciona una propiedad del hombre como único fundamento de su definición. Los filósofos de esta guisa escapan deliberadamente así de una construcción basada en la percepción de la realidad llamada «hombre», para crear ideológicamente un concepto o definición de persona que no integre todas las propiedades esenciales del referente, sino sólo aquella que, aleatoriamente, les interesa. Se escapa así de las realidades propias de la objetivación científica, de la objetivación basada en la captación de la realidad de las cosas, de los objetos -aquí de la realidad del hombre- y se crea un nuevo concepto, una nueva definición de persona que es muy difícil desvincular de su significado instrumental y mediático, teleológico y utilitarista en el mundo de la ética, y paradigma fundamentador en la génesis de posibles leyes y en el mundo del Derecho. Al mundo de los médicos, como antes se ha aludido, la desvinculación del concepto de persona de la idea de hombre ha de resultar, cuando menos, sospechosa; pues, como es sabido, detrás de esta noción de persona como mera autoconciencia, subyace entre otras la idea de promover que los seres humanos gravemente disminuidos (subnormales profundos, comatosos irreversibles, descerebrados que permanecen en estado vegetativo, etc.) y, por supuesto, los embriones y fetos no son personas, y como tales, al arecer de estatuto de personas, la sociedad podría legislar sobre ellos y disponer de sus vidas de modo convencional. Para algunos de éstos filósofos ni incluso los recién nacidos, por aquello de que carecen de autoconciencia, son personas y, por esta razón, en determinadas circunstancias se podría disponer de sus vidas (7).
Desde esta perspectiva se comprende ahora mejor la afirmación anterior de que el verdadero fundamento de la ética va más allá de la mejor forma de construir la imparcialidad en las decisiones de justicia y que éste se debe centrar antes en la persona. La bioética de base personalista se define por concebir las decisiones éticas de la razón práctica sobre la base primordial del respeto a la persona, del respeto profundo a su identidad personal, que es, en definitiva, el núcleo de su dignidad.
Pero esta percepción de persona en cuanto autoconciencia (como sujeto responsable de sus decisiones, dotado de autonomía en cuanto ser o naturaleza racional, es decir, en cuanto individuo dotado por una mente y un psiquismo humano y, por tanto, racional) y que además posee y es un cuerpo -que sería la perspectiva fenomenológica de concepto de persona- aunque cierta y válida para fundamentar la ética, no alberga a juicio del autor, toda la radical realidad fundante de la persona.
No capta, en suma, la esencia de la persona en su plenitud y ello porque con el microscopio o con simples percepciones es imposible captar la total esencia del hombre. El hombre, la persona humana, es además un ser espiritual. La respuesta a qué es la persona es la respuesta a qué es el hombre. El modo de concebirlo o de interpretarlo toca directamente a las creencias más profundas de los humanos y, en bastante medida, los identifica o los separa. La bioética de base personalista -el modelo de Sgreccia y los que puedan venir después- está asentada en una tradición de fe. Sin duda que es también una ética civil -y, como tal, de elección libre y reflexionada -pero recoge en gran medida la tradición intelectual occidental de raíz clásica y cristiana a la que ahora haremos alusión. Con todo, la expresión «personalista» no queda necesariamente fijada por esta tradición, aunque lo sea en su versión más actual enriquecida por el pensamiento moderno. En efecto, la «persona» en cuanto sujeto y objeto ha sido recuperada filosóficamente por la tradición fenomenológica de este siglo que, desde diferentes perspectivas y desde diferentes autores, ha vuelto a ocupar un lugar preeminente en la filosofía moral contemporánea* (8). Por lo tanto la ética personalista se asienta filosóficamente en el pensamiento clásico y cristiano y en la moderna fenomenología, sin excluir necesariamente otras aportaciones de la filosofía moral. Al mundo de la Medicina, mundo de percepciones empíricas, la fenomenología le ofrece una visión del hombre muy asequible. Sin duda que, desde la perspectiva de «el mundo de la vida» -por utilizar la expresión de Husserl- la dimensión fenomenológica del hombre -y, aún más, la idea de persona- es incapaz de proyectar una comprensión integral revelándose necesariamente reduccionista. Pero ello no obsta para poder constituir o apoyar sólidamente el trasfondo filosófico de nuevos modelos éticos, también personalistas y también del mundo de la ética médica, que puedan ser concebidos y desarrollados.
En el momento actual el modelo personalista con mejor orientación al mundo de la Medicina y de las ciencias de la vida es el personalismo ontológico, diseñado por Elio Sgreccia (17). Respecto de la persona el modelo cristaliza sobre un concepto realista y metafísico en la herencia del hilemorfismo y de la tradición aristotélico-tomista. En él, frente al empeño subjetivista y dualista de cierta tradición ilustrada de desvincular a la persona de la corporeidad, se unifica a la persona con el hombre y se sostiene que la persona es más que sus actos o que su percepción de autoconciencia, y que no se deviene persona porque sea autónoma, competente o activa, sino por ser miembro de la especie humana. Esencialmente esta concepción de la persona no es «psicologista» y sólo «psicologista» -entendida como mera personalidad en sus aspectos temperamentales o relacionales- sino antes bien ontológica, de estructura ontológica. Según esta perspectiva el hombre es esencialmente unidad radical de espíritu y cuerpo (9).
3. El problema de la comprensión del hilemorfismo por la mentalidad científica no estriba tanto en la captación del monismo parcial que representa, cuanto en la dificultad de cohonestar palabras y categorías de génesis filosófica con las categorías y construcciones mentales fisicistas, biologicistas y/o moleculares que caracteriza a la visión del científico. No es sin duda fácil, pero tampoco imposible reconocer equivalencias entre ambos modos de referir la realidad del hombre, aunque ciertamente no sea éste el marco adecuado a tan apremiante discurso interdisciplinar. Bástenos recordar que Aristóteles considera que la esencia o sustancia del hombre es una y única pero compuesta. Es decir que algo da forma a la materia del hombre y le convierte en hombre, un algo filosófico que estructura y diseña un modelo de organización de la materia que emerge a la existencia en la modalidad de hombre, algo que es la forma en términos aristotélicos. Constituido el hombre -sustancia y fon-na- el estagirita entiende que debe distinguirse entre los materiales organizados que constituyen el ser del hombre -su esencia- en tanto que proyecto o potencia de ser, y «acto de ser» el hombre como ser viviente, como realidad viva en una existencia, como ente. Hasta aquí nada necesariamente nos conturba como científicos o filósofos de la ciencia. Simplemente estamos ante un modo distinto, filosófico, de contextualizar la realidad hombre. El filósofo griego consideraba que este principio organizador de la materia, que permite el diseño de un hombre en tanto que forma o acto de hombre es el alma. El alma sería algo intrínseco al ser del hombre, pero no se trataría de una substancia material sino de un principio organizador de la materia que permite de inmediato el acto de ser de la condición de hombre. Sin ese principio organizador que mantiene la tensión identificadora y cohesionadora entre las moléculas del cuerpo, dotándole de sentido, el hombre retomaría a su realidad de simple materia, de polvo. Por tanto, para el estagirita el ser humano poseería una estructura única pero compuesta por materia y forma, inseparables o no se dará jamás el ser de hombre. El alma permite y representa el fundamento de] acto de ser del ente denominado «hombre». Como puede verse, aunque en categorías filosóficas, la intuición aristotélica soporta hoy bastante bien cualquier embate ideológico cientificista porque no otra cosa pretendió el estagirita al formular su modelo.
Cuando en un momento concreto de la historia, Tomás de Aquino se ve precisado a considerar la condición humana y la idea de persona, su discurso asumirá el diseño aristotélico como punto de partida. Así, cuando establece su anima forma corporis lo que quiere decir es que, como ya dijera Aristóteles, el alma es la forma de la sustancia del cuerpo, la forma sustancial del cuerpo, principio vital que no es materia, pero que hace posible la organización de la materia según un diseño estructural que posee y que, al darse, determina la plenitud de vida del ser, a lo largo de un tiempo de existencia en el mundo, el cual se vendrá a expresar morfológicamente según un decurso que se inicia en la concepción y acaba con la muerte. La muerte supone el retorno de la materia a la tierra, ausente la fuerza vital, el impulso integrador, conformante y configurante de la realidad del hombre, ausente el alma.
La novedad de Tomás de Aquino es que interpretará el alma del hombre como distinta del alma de perro, del alma animal, la interpretará como espiritual. El principio inmaterial, presente e integralmente constituyente de la corporeidad humana, y aún sosteniente, es en el hombre algo espiritual y completamente distinto a las almas del resto de las criaturas no humanas. En efecto, en el hombre, el alma será capaz de aflorar facultades de rango intelectual máximo. El diseño de la materia humana por el alma, vendrá a ser tan exacta, tan perfecta, que a través de las facultades mentales hará al hombre capaz de pensar, de razonar, de recordar y, sobre todo, le permitirá que se reconozca a sí mismo y reconozca otros. El diseño es radicalmente nuevo en la naturaleza y representa como a modo de un salto esencial. La fuerza unificante aquí no sólo determina -informa, se dice- la materia para configurar la realidad anatómica y funcional de las vísceras y de los órganos del cuerpo, sino que será capaz de organizar el tejido celular de la corteza en modo tal que la permitirá expresarse a ella misma y emerger con la identidad de un «yo», con «autoconciencia» de sí y de su individualidad en el mundo. Este hecho posee extraordinaria relevancia porque permite comprender que la idea de «alma», en el caso del hombre, unifica e integra dando sentido a la vida vegetativa, a la vida sensitiva y a la vivencia intelectual a la vez y conjuntamente. Cuando algunos ahora resucitan la vieja idea de que la persona es sólo facultad intelectual, sólo autoconciencia en sí, es decir sólo un «yo» o sujeto, como si el cuerpo fuera un mero continente del espíritu humano -tesis dualista- en realidad lo que se está pretendiendo hacer es contrarrestar la idea de hombre como un ser de naturaleza corporal y espiritual, en el sentido de que la perfección de su alma configurante cincelada en analogía del Creador ha determinado a un ser con memoria, entendimiento y voluntad, a un ser que es capaz de reconocerse a sí mismo como realidad individual y de actuar libremente y, sobre todo -lo más importante- en posesión de una conciencia moral.
Retornando al concepto de persona, debemos decir ahora que sobre esta concepción del hombre Tomás de Aquino afirma que la persona es el subsistente, el ser subsistente en una naturaleza racional. Subsistente o subsistencia quiere decir aquel ser que tiene la intrínseca posesión del acto de ser propio y, al mismo tiempo, posee la naturaleza más excelsa de entre todas las posibles, esto es, la naturaleza intelectual. La persona humana es pues un ser concreto e individual que subsiste en sí y por sí (aunque no es causa de sí como un todo completo, con sus determinaciones esenciales y sus características accidentales, integradas en el acto de ser que ejerce por cuenta propia. Persona humana es, pues, más que naturaleza individuada, más que mero individuo de la especie humana y más incluso que hombre, aunque toda persona es hombre y todo hombre es persona. Pero persona significa existir en sí y por sí y no en otro, significa independencia y autonomía, significa en fin -y ésta es la clave rechazada- participación del ser de Dios. En suma la persona es espiritualidad, en el sentido de que tiene capacidad de realizar actos que son independientes del determinismo de la materia. Y en tal medida toda actividad intrínseca del hombre que se independice de la materia en cuanto al dominio de la intención es totalmente inmaterial, o, como también se puede decir, espiritual* (10).
En suma y de forma simplificadora cada hombre es una persona concreta, única e irrepetible, diferente a las demás, en posesión de un «yo» -de autoconciencia- que le permite acciones libres y actos que, como veremos en seguida, son reconocidos en su interior, por la conciencia moral, como «buenos» o «malos», «correctos» e «incorrectos»* (11). Este reconocimiento de la calidad moral de sus acciones se lleva a cabo en la conciencia. Persona y cuerpo, por fin, participando del mismo impulso configurante y conformante son inseparables.
El paciente para el médico es ante todo persona. Es esto -la concepción fenomenológica y metafísica de persona- lo que le configura ante sus ojos como un «absoluto», «fin en sí mismo y nunca medio» como afirma el filósofo de Konigsberg. Luego, es también un hombre concreto, instalado en una existencia, mujer o varón, blanco o negro, rico o pobre, etc. Y es obvio que ante esta persona cabe adoptar diferentes modelos de relación, en este caso de relación médico-enfermo. Una relación tradicional la concebía básicamente en términos de «beneficencia», del «deber» de buscar siempre el bien del enfermo, que se tradujo en esa actitud de protección y dominio que hoy conocemos como «paternalismo». Un segundo modelo de relación de tradición más ilustrada, más «moderna», es el basado en la «autonomía», que acaba identificando la idea de buscar «el bien del enfermo» con lo que este quiere y a cuyo ideal se sirve. Por fin, una tercera dimensión de la relación médico-enfermo es la actitud basada en la «benevolencia». Esta eleva a primer plano del acto médico la exigencia moral del médico (ante su conciencia) de respetar y aún de «venerar» los significados fenomenológicos y teleológicos presentes en la condición de persona, entendida como un «yo corporal», inseparable el espíritu humano del cuerpo. Esa actitud de respeto a la realidad integral del hombre -aquí, nuestro paciente- es, como subraya Spaemann, algo supremo, un reconocimiento de corte trascendental, en suma, la forma más noble del amor de «amistad» *(12), el amor de benevolencia o, simplemente, «benevolencia.
La benevolencia nos conducirá al «bien de la persona». En efecto, contra la idea kantiana de que la imparcialidad fundamenta la ética, la visión personalista sostiene que, previo a la idea de imparcialidad, es preciso acceder al conocimiento de esa «realidad» que es la persona.
Acceder a la «realidad del otro» -que es mi propia realidad- significa abordar frontalmente, en su origen, la gran interrogante: ¿qué es el hombre? El planteamiento personalista descubre esa «realidad del otro» en la idea de persona. Todos los hombres somos personas. Y ser persona confiere una dignidad que está por encima -inclusode nuestra propia concepción de la dignidad, de nuestra autoconciencia de ser persona, de ser un absoluto caracterizado por «no tener precio sino dignidad» (Kant). La persona y su dignidad -y no la imparcialidad- funda la ética y, obviamente, para los personalistas también funda la bioética. Más allá, la ética es acto intelectual, racional por muy espontáneo que sea la captación de esos primeros principios de la razón práctica (Millán-Puelles 21).
Acceder a la «realidad del otro» significa reconocer su condición de persona, su dignidad y también sus legítimos intereses, que pueden ser contradictorios con los míos. ¿Cómo pues penetrar en la realidad de los intereses de las personas -del otro y del mío- y alcanzar un acuerdo? La pregunta nos conduce a un nuevo planteamiento: ¿cómo puede converger un interés originario por los demás (por ejemplo, el impulso a buscar el bien del enfermo) con el irrefrenable deseo de alcanzar mi felicidad y por tanto el acuerdo con mis convicciones morales? No hay duda de que ésta es la gran pregunta de la ética y, por supuesto, de la bioética (sobre todo en el marco de la relación médico-enfermo) y seguro que seguirá siéndolo durante mucho tiempo. En efecto, a primera vista o prevalece mi concepto del bien del enfermo y lo impongo («paternalismo») o asumo que mi opinión no cuenta, porque pienso que el significado moral del acto médico que llevaré a cabo no me involucro -no me mancha- y abstrayendo mi responsabilidad ética ejecuto siempre lo que quiere el enfermo (cesión moral a la «autonomía»). Son ciertamente dos respuestas al dilema, la clásica del médico y la que algunos bioéticos modernos nos sugieren. Ninguna de ellas representa, sin embargo, la perspectiva personalista, porque ésta se injerta en la tradición filosófica de la «benevolencia».
¿Qué es la benevolencia? Benevolencia desde una dimensión filosófica significa dos cosas: l) Por una parte el reconocimiento de la constitución teleológica de todos los seres vivos y sobre todo de las personas: sujetos con un origen creatural y vinculados a un dest:ino eterno; orientados a una existencia como personas en la tierra, donde la corporeidad adquiere un sentido -un significado- que expresa a la persona y explícita también el «bien» de la persona; sometidos, en fin, a una estructura fundamental de inquietud -que no otra cosa es aquel estar-en-el-mundo de Heidegger- por cuya virtud tanto nosotros mismos como nuestro poder ser se halla esencialmente en juego. Y de acuerdo con ello significa aceptar que las acciones o los actos de los demás respecto de mí y de los míos sobre ellos, a la luz de esta constitución teleológico, nunca son desde un punto de vista ético neutrales, sino que en tal medida se comportan como «buenos» o «útiles» o como «malos» o «inútiles». 2) Pero benevolencia significa también percibir el ser, percibir la realidad (no mi subjetiva opinión) de la persona, la realidad de esta persona en la condición humana de mi enfermo concreto. La percepción del ser supone percibir su cuerpo, su realidad biológica y espiritual como es en realidad, como totalidad unificada e inseparable.
Esto por lo que atañe a su dimensión filosófica. Por lo que atañe a su dimensión relacional, la benevolencia del ser racional no es otra cosa que el amor benevolentiae, un amor de respeto a la realidad del otro, no sólo fenomenológica (en cuanto percibible: hombre, mujer, joven o viejo, pobre o rico, bueno o malo, dotado de un cuerpo cuya fisiología reconozco, de unos anhelos, de unos intereses, etc.) sino también metafísica, como vimos al recordar el concepto de persona. Tal vez esta aproximación al amor de benevolencia nos resulte distante, más no lo es, porque benevolencia es simplemente el «amor a los demás por mor de sí mismos» 1 1, que es lo que Aristóteles trata bajo el nombre de «amistad». El amor amicitiae del estagirita es sólo posible como benevolencia (aceptación del ser del otro) recíproca entre hombres cuyas voluntades (hoy diríamos libertades) se asimilan espiritualmente -por encima de sus respectivos intereses, instintos o concepciones filosóficas- y que se ordenan a la búsqueda del bien y no a la utilidad del uno o del otro. La búsqueda del bien -de la utilidad, de la justicia, de la imparcialidad- se subordina a la benevolencia, a la aceptación del ser del otro. Los intereses particulares ceden a los intereses de la benevolencia, que son para los personalistas los intereses de la razón.
Esta actitud de «respeto» a la realidad del otro como expresión de la benevolencia, limita la intervención del sujeto (en este caso del médico) y le exige dejar ser al otro de acuerdo con su propia alteridad: en otras palabras, como una totalidad de alma y cuerpo (o psiquis y soma) constituyendo una trascendencia volitiva que lleva a respetar los significados de su corporeidad (psíquica y somática). Se recupera así -libremente- aquella perdida conexión entre los preceptos de la moral y la facticidad de la naturaleza, que fue -como destaca Maclntyre6 – una característica ruptura de los filósofos de la Ilustración, y que se caracterizó por el rechazo de cualquier visión teleológica de la naturaleza humana, de cualquier visión del hombre como poseedor de una ,,esencia» que definiera su verdadero fin. A partir de esta concepción o actitud de respeto a la realidad del otro, el hombre -cualquier tipo de hombre- se configura como un absoluto sujeto de derechos. Y desde el punto de vista del médico y de la realidad científica el enfermo -el hombre desde el primer día de su condición como embriónes un absoluto sujeto de derechos y cualquier hombre en cualquier situación (inteligente o disminuido, sano o enfermo, vigil o descerebrado, justo o injusto, pobre o rico, etc.) posee siempre la realidad de su condición de creatura -de sujeto de la especie homo sapiens sapiens- que le convierte en un absoluto inexpugnable dotado de dignidad, que exige un trato de benevolencia y que jamás debe ser manipulado o utilizado como medio, ni incluso por razones de bien común. Pero además el propio sujeto, en plenitud de su libertad -que maneja como quiere- también ha de respetar la benevolencia para consigo mismo. Su cuerpo no debe ser instrumentado a la búsqueda o consecución de utilidades que transformen, o rompan, su identidad corporal y su telos, sus determinaciones fisiológicas. La ruptura del significado de sus bienes corporales ha de ‘ fundarse en una necesidad grave, en una razón poderosa que permita allegar a una jerarquía de bienes corporales, entre las tres grandes determinaciones formales de la corporcidad: el respeto a la vida -que prevalece siempre- el respeto a la integridad corporal y la promoción del «telos», del sentido de finalidad del cuerpo con relación al «yo». al que identifica y expresa como persona.
La tradición doctrinal del personalismo al que nos venimos refiriendo tiene su núcleo filosófico y ético en la doctrina de bienes o fines que se inicia en Aristóteles, prosigue en Tomás de Aquino y encuentra en este siglo brillantes continuadores 17, 18, 19.
A la pregunta sobre el deber moral la tradición griega -la filosofía del ser- responderá con la aspiración al bien referido al ente. Aristóteles se basará en la experiencia: los entes aspiran a fines. Pero ¿por qué aspiran a fines? Con palabras de nuestro tiempo, hoy diríamos que aspiran a fines porque esos fines están prefijados, inscritos, en la naturaleza y pugnan por ser realizados. Los fines son bienes. El bien es precisamente fin, es decir aquello a lo que se aspira. Para ello se ha de comprender que, en el marco de su filosofía, el bien posee algo que perfecciona, de alguna forma, a la naturaleza. La ética aristotélica es una ciencia sobre el hombre que, aspirando a distintos bienes, debe buscar sobre todo el que mejor corresponde a su naturaleza racíonal. Aristóteles enseña que este bien hace al hombre profundamente feliz, por cuanto que representa la dignidad: es decir, lo que hace al hombre perfecto y objetivamente digno de respeto. Para el estagirita esto es la perfección moral expresada en la posesión de la virtud, gracias a la cual el hombre, aspirando a distintos bienes externos a sí mismo, realiza aquel bien fundamental interno a sí mismo.
Tomás de Aquino, como Aristóteles, afirma la existencia de un estrecho vínculo entre el bien y el ente, afirmación que confirma en numerosas sentencias del Génesis y en otros libros de la Sagrada Escritura: El bien es el fin del ente porque contribuye a su perfeccionamiento. Los cambios consisten en el acto de ser de alguna potencia. La razón, que es un fin del ente hombre se activa en la reflexión. así pues la reflexión perfecciona al hombre, la reflexión es un bien.
Pronto el Aquinate comprendió que el acto de ser implica siempre una existencia, y concluyó que sin la existencia no es posible ningún bien. La plenitud de esta existencia en un determinado ente, según su naturaleza, no es otra cosa que la perfección. La filosofía realista -de la realidad- consistirá en vincular el bien con el ente. El ejercicio de una finalidad inscrita en la naturaleza del hombre -la reflexión, el conocimiento, el amor o la procreación- son algunos de estos fines y son bienes, y su ejecutoria perfeccionan al ente hombre. Pero esta perfección sólo ocurre si el ejercicio de esa finalidad -de ese bien- se lleva a cabo en conformidad con el sentido en el que está inscrito en su naturaleza: sólo así perfecciona al hombre y contribuye a su felicidad. Si esa finalidad se rectifica o se conduce en un sentido opuesto al diseñado en la naturaleza racional del hombre -a su telos- entonces deja de ser un bien, en la medida en que esa telos práctica degrada a la naturaleza. Así pues, en la perspectiva tomista los actos del hombre son morales cuando ejecutan bienes. En la naturaleza humana, por lo que respecta a la corporeidad, el máximo bien, siguiendo al Aquinate, es su acto de ser, es decir la existencia, la vida (13).
Este preámbulo nos permite situarnos en el marco que ha racionalizado la ética durante siglos.
Retornando al objetivo de nuestro trabajo -ahora orientado a señalar el humus doctrinal que sustenta a la denominada bioética personalista- el recuerdo a la originaria ética de bienes nos permite clarificar dos aspectos no bien entendidos de su práctica real.
El primero de ellos es la inadecuada interpretación de que es el fin en sí mismo -el objeto del acto- el que determina inexorablemente la elección del agente, jugando la conciencia del sujeto un papel meramente secundario. El segundo es el carácter específico de estos bienes y su relación con el bien integral de la persona.
Por lo que respecta al primer objetivo -capital en una moderna interpretación de la norma personalista- han sido preferentemente Grisez y Finnis quienes han subrayado que la moralidad aparece en el obrar humano con la elección, es decir, con el ejercicio de la libertad de determinación del agente racional. La acción de un individuo es definida por el propósito adoptado en la elección, pero entendiendo que al obrar así el agente no sólo hace lo que ha elegido hacer como fin por sí mismo sino lo que escoge hacer como medio para ello. Dicha tesis es considerada equivalente a la de Tomás de Aquino, pero tiene, a su juicio, la ventaja de que subraya que el objeto de la acción está relacionado con la deliberación y la elección, no designado exclusivamente por el hecho externo. Para los autores, las elecciones fundamentan básicamente el acto moral ¿Cómo pues -podemos preguntamos- nace la relación con el objeto del acto o -en expresión de los autores- cómo se genera la fuerza obligatoria de las normas morales?
Para Grisez, Finnis y otros modernos intérpretes de Tomás de Aquino, como la razón práctica se ordena a las acciones, a las operaciones -a la modificación de la realidad existente- su trabajo comienza con la experiencia, desde donde capta las realidades o fines de la naturaleza como potencialidades modificables por las acciones. Es así como la razón produce, al captar el bien, planes o directrices de actividad. La razón capta el sentido y la dirección que está presente en la realidad. Como ejemplo de ello podríamos citar la percepción del hombre acerca de su potencial procreador y gratificador de la actividad sexual: uno de los caminos en la perfección de la naturaleza. Captado por la razón la persona tenderá de suyo a este bien, a la realización de este fin o bien. En este sentido, los bienes no tendrían sentido moral sino sólo práctico: significan, sin más, lo que es perfectivo, lo que contribuye a la plenitud del hombre. Suponen una proposición práctica -el primer principio- y la orientación intrínseca del hombre a la plenitud de su naturaleza racional. Ser y deber están correlacionados -se buscan- pero el «ser» no establece imperativamente el «deber» (14).
Los autores (18) denominan bienes humanos básicos a aquellos que tienen como primera cualidad la de ser aspectos intrínsecos de la persona y no realidades externas a ella: aquellos por los que se alcanza la plenitud del ser personal.
Los otros, los bienes externos, pueden ser bienes humanos, ciertamente pero no son bienes humanos que directamente y por sí mismos perfeccionen a la persona.
El hombre sólo puede tender al bien tendiendo a los bienes básicos, de ahí que éstos hayan de ser evidentes por sí mismos, constituyendo su conocimiento el principio de todo razonamiento práctico.
Grisez fija siete categorías de bienes humanos básicos divididos en dos tipos: Por una parte están los bienes existenciales, esto es aquellos que perfeccionan la dimensión existencias de la persona, en cuanto criatura racional y dueña de sus actos. Su definición lleva consigo una elección, es decir, se realizan a través de elecciones personales. Son l) la autointegración o armonía entre todas las partes de la persona; 2) la racionalidad práctica y la autenticidad, que suponen la armonía entre la reflexión moral, las elecciones libres y su ejecución; 3) Injusticia y la amistad, que son aspectos de la comunión interpersonal y la armonía en las actuaciones conjuntas de varias personas. Lo que se busca aquí es la paz y la justicia entre los individuos y las comunidades; 4) la religión, que es la armonía con Dios, encontrada en el acuerdo de las elecciones individuales y comunitarias con la voluntad de Dios. El bien humano básico de la religión es, pues, la armonía con esta última fuente de sentido y valor. Aunque esta armonía con Dios no puede ser confundida con Dios mismo ni con la vida divina a la cual todos los hombres están llamados a participar por adopción.
Por otra parte estarían los bienes sustantivos, que representan la plenitud de ciertas dimensiones de la persona, que no incluyen la existencia] y en cuya definición no se incluye la elección. Son: l) la vida, que incluye la salud, la integridad física, la seguridad y el modo de tratar la vida de otras personas, en suma, su cuidado, conservación y propagación en su dimensión personal y social. Se trata de un bien particularmente cercano al mundo de los médicos, que perfecciona al hombre en cuanto criatura corporal; 2) El conocimiento de la verdad y la apreciación de la belleza, que perfeccionan al hombre en cuanto criatura intelectual y 3) las actividades de trabajo y esparcimiento, que perfeccionan a la persona en cuanto generadora y partícipe de la cultura. Los bienes humanos básicos son denominados por Grisez y Finnis bienes pre-morales y la tendencia de la razón a ejecutarlos no es considerada todavía como algo moral. Cada uno de estos bienes es prescrito prácticamente, de modo natural, por la razón, pero esas prescripciones aún no son morales. El carácter moral se contiene en la elección, en la autodeterminación del «yo», vinculado a la conciencia, en la búsqueda de la verdad.
Por otra parte, esta división de bienes no puede hacer perder de vista que el bien genuino humano es visto por autores como un todo, por lo que la perfección, la plenitud del ser humano, no puede reducirse a la persecución y consecución de un bien singular. La razón asume que el fin último del hombre debe ser entendido como la plenitud de su ser en todas sus dimensiones; y esa plenitud no puede ser identificada con un bien singular, sino con la consecución armónica del complejo entramado de bienes a los que, de modo natural, tiende el ente hombre (15).
El segundo abordaje de la razón práctica en el marco de la elección es la búsqueda de los criterios de moralidad, que en principio no es otra cosa sino la búsqueda de un principio que señale claramente los modos en que las elecciones del agente promuevan el pleno desarrollo de todas las potencialidades humanas, concebibles como fines a realizar y representando bienes. Partiendo de la base de que toda elección supone un modo de limitación, Grisez precisa qué modos de limitación suponen un impedimento a la hora de tender al ideal propuesto. Uno es el derivado de la limitada condición personal de la naturaleza humana o de los bienes humanos mínimos (salud, inteligencia, etc.) La persona carece de dominio en este ámbito. El otro se da cuando los argumentos para la elección del bien no son suficientemente controlados por la razón (no son plenamente razonables): elección motivada por sentimientos o por otras razones. Se acaba entonces por dañar a otros o a uno mismo, y por no favorecer la objetiva realización del bien de que se trata o de otros bienes básicos (son las acciones exclusivistas). Para que una acción sea buena ha de ser inclusivista: se trata de que la acción contribuya a la plenitud del ser, de modo que las sucesivas elecciones recaigan en las diversas posibilidades de acción que supongan un progresivo y real perfeccionamiento del hombre.
En suma, la bondad moral consiste en ser guiados en las elecciones por una comprensión de todos los bienes humanos relevantes -los que están en juego en cada situación particular- y por las oportunidades para realizarlos que son sugeridas por los hechos de la situación, consideradas de un modo abierto y sin prejuicios.
Para Grisez la bondad moral radica en la búsqueda, participación y realización en los bienes existenciales -a los que por esto se llama también «bienes morales»- porque esa bondad se relaciona básicamente con las elecciones de la persona.
El criterio moral que ha de guiar cualquier elección lo encuentran nuestros autores en la comprensión de lo que supone el conjunto armónico de los bienes humanos básicos. En el momento de la elección, puesto que puede no ser posible la autodeterminación por todos los bienes, hay que elegir de forma que la elección respete y persiga el ideal del integral perfeccionamiento, sin que se pierda por un lado lo que se gana por otro, tanto a nivel individual como social o comunitario. Se trata pues de avanzar siempre a la plenitud humana integral.
Para el mundo de la Medicina y de la Ciencia, este planteamiento ético se abre, de modo natural. al concepto de «bien del enfermo».
Durante siglos el médico interpretó que su papel en cuanto que profesión se orientaba a promover la recuperación de la salud, perdida por la enfermedad, significando recuperar la normalidad de su naturaleza, en suma, una physiophilia o amor a la naturaleza como ha destacado Laín Entralgo 5. La physis del enfermo, su naturaleza -configuración humana de la Physis universal- fue contemplada siempre, desde el más remoto origen del pensamiento médico, como el sustrato con orden propio que normatizaba la actuación terapéutica. Pero la relación médico-enfermo ha venido también marcada por la amistad, sobre cuya génesis en el mundo griego tanto ha retlexionado Laín: «Antes que ayuda técnica, antes que actividad diagnostica y terapéutica, la relación entre el médico y el enfermo es amistad, philia *(16). Ciertamente el acto médico ha sido fiel durante siglos a esta constante: se trata, sin duda, de un acto técnico que posee, además, por parte del médico y respecto del enfermo el componente de la philia, de la amistad, buscando por ello su bien, la recuperación de la salud según el orden de la physis, el ordenamiento de la naturaleza racional humanas.
El cristianismo, como bien ha investigado Laín, captará la philia y el médico medieval se identificará con la concepción hipocrática de la Medicina. Puede afirmarse que los médicos medievales lograron cristianizar la physis y la tekhné de los griegos. Como el médico hipocrático, el médico medieval se convertirá en un servidor de la naturaleza; y el orden de la naturaleza será normativo de su práctica clínica. La operación de sanar, dice Tomás de Aquino, tiene en la «virtud de la naturaleza» -por tanto en su ordenamiento divino- su principio interior y en el arte del médico su principio exterior; el arte imita a la naturaleza y no puede pasar de ayudarla (Summa, I). Lo cual significa afirmar que las posibilidades del arte de la Medicina se hallan limitadas por las reglas de la naturaleza, cuando la necesidad de éstas es absoluta y no condicionada5. El bien del enfermo desde esta perspectiva es una disposición de amistad -una forma especial de amor al hombre enfermo, que necesita del médico por su naturaleza herida- y también la acción de sanar en el respeto al orden de esa naturaleza, al orden inserto en esa corporeidad enferma. Es lo que hoy reductivamente llamamos «beneficencia».
El bien del enfermo ha constituido la razón de ser del médico de todos los tiempos. Y hasta hace pocas décadas el modo de ejercer la Medicina de nuestros maestros inmediatos, los Letamendi, Marañón, Jiménez Díaz, Ortíz Vázquez, etc. El médico actuaba en conciencia y decidía en lo terapéutico en el marco de unas elecciones que apenas eran influidas por el enfermo, buscando siempre su mayor bien, aunque, ciertamente, de forma un tanto autoritaria, como un padre haría con sus hijos, actitud que hoy ha venido a ser identificada como paternalismo.
El ejercicio de la Medicina, hasta hace cincuenta años representó un modelo de ética de bienes y virtudes, con todos y cada uno de los claroscuros que esta posición pueda implicar. Fue una ética marcada por la autonomía del pensamiento médico, determinada en conciencia -a la manera kantiana o no- y donde el orden de la corporeidad y el significado de las funciones de los distintos órganos representaba el orden normativo interior y remoto de las decisiones médicas. El utilitarismo del médico -siempre presente en el acto médico- operaba subordinado al significado de las funciones, según una jerarquía de bienes donde la existencia, donde la recuperación de la vida del enfermo constituyó siempre el objetivo esencial. El modelo personalista recupera esta dimensión histórica de la Medicina con poderosa identificación, aunque reconoce la necesidad de asumir paralelamente el papel estelar de la libertad humana en la relación intersubjetiva, en la relación entre médico y paciente.
Las estructuras de la corporeidad expresan finalidades inscritas en el ser del hombre. Estas funciones, estas verdaderas determinaciones genéticas, representan bienes parciales y contribuyen al bien integral del hombre.
El orden de la corporeidad no constituye un factum aleatorio que acompaña a la persona: Es también la persona. Como veremos la persona ha tenido siempre para el médico un reconocimiento fenomenológico, integral, cuanto menos de psiquismo y cuerpo como unitotalidad inseparable. El orden de la corporeidad según una jerarquía de bienes debe seguir siendo normativo para el medico, y posee un significado práctico premoral o protomoral que el agente de las decisiones clínicas -el médico en diálogo con su paciente- no debería obviar. Una visión ética ésta que es ampliable a cualquier campo de la actividad científica que configura hoy día el mundo de la salud.
Hoy más que nunca el profesional de la Medicina se enfrenta a la idea de dominio técnico del hombre, cuyo cuerpo aparece, a los ojos de algunos, como un inmenso campo abierto a toda clase de intervenciones, ya al principio ya al fin de la vida, siempre que expresen una relación de libertad y se orienten a una utilidad concreta. Es patente un olvido sensible de los criterios históricos. Pero es necesario alcanzar una síntesis responsable, como ha destacado JonaS22 entre los valores de ayer y los valores para mañana. La técnica, el dominio técnico del hombre por el hombre ha de subordinarse al análisis ético. En el modelo personalista de la bioética se rechaza que todo lo que se puede hacer se deba hacer. Lo útil no se justifica por sí mismo, tampoco en el ejercicio de la Medicina: el fin no justifica los medios. En su moderna acepción la vieja ética de bienes adquiere una dimensión personalista. El dominio técnico del hombre y de la enfermedad no se autojustifica. El dominio técnico de la naturaleza humana debe asumir el principio de responsabilidad y subordinarse a los dictados de la ética. En el modelo personalista esto significa que los bienes de la persona, constituida por un yo inseparable de la corporeidad, adquieren un significado orientador y relevante, al que el profesional de la Medicina se ha de enfrentar, ciertamente de modo libre pero también responsable.
El bien del enfermo no es sólo como puedan afirmar los principialistas el punto de vista de la Medicinas -que es igual que decir el punto de vista del médico- ni es tampoco el punto de vista del enfermo (que desdibuja la propia identidad de «beneficencia» y «autonomía») sino el servicio a los mejores intereses del enfermo en el respeto a su dignidad como persona en el marco, ciertamente, de un acuerdo libre y dialogado. Siendo la persona y su dignidad el árbitro normativo que establece el marco de responsabilidad y limitación a la mera competencia técnica, que, obviamente, siempre es exigible.
Autonomía o Autodeterminación
El papel de la conciencia -o, en términos ilustrados, el papel de la autonomía- en el pensamiento personalista es el de una autonomía participado, de una teonomía participado. Como ya hicimos alusión en páginas anteriores no estamos aquí ante una autonomía constitutiva como en las éticas modernas. ¿Qué significa autonomía participado? De entrada y de modo radical no significa la obediencia ciega, impuesta y asumida, de una ley -aunque fuera de una ley divina- dictada fuera de la conciencia del hombre. Siguiendo a Ferrer diremos que la autonomía de la conciencia como teonomía participado conecta la realidad de la benevolencia con el carácter creatural del hombre.
Vincula esta histórica concepción de la benevolencia con la ley natural. La naturaleza racional del hombre, su identidad corporal y psíquica, nos descubre la misma ley divina impresa en la condición humana. Y el designio del Creador para con el hombre: su verdad, la propia realidad hombre. Y el lugar donde concurre el debate -donde el hombre ha de buscar la verdad sobre sí mismo- es su propia conciencia. El hombre, igual que Dios, advierte y distingue el «bien» y el «mal» humanos, pero por no ser Dios no lo hace de modo originario, no lo capta de modo instantáneo sino en dependencia de la ley divina, la cual originariamente reside en el «bien», en la identidad, en la realidad, en el ser de cualquier objeto de la Creación. Si se carece de fe, aún es igual pues la justicia se cumple de igual modo si nuestras acciones se ajustan a decisiones en conciencia que vengan precedidas de la búsqueda sincera y científica de ese «bien» de las personas. Esta libertad de la conciencia que ha de venir precedida por el esfuerzo de búsqueda sincera de la verdad en sí (y, por tanto, nunca de la verdad ideológica, filosófica, cultural o polftica) es la autonomía participado. La verdad en sí del hombre, de la persona humana, es equivalente a la búsqueda de su realidad en sí, de aquella «realidad del otro» de Spaemann que es también mi realidad.
El médico y el científico de la vida lo tienen asequible pues la verdad científica, cuando no es interpretada mediante un significado ideológico, aflora fácilmente a la percepción de los interesados, siquiera de un modo fenoménico. La realidad anatómica, la realidad fisiológica, la realidad psíquica, la unidad psico-somática, la realidad biomolecular, la dimensión de finalidad -en fin- que incorporan entre sí todas estas determinaciones analíticas de la corporeidad, configuran, en parte -en su parte material- la realidad del ser del hombre. Esta es, pues, «su» verdad, la verdad que se debe respetar, la que constituye su identidad, aquella que no debe ser instrumentada en sentido utilitarista, ni para el bien de otros ni aún para un supuesto bien particular del propio enfermo.
Pero es importante subrayar de nuevo que esta contemplación de la realidad del hombre en cuanto corporeidad no es la que determina, impone, establece o funda el acto ético. El acto ético es libre, exigitivamente libre y fruto de una elección que nace en la conciencia. Pero esa libertad de la conciencia en el seno de la subjetividad ha de buscar el sentido de su autodeterminación en la verdad radical del objeto del acto a enjuiciar y aquí -en el caso de los médicos- el objeto de esta realidad es el propio cuerpo del hombre y sus leyes biológicas. En otras palabras, el sentido y la finalidad de la corporeidad, impreso en el DNA constitutivo de la especie de homo sapiens sapiens, es también su identidad o, lo que es igual, su dignidad. La dignidad del hombre no la proporciona un origen regio o plebeyo, ni el poder, el mérito, ni aún el Derecho, porque la dignidad es constitutiva del ser del hombre. Al descubrir en conciencia la verdad constitutiva de la corporeidad, el acto médico personalista debe tenerla ya siempre en cuenta, pues, como ya hemos visto, constituye un «bien» particular y posee un valor pre-moral o protomoral, que indica el bien a elegir y aunque no prescribe la decisión del agente médico -que es libre- convierte a la persona del médico en el sujeto moral de ese acto. El acto médico en el espíritu de la autonomía constitutiva -que es característico de las éticas neokantianas- prescinde voluntariamente de esta realidad en sí, y decide en clave de radicalidad autónoma, casi siempre desde la perspectiva utilitarista. En suma, estamos así nucleando la clave diferencia] del pensamiento contemporáneo, la tensión entre autonomía participada y autonomía constitutiva, entre el «ser» y el «deber ser» por un lado y aquel «ningún debe de un es» al que alude Maclntyre (6), entre la ética del «yo soy» y la ética del «yo quiero» de nuestros días, entre «verdad» *(17) y «libertad», a fin de cuentas entre Aristóteles y Nietzsche (12).
La reflexión anterior nos conduce a reconocer en la «realidad en sí» de la corporeidad una función normativa. La corporeidad humana en cuanto totalidad unificada de soma y psique, de materia y espíritu, no es una especie de fardo que la libertad del hombre lleva a cuestas. Naturaleza y libertad -expresado en otros términos- coexisten autónomamente pero de modo inseparable. Ambas son, por separado fuentes o raíces de autonomía en la actuación moral. En los actos del hombre, en los actos del médico, la corporeidad y la conciencia son dos momentos subjetivos indisociables en todo acto médico posesivo, es decir, en aquellos que lleva a cabo y por los cuales la intención se complementa con la acción ejecutada.
Para que se dé una verdadera responsabilidad de los actos médicos es pues necesario dos cosas: lo primero, un sujeto caracterizado, capaz de responder por sus actos, es decir competente, conocedor de lo que hace y de su significado y en segundo lugar un valor normativo del cual se haya de responder. Ambos componentes se implican recíprocamente, pues «yo» únicamente puedo responder de un acto comparándolo con un modelo o principio normativo al que me he de ajustar. En el caso de la acción del médico sobre el enfermo, este principio normativo es «el bien» de la persona entera. Siendo evidente y no discutible -como ya vimos-que la decisión o elección del médico debe ser racional y libre, consciente y deliberada, en virtud de la cual el profesional se hace responsable en su conciencia del acto que lleva a cabo.
La corporeidad tiene sus leyes, su estructura vital -su sustantividad, su carácter de organismo, si nos mostrarnos discípulos de Zubiri- algo que tiene un indudable carácter universal. La enfermedad puede poner en peligro esa integridad corporal o, incluso toda ella, es decir, la propia vida. Es por esto que la decisión médica debe atender efectiva y primordialmente a los bienes de la corporeidad en peligro, y por lo cual el acto médico adquiere sistemáticamente un carácter singular. En el juicio de la conciencia práctica, el médico ha de arbitrar una solución que, dejando a salvo el respeto a la persona y a su libertad, jerarquice este respeto a los bienes de la persona enferma de modo que resuelva siempre el daño en el espíritu de mayor respeto y conservación de esta jerarquía de bienes. El respeto a esa jerarquía de bienes de la corporeidad -enfrentados en el acto médico- constituye el verdadero vínculo de la «libertad» con la «verdad», y refleja a nuestro entender un auténtico juicio moral, esto es, el modo ético de conducir la libertad sobre el «bien».
En síntesis, a nuestro juicio -y acercando el debate a la autonomía de los actos éticos del médico, en su labor clínica, ante sus enfermos- se puede afn-mar que los actos del médico son autónomos, libres y singulares -y paralelamente respetuosos de la universalidad de la naturaleza humana en cuanto normativa- en la medida en que para salvar el todo somete el bien integral de la persona a una jerarquización de bienes, en donde es justamente esta jerarquía la que determina -en anuencia con la libertad del paciente- el modelo ético a seguir.
La «vida», la conservación de la vida, aparece en la conciencia del médico de todos los tiempos como el primer bien a defender. A su mismo nivel, en el plano espiritual, la «libertad del enfermo» en el pleno conocimiento de su verdad. Son dos opciones básicas e irreductibles que deben siempre tenerse en cuenta. Sin la vida es imposible la persona y es imposible la libertad. Por eso es incongruente e irracional que la libertad pueda resolverse contra la vida. Sin duda que siempre es posible hallar argumentos para acabar con la vida del enfermo y siempre es posible exigir nuestra aniquilación mediante la eutanasia; pero eso es lo mismo que no contar con la libertad del enfermo o que pensar que nuestra libertad -la del médico- es crónica a la del paciente, si es él que la pide, que la responsabilidad moral de nuestras decisiones es inexistente y que toda ella recae sobre la intención y la decisión del enfermo.
«Vida buena», «vida lograda», eudaimonia, los filósofos saben bien qué significa esto. El autor, insertado en la cultura de la Medicina, lo va a llamar «vocación». La vocación médica -aquella que Marañón (tabla 4) exaltara como cúspide del sentido de médico, de la idea de acto médico como servicio- subyace de fondo, como agazapada, a la vieja tradición de la «vida lograda», a la idea de «felicidad» que ha servido de inspiración fundamental a la ética durante tantos siglos. También la felicidad, la aspiración a sentirse contento consigo mismo, con lo que se es, con lo que se hace, con lo que se ha conseguido -la idea de «mérito»- es fuente de inspiración, humus, atmósfera o tradición que fundamenta la dimensión personalista de la ética. Esta fuente inspirativa del proyecto personalista es también clave, porque nos va a depositar sobre dos valores anclados en la tradición de la Medicina sobre los que las éticas de la Modernidad muestran escasa sensibilidad. Nos vamos a referir a las «virtudes» y a la citada «vocación». Ambas vivencias están profundamente vinculadas, en la medida en que aquellas acaban configurando la «vocación» del médico, y ésta -cuando se está inmerso en ella- conduce a las virtudes médicas.
La fundación de las éticas modernas en la imparcialidad y la necesidad de un desarrollo en tercera persona lleva a una idea de la justicia -de lo ético- asumida siempre desde el punto de vista de su mayor concordancia, del acuerdo o convencionalismo que propicie. Esta exigencia de universalidad y la autonomía constitutiva de todas las decisiones -que es propio de la conciencia moderna- no han abocado, como se podría esperar, a una sublimación del concepto de «deberes», cuanto al de derechos y obligaciones. Los «deberes» a la postre -se dice- traducen un discurso individualista, suponen unos valores particulares -que son ciertamente importantes, pero de igual peso que sus antónimos defendidos por otros hombres- mientras que los derechos y las obligaciones proponen, según esta perspectiva, una dimensión universalista de la exigencia de los valores éticos reconocidos por el consenso.
En las éticas utilitaristas, neo-contractualistas -incluso en el principialismo originarioprevale la idea de que lo fundamental de la ética médica no es el diálogo del médico con su conciencia sino, en el mejor de los casos, el diálogo de la conciencia del médico con la conciencia de su paciente. Y esto -que no sería malo si la conciencia del médico operara rigurosamente libre- tampoco es visto enteramente así, porque lo correcto, lo ético, lo justo -dicen- es que la conciencia del médico respete, sobre todo, los derechos del enfermo: esas «obligaciones» prevalecen sobre sus «deberes» de conciencia. No hay ni que decir que la primera obligación, o estelar, del médico sería el respeto a la autonomía de su paciente. El ejercicio de la Medicina pasa así a ser, poco a poco un «profesionalismo», algo cada vez más alejado de la idea de una «vocación»; y el acto médico más una transacción -singular, ciertamente- que un servicio. La idea de «servicio» es extraña, en general, a las éticas post-kantianas.
Tabla 4.
El paradigma de lo que podríamos llamar la felicidad del médico, de «vida lograda» de vocación, en suma- queda explicitado en el pensamiento de Gregario Marañón que, sobre un pergamino, se conserva en la biblioteca del Colegio Oficial de Médicos de Madrid:
* Si ser médico, es entregar la vida a la misión elegida |
* Si ser médico, es no cansarse nunca de estudiar y tener, todos los días, la humildad de aprender la nueva lección de cada día |
* Si ser médico, es hacer de la ambición, nobleza; del interés, generosidad; del tiempo, destiempo; y de la ciencia, servicio al hombre que es el hijo de Dios |
* Si ser médico, es amor infinito amor, a nuestro semejante y acogerlo, sea quien sea, con el corazón y el alma abiertas de par en par |
* Entonces ser médico, es la divina ilusión de que el dolor, sea goce; la enfermedad, salud; y la muerte vida |
Gregorio Marañón
Es indudable que el ideal de la «vida buena», de la «vida lograda», alcanza a más que al ideal de la vocación médica, pero en la vida de muchos médicos el ideal de entrega a la profesión, a los enfermos, la identificación con unos valores que están presentes en la práctica de la Medicina, adquiere un nivel de adherencia cuasi vital, en la medida en que sus vidas no se entienden en ausencia de la Medicina. Alcanzado un nivel suficiente en el conocimiento de su ciencia, en posesión de esa sabiduría del arte médico que sólo es posible con la práctica, en la cercanía del sufrimiento y de la muerte, reconocida su eficiencia -en fin- por la sociedad, el médico se reconoce en extrema identidad con su oficio: de muchos de ellos se dice que «su vida son sus enfermos, es la Medicina». Es eudaimonia, el ideal de la tradición clásica, el ideal de felicidad, de vida lograda en el sentir aristotélico. La vocación por la Medicina cuando es plenamente vivida no proporciona una felicidad que colme todos los deseos -obviamente pero sitúa al médico en la percepción de una poderosa razón de ser, en la posesión de una vida digna de ser vivida. Esto proporciona felicidad. De manera que la conexión queda fijada: plenitud de vocación médica ejercida en libertad produce felicidad. En la vivencia de esta realidad la vocación lleva insensiblemente al «deber». Pues en esta entrega vocacional el «bien» -el más patentizado, el bien del enfermo- emerge ante sus ojos y el médico siente o experimenta el tirón de que es su «deber» facilitarlo. Felicidad o vida lograda en la plenitud de la «vocación» médica, desvelamiento del «bien» y «deber» no sólo no son antagónicos sino que son convergentes, esto es, que se buscan y que se disuelven unos en otros. En la filosofía moral de la conducta o del gobierno de la razón humana, el concepto de felicidad en el trabajo profesional -de vocacióndesempeña por esto una función capital fundante del deber.
Además, en la opinión del autor, la vocación además de proporcionar gratificación y de promover a la exigencia de los deberes, conduce a las virtudes. De igual modo que el ejercicio de las virtudes por el médico le ayuda a percibir más exigitivamente sus deberes y hacen reverdecer, a modo de juvenil savia, la vocación asumida. Por consiguiente, también en la vida de los médicos virtud y felicidad o vida lograda alcanzan una estrecha vinculación* (18).
El acto médico personalista resulta de su tradición doctrinal. Aunque la limitación de este trabajo ha impedido una reflexión sobre el acto médico a lo largo de la historia, desde una perspectiva fenomenológica puede decirse que la fundación del acto médico histórico cristalizó como «dialógico», «asimétrico», «personal» (el hombre como autoconciencia y cuerpo), «beneficente» (orientado al bien del enfermo) y cuyo valor o bien esencial era la conservación de la «vida». Cada uno de estos presupuestos son estimados y configurados por la bioética personalista, aunque nuestro tiempo histórico exija la conveniente adaptación o remodelación.
Del respeto a la persona surge la condición especialmente dialógica de la relación entre médico y enfermo, en diálogo dos personas y dos conciencias, sin la presencia de un Estado configurador del modelo relacionar. De su propia experiencia se deduce la condición asimétrica de esta relación, pues, por la situación precaria en el que la enfermedad sitúa al enfermo, el diálogo no se proyecta entre iguales (esto debería ser lo deseable): los discursos son asimétricos; siempre hay un débil y un fuerte, siempre alguien que pide o necesita y otro que da o favorece. Una debilidad que es rechazada por la cultura, pero que es difícilmente rectificable. De esta fragilidad y de la necesidad de autoestima del médico, surgirá esa dimensión de protección del enfermo que anida en el núcleo esencial del acto médico, la actitud beneficente, la búsqueda del bien del enfermo.
Este conjunto de realidades históricas cristalizaron en la defensa a ultranza del valor vida -de la conservación de la vida- columna vertebral de la acción terapéutica del médico histórico, cuya absolutización ha sido origen de conflictos en nuestros días.
Por fin, puede afirmarse que el médico histórico siempre percibió al enfermo como persona, al modo de un yo corporal, donde la corporeidad herida por la enfermedad constituía el territorio de la acción médica, inseparables el cuerpo y el espíritu e inimaginable cualquier interpretación dualista de la persona. Al menos en el marco de las realidades prácticas.
Desde el punto de vista moderno el acto médico asume dos modalidades. l) Puede ser un acto médico asistencias o específicamente clínico, que se orienta a un diagnóstico, a un pronóstico y a un tratamiento: atender un parto, curar una neumonía, intervenir una catarata, atender a un comatoso, etc. En este caso el médico contempla la naturaleza herida del enfermo y se apresta a aclarar el origen de la enfermedad y a oponer una medida curativa. Se trata de una acción orientada a recuperar la normalidad, la salud, la vieja physiologia de los médicos griegos. Y 2) acciones o técnicas sanitarias de utilidad o protección de las personas: abortos, eutanasia activa, uso utilitarista de embriones, cambio de sexo, etc. Aquí el homofaber médico actúa modificando el sentido del determinismo corporal, en orden a conseguir un fin de naturaleza utilitarista, generalmente -aunque no siempre- a iniciativa de su enfermo o cliente. Estas últimas acciones constituyen o formalizan el mayor número de disensos en la moderna relación médico-enfermo.
De todo lo anterior, y del trasfondo doctrinal que hemos revisado en páginas anteriores, se deduce que el acto médico personalista, de forma opuesta al principialismo originario, tiene en gran aprecio el modelo histórico de ejercer la Medicina, aunque mantiene, igualmente, la necesidad de incorporarlo en los desarrollos positivos de la Modernidad. Destaca en él su raíz o fundamento personalista, cuyo rasgo clave es que la persona es también el cuerpo, es decir, que la persona es el hombre y el hombre es persona. La bioética personalista es normativa, pero el agente moral protagonista -que es el médico- actúa de forma libre, aunque su elección dispone de un referente de perfección que es la realidad de la persona y sus bienes (cuando menos su «vida», su integridad», su «telos», su «libertad», su derecho al bien del «conocimiento» de la enfermedad y el respeto a su «intimidad») que pueden ser estimados como verdaderos fines inscritos en su naturaleza, y como tales verdaderos «bienes particulares». Y que han de ser concebidos, en conjunto, como la ruta o carretera principal a orientar la elección libre del agente -del médico- que, al verse obligado a confrontarlos en el momento de la enfermedad, establece necesariamente una jerarquía de bienes en el momento de su elección.
La decisión no viene determinada por el significado del acto médico o por la corporeidad -por el objeto moral- pero éste orienta normativamente el bien integral de la persona. Es función del médico una elección que, resultando útil al objetivo del acto médico -curar- respete siempre, de forma paralela, el bien integral de la persona* (19). Es por esto que su elección del bien del enfermo constituya en conciencia una auténtica elección moral, la convicción de que elige el verdadero bien del enfermo. Esta elección no decide, todavía, la intervención médica, pues exige la aceptación del enfermo, el cual tras un verdadero diálogo con el médico juega un papel importante en la decisión terapéutica, sólo que su opinión sobre la opción terapéutica no determina, en caso de disenso, al médico. El acto médico personalista se somete a la libertad de los dos agentes, pero es siempre un acto reflexionado y decidido en conciencia.
En su planteamiento, además del respeto a la dignidad de la persona (así entendida), el acto personalista ancla en una actitud de benevolencia, en un amor de amistad. Por tanto, este modelo rechaza que la vinculación entre paciente y médico constituya sólo una relación mercantil orientada a un acuerdo técnico básicamente utilitario. Muy al contrario, manteniéndose afín al sentimiento matriz que orientó la práctica clínica de nuestros maestros en la Medicina, reafirma la concepción tradicional de que el acto médico es esencialmente un «servicio», es decir, un acto de amistad singular por el que el médico dispone su ciencia (su arte, su oficio) en ayuda de otro hombre que le necesita en un momento de debilidad de su naturaleza (como le puede ocurrir a él); configurándose de este modo una relación orientada por el deber de la competencia profesional -que demanda eficacia- pero donde el sujeto de la atención médica -el enfermo- ha de ser respetado en su dignidad como persona. Es un deber de responsabilidad del médico aquel de percibir que el objeto de su acción como faber es un hombre, una persona, alguien que tiene dignidad y no precio, en suma, un absoluto, que exige un trato especial. Este modelo recupera la dimensión histórica de «profesión» de la Medicina y le adjudica perfiles de significado más profundo que el legítimamente atribuible a otros oficios, carreras o trabajos, por lo demás igualmente dignos y respetables. En este contexto es deseable que la condición de médico o de enfermero/a venga fuertemente asistido por la idea de la «vocación», en el sentido marañoniano (tabla 4), que fácilmente promoverá a las virtudes y a una dimensión de los deberes médicos como algo de suyo exigible, pero, finalmente, gratificador.
El médico personalista o, mejor, la bioética personalista es pues una ética de bienes y de virtudes, pero es igualmente ética de deberes y de convicciones, que la configuran, sin duda, como un modelo exigente -de máximos- para la práctica médica. No es una ética del Medievo, ciertamente, pero tampoco sirve a un referente temporal o meramente estético de comportamientos. Es, en suma, una ética de deberes nucleada desde el respeto más profundo a la dignidad de la persona.
UNA APROXIMACIí“N A LA BIOí‰TICA PERSONALISTA
Con los presupuestos doctrinales que hemos considerado en páginas anteriores, ha cristalizado un modelo personalista de bioética. El modelo que ha determinado la denominación ha sido formulado por Elio Sgreccia y puede ser considerado un personalismo ontológico (17) él se establece como fundamento de la bioética el concepto de persona y se propone el deber del respeto a la vida humana en todas sus manipulaciones desde la concepción hasta la muerte. La persona se convierte en el filtro para determinar la licitud o ilicitud de una determinada intervención sobre la vida: es lícito todo lo que no daña a la persona.
Es ilícito todo lo que daña a la persona o suprime su existencia.
Y como persona es inseparable de vida la bioética personalista defiende la vida de un modo integral, sin flsuras. Por lo tanto, el modo de definir la persona tiene una importancia esencial en este modo de concebir la bioética. El modelo romano afirma la persona de forma metafísica, ontológica y su máximo representante, Sgreccia,(7) formula cuatro principios cuyos enunciados son indicativos de su contenidos. No nos vamos voy a extender sobre ellos. Para su conocimiento remito al lector a la excelente exposición de L. M. Pastor recientemente publicada (19).
El valor fundamental de la vida
Lo hemos comentado ya. La persona no es cosa, es persona. Por lo tanto sólo cabe una actitud de respeto. De contemplación y salvación. Y puesto que no es objeto, ha de ser siempre respetada como fin y nunca como medio. Todo hombre para otro hombre es un bien absoluto, al que no se debe instrumentar. Cada hombre es único e irrepetible. Todo lo que es él le pertenece, tanto lo que pertenece a su ser (organismo) como lo que es su obrar, sus acciones. El derecho a la vida es el primero de los derechos y el más fundamental, porque sin él todos los demás -incluida la libertad- son inexistentes.
Principio terapéutico de totalidad
Principio capital dentro de la bioética. Por él se concede al todo persona disponibilidad sobre las partes para asegurar la existencia y para evitar un daño que no podría ser evitado de otro modo. La parte existe para el todo y por lo tanto puede ser sacrificada para beneficio del todo. Da pie y sanción este principio a la cirugía y su aplicación exige algunas circunstancias: l) que la operación esté orientada al bien del organismo sobre el que se incide (entre otras cosas, el marido no puede exigir a la mujer su esterilización por sus propias razones); 2) es preciso que se intervenga sobre la parte enferma; 3) que no exista otro modo razonable de curar la enfermedad, y que se haga en el momento de la necesidad; 4) que se de una alta probabilidad de mejoría y 5) que haya consentimiento por parte del paciente. Todo esto conduce a un criterio síntesis, a que se de una cierta proporcionalidad de la terapia quirúrgica.
Principio de libertad y responsabilidad
En base a un conocimiento racional de los hechos, el paciente ha de ser libre al decidir sobre la opción terapéutica que se le va a aplicar.
Esta libertad debe venir acompañada de responsabilidad. Esta responsabilidad le impide obrar contra sí mismo, mediante el suicidio o la eutanasia. Y al médico también alcanza, puesto que el límite de su libertad es el respeto a la dignidad de la persona.
El principio de sociabilidad y subsidiariedad
Implica a la condición de persona como ser social, como ser con… otros. Esto quiere decir a uicio de Sgreccia que, como personas, todos estamos involucrados en la vida y en la salud de los demás, en la ayuda al otro.
Este principio convierte a la persona en ser subsidiario de un derecho a que los demás defiendan su vida y salud. El principio dota de fundamento a los poderes públicos en la búsqueda del bien común de la salud, aunque este debe respetar siempre antes los derechos de la persona, que son anteriores a los de la sociedad y el Estado.
En las páginas que restan el autor pretende acercarles a un nuevo modelo personalista que ha denominado personalismo fenomenológico o médico, que se propugna cercano a la tradición médica y donde el hombre, la persona, es formulado en clave de fenomenología. No podremos hacer otra cosa que una aproximación, pues por razones obvias es imposible recordar aquí sus fundamentos históricos, filosóficos y ni aún el método operativo práctico, aunque puede ser suficiente para orientarles a la espera de una publicación más sistemática.
El personalismo fenomenólogico apuesta por el binomio libertad/verdad o, si se prefiere, por aquel que afirma conjuntamente el yo quiero/yo soy, una dialéctica que el mundo moderno parece haber decantado decididamente a favor del yo quiero en detrimento del yo soy . Se fundamenta igualmente en el concepto de persona, la cual es entendida de modo fenomenológico, como cuerpo y psique constituyendo un yo encarnado, apreciable como una realidad integral: el hombre como le vemos, como le conocemos, como es en la realidad científica. En nuestro modo de pensar se hace urgente recuperar el pensamiento médico tradicional y liberarle de ciertos sofismas que orientan algunos de los modos, supuestamente éticos, del pensamiento contemporáneo. Esta recuperación de lo propio, de lo nuestro -de lo que es la esencia de la sabiduría médica- debería hacerse desde el seno de la Medicina. Y debería hacerse en diálogo con nuestro tiempo -con las luces de nuestro siglo- pero, eso sí, sin reverencia a postulados espurios o a los vaivenes del laboratorio filosófico. Esta es la verdadera apuesta del personalismo médico, uno de cuyos modelos vamos a esbozar seguidamente.
El modelo fenomenológico reflexiona sobre el modo de ser médico, sobre la relación médico-enfermo que podemos llamar histórica -vigente aún hoy en muchos de los comportamientos de nuestros colegas- y al reconocerla en la distancia la aprecia dialógica (entre dos personas, entre dos conciencias), asimétrica ( hoy se pretende que sea simétrica y debe tender a serlo), y con tres rasgos definitorios: la beneficencia como razón de ser del médico y de la Medicina -como conciencia del médico- , la persona que es vista como el hombre, como un yo encarnado, fenoménico; y donde la conservación de la vida adquiere un significado estelar, seguramente excesivo, pero definitorio. A esta reflexión, una bioética actual que se centre en el respeto a la persona no puede excluir -y aún debe resaltar- el elemento clave del debate moral contemporáneo, el hombre como agente moral libre, responsable último en la intimidad de su conciencia, sujeto de derechos y obligaciones -en nuestro sentir «deberes»- entre los cuales se abre paso en el mundo médico la capacidad de aceptar o de rechazar las intervenciones terapéuticas que puedan incidir sobre él. Si es médico rechazando libremente una opción científica por razones éticas, si es paciente rechazando en conciencia una determinada opción que el médico o la Medicina le ofrezcan. En suma, el personalismo médico al que se va a hacer breve alusión acoge y reivindica de la Medicina histórica la soberanía de la conciencia del agente moral, pero ello no solo para el médico Como fuera en el paternalismo histórico- sino también para el enfermo, una importante conquista de la Modernidad.
Como puede observarse en el paradigma personalista (tabla 5), el deber esencial del médico y del profesional sanitario (enfermero/a, farmacéutico, etc.) es el deber de competencia profesional, en íntima asociación y constituyendo un todo al deber de responsabilidad.
Competencia significa conocimiento del oficio asociado a una alta fundamentación científica de las acciones o de los actos de significado curativo o sanador que se han de realizar. Significa, en fin, conocer bien los actos o acciones técnicas de protección de los pacientes y su fundamento y significado. Responsabilidad, por su parte, significa autoconciencia de que los actos de competencia profesional que lleva a cabo el médico se ejercitan, se llevan a cabo en una persona -y no en un automóvil o en un edificio- la cual, por constituir un absoluto, exige ser tratada como un fin y nunca como un medio, y a la que se ha de desear y aplicar el mayor bien. Competencia significa afán por estar al día en los avances de la Medicina, significa verdadero amor al estudio, significa una permanente exigencia interior acerca de la necesidad de adquirir nuevos conocimientos que doten de garantía y seguridad al núcleo del acto médico. Es dudoso que sin la vigencia de este deber, que nace en la experiencia, de esta ética del trabajo bien hecho, el acto médico pueda adquirir el significado de ético. Competencia y responsabilidad distinguen la ética médica de la ética económica o de la ética social, y no es momento ahora de incidir más sobre ello. En consecuencia, estos primeros y fundamentales deberes *(20) reafirman el carácter histórico de la Medicina como una profesión y como una vocación. El acto médico podrá experimentar la modernización que caracterice a cada tiempo, pero debe seguir siendo básicamente un servicio, un proceder de benevolencia, de singular amistad, realizado en conciencia; algo, en suma, cuya vigencia aparece en entredicho en algunos modernos desarrollos de la Medicina.
Pero algo importante distingue al médico personalista. En efecto, en la mejor herencia de nuestros maestros, y en la más científica de las dudas, a la vez que se exige un conocimiento profundo del arte médico -y una preocupación sincera por la formación continuada- el médico personalista no es «cientificista» (Marañón).
Es decir, no concede a la sabiduría médica, a la racionalidad científica, la autonomía ética. En otras palabras, rechaza que la ciencia esté por encima de la ética o que la ciencia sea ella misma ética (epistemología). Ciencia y ética deberían coincidir, pero pueden no hacerlo y esto ocurre en muchas ocasiones y es preciso saberlo y detectarlo. Ciencia y ética poseen un discurso propio y estos pueden mostrarse, en ocasiones, divergentes. Ciertamente es posible que desde la cultura de la ética algunos magnifiquen el significado de la ciencia dotándola de una autonomía reverenciar, pero desde la cultura de la ciencia el médico personalista distingue perfectamente ambos discursos, y sabe hacer siempre una elección en conciencia.
En suma, que cuando el dictamen de la ciencia médica le resulta oscuro moralmente somete la decisión terapéutica y el previsible alcance de sus acciones al paradigma personalista.
Es obvio que la decisión final es obra de la razón del médico y obviamente un ejercicio de su libertad de elección, que en este caso -tras pasarla por un filtro o procedimiento que eleva a su consideración el contraste entre la acción médica que se va a llevar a cabo y la estructura de bienes que van a ser involucrados por tal acción- se autodetermina en un sentido u otro.
Tabla 5. El paradigma personalista
LOS BIENES DE LA PERSONA
Vinculados a la psique | Vinculados a la corporeidad |
1. El bien de la libertad | 1.El bien de la vida |
2. El bien del conocimiento (‘Discurso aproximativo’) | 2. El bien de la integridad («Integridad física») |
3. El bien de la intimidad (a. «Secreto profesional» y b. «Intimidad corporal») | 3. El bien de la corporeidad (Carácter normativo de la corporeidad) |
Es obvio que la decisión final es obra de la razón del médico y obviamente un ejercicio de su libertad de elección, que en este caso -tras pasarla por un filtro o procedimiento que eleva a su consideración el contraste entre la acción médica que se va a llevar a cabo y la estructura de bienes que van a ser involucrados por tal acción- se autodetermina en un sentido u otro.
Es importante ahora subrayar dos hechos prácticos. El primero se centra en el propio paradigma, y viene a decir que, en ausencia del paradigma, el personalista actúa en conciencia y no precisa necesariamente de él para calificar acciones que, de suyo, pueda tener ya perfectamente calificadas desde el punto de vista ético. Si un ginecólogo rechaza el aborto a prior¡ no precisa del paradigma, como es obvio. El segundo subraya, como ya decíamos antes, que el paradigma no sustituye a la conciencia del médico pero sí que le centra en el constitutivo ético de la acción que va a llevar a cabo. Le descubre o le alerta sobre si el acto asistencias o la técnica de utilidad o protección que va a ejecutar -versus poner un dispositivo intrauterino- modifica o lesiona un » bien» de la persona . En suma, le orienta, le abre a la reflexión ética a través de una herramienta distinta, de una hermenéutica nueva, diferente al mero utilitarismo médico. El paradigma es pues un instrumento, un procedimiento, y en tal sentido califica al modelo de procedimental. El que nunca quiera conocerlo y estudiarlo es obvio que nunca se abrirá al paradigma personalista.
El paradigma muestra al médico seis bienes que están en la persona, que la constituyen. No se trata de principios ni de valores.
Son bienes constitutivos de la persona -bienes básicos- fines inscritos en su naturaleza racional que exigen ser respetados, que se ven directamente involucrados, por la acción médica. De ello se deduce que el modelo propugnado, además de una ética de deberes, es una ética de bienes, formal y procedimental, en definitiva, y, como veremos más adelante, al final, una ética de virtudes.
Orientada por el paradigma la eticidad del acto, favorable o no, en la medida en que solo dos bienes de la persona son prescriptivos -la libertad del médico y del paciente y la vida del enfermo- el médico deberá decidir en conciencia. Si sopesado el dilema en la doble perspectiva del juicio médico o razón de competencia y del juicio ético- evidenciado por el paradigma- prevalece en conciencia el argumento clínico, el médico debe proceder a implantarlo. En caso contrario debe rechazarlo. Es decir, declina llevar a cabo tal planteamiento clínico -una medicación, una práctica, una petición del paciente, una decisión del médico si se trata de una enfermera- por simple razón ética bien deliberada. Como puede verse, el bien de la libertad, no tanto como libre arbitrio -como mera autonomía-cuanto como verdadera libertad moral -reflexionada en la verdad- es el que decide aquí. La libertad así concebida, como verdadera elección de la conciencia a la luz de la persona deber ser atendida: es, por así decir, norma y prescripción.
Esto nos retorna al paradigma (tabla 5). En efecto, de los seis bienes de la persona humana considerados, tres presentes en la psique o espíritu del hombre y tres representando la corporeidad, cuatro de ellos -y por argumentos sobre los que ahora no podemos extendernos- tienen carácter normativo pero no prescriptivo. Norma significa regla que se debe seguir o a la que se deben ajustar las conductas, tareas o actividades (los hijos deben obedecer a los padres); pero «norma» no significa aquí que, en conciencia, haya siempre que cumplirla, que es el significado que aquí se da de «prescripción»; ésta significa orden, precepto, determinación imperativa de una conducta sin margen de opción en nuestro caso. En el acto médico personalista dos bienes de la persona humana nunca pueden ser conculcados: la libertad moral (de ambos, paciente y médico) y la vida del enfermo. Son bienes básicos que se convierten en deberes normativos y prescriptivos . Ninguno es superior al otro, pero se hallan jerarquizados, porque sin la corporeidad y por tanto sin la vida no es objetivamente posible la libertad. Si nos situáramos en el paradigma de David Ross se trataría de deberes prima facie y siempre actual duties 9. La vida del enfermo es un bien histórico desde el punto de vista médico, pero es que, además, es el presupuesto de la libertad moral, su condición de posibilidad. Algo tan real que explica el rechazo cuasi universal de la eutanasia activa en el mundo médico. Y al mismo tiempo algo tan filosóficamente tangible que el propio Kant suscribió de pleno. El argumento del filósofo de Koonisberg es claro: sin la vida no es posible el libre arbitrio y sin vida tampoco son posibles los deberes. Para que exista realmente la libertad tiene que haber vida. En el conflicto entre bienes, entre la libertad y la vida, «quien se arrebata la vida -dice- está disponiendo de su persona y no de su estado. Esto es lo más opuesto al supremo deber para con uno mismo, ya que elimina la condición de todos los restantes deberes. El suicidio sobrepasa todos los límites del libre arbitrio, dado que este solo es posible si existe el sujeto en cuestión»20. En definitiva el médico personalista defiende el valor vida, aunque ciertamente no como un absoluto; y en caso de peligro para la vida del enfermo la defensa del bien de la vida le faculta a romper la lógica del paradigma.
Los cuatro bienes no prescriptivos, dos presentes en el psiquismo del hombre como condición humana y dos representado la corporeidad, deben ser reflexionados y atendidos. El bien del conocimiento es clave. Sin conocimiento de su situación clínica es inútil hablar de libertad por parte del enfermo. El paciente tiene el derecho y la obligación de poder acceder a una información asequible de su situación clínica, pero es que, además, es nuestro deber para con él. El bien del conocimiento precede al bien de la libertad. Desde este punto de vista, atender al bien del conocimiento es un deber mucho más consistente que el mero consentimiento informado, que es característico de las éticas modernas, y como tal bien de la persona exige un modo idóneo y específico en la forma de producirse -que he denominado discurso aproximativo- que siempre favorezca a la persona y que supere la mera dimensión de garantía ante el Derecho. El bien de la intimidad parece ocioso de recordar, pues ya queda reflejado en el documento hipocrático. Recuerda dos deberes: uno primero, que alude al trato digno del cuerpo, que le protege de un desvelamiento innecesario, instrumental y cosificado; y otro segundo donde se respeta la intimidad de la enfermedad como secreto, consciente el médico de que ha accedido a una información por razones de oficio y también por la naturaleza singular de la amistad médica, de esa empatía que establece lazos de confidencia entre médico y paciente. Esta confianza no debe ser rota nunca, salvo graves razones no tanto de _justicia a nivel individual como de bien común.
Los bienes que aluden a la corporeidad no reflejan un contenido apriorístico de la persona, ni expresan una persona específica sino que están ahí, son lo formal del cuerpo. La persona solo está, solo se da, en la existencia modalizada como persona encarnada, en un monismo misterioso e integral. Por lo tanto el modo de respetar la persona implica respetar la corporalidad, en su vida, su integridad física y en su propia ley interior, en ese proceso vital, unidireccional, que le determina desde la concepción hasta la muerte, en su telos. Solo graves razones médicas pueden y deben hacer subordinar la integridad y el telos de la persona a la racionalidad del principio de competencia profesional, a la racionalidad médica, subordinando también el principio de responsabilidad. Sobre el bien de la vida ya hemos comentado antes que es un bien prescriptivo. Vida significa promoción de la vida, es decir, recuperación de la salud y defensa de la vida humana en cuanto existencia amenazada. Como respecto de la libertad, si no se la respeta radicalmente no se es personalista. Al bien de la integridad física -así denominado ahora- le llamaron los teólogos principio de totalidad, y así le denomina Sgreccia 17. Por él y desde siempre los médicos han extirpado órganos para salvar la vida de los enfermos. Enfrentados el bien de la vida y el bien de la integridad corporal, este cede al carácter prescriptivo del bien de la vida. Su análisis desapasionado abrió desde siempre el camino a la eticidad de las prácticas quirúrgicas. Aunque estas también son legítimas cuando sirven al bien integral de la persona en cuanto un absoluto, más que a intereses de una persona individual representando su libre arbitrio, expresando en definitiva su yo quiero. Pero la integridad corporal no muestra solo una cara anatómica o quirúrgica posee también una cara genética, de integridad del patrimonio genético, que se abre a la responsabilidad de su conservación. Una integridad que, como se puede suponer, es también individualidad como posesión de una existencia.
Y este bien de la persona no es solo integridad -que ya vemos puede ser superada cuando esta en riesgo la vida- es también telos, es decir direccionalidad de la naturaleza biológica, función de órganos, finalidad del cuerpo, el denominado bien de la corporeidad o telos. Telos , función y finalidad no son intercambiables pero expresan contenido afines, próximos. Nuestro siglo ha consagrado la voluntad de poder nietzscheana y en este sentido, rechaza cualquier significado ético que no sea formal y apriorístico y sobre todo autónomo. En este sentido, la contemplación del cuerpo ya no parece responder a la histórica pregunta ¿,qué es el hombre?. Y desde hace dos siglos ha dejado de ser, para algunos, un referente de moralidad. Para muchos el cuerpo puede, debe ser y es, simple instrumento o correlato de la razón humana. La bioética personalista no tiene ninguna inhibición al rechazar este postulado. El cuerpo no es neutral ciertamente, pero se muestra a la razón práctica con un significado premoral o proto-moral como han mantenido ilustres fenomenólogos. Para Zubiri, por ejemplo, en la impresión de realidad se nos da algo así como el canon de moralidad. Ciertamente que no puede prescribir normas de suyo, pero sí que alumbrar formalmente sus contenidos y constituir normativamente ese canon universal, protomoral, sobre el cual la razón elevaría los deberes. Un debate filosófico clave en Bioética en el que no podemos entrar. Aunque imposible una profundización hay que distinguir, además del telos funcional, un telos existencias, un telos de vida presente en los recién nacidos y en los jóvenes, a los que se les presume una vida por delante y un telos de muerte, que está presente en el anunciado fin del hombre cuando la Medicina ha tirado la toalla y los acontecimientos progresan inexorables configurando, a corto plazo, el final de la vida, la muerte.
El aprecio y respecto por los tres bienes de la corporeidad -vida, integridad y telos expresan una radical aceptación de lo que somos como seres humanos, de que nos aceptamos como somos : cuando así ocurre radicalmente viene a darse lo que Millán Puelles ha llamado la libre afirmación de nuestro ser (21).
Pero el hombre es libre y el bien de la libertad prescriptivo y esto nos lleva a concluir que el médico puede aceptar el paradigma en todo o en parte, y no se estaría rompiendo con ello el paradigma. Si se acepta su diseño, en respetando los bienes prescriptivos, algunos podrían puntualmente o siempre no aceptar alguno de los bienes normativos y no prescriptivos -por ejemplo el carácter normativo del telos- y voluntariamente así romper la unidad del paradigma, dando el visto bueno a la anticoncepción química o a la cirugía de la transexualidad, por citar dos ejemplos. El hombre puede aceptar una verdad de su ser y luego elegir en sentido contradictorio. El bien de la libertad no está desgraciadamente subordinado a la praxis de la verdad. Porque así es la condición personal del hombre. La persona se expresa por sus actos y estos son, a su vez, determinados en conciencia, y ésta, como sabemos, muchas veces no acierta plenamente con la verdad, aunque la busca siempre. En términos del modelo se podría hablar de un personalismo relativo, inconsecuente, pero dentro de la lógica de su propia filosofía. Y el bien de la libertad en el paradigma de la persona -volvemos a insistir- es prescriptivo, es norma y prescripción. En el acto médico sometido al paradigma personalista, en esta fonnulación meramente fenomenológica de la persona, la libertad del paciente es prescriptiva pero la del profesional sanitario también y con igual consistencia. A aquel cabe rechazar un tratamiento, a este igualmente desatender una imposición terapéutica, proceda del enfermo, la empresa o el Estado. En el modelo fenomenológico la persona -el paciente, el médico- en el conocimiento de los hechos, es autónoma en su elección y aunque el paradigma le non-natiza el bien el eje nuclear que determina su elección es la verdad del propio sujeto de la acción a la luz de su conciencia. Conciencia aquí es principio de autodeterminación, libertad y verdadera autonomía. Esta conciencia -que ha de luchar sinceramente por objetivar la verdad por encima de las conveniencias- es el núcleo que sincretiza la decisión médica y el reducto que determina la dimensión ética del acto médico.
La corporación médica no es ajena en nuestros días a los peligros que acechan a la profesión sanitaria, al riesgo de instrumentación del médico por la cultura, el paciente o el legislador y ha de vivir acertada. El médico decide hoy con su consejo o su pluma sobre la vida y la muerte de las personas, su poder es grande pero su debilidad también. Su fuerza no será ya nunca su poder fáctico -que es potencial no explorado- sino su ética, y para esto necesita volver a reflexionar sobre sí mismo y no dejar esta reflexión moral en manos de filósofos o de políticos. Y en el centro de su ética y sin necesidad de paradigmas ha de estar siempre la libertad de su conciencia. Si algún día esta libertad se fractura -que no lo veo previsible- el destino de la Medicina y de los médicos cambiaría radicalmente y podría avanzar por vericuetos impredecibles, con gravísima repercusión sobre la sociedad.
Como decía al principio no hay una bioética, sino muchas bioéticas. Y no hay bioética sin una fundamentación que no responda a instancias de un modelo de sociedad, a unos intereses y a una filosofía de la vida y esto aunque lo que se pretenda sea formular un paradigma sin contenidos, como propugna Engelhardt. En una sociedad plural y democrática , donde la bioética responde a un significado secular, parece irremediable que convivan distintas bioéticas, porque ello traduce a la vida la realidad del abanico de opciones morales que operan en ella. Sin embargo, el autor piensa que es poco fiable cualquier modelo que olvide la tradición médica y su sabiduría histórica, y que es preciso reflexionar desde la Medicina y por nosotros mismos -sin ningún complejo- ante la sociedad cambiante que nos circunda; y que es igualmente un riesgo volver la espalda a nuestros maestros y dar por bueno todo lo que viene de fuera. Como con el laboratorio filosófico la importación de modos de vida ajenos no lleva siempre aparejado el bien del enfermo, que es un deber a prior¡. Ser un médico ético significa primero ser buen médico y luego prudente y sabio, que es el mayor signo de inteligencia. Y para lo demás el privilegio de la duda, que es, a la postre, lo más científico. El modelo personalista fenomenológico es filosóficamente realista, asume la tradición médica, privilegia la libertad de la conciencia y es, sobre todo, una cancha segura lo suficientemente amplia para acoger a toda una corporación y, en todo caso, a través de su amor por la libertad de las conciencias, respeta profundamente el pluralismo bioético, aunque, obviamente, no comparta todos los postulados. En suma, ética de deberes, ética de bienes y ética de virtudes, formal y de máximos, que aspira ambiciosamente a conjugar la felicidad del médico, la tradición y la modernidad.
1. A. Macintyre. ‘Historia de la í‰tica’. Paidos, 1988.
2. En Europa una labor meritoria ha de ser reconocida a los instituciones pioneros: el Instituto Borja (1.975) de Barcelona, el Instituto of Medical Ethics de Londres, el Centre d’í‰tudes Bioethiques de Bruselas, el lnstitut voor Gezondheitsethieck de Holanda, el Centro de Bioética de Roma y el Centre d’í‰thique Medicale de Lille.
En España, la bioética fue constituida disciplina universitaria en Madrid y en Navarra, y en 1.996 ha nacido el Instituto de Bioética, con sede en Madrid.
3. E Abel. ‘Bioética: origen y desarrollo’, en ‘La vida humana: origen y desarrollo’. Universidad Pontificia Comillas, 1989. ‘Sal Terrae’, Santander.
4. Callahan, D.: Encyclopedia oí Bioethics (New York, 1978).
5. Laín Entralgo, Pedro: ‘la relación médico-enfermo’, Alianza Universidad, 1.983.
6. Alaisdair Macintyre: ‘Tras la virtud’, Editorial Crítica, 1.987.
7. Gracia, Diego: ‘Fundamentos de Bioética’, Eudema Universidad, 1989.
8. Beauchamp, T.L. and James Childress: ‘Principles of Biomedical Ethics’, Oxford University Press, 1983.
9. W.D. Ross, «The Right and the Good’, Oxford, 1930.
10. Gracia, Diego: ‘Procedimientos de decisión en ética clínica’, Eudema Universidad, 1991.
11. Spaemann, R.: ‘Felicidad y benevolencia’, Rialp, 1991.
12. Apel, K.O.: ‘Estudios éticos’, Barcelona, Alfa, 1986.
13. Habermas, J.: ‘Conciencia moral y acción comunicativo’, Ediciones Península, 1996.
14. Woityia, K.: ‘Persona y acción’. B.A.C., 1 984.
15. Cortina, A.: ‘í‰tica mínima’, Tecnos, 1996.
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17. E. Sgreccia: ‘Manuale di Bioetica’. 2ª ed. Vita e pensiero, 1994.
18. Grisez, G., J. Boyle and J. Finnis: ‘Practical Principles, Moral, truth and ultimate End’, American Journal oí jurisprudence 32 (1987)
19. L.M. Pastor: ‘Manual de í‰tica y legislación en Enfermería’. Mosby/Doyma, 1997
20. l. Kant: ‘Lecciones de í‰tica’, Ed. Crítica, 1988.
21. Millan-Puelles A.: ‘La libre afirmación de nuestro ser’, Rialp, 1994.
22. Jonas, H.: «Técnica, medicina y ética’, Paidós, 1997.
(1) El utilitarismo produce cierta apariencia de racionalidad y plausibilidad. Aunque imposible en el marco de este trabajo un análisis sistemático del modelo, el autor desea recordar aquí -como destaca Spaemann- 1 que «su tesis fundamenta está en contradicción con las intuiciones morales de la mayoría de los hombres y con las tradiciones éticas de todas las culturas». La proposición el fin justifica los medios, considerada desde siempre corno expresión de una convicción moralmente rechazable, encuentra aquí acogida y explicación. En nuestro tiempo convivimos con políticas de corte utilitarista, por lo común diseñadas desde organismos o estructuras administrativas con funciones de protección y promoción de la salud -grandes fundaciones, ministerios de Sanidad, OMS, etc.- diseñadas para las naciones en subdesarrrollo y otras áreas deprimidas de la tierra, cuyas determinaciones operativas nunca aceptaríamos, seguramente, para las personas o las familias de nuestro mundo occidental. Tal es el caso de algunas políticas de ayuda al desarrollo condicionadas a una drástica política de reducción de la natalidad, o como pueda serlo la imposición del aborto en China, bajo sanciones penales, a las parejas con más de un hijo. En los últimos meses la sociedad norteamericana ha reaccionado contra el utilitarismo de algunos ensayos clínicos a gran escala, como el protagonizado por el instituto Nacional de Salud USA, en el que probó la eficacia terapéutica de algunas drogas frente a SIDA en un doble ciego que utilizó a gran número de mujeres como cobayas en aras de la ciencia.
(2) Según sus creadores el discurso debe satisfacer tres condiciones: l) deber ser libre, es decir exento de dominio por parte de alguno de los agentes, esto es, paritario u horizontal, una exigencia de dudosa realidad en la práctica del acto médico; 2) todos los participantes deben disponer de la competencia necesaria, lo que en el caso del enfermo respecto de su enfermedad, o de su pretensión de ayuda sanitaria, no deja de ser posible pero en la práctica virtual, sobre todo pensando que ese conocimiento de la enfermedad o su pretensión de ayuda -representando el punto de vista de sus intereses- debe acompañarse de su disposición, facultad espiritual o grandeza, a ceder o subordinarlo al punto de vista de la justicia; por fin 3) la tercera condición hace alusión a la necesidad de una cierta cualificación moral de los participantes en el diálogo, de modo que sean capaces de poner sus intereses a disposición de una eventual modificación o cambio. Es por ello que la virtud de la sinceridad aparezca como imprescindible para que se den las condiciones del discurso ideal.
Como puede fácilmente intuir un profesional de la Medicina, el supuesto ideal del discurso -reconocida la buena voluntad de los protagonistas- solo puede abocar a acuerdos cuando el que facilita las acciones operativas del compromiso moral -es decir, el médico- está dispuesto a creer que estas acciones, por él llevadas a cabo técnicamente, moralmente no le involucran, puesto que él simplemente se arrogaría el papel de ejecutor del supuesto compromiso moral dialógicamente decidido. En definitiva, un profesional que un día sí otro no -según el resultado del diálogo- se despojaría de sus propias opciones éticas -de sus íntimos compromisos morales- para cumplimentar las del enfermo. Ejecutadas las acciones técnicas del compromiso -pongamos por caso, una esterilización por razones de control de la natalidad, en el peor de los caso,@ un aborto- el profesional recuperaría su fortaleza de espíritu y retomaría a la defensa de sus propios valores ante un nuevo enfermo, o si se quiere, ante un nuevo diálogo. La irrealidad del modelo es indudable, y es obvio que solo es defendible desde una posición previa de relativismo moral o cuando entre los agentes -enfermo y médico- se presume o se participa de una misma comunidad de intereses, pues en el caso de personas arropadas con valores poderosos percibidos como ciertos -como la «verdad»- el acuerdo podría llegar a ser prácticamente imposible. En tales supuestos -que son más frecuentes de lo que se cree- es imposible producir discursivamente valores comunes.
(3) Se refiere a éticas actuales.
(4) El intento de olvidar la concepción histórica de los «deberes» del médico, de su tradición deontológica, y asumir sin crítica alguna de las modernas concepciones éticas y su correlato en la práctica médica, tiene algo de enfermedad infantil y parece ignorar la incapacidad de consenso que se da entre estas éticas modernas, Pues como escribe Macintyre «la historia de los intentos de construir una moralidad para individuos libres de la tradición, bien por apelación a una de las muchas concepciones de la universabilidad o a alguna de las igualrnente multifacéticas concepciones de utilidad, o a las intuiciones compartidas, o a alguna combinación de éstas, al final, … se ha convertido en una historia de continuas disputas sin resolver; …» («justicia y racionalidad», EINUSA, Barcelona, 1994″
(5) En ausencia de una norma extema donde orientar el juicio ético, cada hombre puede concebir su deber de forma distinta, aunque también podrían coincidir y Kant pretende que coincidan, que la idea del bien se amplíe y abarque a muchos hombres -se universalice- para lo cual prescinde del objeto moral y, obviamente, de su significado en la determinación del juicio ético. Por lo tanto, a la vista de esta autonomía constitutiva de la conciencia y las múltiples visiones éticas que pueden aflorar, la formulación de un modelo ético de convivencia ha de ser concebido desde la perspectiva de una tercera persona, cuya virtud esencial vendría a ser la «imparcialidad»
(6) Pensemos en las distintas declaraciones sobre derechos humanos, donde pretendidamente se ha tratado siempre de caracterizar como humanos -como personas humanas- a hombres, niños y grupos de personas, a los que se habla de defender, y sobre los que se pretendían evitar discriminaciones, y para lo cual se les reconocía plenamente su condición personal.
(7) La desvinculación de la noción de persona de la noción de hombre mediante la construcción de un nuevo concepto de persona sin base en la realidad, abre el camino a vías positivistas en el mundo de la jurisprudencia que legitimen conductas, hechos o actos médicos, hasta el momento considerados irregulares o legalmente ilegítimos, como el aborto libre. la eutanasia activa o el infanticido.
(8) Con perspicacia Max Scheler aplicó el método fenomenológico al contenido espiritual y moral de la existencia humana y, de ese modo, reabrió, en el seno de la filosofía misma, fuentes religiosas. Desde entonces acá son numerosos los filósofos que retoman a una perspectiva real del hombre, donde el cuerpo vuelve a ser inseparable del concepto de persona.
(9) Al profesional de la ciencia médica, y aún al investigador sobre las ciencias de la vida, el retomo a un discurso de esta naturaleza puede tal vez abrumarle, bien por juzgar que la consideración de estas verdades filosóficas no debería aflorar en el debate acerca de la eticidad de los actos médicos, bien porque, aun reconociendo su importancia, juzgue de su incapacidad para acceder a la filosofía del ser. En este segundo caso, aunque su buena fe es indudable, hay que argí¼irle que, en el fondo, el problema de la ética sigue teniendo como telón de fondo el misterio de la esencia del hombre; y que, en la medida en que se prescinda de estas realidades, su significado se transforma dejando de ser, poco a poco, «ética» para pasar a mera «cosmética» de comportamientos.
(10) Esta idea de alma espiritual está muy alejada de la idea de espíritu en cuanto ser inmaterial que, de alguna suerte, viene a habitar en el cuerpo del hombre. Una concepción dualista muy alejada del concepto tomista de alma como forma sustancial.
(11) A juicio del autor, la concepción de persona a la luz de la interpretación fenomenológica de Wojtyla, que diera a conocer en su libro «Persona y acción», constituye la más identificadora aportación a la idea de persona, la cual se reconoce por sus acciones. El modelo incorpora definitivamente la concepción tradicional de persona al pensamiento contemporáneo 14.
(12) A causa de la ambigí¼edad del concepto de «amor», la filosofía de la Edad Media -y la de Leibnitz que le sigue- distingue entre amor concupiscentiae y amor benevolentiae, entre deseo y benevolencia (cuyos significados no son «amor a sí mismo» y «amor al prójimo»). El amor de concupiscencia significa que se experimenta o se produce en la medida en que este mismo amor proporciona placer. De no ser así se le abandona, desaparece. El amor de benevolencia, como ya habrá advertido el lector, es el que ama a otro por lo que es, por lo que significa en sí mismo, no por lo que le place o gratifica. Los dos clásicos modelos son el amor entre el hombre y la mujer, y el sano y desinteresado amor de la amistad, de la verdadera amistad.
(13) Pero desde el punto de vista de su contingencia, puesto que la naturaleza humana es criatura, el Bien supremo es el acto puro, el que subsiste en sí: Dios. Dios, que tiene la absoluta plenitud de la existencia, es el Bien supremo. En consecuencia, y acotando significados, cada ente posee su medida inmanente y su medida trascendente. La primera resulta de las relaciones internas que reinan en su ser, la segunda resulta de la imitación del ser divino. El ser creado -aquí el hombre- es más o menos bueno en la medida en que imita en sí la absoluta perfección de la Primera causa ejemplar, en la medida en que llega a imitar la perfección de Dios.
(14) Con ello se denuncia uno de los errores en la interpretación de Santo Tomás, frecueniemente subrayado por las éticas modernas, en el sentido de fundar la moralidad directamente en la naturaleza considerada física y metafísicamente, más que en los bienes humanos, cuando se sostiene que el objeto detennina la moralidad de los actos. Grisez y Finnis niegan categóricamente que se puedan derivar al modo especulativo los enunciados normativos de los fácticos. Pero eso no quiere decir que estos últimos sean superfluos para la ética.
(15) Supuestas estas condiciones, Grisez y Finnis mantienen que todos los bienes básicos son igualmente fundamentales, que los denominados bienes existenciales suponen los sustantivos y, recíprocamente, que realizar los sustantivos lleva a realizar los existenciales. Esta mutua reciprocidad de los bienes se debe a que los bienes existenciales son formas de la armonía del ser humano personal y porque los bienes sustantivos -que no dependen de elecciones humanas y que, en cierto modo nos son dados- son como la materia que informada por la libre voluntad cuaja en un bien existencias. De todo ello se deduce que ambos géneros de bienes son reales, por lo que podemos decir que los bienes humanos no son solamente los bienes «naturales» y que hay que contar, y mucho, con los bienes existenciales.
(16) «La amistad aristotélica consiste en querer y procurar el bien del amigo, entendido éste como una realiza ción individual de la naturaleza humana. La meta de la amistad es, pues, la perfección de la naturaleza» (la relación médico-enferrno, Pedro Laín Entralgo, pág. 59, Alianza Universidad, 1983).
(17) El lector puede fácilmente comprender que, en términos de tolerancia, virtud tan apreciada en nuestra era, y aquí entendida como «búsqueda del bien y tolerancia del mal», el verdadero hombre tolerante es aquel que siempre está honestamente en conciencia buscando el bien. El otro, aquel que concibe todos los bienes como relativos y por tanto nunca enfrenta verdades absolutas -un «bien radical» a un «mal radical»- fácilmente accede, casi sin mérito, a la tolerancia.
(18) El debate moral contemporáneo ha vuelto a reconsiderar el mundo de las virtudes en la concepción de la ética. Ignorado desde la Ilustración, es imposible aquí algo más que establecer su vinculación con el bien y con la ética personalista. La cuestión Virtue and Medicine (Shelp, 1985) es especial: pues no sólo es un libro reciente sobre la materia sino una de las principales especificaciones de la virtud, que es objeto de interés en las últimas décadas -en un loable esfuerzo de rehabilitación- por filósofos y teólogos de todas las tendencias. No menos de medio centenar de autores del máximo prestigio -desde Tom L. Beauchamp a G. J. Warnock, desde GEM Anscombe a Philippa Foot, de A. Maclntyre al aludido Earl E. Shelp- en una larga relación de libros y trabajos, desde todas las fuentes y las más variadas cosmologías, ofrecen sus opiniones al respecto.
(19) Esta afirmación sitúa al médico frente a los absolutos morales. Si existen o no en la práctica médica actos intrínsecamente rechazabas es algo a lo que cada modelo ético da una respuesta. En el modelo personalista las elecciones del agente moral -médico o paciente- contra los bienes de la «vida» y de la «libertad» son consideradas opuestas gravemente a la ética. Obviamente que, en estrecha vinculación con la fe y las creencias de los individuos, podrían darse otras acciones médicas también gravemente rechazables.
(20) El concepto de «deber» aludido posee un contenido moral, pues responde a una exigencia de la conciencia del médico. Aunque, ciertamente, en cada persona la conciencia responde a valores propios, aquí se alude a la conciencia que actúa bajo la norma de la verdad real. Este «deber», pues, responde tanto a un ideal de perfección («Sed, pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto», Mateo 5, 48) como a un sentir ilustrado (Kant, Fundamentación de la Metafísica de las costumbres, Ariel 1997).
(El presente trabajo forma parte de la publicación: Biblioteca básica de Du Pont Pharma para la atención primaria, 1998, coordinado por la Dra. Nieves Martín Espíldora)